Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IX

Lo que entonces hice no podía ser sino completamente insensato, definitivamente estúpido. Casi me avergüenza el confesarlo; pero me he prometido y le he prometido no ocultar nada. Entonces comencé a buscarle de nuevo ... Es decir, le busqué de nuevo en mí misma, intentando revivir todos los instantes que con él había pasado. Impulsada como por una fuerza violenta, quise recorrer todos los sitios en que habíamos estado juntos el día anterior: el banco del jardín del que le arranqué arrastrándolo; la sala de juego, donde por primera vez le vi, inclusive la inmunda pieza del hotel desconocido y equívoco. Deseaba vivir una vez más las horas pasadas. Al siguiente día, pasearía en coche por la Corniche, seguiría la misma ruta, con el propósito de resucitar en mí el recuerdo de cada uno de sus gestos, de cada una de sus palabras. Así de insensato e infantil era mi trastorno interior. Sin embargo, no pude olvidar con cuánta fulminante rapidez habíanse precipitado sobre mí aquellos acontecimientos ... Yo no había sentido sino un rudo golpe. Luego, arrancada bruscamente de aquella tumultuosa sucesión de episodios, deseaba, por lo mismo que habían sido tan fugaces, revivirlos, gozarlos de nuevo uno a uno, apelando a esa facultad embriagadora y mágica que es el recuerdo. ¡En fin! Que éstas son cosas que se comprenden o no se comprenden. Quizá, para comprenderlas, se necesite un corazón apasionado ...

Primero fuí a la sala de juego, dispuesta a contemplar la mesa donde se hallaba sentado, y allí imaginarme de nuevo sus manos entre las otras. Entré. Su mesa era la de la izquierda, en el segundo salón. Me parecía ver aún todos sus ademanes, cual una sonámbula, con los ojos cerrados y las manos extendidas, hubiera encontrado el lugar donde se sentaba. Bien. Entré, penetré en el salón. Y entonces ... Cuando, desde la puerta, eché una mirada hacia el confuso grupo de personas ... me aconteció algo singular. Allí, precisamente, en el mismo lugar donde yo me lo imaginaba, estaba ... (¡espantosa alucinación de la fiebre!) allí estaba él ... Exactamente como el día anterior, con los ojos fijos en la bolilla, pálido, convertido en un fantasma ... ¡Mas, era él ... él ... indudablemente él!

De tal modo me sobresalté, que estuve a punto de gritar. Pero logré dominar mis nervios frente a la visión absurda. Cerré los ojos.

- Estás loca ... desvarías ... experimentas los efectos de la fiebre - me dije -. ¡No es posible! Hace media hora que ha abandonado Montecarlo.

Después, abrí otra vez los ojos. ¡Era horrible! ¡Estaba allí, sentado en su silla, no cabía duda! Hubiera reconocido sus manos entre varios millones de manos distintas ... ¡No, no soñaba! Era él realmente. No había partido como me prometiera y jurado. Aquel loco había vuelto. El dinero que le había dado para el pasaje y para rescatar las joyas, lo había llevado a la mesa de juego. Olvidado de todo, jugaba aquí, impulsado por la demoníaca pasión, mientras mi pobre alma lloraba desesperadamente.

Algo misterioso me empujó hacia adelante. La ira nublábame los ojos; una ira roja, que me inspiraba terribles deseos de tomar por el cuello al perjuro que tan cínicamente se había burlado de mi confianza, de mis sentimientos y de mi abandono. Mas logré contenerme aún. Con calma deliberada me aproximé a la mesa. Un señor cortésmente me ofreció su sitio. Quedé frente al joven. Dos metros de paño verde nos separaban. Como si estuviera sentada en una butaca, en un teatro, podía observar detenidamente su rostro, el mismo rostro que dos horas antes viera radiante de gratitud, iluminado por el resplandor de la divina gracia, y que ahora, de nuevo, convulsivamente, consumíase en los fuegos infernales de la pasión. Sus manos, las mismas manos que viera aquella misma tarde, en la iglesia aferrándose violentamente al reclinatorio de madera, pronunciando un sagrado juramento, ahora aparecían como dos garras, otra vez retorciéndose entre los billetes, cual dos voluptuosos vampiros. Había ganado, tenía que haber ganado mucho. Ante él se levantaba una enorme pila de fichas, de luises de oro y de billetes: una confusa mezcla de dinero, en la que sus dedos nerviosos y trémulos se alargaban y bañaban con deleite. Veíale acariciar y doblar los billetes, hacer rodar las monedas, para después, de pronto, siguiendo una corazonada, empuñar un montón de dinero y arrojarlo en uno de los colores. Repentinamente las aletas de su nariz empezaron a agitarse. La voz del croupier hacíale abrir los ojos, que iban ahora, con un brillo de codicia, desde la apuesta hacia la rumorosa bolita. Se hallaba como ausente de sí mismo, con los codos clavados en el tapete verde... Su estado de locura exteriorizábase aún con mayor intensidad que en el día anterior. Cada uno de sus movimientos mataba en mí aquellos otros que como imágenes luminosas sobre un fondo de oro, se proyectaban nítidamente en mi interior.

