Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VIII

Nuevamente interrumpió la señora C. su relato. Se había levantado y, aproximándose a la ventana, contempló el exterior y así permaneció largo rato. Vuelta de espaldas, en su silueta proyectada sobre la ventana adiviné un ligero temblor. Mas volvióse resueltamente y las finas manos, hasta entonces tranquilas, hicieron un movimiento enérgico, como si quisieran romper algo. Luego me miró con dureza, casi desafiándome, y empezó otra vez decidida:

- He prometido ser con usted absolutamente leal y sincera. Ahora es cuando comprendo cuán necesaria es esta promesa. Porque sólo ahora, en este momento en que me esfuerzo por vez primera para explicar ordenadamente el curso de aquellas horas y en encontrar las palabras exactas que expresan un sentimiento que en tales circunstancias me pareció confuso y embrollado, ahora es cuando comprendo, por vez primera, con absoluta claridad, lo que entonces no sabía, o me empeñé en ignorar. Por eso quiero decirme a mí misma y confesarle a usted toda la verdad, de una manera franca y decidida.

En los segundos en que el joven abandonó la habitación y me quedé sola, algo semejante a un sordo vahido se apoderó de mí. Tuve la sensación de haber recibido en el corazón un rudo golpe. Algo me había hecho daño; mas no sabía o me resistía a saber por cuáles motivos la conmovedora y respetuosa conducta de mi protegido habíame herido hasta el extremo.

Mas ahora, al esforzarme con orden perfecto y con severidad al inquirir en mí, como en una persona extraña, lo que entonces ocurriera, y al hacerlo en presencia de un testigo que no tolera ninguna ocultación ni el escamoteo furtivo y cobarde de un sentimiento que pudiera avergonzarme, ahora reconozco claramente que lo que me lastimó en lo más vivo fué el desencanto ... el desencanto de que el joven hubiese partido con tanta facilidad, sin manifestar ninguna resistencia, así, sin el menor deseo de permanecer a mi lado; que él tan humilde y respetuoso, se conformara con alejarse de mí a la primera insinuación ... en vez de ... en vez de llevarme consigo ...; que me respetara, en fin, cual si fuera una santa aparecida en su camino y, en cambio, no viera en mí a la mujer, toda emoción y deseo.

Esto significó para mí aquel desencanto, desencanto que no me confesé ni entonces ni más tarde. Mas la intuición de una mujer lo adivina todo sin necesidad de palabras, casi inconscientemente. Porque ... ya no me engaño: si aquel hombre me hubiera abrazado y pedido que le siguiera hasta el fin del mundo, no habría vacilado un segundo en deshonrar mi nombre y el de mis hijos; hubiera partido con él, despreciando la opinión de todas mis amistades e indiferente a todas las conveniencias sociales ... hubiera partido con él, ni más ni menos cual acaba de hacerlo madame Henriette con el joven francés a quien el día antes no conocía aún ... y no hubiera preguntado hacia dónde ni por cuánto tiempo, ni hubiere dirigido ni siquiera una sola mirada sobre mi pasada existencia ... Mi fortuna, mi honor, mi reputación, todo lo que poseo, lo hubiera sacrificado por aquel hombre ... Inclusive me hubiera prestado a implorar limosna y posiblemente no existe bajeza en el mundo que no hubiera perpetrado por él. Todo cuanto consideramos pudor o respetabilidad entre los hombres, lo habría arrojado lejos de mí si él nada más que con una palabra, con un solo gesto, hubiera intentado llevarme ... ¡A tal punto me sentía seducida por él en aquellos instantes! Pero, como dije antes, él no vió en mí a la mujer ... mientras yo ardía por él con enloquecida intensidad. Esto lo comprobé por vez primera en cuanto me hallé sola, cuando la pasión que provocara en mí, su faz iluminada y su rostro angelical, se abatió obscuramente en el vacío, haciendo latir en medio de la soledad un pecho abandonado.

