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CAPÍTULO XI

Camino de la muerte

Antes de meterlos en los coches habían juntado a los cinco condenados en una sala de vastas proporciones y muy fría, donde les permitieron hablar entre sí.

Tania Kovalchuk fue la única que aprovechó la autorización en seguida. Los demás, sin proferir una palabra, se apretaron fuertemente las manos, frías como el hielo en unos, y ardientes como el fuego en otros; y callados, formaron un extraño grupo, en que cada cual procuraba no mirar a los demás. Acaso temían que sus ojos revelasen la crisis que acababan de pasar.

No pudieron, con todo, evitar que una o dos veces se cruzasen sus miradas, y acabaron por tranquilizarse y hasta sonreír. Ninguno se alteró lo más mínimo, o, por lo menos, a ninguno se le notó alteración. Hablaban y se movían de un modo singular, como autómatas. A veces se les atragantaban las palabras, o las repetían, o dejaban truncada una frase, creyendo que la habían dicho entera. Miraban las cosas sin verlas, como miopes que de repente pierden los lentes. A veces volvían bruscamente la cabeza, como si alguien los llamase; pero lo hacían sin siquiera darse cuenta. Musia y Tania tenían las mejillas y las orejas ardiendo; Serguéi, que al principio se hallaba algo pálido, recobró su aspecto normal.

El que más atraía la atención de todos era Vasili. Aun allí había en él algo extraordinario e inquietante. Verner, muy emocionado, murmuró al oído de Musia:

- ¿Acaso él, Musía, acaso él...? Habrá que hablarle.

Vasili, que tenía los ojos fijos en Verner, los bajó al suelo.

- ¿Qué hay, Vasia? ¿Qué te ocurre? Pronto acabará todo, hombre; no te apures. Hay que tomado con filosofía, ¡qué diablo!

No replicó Vasili por el momento, mas al cabo de algunos segundos repuso con voz tan sorda y remota que, más que humana, parecía de ultratumba:

- No es nada. Estoy tranquilo.

Y a poco repitió:

- Estoy tranquilo.

Verner, muy satisfecho, exclamó:

- ¡Bien, chico, bien! ¡Así me gusta!

Pero tropezó con la mirada de Vasili, que parecía hundida en honda contemplación interior, y se preguntó con angustia:

- ¿Dónde está? ¿Desde dónde me mira?

Y exclamó con ternura:

- Vasia, ¡cuánto te quiero!

- También yo a ti -replicó Vasili trabajosamente.

De pronto, Musia tomó la mano de Verner, y con un gesto de admiración casi teatral dijo:

- ¿Qué te ocurre, Verner? ¡Tú, que nunca has dicho a nadie que le quieres! ¿Por qué estás tan radiante y tan amable?

Con tono y ademán teatrales asimismo contestó Verner, apretando la mano a Musia:

- Sí, a todos os quiero. No se lo digas a nadie, porque me da vergüenza; pero os quiero mucho.

Encontráronse sus miradas, y eran tan radiantes, que todo en torno suyo parecía obscurecerse, como junto al fulgor del relámpago todo se hunde en tinieblas.

- ¿Sí? -preguntó Musia- ¿De veras, Verner?

- Sí, Musia, si. De veras.

Luego, Verner, con los ojos aún brillantes, trémulo de emoción, se dirigió a Serguéi Golovin.

- ¡Serguéi! -llamó.

Pero quien le contestó fue Tania Kovalchuk. En pleno éxtasis, casi llorando de orgullo maternal, díjole, al tiempo que tiraba de un brazo de Serguéi:

- Pero ¿tú ves esto, Verner? Yo, atormentándome por él, llorando por su causa, y él entretenido en hacer gimnasia.

- ¿Sistema Müller?

Serguéi frunció el ceño y replicó, algo azorado:

- No sé de qué te ríes, Verner. Tengo la seguridad de que ...

Sin dejarle acabar, rompieron todos a reír. Poco a poco, cobrando ánimos y fuerzas en la mutua comunicación, volvieron a ser lo de siempre. Tanto, que ellos mismos creían no haber cambiado nunca.

De pronto, Verner dejó de reir y dijo gravemente:

- Tienes razón, Serguéi; tienes razón de sobra.

- ¡Ah! ¿Comprendes? -replicó Golovin, satisfecho-. Claro está que nosotros ...

Tampoco esta vez pudo terminar la frase, pues en aquel momento fueron a buscarlos para conducirlos a los coches; tan amables fueron con ellos, que les permitieron ir por parejas. En general, los empleados de la cárcel solían tratarlos con mucha benevolencia, alguna vez exagerada; acaso fuese para probar que, a pesar de todo, tenían sentimientos humanitarios; quizá para demostrar que en aquello no tenían ellos arte ni parte y que sólo obedecían a una necesidad inexcusable. Todos estaban muy pálidos.

