Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VII

Como un reflejo de la limpidez de nuestros sentimientos, la Naturaleza quiso brillar en torno nuestro con su máximo esplendor. El mar ayer furiosamente agitado, permanecía ahora tan sereno, silencioso e iluminado que cada una de las pulidas y blancas piedras del fondo descubríase a nuestra mirada. El Casino, caverna infernal y siniestra, aparecía con una brillantez morisca bajo el cielo diáfano. Y el kiosco, bajo cuya marquesina la estrepitosa lluvia de la víspera nos obligó a cobijarnos, se había trocado en una tienda de flores, que exhibía su policromía y cuya venta atendía una joven de blusa encarnada.

Invité al desconocido a almorzar conmigo en un pequeño restaurante. Allí me narró su trágica aventura. Fue una cabal confirmación de mi primera sospecha, cuando por vez primera vi sus manos trémulas y crispadas sobre la mesa de juego.

Pertenecía a una noble y antigua familia de la Polonia austríaca. Cursaba la carrera diplomática en Viena y hacía un mes que había pasado el primer examen con extraordinario éxito. Para celebrar ese acontecimiento, un tío suyo, alto oficial del estado mayor, que vivía con él, le llevó a las carreras de caballos. El tío, hombre afortunado en el juego, ganó tres carreras seguidas, y con el dinero ganado fueron a cenar a un restaurante de moda. Al día siguiente, como recompensa par el éxito logrado en su primer examen, el padre le envió en un cheque la paga de una de sus mensualidades. Dos días antes esa suma le hubiera parecido elevada; pero ahora, después de la facilidad con que vió ganar una fortuna a su tío, la encontró insignificante y reducida. Así, pues, después de la comida, volvió a las carreras de caballos. Jugó anheloso y apasionado y quiso su suerte, o quizá su mala suerte, que ganara el triple de la vez anterior. A partir de entonces se apoderó de él la locura del juego; jugó en las carreras, en los cafés, en el club, dejando de estudiar y consumiendo tiempo, nervios y, sobre todo, dinero. No podía pensar ni dormir tranquilamente; no lograba dominarse a sí mismo. Una vez, durante la noche, al regresar del club a su casa, creyendo haberlo perdido todo, encontró todavía, mientras se desnudaba, olvidado un billete en uno de los bolsillos del chaleco. No logró contenerse: volvió a vestirse y vagó por los cafés hasta que, en uno de ellos, encontró a algunos jugadores. Allí permaneció jugando hasta la madrugada. En otra oportunidad, una hermana casada le ayudó a pagar sus deudas a los usureros, los cuales se mostraban siempre dispuestos a conceder crédito al que sabían heredero de una rica familia aristócrata. Durante cierto tiempo volvió a sonreírle la suerte; pero después perdió indefectiblemente todos los días. Cuanto más perdía, más febrilmente buscaba el desquite salvador, obligado como estaba por sus descubiertos compromisos y sus palabras de honor empeñadas. Tiempo hacía que se había jugado el reloj y sus trajes. Finalmente llegó a lo inevitable: robó de un armario de una tía suya dos valiosos boutons que ella lucía raramente. Uno de ellos lo empeñó por una suma considerable, la que logró cuadruplicar aquella noche en el juego. Pero, en lugar de redimir la joya, continuó jugando y lo perdió todo. A la hora de su partida el robo no había sido descubierto todavía, así es que vendió también el segundo. Obedeciendo a una repentina inspiración, salió para Montecarlo, donde en la ruleta esperaba hallar la soñada fortuna. Aquí había vendido ya sus baúles, sus trajes, sus paraguas; no le restaba más que el revólver con cuatro proyectiles y una cruz diminuta incrustada de piedras preciosas, obsequio de su madrina, la duquesa X., de la cual no quería desprenderse. Mas también aquella tarde había vendido la cruz por cincuenta francos, sólo por probar, por la noche, en desesperado esfuerzo, una vez más, a vida o muerte, el capricho veleidoso de la suerte.

Todo me lo contaba con la arrebatadora gracia en él peculiar. Lo escuchaba conmovida, trastornada y con el ánimo oprimido; empero ni un solo momento me asaltó la idea de indignarme ante el hecho de que el hombre que se sentaba a mi lado fuese precisamente un ladrón. Si el día antes cualquiera me hubiese dicho a mí, una dama intachable y que ponía en su trato la máxima seriedad, que iba a sentarme a la mesa en compañía de un joven desconocido, no mayor que mis propios hijos, y que había robado unas joyas, lo hubiese tomado por un loco. Mas, ni un solo momento, durante su relato, experimenté el más leve sentimiento de repugnancia. Hablaba él con tanta naturalidad y pasión, que su acto, más que un hecho delictuoso, semejaba la descripción de un proceso febril o del curso de una enfermedad. Más todavía: para quien, como yo, la víspera había obrado de una manera tan desastrosamente inesperada en una persona de mi posición, la palabra imposible parecía haber perdido de pronto su sentido. En aquellas dieciséis horas había aprendido más de la realidad de la vida, que en cuarenta años de apacible y ejemplar existencia burguesa ...