Poco más tarde, realizando un gran esfuerzo, me levanté para concurrir a la reunión de mis parientes. Fué como si me hubieran echado un plúmbeo manto sobre mis hombros y temblase bajo su peso. Mis ideas vacilaban al igual que mis pasos cuando al fin decidí ir al otro hotel donde se hospedaban mis amigos. Embargada por la tristeza permanecí en medio de la animada charla de todos; y cada vez, que por casualidad levantaba la mirada y veía sus rígidos rostros, los cuales, comparados con el del joven siempre agitado y móvil como el vagar de las nubes, producíanme un nuevo estremecimiento, me figuraba el efecto de máscaras de hielo y sentía estar entre cadáveres dotados de palabras, tan opaca e inanimada, resultaba aquella reunión. Mientras conversaba o echaba azúcar en mi taza, veía constantemente aquel rostro cuya contemplación tanto me apasionaba y que - ¡me horrorizaba el pensarlo! - vería por última vez dentro de dos horas.

Sin duda, inadvertidamente, debía exhalar un leve suspiro o algún gemido, pues al instante vi inclinarse hacia mí a la prima de mi marido que me preguntó si me hallaba indispuesta, ya que estaba pálida y abatida. Esta inesperada pregunta me brindó un motivo para excusarme y abandonar la reunión. Sentía, en efecto, una fuerte jaqueca y logré salir de allí sin extrañeza de nadie.

Inmediatamente acudí a mi hotel. En cuanto llegué, experimenté de nuevo la impresión de soledad y de abandono. Me acometió el ardiente deseo de volar hacia el joven que dentro de pocas horas iba a abandonarme definitivamente. Recorrí de arriba abajo mi cuarto; abrí el armario, me cambié de vestido; y, colocada frente al espejo, me contemplé ilusionada con la esperanza de que, de tal modo ataviada, lograría atraer las miradas del joven.

De súbito comprendí. ¡Hacerlo todo, pero no dejarle partir! Esta resolución fué tomada en un violento segundo. Bajé a la portería para avisar que saldría aquel mismo día en el tren de la noche. Ahora, sólo una cosa resultaba necesaria: darse prisa. Llamé a la sirvienta para que me ayudara a arreglar mis cosas. El tiempo apremiaba. Mientras ambas rivalizábamos en ello para darnos prisa, guardando en los baúles los vestidos y demás objetos de uso, iba imaginando con profundo entusiasmo la próxima escena: le acompañaría hasta el tren y luego, a último momento, en el último de todos, cuando extendiera la mano para despedirme, de pronto, con gran sorpresa suya, yo subiría al vagón y pasaría con él aquella noche y también las siguientes ... Todas las que él quisiera, todo el tiempo que se le antojara.

La sangre palpitaba deliciosamente en mis venas. A veces me reía, con gran asombro de la muchacha. Me daba cuenta perfecta de que mis sentidos hallábanse en completo desorden. Cuando llegó el mozo para retirar el equipaje, me quedé mirándolo, extrañada: me resultaba difícil pensar en la realidad mientras mi espíritu estaba poseído por tan intensa emoción.

El tiempo volaba. Eran cerca de las siete. Hubiera sido preferible llegar a la estación veinte minutos antes de la salida del tren ... Pero consolábame pensando que toda aquella prisa no significaba una despedida, puesto que había decidido acompañarlo todo el tiempo que él deseara.

A la vez que el mozo cargaba el equipaje, apremiaba yo al cajero del hotel para que me entregara la cuenta. Ya el manager me había dado el vuelto y me disponía a salir, cuando sentí que una mano me tocaba suavemente el brazo. Quedé helada. Era mi prima, que, preocupada por mi fingida indisposición, acudía a verme. Los ojos se me nublaron. No me era posible atenderla, cada segundo de retraso significaba una pérdida fatal. Sin embargo, la cortesía me obligaba, muy a pesar mío, a cambiar con ella unas palabras.