Estábamos a una distancia de dos metros uno de otro. Yo le miraba fijamente, sin que él notara mi presencia. No me veía, ni veía a nadie. Sus miradas no hacían más que seguir el juego de las apuestas y el alocado rodar de la ruleta. En aquel solo círculo verde concentrados estaban todos sus sentidos, que husmeaban la suerte cual fieras en procura de la presa. El mundo, la humanidad toda, reducíase, para aquel jugador enloquecido, a aquella pequeña superficie cuadrangular del tapete verde. Yo sabía que permanecería allí horas y horas, sin que tuviera el menor presentimiento de mi presencia.

Mas no pude soportar largo tiempo semejante situación. Francamente decidida, di la vuelta a la mesa, me coloqué a sus espaldas y con energía le toqué en el hombro. Su mirada se levantó, vacilante. Durante unos segundos me miró como extrañado, vidriosas las pupilas, sin reconocerme, al igual que un beodo a quien sacudiéramos penosamente para arrancarle de su error y cuyos ojos estuvieron turbios. Cuando, al fin, logró reconocerme, su boca abrióse trémula, me miró como encantado y, en voz queda, con aire de secreta intimidad, murmuró:

- Todo va bien ... Lo adiviné en cuanto entré y vi que él estaba aquí ... Lo adiviné al punto ...

No lo entendía. Sólo vi que estaba enloquecido por el juego; que lo había olvidado todo, sus promesas, su compromiso y su obligación con los suyos. Pero aún en su delirio me sedujo de tal modo que, sin quererlo, acepté de buen grado sus palabras, y le pregunté a quién aludía con sus palabras.

- A aquel señor, ese viejo conde ruso que sólo tiene un brazo - murmuró muy cerca de mí para que nadie escuchara su mágico secreto --. Fíjese. Es ése, el de cabellos blancos que tiene atrás a su criado. Gana siempre. Lo observé ayer. Ha de conocer alguna combinación. Yo sigo siempre su juego ... También ayer ganó en todas las jugadas ... sólo que yo caí en la imprudencia de continuar jugando después que él se retiró ... Sí, fué una imprudencia ... Ayer ganó unos veinte mil francos ... Hoy también ha ganado en todas las jugadas. Yo sigo siempre su juego ... Ahora ...

Se interrumpió, dejó sin concluir la frase al escuchar al croupier, que lanzaba su penetrante grito de Faites votre jeu! Su mirada vagó inmediatamente lejos para detenerse en el sitio donde, sereno y confiado, se sentaba el caballero ruso de barba blanca, quien prudentemente, colocaba en el cuarto cuatro una moneda de oro y luego, vacilante, otra segunda. Las nerviosas manos del joven cogieron varias monedas de oro y las arrojaron en el mismo cuadro. Y cuando, un minuto más tarde, el croupier gritó ¡Cero! y su raqueta limpió con un solo movimiento toda la mesa, el joven siguió con la mirada, cual si presenciase un imposible, el dinero que huía lejos. ¿Cree usted que se volvió hacia mí? ¡Ni por asomo! Me había olvidado completamente. Se hallaba como enajenado; extraviado en otro mundo; sus sentidos sobreexcitados no reparaban más que en el anciano conde ruso, quien, con entera indeferencia, tenía en sus manos otras dos monedas de oro, vacilando, sin saber dónde colocarlas.

Me resulta imposible descubrir la desesperación y el dolor que sentí. Pero calcule cuál sería mi estado de ánimo. Para aquel hombre por el cual hubiera sacrificado toda mi vida, yo no significaba absolutamente nada. Nuevamente me acometió un acceso de furor.

Le sujeté por el brazo que levantaba en aquel momento:

- ¡Levántese en seguida! - le dije despacio, pero imperativamente -. Acuérdese de lo prometido esta tarde en la iglesia. ¡Usted es un miserable, un perjuro!

Me miró con fijeza, perplejo, pálido. Sus ojos de pronto adquirieron la expresión propia del perro vapuleado, temblaban sus labios. Parecía recordarlo todo y fué como si el miedo se apoderara de él ...