No obstante, había algo que me atemorizaba en la confesión del joven: me refiero a la mirada febril de sus ojos y que, cada vez que hacía alusión a su pasión por el juego, contraía vivamente todos los músculos de su rostro. Mientras se expresaba en esta forma excitábase nuevamente; con terrible claridad dibujábanse en la plástica expresión de su semblante varios matices de alegría o de pesimismo. Inconscientemente, sus manos (admirables manos delgadas y nerviosas), como cuando estaba en la mesa de juego, trocábanse en dos animales de presa que se acometen uno a otro o se rehuían mutuamente. Las veía temblar desde la muñeca hasta la punta de los dedos, retorcerse, abatirse y caer una sobre otra con energía, para separarse de golpe y volver a juntarse formando como un ovillo.

Y cuando hizo alusión del robo de los boutons, a pesar mío me estremecí. Entonces las manos, saltando con rapidez propia del rayo, esbozaron el ademán del ladrón al apoderarse de un objeto. Pude ver perfectamente cómo los dedos, muy abiertos, ávidamente, agarraban las joyas ocultándolas presto en el hueco del puño. Y con un sentimiento de terror indefinible llegué a reconocer que aquel hombre tenía envenenada por la demoníaca pasión hasta la última gota de su sangre.

Lo único que en el curso de su narración me atemorizaba era aquella esclava subordinación de su personalidad joven, inteligente y despreocupada por naturaleza, a tan funesta pasión. Creí, por consiguiente, que mi primer deber sería hablar bondadosamente al protegido que de improviso, se me había presentado, aconsejándole que se alejara cuanto antes de Montecarlo, donde la tentación era más peligrosa, incitándole a que volviese aquella misma noche a su casa antes de que se notase la desaparición de las joyas y quedase destrozado para siempre su porvenir. Le prometí el dinero que necesitara para realizar el viaje y para rescatar las joyas; pero sólo con una condición: la de que partiera aquella noche y jurara por su honor no tocar jamás un naipe ni arriesgar un céntimo en juegos de azar.

No olvidaré nunca con qué expresión de gratitud, primeramente humilde y luego ardiente, me escuchó aquel desconocido, caído en el abismo; de qué modo bebía mis palabras cuando prometí ayudarlo. Por lo pronto colocó sobre la mesa ambas manos para estrechar las mías con un gesto inenarrable de adoración y al mismo tiempo de solemne promesa. En los brillantes ojos, aunque un tanto extraviados, asomaron las lágrimas; todo su cuerpo se agitó nerviosamente, conmovido por un incontenible sentimiento de felicidad. Con frecuencia he intentado describirle la capacidad expresiva y única de sus gestos; mas ése ni siquiera puedo intentar su descripción, por cuanto reflejaba una felicidad ultraterrena, como difícilmente puede ofrecérnosla un rostro humano. Tal expresión sólo es comparable a la sombra blanca en la cual, al despertar de un sueño, a veces, creemos descubrir el rostro de un ángel que se desvanece.

¿Y por qué no confesarlo? No logré resistir aquel gesto. La gratitud nos torna felices porque son muy raras las ocasiones en que se nos hace visible; toda delicadeza nos hace un efecto saludable, y para la mía, fría y mesurada, semejante superabundancia de sentimiento implicaba algo nuevo, agradable y felicísimo.

Pero no era sólo aquel hombre caído y aniquilado sino también el paisaje lo que, después del temporal de la víspera, se serenaba mágicamente. Cuando abandonamos el restaurante, el mar, completamente tranquilo, apareció con toda su magnificencia, bajo el vuelo de las gaviotas cuyas siluetas fugaces se destacaban en el azul purísimo del cielo. Usted conoce perfectamente la Riviera. Se nos presenta siempre bella, bien que monótona; a todas horas brinda un panorama digno de una tarjeta postal. Muestra indolentemente unos colores cansados, una belleza dormida y perezosa que indiferente, se deja acariciar por todas las miradas, belleza casi oriental en su inmutable y suntuosa disposición. Pero, algunas veces, muy de cuando en cuando, esa belleza reavívase, brilla, avanza, diríamos, hacia nosotros en forma imperativa, alhajada de colores vivos con encendidos destellos, victoriosa, derramando en nosotros sus encantos policromos, ardiendo toda en sensualidad. Y un día embriagador como éste, fue el siguiente al tempestuoso de la víspera; las avenidas mostraban su blancura, lavadas por la lluvia; el cielo, de un azul turquesa; por doquiera los arbustos, cual antorchas de variados colores, surgían entre la húmeda y tierna verdura. Se diría que las montañas, desbordando luz, de pronto habían avanzado, bajo aquel diáfano y espléndido cielo, hacía la población pequeña y pulcra; era posible ver, exteriorizado, las maravillas provocativas y estimulantes que brinda la naturaleza, asi como lo inconscientemente que nos atrae hacia ella.

