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CAPÍTULO XII

La llegada

Corría el tren, corría sin descanso.

Por aquellos mismos carriles se iba a una casa de campo en la que durante algunos años había vivido Serguéi Golovin con sus padres. El joven hubiera podido imaginar que volvía en el último tren, por habérsele hecho tarde, entretenido con unos amigos.

- Ya falta poco -dijo, abriendo los ojos y volviéndolos hacia la ventanilla.

Nadie le contestó, nadie se movió siquiera. El Gitano seguía escupiendo y mirando todo como si quisiera tocarlo con los ojos.

- Tengo frío -dijo Vasili Kashirin, moviendo con tanta dificultad los helados labios, que lo que en realidad dijo fue:

- Teno fío.

Tania se volvió presurosa hacia él y le alargó su pañuelo.

- Ten -le dijo-; abrígate el cuello.

-El cuello? -preguntó Serguéi con sobresalto, y se asustó de la pregunta.

Aunque todos tuvieron el mismo pensamiento, tal vez por ello mismo ninguno pareció oír; parecía que nadie había dicho nada, o que todos habían dicho lo mismo.

- Póntelo, Vasili; póntelo, que te abrigará -le aconsejó Verner.

Y volviéndose a Yanson:

- Y tú, querido, ¿no tienes frío? -le preguntó.

Musia dijo:

- Lo que quizá quiera es fumar. ¿Quieres fumar, verdad? Pues dilo; tenemos tabaco.

- Sí, sí, quiero.

- Tú, Serguéi, dale un cigarrillo -indicó Verner satisfecho.

Pero Serguéi se había adelantado ya a ofrecérselo. Y todos se pusieron a observar, cual si se tratase de algo extraordinario, cómo Yanson cogía el cigarrillo, cómo ardía la cerilla y cómo de la boca del fumador salía el humo azulado.

Hizo Yanson un gesto de satisfacción y dijo:

- Gracias. Está muy bueno este tabaco.

- ¡Qué cosa más rara! -dijo Serguéi.

- ¿Raro? ¿El qué? -preguntó Verner.

- El cigarrillo.

Sostenía nerviosamente el cigarrillo entre los dedos y lo miraba con admiración. Todos contemplaban aquel tubito, de cuyo extremo surgia una cinta azulada que se agitaba y se deshacía en otras muchas. Al fin, el cigarrillo se apagó.

- Se ha apagado -exclamó Tania.

- Si, se ha apagado.

Verner frunció el ceño, y mirando con inquietud a Yanson, cuya mano colgaba exánime, exclamó:

- ¡Demonio!

- ¡Eh, señor! -dijole a esta sazón el Gitano en voz baja, acercándosele y revolviendo los ojos con la fiera expresión en él habitual-. Y ¿si atacásemos a los soldados? ¿Quiere que probemos?

- No -le repuso Verner, en el mismo tono-. Hay que apurar el trago.

- Pero ya que hemos de morir, muramos luchando. Por lo menos, seria más divertido. ¿No te parece? Así sentiríamos menos cómo nos mataban a nosotros.

- No, no; de ningún modo -repitió Verner.

Y volviéndose a Yanson le preguntó:

- Y tú, amigo mío, ¿por qué no fumas?

El rostro de Yanson se contrajo dolorosamente, como si alguien hubiese tirado al mismo tiempo de los hilos que ponían en movimiento sus arrugas. Y con voz tan extraña que parecía fingida comenzó a llorar:

- ¡No quiero fumar! ¡No hay que ahorcarme! ¡Ah, ah ...!

Todos le rodearon solícitos. Tania, llorando también, le acarició una mano y le arregló la gorra, al tiempo que le decía:

- ¡Pobrecito mío! ¡No llores, no llores!

Los vagones moderaron su marcha. Todos, excepto Yanson y Kashirin, se pusieron en pie; pero en seguida volvieron a sentarse.

- ¡Ya hemos llegado! -dijo Serguéi.