- Musia, tú con Vasili -ordenó Verner, señalando a éste, que permanecía inmóvil.

- Muy bien -asintió Musia-. ¿Y tú?

- ¿Yo? Ya veremos. Tú, con Vasili; Tania, con Serguéi ... Bueno, yo iré solo; ya sabes que yo puedo ir solo.

El aire tibio y húmedo del patio les acarició el rostro y les penetró suavemente, con lo que sus ideas se hicieron más claras.

Las gotas del deshielo que de los canalones se desprendían, chocaban sonoramente en las baldosas. De vez en cuando, alguna más gruesa que las demás se destacaba del conjunto, como la voz de un divo en un concertante; mas luego volvía la cantilena a su tono uniforme.

Las luces eléctricas expandían un halo sobre la ciudad e iluminaban tenuemente los tejados de la fortaleza.

Del pecho de Serguéi Golovin se escapó un hondo suspiro.

- ¡Ah! -exclamó; y como si sintiese derrochar aquel aire tan puro, contuvo luego la respiración.

- ¡Qué noche más hermosa! -dijo Verner-. ¿Hace mucho que reina tan buen tiempo?

- Ayer y hoy nada más -le contestaron los guardianes con amable solicitud-. Hasta ayer ha hecho mucho frío.

Fueron llegando uno tras otro, silenciosos y siniestros, los fatales carruajes, en cada uno de los cuales subieron dos condenados. Luego iniciaron la marcha, y en la obscuridad de la noche dirigiéronse hacia el farol que se balanceaba ante la poterna. Escoltaban a cada coche varios jinetes, cuyas siluetas grises iban y venían sobre los caballos, que con sus herraduras arrancaban chispas al empedrado y resbalaban alguna vez sobre la nieve.

Cuando Verner se inclinaba para entrar en el coche díjole el centinela:

- Aquí hay otro que va con ustedes.

- ¿Dónde? ¿Dónde está? ¡Ah, ya le veo! ¿Quién es?

El guardián no contestó. En un obscuro ángulo del carruaje veíase, en efecto, a un hombre menudo, que aun lo parecía más por lo agazapado que estaba. Al sentarse, Verner le tropezó una rodilla.

- Usted dispense, amigo -se disculpó.

El otro no dijo nada. Únicamente cuando partió el coche preguntó con trémula voz y en mal ruso:

- ¿Quién es usted?

- Me llamo Verner, y he sido condenado a la horca por haber atentado contra la vida de un ministro. ¿Y usted?

- Yo me llamo Yanson. Pero a mí no hay que ahorcarme.

Faltábales apenas un par de horas para franquear la puerta del misterio indescifrable, y, con todo, aun en los más nimios y vulgares detalles la vida seguía siendo la vida.

- Y ¿tú qué es lo que has hecho, amigo Yanson?

- ¿Yo? Acuchillar a mi amo y robarle los cuartos.

A juzgar por la voz, Yanson estaba medio dormido. En las tinieblas tropezó Verner con su mano fláccida y se la estrechó. Yanson la retiró lentamente.

- ¿Tienes miedo? -le preguntó Verner.

- ¡Yo no quiero que me ahorquen!

Callaron los dos, y Verner volvió a oprimir fuertemente entre sus febriles manos las del asesino. Esta vez Yanson permaneció inmóvil.

Apenas podían respirar en el estrecho carruaje, que olía a estiércol, a paño húmedo, a cuero mojado.

Frente a Verner iba un joven soldado, que echaba sobre él su cálido aliento, unas vaharadas impregnadas de olor a ajos y a tabaco. El aire penetraba tan sólo por algunas rendijas, y era como un mensaje de la primavera, que la hacía sentir con mayor intensidad aun que en el exterior. El coche andaba tan pronto hacia la derecha, como hacia la izquierda; dijérase que se entretenía en retroceder y girar alrededor del mismo punto horas enteras. A través de las tupidas cortinillas vislumbrábase al principio el azulado fulgor de los focos eléctricos, pero al cabo de algún rato de camino quedó todo a obscuras, por donde pudieron los viajeros adivinar que se hallaban en las míseras y desiertas callejas de los arrabales, y muy próximos, pues, a la estación del ferrocarril S... En alguna brusca revuelta, la rodilla de Verner tropezaba familiarmente con la del guardia, y era difícil creer en la proximidad de la ejecución.

- ¿A dónde nos conducen? -preguntó Yanson, mareado por el traqueteo del coche y cansado de aquella obscuridad.