Sí, sí ... balbució - ¡Oh, Dios mío! ... Sí ... Recuerdo ... Voy en seguida ... ¡Perdóneme!

Sus manos rápidas y vehementes recogieron todo el dinero; mas inmediatamente vaciló; se contuvo, como si una fuerza contraria lo hubiera paralizado. Su mirada se fijó otra vez en el conde ruso, que se dispona a hacer otra apuesta.

- Un momento ... - y arrojó rápido cinco monedas de oro en la misma casilla. - Sólo esta vez ... ¡Se lo juro! ... Voy con usted inmediatamente ... ¡Sólo esta vez y nada más!

Calló. La bolita había comenzado a rodar, y saltar, arrastrándolo consigo. Otra vez aquel poseso se había olvidado de mí y de sí mismo, entregándose en cuerpo y alma al torbellino de la ruleta. De nuevo el croupier cantó el número y de nuevo la raqueta arrastró las cinco monedas de oro. Había perdido. Pero no se levantó. Me había olvidado, ni más ni menos, como había olvidado la promesa y hasta las palabras que pronunciara un minuto antes. Y, como siempre, su mano codiciosa revolvía el dinero; y sus miradas ebrias no seguían otra dirección que la del anciano conde ruso que en aquella forma magnetizaba su voluntad, despojándole de la suerte.

Mi paciencia había terminado. Lo sacudí de nuevo; esta vez con todas mis fuerzas:

-¡Levántese, inmediatamente, en el acto! ... ¡Ha dicho que sólo una jugada más!

Entonces aconteció algo inesperado. Se levantó de pronto, en un arranque, y sus ojos me miraron, no ya de manera humilde y cohibida, sino con furia loca y con los labios temblando de ira.

- ¡Déjeme en paz! - rugió -. ¡Márchese! Usted es la causa de mi mala suerte. Así sucedió ayer y así sucede ahora. ¡Márchese, por favor!

Pero ante su exaltación, estalló también incontenible mi cólera.

- ¿Yo le traigo mala suerte? - le grité - ¡Mentiroso, ladrón! Usted me había jurado ...

Pero no logré terminar la frase. Aquel loco saltó de su silla y me dió un empellón, indiferente al tumulto que se armaba.

- ¡Déjeme tranquilo! - exclamó a gritos -. ¡No estoy bajo su tutela! ¡Tome ... tome ... tome su dinero! - Y con furia me lanzó un par de billetes de cien francos -. ¡Ahora, déjeme tranquilo!

Estas últimas palabras las vociferó como un poseso, sin reparar en las personas que nos rodeaban. Todos fijaban sus miradas en nosotros; reían, cuchicheando y señalándonos; de la sala vecina acudieron algunos curiosos. Me sentí como si me hubieran desnudado en plena sala ...

-Silence, madame, s'il vous plait - rogó con voz clara y solemne el croupier mientras golpeaba en la mesa con la raqueta. ¡Aquello iba para mí! ¡La reconvención del miserable empleado iba contra mí! Roja de vergüenza, indignada, como una infeliz prostituta a la que se arroja un puñado de monedas, me encontraba entre el cuchicheo de los curiosos. Cien, doscientos impúdicos ojos se clavaron en mí, y precisamente en aquel momento ....cuando desviaba la mirada para no ver tal cúmulo de bajezas y desvergüenzas, mis ojos tropezaron con otros llenos de sorpresa ... Eran los de mi prima que, estupefacta, con la boca abierta, levantaba la mano en acción de terror.

Intensa fue la sacudida que conmovió todo mi sér. Antes que ella diera un paso y hubiera vencido su sorpresa, salí de la sala corriendo y fuí a parar precisamente al banco, al mismo banco, en el cual la noche antes habíase desplomado el joven aquel. Lo mismo que él, sin fuerzas, extenuada, me desplomé en el duro asiento.

Desde entonces acá, han transcurrido veinticuatro años, y, empero, se me hiela la sangre en las venas al recordar ahora en qué forma fuí humillada y destrozada por su burla y desprecio ante centenares de personas extrañas. Siento dentro de mí, horrorizada, lo débil y miserable que debe ser esa especie de substancia que vanidosamente llamamos alma, espíritu, sentimiento, lo que llamamos dolor, cuando todo esto, aún manifestándose en un grado extremo, no logra destruir el cuerpo lacerado ... ¡Cuando se sobrevive a horas semejantes en vez de morir y de aniquilarse como un árbol tronchado por el rayo! ... Sólo por breves momentos, el dolor me atenazó los miembros, una vez que caí pesadamente sobre el banco, perdida la respiración y experimentando el voluptuoso desfallecimiento precursor de la muerte. Me repuse al punto, pensando que todo dolor es cobarde, puesto que vacila ante el poderoso imperativo de la vida que parece juntarse a nuestra carne más internamente que todo dolor mortal lo está a nuestro espíritu. Automáticamente, fuí recobrando las fuerzas; mas, me levanté de allí sin saber qué hacer. Recordé de pronto que mi equipaje estaba en la estación y entonces se me ocurrió la idea de partir, de huír de aquel maldito antro infernal.

Sin reparar en nada ni en nadie, acudí a la estación y una vez en ella me informé de la hora de salida del primer tren para París. Me dijeron que a las diez. Seguidamente me ocupé de mi equipaje. A las diez ... Precisamente a las diez se cumplían las veinticuatro horas desde el instante de aquel maldito encuentro; veinticuatro horas tan llenas de variados y contradictorios acontecimientos sentimentales, que mi mundo interior parecía para siempre destrozado. Pero, de momento, sólo sentía retumbar en mis oídos como un constante martilleo, con un ritmo continuo, esta sola frase: ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Lejos de aquella ciudad maldita, lejos de mí misma, para encerrarme en mi hogar y, rodeada de los míos, retornar a mi vida anterior, a mi verdadera vida!

Realicé de noche el viaje a París. Una vez allí, me trasladé de una estación a otra y salí directamente hacia Boulogne, de Boulogne a Dover, de Dover a Londres, de Londres a la casa de mi hijo. Todo el viaje lo efectué en un solo vuelo, sin meditar, sin reflexionar. Cuarenta y ocho horas sin dormir, sin comer, sin hablar; cuarenta y ocho horas en las cuales en todas las ruedas del tren parecía sonar esta única palabra: ¡lejos!, ¡lejos!, ¡lejos!". Cuando, al fin, inesperadamente penetré en la casa de mi hijo, situada en el campo, todos se asustaron. Algo habría en mi aspecto que les hizo adivinar mi angustia. Mi hijo intentó besarme y abrazarme. No se lo permití. Me horrorizaba la idea de que pudiese tocar unos labios que consideraba manchados. Eludí toda pregunta y sólo pedí un baño, del cual sentía absoluta necesidad, no ya para quitarme el polvo del viaje, sino también para borrar de mi cuerpo hasta el más leve resto de mi pasión por aquel loco, por aquel hombre indigno. Luego, casi arrastrándome, subí a mi habitación y dormí doce, catorce horas de un sueño profundo, como nunca, ni antes ni después, he dormido; un sueño merced al cual conozco lo que significa hallarse sin vida tendida dentro de un féretro. Mis familiares se ocuparon de mí como de una enferma; esta ternura, empero, no me causaba más que dolor ... Me avergonzaban su veneración, su respeto, y en todo momento debía dominarme para no descubrirles de qué ignominiosa manera les había engañado a todos, olvidándolos, llevada por una pasión loca y extravagante.

Sin finalidad determinada, más tarde me trasladé a una pequeña ciudad francesa donde nadie me conociera. Sentíame obsesionada por la idea de que toda persona podía descubrir, de una sola mirada, mi vergüenza, el cambio que se había producido en mí y hasta qué punto estaba mi alma mancillada. A veces, por la mañana, al despertarme, en mi lecho, experimentaba un horrible miedo de abrir los ojos. Siempre, de nuevo, acudía ante mi conciencia el recuerdo terrible de aquella noche en que desperté al lado de un hombre desconocido y medio desnudo; y desde aquel momento, sin cesar, me persiguió, igual que en aquella ocasión, el anhelo de morirme en el acto.

El tiempo, no obstante, posee una fuerza profunda, y la vejez un singular poder para despojar de intensidad a los sentimientos. Vemos aproximarse la muerte; su sombra negra se proyecta ante nuestros pasos, y, entonces, los hechos nos resultan más amortiguados, no penetran con profundidad en nuestros sentidos, pierden gran parte de su peligrosa violencia. Lentamente, llegué a cumplir los sesenta años ...

Después, al cabo de los años, encontrándome en una fiesta de sociedad con un joven polaco attaché de la Embajada austríaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya dolor alguno y - ¿para qué disimular nuestro egoísmo? - la noticia me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él alguna vez. No existía, pues, ningún otro testigo contra mi que mis propios recuerdos. A partir de aquel instante, sentíame más tranquila. La vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado.

Y quiero también ahora que comprenda por qué, de súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado, inmediatamente, al siguiente día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parece haberse libertado de la losa que lo abrumaba, y ésta con todo su peso se ha hundido en el pasado, para no levantarse nunca mas. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted todo eso: me siento más agil, casi gozosa... y le doy las gracias por ello.

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