Todos respiraban con tanta dificultad como si se hubiese hecho el vacío en el coche. El corazón dilatado atravesaba la garganta, brincaba de espanto, gritaba enloquecido, con su voz de sangre. Tenían los ojos fijos en el trepidante suelo; el girar de las ruedas era cada vez más lento. Luego, después de una brusca sacudida, cesaron al fin de moverse.

Paró el tren.

Y entonces comenzó para todos aquellos desgraciados un sueño, una verdadera existencia irreal, inconsciente, como ajena. El ser corpóreo cedía su puesto al inmaterial, y éste era el que se movía y hablaba sin voz y padecía sin dolor. En sueños salieron del vagón, por parejas, y aspiraron voluptuosamente el aire primaveral. En sueños, inerte y atontado, resistióse Yanson, siendo arrastrado silenciosamente fuera del vagón y arrojado a tierra desde el estribo.

- ¿Vamos a pie? -preguntó uno de los reos casi con alegría.

- Estamos cerca -contestó otro en el mismo tono.

A través del bosque echó a andar un cortejo sombrío y silencioso. El aire era fresco y fragante. De vez en cuando, algún caminante resbalaba en la nieve y se agarraba instintivamente a los cuerpos de sus compañeros. A su lado, chapoteando en el lodo, jadeantes, caminaban los soldados de la escolta.

Se oyó una voz colérica:

- ¡Podían haber arreglado el camino!

Y otra voz contestó, como excusándose:

- Ya lo han arreglado. Pero estamos en época de deshielo, y no puede evitarse el barro.

Y cada cual pensó que, en efecto, no era posible dejar mejor el camino.

A veces el pensamiento se apagaba por completo, y únicamente persistía sensible el olfato, al que impresionaban los olores finos y penetrantes del bosque, la fraganda del aire, la humedad de la nieve ... Otras lo percibían todo con gran claridad: el bosque, la noche, el camino y, sobre todo, la idea de que pronto los iban a ahorcar. De vez en cuando surgía el rumor de los diálogos y los cuchicheos.

- Van a dar las cuatro.

- Ya decía yo que habíamos salido muy temprano.

- No amanece antes de las cinco.

- Sí; tendremos que esperar.

Llegaron a un descampado, donde se detuvieron. Entre los árboles, que la descarnada mano del invierno desnudara, movianse silenciosamente dos farolillos. Aquél era el punto en que se alzaba el patíbulo.

- Se me ha perdido un chanclo -dijo de pronto Serguéi.

- ¿Qué dices? -le preguntó Verner.

- Que he perdido un chanclo. Tengo frío.

- ¿Y Vasili? ¿Dónde está?

- No lo sé. ¡Ah! Ahí le tienes.

En efecto, Vasili, silencioso y sombrío, se hallaba junto a ellos.

- ¿Dónde está Musia?

- Aquí estoy. ¿Eres tú, Verner?

Miráronse unos a otros, sin atreverse a alzar los ojos hacia el lugar donde se movían, en terrible silencio, las lucecitas. A la izquierda se abrían en el bosque algunos claros, que se prolongaban hasta una llanura iluminada y blanquecina, de la que llegaba un viento húmedo.

- ¡El mar! -dijo Serguéi Golovin aspirando voluptuosamente el aire-. ¡El mar!

Musia contestó con la canción:

Mi amor, inmenso cual el mar ...

- ¿Qué estás ahí diciendo, Musia?

- Mi amor, inmenso cual el mar, no pueden encerrar las riberas de la vida.

- Mi amor, inmenso cual el mar ... -repitió Serguéi, marcando con el gesto el ritmo del verso.

- Mi amor inmenso cual el mar ... -repitió asimismo Verner. Pero, de súbito, se interrumpió, y dijo asombrado:

- Pero, Musia, ¡qué joven eres aún!

De pronto, Verner sintió en su oído la voz suplicante y anhelante del Gitano:

- ¡Señor, señor! Dígame: ¿qué es eso que se ve entre los árboles? Allí, allí donde se mueven los farolitos. ¡Oh! Es la horca, ¿no?