- Debes acostarte - insistió ella -, tienes fiebre.

Probablemente la tenía, pues sentía latir las sienes y con frecuencia veía cruzar por mis ojos esas sombras azules, oscilantes, precursoras de un desvanecimiento. Me resistí, aando estar reconocida a su interés, aun cuando cada una de sus palabras alteraba mis nervios y la hubiera mandado de buena gana a paseo. Pero ella no cejaba en sus exhortaciones y prolongaba su visita. Me ofreció agua de Colonia, hube de aceptar que me refrescase las sienes; y yo, mientras iba contando los minutos, pensaba en él, y el modo cómo podría esquivar aquella enojosa e intempestiva solicitud. Cuanta mayor era mi impaciencia, tanto más sospechoso le parecía mi aspecto; casi forzosamente quería obligarme a subir a mi alcoba y a acostarme. Al punto, mientras hablábamos, vi el reloj del hall: faltaban nada más que dos minutos para que dieran las siete y media, y a las siete y treinta y cinco partía el tren.

Entonces, rápida, ásperamente, con la brutal frialdad propia de una desesperación, extendí la mano hacia mi prima:

- ¡Adiós! Tengo que salir inmediatamente.

Sin reparar absolutamente en su asombro, sin volver la cabeza, apartando a los criados del hotel que extrañados presenciaban la escena, corrí hasta la puerta, hacia la calle, rumbo a la estación. Los expresivos gestos del mozo que me aguardaba con el equipaje hiciéronme dar cuenta, desde lejos, que el tiempo lo tenía contado. Con la rapidez de un rayo acudí enloquecida hacia la entrada del andén; allí un empleado me cerró el paso. ¡Me había olvidado el pasaje! Y en tanto, con violencia procuraba convencerle de que debía dejarme pasar, el tren se puso en movimiento. Quedé inmóvil, temblando de pies a cabeza. Esperaba ver asomado a mi amigo en la ventanilla para recoger al menos un ademán de despedida, mi último adiós. Pero, entre tantos rostros y tantos empujones, no logré distinguir el suyo. Pasaron los vagones cada vez con mayor rapidez y unos segundos más tarde mis ojos ya sin luz sólo vieron una negra nube de humo.

Sin duda, debí quedarme allí como una estatua de piedra. ¡Dios sabe cuánto tiempo! El mozo, luego de hablarme en vano varias veces, me tocó el brazo. Experimenté un leve sobresalto. Quería saber si el equipaje debía ser llevado otra vez, al hotel. Fueron necesarios varios minutos para que recobrara mi serenidad. ¡No, no podía volver al hotel después de aquella ridícula y precipitada despedida! Ordené, entonces, al mozo que lo dejara en el depósito de la estación. Necesitaba estar sola. Sólo más tarde, entre el agitado ir y venir de la gente que, en los andenes, se empujaba y dispersaba, produciendo un ruido ensordecedor, intenté recapacitar, con toda calma, olvidarme de aquel desesperado y doloroso acceso de cólera, pesar y abatimiento, pues - ¿por qué no confesarlo? - me torturaba la idea de haber perdido, por mi culpa, la ocasión de un último encuentro. Experimentaba deseos de gritar. ¡Cuán dolorosamente me hería aquel súbito desenlace! Sólo las personas que han vivido absolutamente extrañas a toda pasión, al verse presas de ella sufren estas tremendas y repentinas explosiones, estas convulsiones como de avalanchas. En aquellos momentos es como si años enteros de fuerzas no utilizadas se agolparan en el propio corazón. Jamás, ni antes ni después, experimenté un estado tal de sorpresa y de furiosa impotencia como en aquel instante, cuando, pronta a entregarme a la más temeraria de las aventuras, dispuesta a dar un puntapié a mi pasada vida de orden, de prudencia y de recato, tropezaba de pronto con una muralla de insensatez, contra la cual mi pasión en vano golpeaba.

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