Verner volvió a estrecharle fuertemente la mano. Hubiera querido hablar las palabras más afables, más afectuosas, para dedrselas a aquel hombrecillo soñoliento, a quien quería ya más que a nadie en el mundo.

- Ven acá, amigo mío; ahí debes de estar incómodo.

Al cabo de unos instantes de silencio repuso Yanson:

- Gracias, voy bien aquí. ¿De modo que también a ti te van a ahorcar?

- Sí, hombre, ¡también! -contestó Verner con tono jovial y con gesto y ademán tan despreocupados como si estuviesen hablando de una broma trivial que quisiesen darle unos amigos amables y terriblemente divertidos.

- ¿Eres casado? -preguntó Yanson.

- ¿Casado yo? ¡Ca, hombre! Soltero del todo.

- También yo.

Poco después el coche se detuvo.

- ¡Ya estamos! -exclamó Verner, y saltó a tierra con curiosidad no exenta de extraña alegría.

Yanson se apeó tras él. Estaba silencioso, y su paso era lento y torpe. Al bajar asióse a la falleba de la portezuela y luego a la portezuela misma; siguió luego agarrándose a cuanto podía. Uno de los guardias le iba apartando suavemente.

La estación estaba obscura y desierta. Debido a la hora avanzada ya no se esperaba ningún tren de pasajeros, y para el que debía llevar a esos viajeros no se necesitaban luces ni estrépitos.

De pronto un profundo tedio envolvió a Verner; tedio, sí, no miedo ni impaciencia; tedio, un tedio inmenso, abrumador; de buena gana hubiera huído para escapar de él o se hubiera echado, cerrando los ojos con fuerza. También Yanson se desperezó y bostezó varias veces.

- ¡Si fuésemos más de prisa! -exclamó Vemer.

Yanson se estremeció de pies a cabeza.

Cruzaron los reos, custodiados por los soldados, el solitario andén, y subieron a los vagones, que macilentas lámparas iluminaban apenas. Verner se acercó a Serguéi Golovin; éste, indicando con la mano extendida un lugar próximo, pronunció varias palabras, entre las que la única que se oyó distintamente fue farol; las demás se perdieron en un largo bostezo.

- ¿Qué estás ahí diciendo? -preguntó Verner, bostezando asimismo.

- Digo que el farol echa mucho tufo.

Miró Verner, y vió que, en efecto, la luz echaba tufo, y el cristal estaba casi negro.

- Es verdad -replicó.

Luego pensó: ¡Bah! ¿Qué me importa que el farol eche tufo o deje de echarlo, si ... ? Serguéi, sin duda, pensó algo parecido, pues miró a Verner y luego le volvió la espalda. Ya no bostezaban.

Dirigiéronse a pie hasta los vagones; tan sólo a Yanson hubo que sostenerle. Al principio puso rígidas las piernas y permaneció con los pies pegados al andén, como si clavase las suelas en los tablones del andén; luego dobló las rodillas, y los soldados hubieron de cogerle por debajo de los brazos. Marchaba arrastrando los pies y haciendo resonar las botas, como si estuviese borracho. A costa de mucho trabajo pudieron meterle en su departamento.

Kashirin imitaba al andar los movimientos de sus compañeros. Pero al llegar junto al vagón, un soldado tuvo que cogerle por el codo para que no se cayese. Vasili se echó a temblar, y rechazando la mano del guardián lanzó un grito agudo:

- ¡Ay!

- ¿Qué te pasa, Vasia? -preguntó Verner, precipitándose hacia él.

Vasili no contestó, pero seguía temblando como un azogado. El soldado, confuso y pesaroso, explicó:

- Quería sostenerle, pero ...

Verner intentó entonces cogerle de la mano, y le dijo:

- Vamos, Vasia, ven acá. Yo te sostendré.

Pero también a él lo rechazó Vasili, y volvió a gritar con más fuerza:

- ¡Ay! ¡Ay!

- Calla, tonto. Soy yo, Verner.

- Sí, ya lo sé. No me toques. ¡Iré solo!

Siempre temblando, subió solo, en efecto, al coche y se sentó. Verner se acercó a Musia y le preguntó, señalando a Vasili:

- ¿Qué tal?

- Mal -repuso la joven-. Va ya muerto.

Y añadi6 con extraño tono:

- Dime, Verner, ¿existe en verdad la muerte?

- No lo sé, Musia, no lo sé. Pero yo creo que no -contestó Verner grave y pensativo.

- Así creo yo también. Pero ¿y Vasili? ¡Oh, cuánto he sufrido junto a él, en el coche! Entonces sí que me parecía ir con un muerto.

- ¡Que sé yo, Musia! Tal vez la muerte exista para unos y no para otros; pero en tal caso, ya no podrá afirmarse que existe en absoluto. Para mí, por ejemplo, ha existido, pero ahora ya no existe.

Musia, que estaba muy pálida, sintió que sus mejillas se encendían.

- ¿Qué dices, Verner? ¿Que ha existido la muerte para ti?

- Sí, Y para ti también. Pero ahora ya no.

A la puerta del vagón se oyó un ruido: era Mishka el Gitano, que entró dando fuertes pisadas, resoplando y escupiendo. Luego miró en torno y se detuvo de pronto.

- ¡Guardias! -gritó, dirigiéndose al soldado, que le miraba con enojo-. Aquí no hay sitio. Yo, si no voy cómodo, no voy. Para eso, que me cuelguen del farol. ¡Hijos de tal, vaya un coche indecente! ¡Esto no es coche, es una pocilga!

Bajó la cabeza y estiró el pescuezo. Entre la maraña de cabeza y barbas brillaban los ojos negros con expresión de locura.

- ¡Heme aquí, señores! -exclamó-. ¡Buenas noches!

Acercóse a Verner, le tocó un brazo y, guiñándole un ojo, llevóse con brusco movimiento la mano al cuello.

- ¿Con que a usted también, eh?

- También a mí -contestó Verner sonriendo.

- ¿A todos?

- ¡A todos!

- ¡Ah, muy bien! -exclamó, mostrando sus blancos dientes y paseando en derredor una mirada, que detuvo especialmente en Musia y Yanson. Con un nuevo guiño, preguntó a Verner:

- ¿Por aquello del ministro?

- Si, por aquello. Y tú, ¿qué has hecho?

- ¿Yo? No pico tan alto. No soy más que un simple bandido. ¡Eh, amigo! Córrete un poco; como comprenderás, no os quito sitio por gusto. En el otro mundo lo habrá para todos.

Volvió a mirar con recelo a sus compañeros, que le miraban graves, silenciosos y aun con cierta compasión. Enseñó de nuevo los dientes y dió a Verner unos golpecitos en la rodilla.

- Así es, señor. Como dice la canción:

Verdes encinas del bosque,
cesad en vuestro rumor
...

- ¿Por qué me llamas señor -preguntó Verner-, si dentro de nada estaremos los dos iguales?

- Verdaderamente -dijo el otro con visible satisfacción-. ¡Valiente señor estarás tú, cuando van a ahorcarte conmigo!

Y señalando al nuevo centinela prosiguió:

- ¡Ese sí que es un señor de veras! En cambio ése ... Indicó con la vista a Vasili, y continuó:

- ¡Qué, señor! ¿Tenemos miedo?

- ¡No! -repuso, moviendo trabajosamente la lengua.

- ¿Que no, eh? No te dé vergüenza decirlo, hombre. ¡Ni que fueras un perro, para que movieses el rabito cuando te llevan al palo!

Miraba a todas partes, escupía a cada momento.

- ¿Y ése? -preguntó, por Yanson- ¿También viene con nosotros?

Yanson, hecho un ovillo en un rincón del coche, se agitó un momento, pero no contestó. Verner lo hizo por él.

- Ese dió de cuchilladas a su amo.

- ¡Dios mío! -exclamó el Gitano, sorprendido-. Pero ¿es que semejante tipo tiene derecho a acuchillar a nadie?

Desde hada ya un rato, el Gitano miraba a Musia de reojo; al cabo se volvió hacia ella y la contempló fija y francamente.

- ¡Señorita! -dijo-. Pero ¡si es una niña! Y tiene buen color, y se ríe. ¡Mira, se ríe de veras! -agregó, clavando sus dedos con ganas en una rodilla de Verner-. ¡Mírala, mírala!

Musia sonreía, en efecto. Un poco avergonzada, clavó su mirada en los ojos salvajes y llameantes que la contemplaban.

Todos callaban.

El tren saltaba sobre los carriles con estrépito de ruedas, hierros y cristales. El pito de la locomotora hendió el aire, como si el maquinista quisiera prevenir a alguien de algún peligro. Y era absurda la idea de que para colgar de un palo a otros infelices fuera preciso emplear tan escrupulosas precauciones, tan prolijos preparativos, y que el hecho más cruel que puede realizarse en la tierra se consumase luego con la mayor sencillez, como si fuese la cosa más natural.

Los vagones corrían, corrían. Quienes los ocupaban viajaban como todo el mundo viaja, en las mismas actitudes que se ven todos los días. Luego pararían como siempre:

- ¡Cinco minutos de parada!

Y alli aparecería la muerte, la eternidad, el gran misterio ...

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