- Tomemos un coche - díjele -; demos una vuelta por la Corniche.

El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez de eso, desplegábase ante nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de innumerables chalets y deteniéndonos ante perspectivas admirables. Cien veces, frente a cada residencia, a cada chalet, sombreado por verdes pinos, un recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz, apartada del mundo!

¿Fuí yo, en mi vida, alguna vez tan dichosa como en aquella hora? No lo sé ... a mi vera, en el coche, iba aquel joven, que ayer bajo la zarpa de la fatalidad y de la muerte había estado; y que, ahora, gozaba maravillado del magnífico espectáculo. Parecía muchísimo más joven. Era como un adolescente, hermosa y delicada criatura, de ojos risueños y juguetones y, al mismo tiempo, saturados de respeto. En él lo que más me seducía era su delicadeza espiritual. Si el coche marchaba cuesta arriba y se cansaban los caballos, apeábase ágilmente para empujarlo por detrás. Si yo nombraba o señalaba alguna flor por el camino, bajaba a buscármela. A un sapito que maltrecho, que penosamente se arrastraba por la carretera, lo levantó y con sumo cuidado lo colocó sobre el pasto del paseo para que no lo aplastara un coche. Mientras tanto, íbame contando jovialmente las cosas más divertidas y graciosas. Paréceme que aquella risa era como una liberación y que de no haber podido reír, hubiera debido saltar, cantar, o realizar cualquier chiquillada. ¡Tanta era su felicidad!

Después, cuando nos hallamos en las alturas, ante una pequeña aldea, se descubrió al punto, respetuoso. Me extrañé: ¿a quién saludaba, inquirí, desconocido como era entre desconocidos? A mi pregunta sonrió ligeramente, manifestando en tono de excusa que habíamos pasado por delante de una iglesia y que en Polonia, su patria, como en todo país realmente católico, están desde la infancia acostumbrados a descubrirse al pasar frente a uno de esos edificios. Tan delicada devoción religiosa conmovióme profundamente.

Al mismo tiempo, como yo me acordase de la cruz de la cual me había hablado, le pregunté, si en efecto, era creyente. Y cuando asintió, diciendo que esperaba participar de la gracia divina, tuve de pronto una idea, ante aquellas palabras dichas con un tanto de pudor:

- ¡Párese! - grité al cochero, y descendí del carruaje. El me siguió, entre confuso y sorprendido:

- ¿A dónde vamos?

Sólo respondí:

- Venga conmigo.

Con él retrocedí hasta la iglesia. Era una capillita de ladrillo. Los muros interiores, pintados con cal, grises y desnudos, reflejaban una claridad difusa: las puertas estaban completamente abiertas, proyectando en la obscuridad un haz de luz amarillenta y cruda. Las sombras rodeaban el altar, envuelto por un nimbo azulado. Dos velas parecían contemplar, con turbia mirada, a través de la penumbra impregnada de incienso. Entramos. El se despojó del sombrero, llevó la mano a la pila de agua bendita, se persignó y dobló la rodilla frente al altar. Apenas se levantó lo atraje hacia mí, diciéndole:

- Arrodíllese ante el altar o frente a cualquier imagen sagrada y formule la promesa de la cual hemos hablado antes.

Asombrado, casi horrorizado, me contempló. Pero, habiendo comprendido, se acercó rápidamente a un altar, hizo la señal de la cruz, y se arrodilló obediente.

- Repita las palabras que voy a dictarle - ordené, temblando yo misma de emoción -; diga: Juro ...

- Juro - repitió, que nunca más volveré a jugar por dinero; que nunca volveré a sacrificar mi vida ni mi honor a la pasión del juego.