Miróle Verner, y le vió lívido, desencajado, con las angustias de la agonía.

- Llegó la hora de decirnos adiós -dijo Tania.

- Espera un poco -replicó Verner-. Aún tienen que leer la sentencia. Y Yanson, ¿dónde está?

Yanson estaba tumbado en la nieve, y junto a él había alguien que le atendía. El aire se llenó súbitamente de olor a éter.

Alguien preguntó con impaciencia:

- ¿Qué sucede, doctor? ¿Pasará pronto?

- No es nada. Un desmayo nada más. Frotadle las orejas con nieve. ¡Ajajá! Ya vuelve en sí. Ya pueden leer eso.

A la luz de la linterna se vió el papel, sostenido por una mano sin guante y agitada por un visible temblor. También la voz que luego habló temblaba:

- Señores, puesto que conocen ustedes la sentencia, quizá fuera preferible no leerla. ¿Qué les parece?

Verner respondió en nombre de todos:

-Que no se lea.

En el acto se apagó la linterna. No aceptaron tampoco los auxilios del sacerdote, cuya silueta alta y sombría se alejó rápidamente y se perdió en la espesura.

Despuntaba el día. Sobre la nieve, cada vez más blanca, destacábase con mayor intensidad la obscura mancha de la gente, y el bosque parecía aun más triste y árido.

- Señores, pónganse de dos en dos; pueden formar las parejas como gusten, pero les ruego que se den la mayor prisa posible.

Yanson estaba ya en pie, sostenido por dos soldados. Verner dijo, señalándole:

- Yo iré con él. Tú, Serguéi, con Vasili. Id delante.

- Bien.

- Musia, ¿quieres que vayamos juntas? -preguntó Tania-. Démonos un beso.

Abrazáronse con rapidez. El Gitano apretó la boca con tal fuerza, que le rechinaron los dientes. Yanson, que apenas podía tenerse, entreabría la suya; ni siquiera parecía darse cuenta de lo que en torno suyo pasaba. Cuando ya Serguéi y Vasili habían avanzado algunos pasos, éste se detuvo bruscamente y dijo con clara y vibrante voz, que, sin embargo, a sus compañeros les pareció desconocida:

- ¡Adiós, amigos míos!

- ¡Adiós! -respondieron los demás.

Se fueron, y todo quedó en silencio. Los farolillos que entre los árboles se movían quedaron quietos. No se oía ni un grito, ni un rumor.

Uno de los del grupo exclamó con desesperado acento:

- ¡Ay, Dios mío!

Era el Gitano, que agitaba los brazos como un poseído y gritaba:

- ¡Ya veo la horca! Pero, ¿voy a ir yo solo? ¡Yo quiero que me acompañen! Señor, ¿será posible? ...

Con las manos convulsas se aferró a Verner e imploró:

- ¡Señor, mi querido señor! ¿Quieres que vaya contigo? No me niegues ese favor ...

Verner, a quien aquella escena hacía sufrir intensamente, repuso:

- No puedo; voy con ése.

- ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Solo ...! ¡Solo ...!

Musia avanzó hacia el desventurado y le dijo:

- Ven conmigo.

Retrocedió el Gitano, asombrado, perplejo, vacilante. Sus ojos giraban en sus órbitas, con más rapidez que nunca, como espantados de lo que veían.

- ¿Contigo?

- .

- ¡Tú! ¡Tan jovencita, tan niña! Pero di: ¿no tienes miedo? Porque en ese caso, iré yo solo.

- No, no tengo miedo.

El Gitano contrajo de nuevo la boca y luego enseñó los dientes.

- Pero ¡tú, tú! ¿No te repugna mi compañía? ¿No sabes que soy un bandido? ¿De veras no te doy asco? Si te lo doy, dímelo. Te juro que no me enfadaré.

Musia calló. Su rostro parecía más pálido y enigmático a la lívida luz del alba. De súbito acercóse al Gitano, le rodeó el cuello con un brazo y le dió un fuerte beso en los labios. Entonces él le puso ambas manos en los hombros, la apartó un poco de sí, la sacudió luego y la besó apasionadamente en los labios, en la nariz, en los ojos.

- ¡Ea! ¡Vamos!

De repente, el soldado que se hallaba más próximo a ellos abrió los brazos y dejó caer el fusil. Pero en vez de bajarse a cogerlo permaneció unos momentos inmóvil, dió rápidamente media vuelta y echó a correr bosque adentro, sobre la nieve que aún no había hollado nadie.

Otro soldado le gritó, asustado:

- ¡Eh, tú! ¿A dónde vas? ¡Alto!

El soldado, sin responder, continuó su marcha. Al cabo agitó nuevamente los brazos, y como si hubiera tropezado con alguien, cayó de bruces y así quedó.

- ¡Eh, tú, soldadito! -gritó el Gitano severamente-. Coge tu fusil, si no quieres que lo coja yo. Hay que cumplir la ordenanza.

Volvieron los farolillos a moverse. Habíales llegado el turno a Verner y a Yanson.

- ¡Adiós, señor! -exclamó el Gitano-. Ya nos encontraremos en el otro mundo. Cuando me veas, no mires para otro lado. Y como tendré mucho calor, no me niegues agua cuando tenga sed.

- ¡Adiós! -repuso Verner.

- ¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen! -decía Yanson, medio desmayado.

Verner le cogió de la mano, y así pudo el infeliz avanzar algunos pasos. Luego se detuvo y se desplomó sobre la nieve. Le levantaron y se lo llevaron, mientras él se defendía en vano; ya no gritaba: acaso se le había olvidado que tenía voz.

Otra vez quedaron inmóviles las amarillentas lucecitas.

- Entonces, he de ir sola, Musia. Tantos años viviendo juntas, y ahora ... -exclamó tristemente Tania Kovalchuk.

- ¡Tania, Tania de mi alma!

Ambas mujeres se abrazaron, pero el Gitano se interpuso entre ellas y asió a Musia violentamente de un brazo, como si temiese que se la fuesen a arrebatar.

- ¡Ah, señorita! -gritó-. Tú, que tienes un alma pura, puedes ir sola. Pero yo no. ¿A dónde vas, asesino?, me dirían. Pero con ésta, su inocencia me amparará. ¿No lo comprendes?

- Sí, sí. Lo comprendo. Id juntos. Otro abrazo, Musia.

Esta vez no se opuso el Gitano.

- Abrazaos, abrazaos -dijo-. Eso está bien. Hay que despedirse como Dios manda.

Musia y el Gitano echaron a andar. La muchacha avanzaba despacio, con precaución, e instintivamente se recogía la falda. Su compañero, sosteniéndola vigorosamente por un brazo y tanteando el terreno con el pie, la conducía a la muerte.

Las lucecitas volvieron a quedar inmóviles. En derredor de Tania Kovalchuk no había nadie, no se oía nada; ni siquiera hablaban los soldados, cuyas grises siluetas surgían débilmente iluminadas por la indecisa luz del amanecer.

Dió Tania un hondo suspiro y dijo:

- Me he quedado sola. Ha muerto Serguéi, ha muerto Verner, ha muerto Vasia ... Me han dejado sola. Ya lo veis, soldaditos, ¡estoy sola! ¡Sola ...!

El sol se elevaba sobre el mar. Los cadáveres fueron metidos en cajas. En seguida se los llevaron de allí. Con los cuellos alargados y los ojos fuera de las órbitas; las azuladas lenguas, colgando como monstruosas flores de un mundo de pesadilla, surgían entre la espuma sanguinolenta de los labios, recorrían nuevamente aquellos cuerpos el camino que poco antes anduvieron vivos.

La nieve seguía tan blanca, el aire seguía tan aromoso, tan fresco, tan puro. Sobre la blancura de la nieve se destacaba, en fúnebre contraste, la nota negra del chanclo que perdiera Serguéi.

De este modo saludaban los hombres al sol naciente.

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