Tembloroso repitió esas palabras, que resonaron claramente en el ámbito del templo desierto. Luego guardamos silencio, un silencio tan profundo que claramente llegaba hasta nosotros del exterior el murmullo de las ramas de los árboles agitados por el viento. De pronto aquel joven cayó al suelo cual un penitente y comenzó a decir en polaco rápidas y confusas palabras, agitado por un frenesí realmente insólito. Debía tratarse de una plegaria, alguna exaltada plegaria en acción de gracias, pues a cada momento su dolorosa confesión obligábale a inclinar humildemente la cabeza, pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y repitiendo constantemente una de ellas con fervor realmente indescriptible. Nunca, ni antes ni después, he visto rezar de tal manera a una persona. Sus crispadas manos arañaban el reclinatorio de madera; el cuerpo parecía agitado por un huracán interior que ya le hacía erguirse poseído de loca excitación, ya abatíase de nuevo contra el suelo. No veía ni oía. Toda su persona parecía encontrarse en otro mundo, en un purgatorio o en el tránsito de elevación hacia una esfera superior. Al cabo se levantó lentamente, se persignó y volvió la cabeza con esfuerzo. Sus rodillas temblaban, su rostro estaba muy pálido, como el de un hombre extenuado. Al mirarme, brillaron empero sus ojos y una sonrisa de pura y sincera devoción avivó la expresión exaltada de su semblante. Se aproximó a mí, inclinóse profundamente como suelen hacerlo los rusos, y cogió mis manos para rozarlas devotamente con sus labios.

- ¡Dios la ha enviado! ¡Gracias!

No supe qué decir. Pero hubiera deseado que, de pronto, hubiera empezado a sonar el órgano triunfalmente. Comprendí que había logrado todo cuanto anhelaba y que había salvado para siempre a aquel joven.

En cuanto salimos de la iglesia nos cegó la violenta luz del día de mayo. Jamás me había parecido más bella la vida. Estuvimos aún paseando por espacio de dos horas en coche por el pintoresco camino sobre la cornisa rica en panoramas y que, a cada recodo, ofrece nuevos y encantadores aspectos. Permanecíamos silenciosos. Al cabo de tales momentos de exaltación sentimental una sola palabra nos parecía vana. Y cuando por casualidad mis miradas tropezaban con las suyas, entonces, ruborizada, volvía la cabeza. Me emocionaba con exceso el espectáculo de aquel milagro. A eso de las cinco de la tarde regresamos a Montecarlo. Yo tenía una cita con unos parientes, a la cual no podía faltar. Sentía, por otra parte, en lo más íntimo de mi ser, la necesidad de una pausa, de un reposo, que me aliviara de la tensión sentimental con tanta violencia provocada. Había en mí excesiva felicidad. Por lo tanto me era necesario calmar una sobreexitación que jamás hasta entonces había conocido en mi vida. Rogué a mi acompañante que subiera conmigo a mi habitación del hotel. Allí deposité en sus manos el dinero para el viaje y para que rescatara las joyas. Convinimos en que él compraría, el pasaje mientras yo efectuaba la consabida visita a mis parientes. Después, por la noche, nos reuniríamos en el hall de la estación, media hora antes de la partida del tren de Génova, que lo conduciría a su casa.

Pero, en el momento preciso de entregarle yo los cinco billetes, sus labios se pusieron intensamente pálidos:

- ¡No ... nada de dinero! ... ¡Se lo ruego! ... ¡Nada de dinero! ... - exclamó entre dientes, temblándole las manos -. No, no ... dinero no ... no quiero, no puedo verlo - repitió de nuevo, con vivo sentimiento de angustia y de repugnancia. Yo, empero, acallé sus escrúpulos diciéndole que sólo se trataba de un préstamo y que si le parecía bien, podía firmarme un recibo.

- Sí, sí ... un recibo - exclamó volviendo la vista a un lado, mientras tomaba los billetes, que arrugó como algo despreciable. Luego trazó rápidamente sobre un papel algunas palabras.

Al levantar la mirada tenía la frente toda cubierta por un sudor ardiente. Algo que pugnaba por salir al exterior debía anudarle la garganta; y, después de haberme entregado aquel papel, bruscamente, con gran alarma de mi parte, se arrodilló y besó el borde de mi vestido. Fué un gesto indescriptible. Yo temblaba. Un extraño temblor se apoderó de mí y me sentí extremadamente turbada y sólo atiné a murmurar:

-Soy sensible a su gratitud. Pero, ahora, ¡márchese!

Por la noche, al sonar las siete, nos despediríamos en el andén de la estación.

Fijó en mí sus ojos, visiblemente emocionado. Por unos instantes pensé que quería confiarme algo, por un momento me figuré que iba a abrazarme. Mas, luego, de pronto, se inclinó de nuevo y profundamente, muy profundamente, y abandonó la estancia.

Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha