Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VI

La señora C., interrumpió de nuevo, y súbitamente el relato. Se levantó del sillón. Parecía que su voz iba a quebrarse. Volvióse hacia la ventana, miró en silencio unos minutos por los cristales, o, quizá sólo apoyó la frente contra el frío vidrio. No me atreví a mirarla, pues comprendí el angustioso dolor de la anciana. Permanecí, pues, en silencio, y así esperé hasta que ella, con pasos lentos, tornó a sentarse junto a mi.

- Bueno; ya le he dicho lo más difícil. Espero que creerá si le juro otra vez por todo lo más sagrado, por mi honor y por mis hijos, que hasta aquel instante no había reparado en la posibilidad de una unión con aquel desconocido; y que si llegué a caer fue de una manera inconsciente, sin la intervención de mi voluntad. Me precipité en aquella situación como quien lo hace por un escotillón abierto inesperadamente en el llano camino de mi existencia.

Prometí confesarle a usted y decirme a mi misma toda la verdad; repito; pues, una vez más, que debido únicamente a un exaltado empeño de auxiliarlo y no por ningún otro móvil, por ninguna inclinación personal, en fin, sin segunda intención alguna, sin el menor presentimiento, vine a caer en aquella aventura trágica y extraña.

De cuanto ocurrió en la habitación durante la noche me permitirá que no le hable; yo no he olvidado un solo segundo aquellas horas, ni jamás llegaré a olvidarlas nunca. Porque aquella terrible noche luché por salvar la vida al hombre, y tal lucha, repito, era de vida o muerte. Nítidamente, a través de mis nervios, percibí que aquel desconocido, sintiéndose perdido definitivamente, con la avidez y la angustia de un condenado a muerte, afanábase en buscar aún un postrer auxilio. Se aferraba a mí como quien ve abierto el abismo a sus pies. Yo concentré todas mis energías para lograr salvarle. Horas así no se viven más que una sola vez en la vida. Entre millones y millones de personas, sólo una se encontrará en circunstancias semejantes. Sin aquella horrible casualidad, yo no hubiera sospechado jamás con cuánta avidez, con cuánta desesperación, con cuán desesperante frenesí, el hombre que se siente perdido se empeña todavía en sorber una vez más las rojas gotas de la vida. Apartada, hacía veinte años, de las demoníacas fuerzas de la existencia, nunca habría comprendido en qué forma magnífica y fantástica la naturaleza junta algunas veces en fugaces instantes el calor y el frío, la muerte y la vida, la alegría y el dolor. Aquella noche estuvo tan llena de luchas y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que me parece que duró mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, él deseando locamente la muerte, yo absolutamente ajena a lo que había de acontecer, salimos los dos de aquel tumulto mortal transformados, con otros sentidos y muy distintos sentimientos.

Mas no quiero hablar de eso, no puedo ni debo describirlo. Sólo mencionaré aquel inconcebible minuto de mi despertar, por la mañana. Salí de un sueño de plomo, de las profundidadas de una noche que nunca hubiera sospechado. Mucho demoré en abrir los ojos; cuando lo hice, lo primero que vi fue, sobre mi cabeza, un techo que me era totalmente desconocido; después, deslizando la mirada una habitación odiosa, repelente, fea, extraña, en la que, al punto, no pude recordar cómo había entrado. Primeramente, intenté persuadirme de que aquello era aún un sueño, un sueño más claro y transe que, aquel otro, denso y confuso, del que acababa de salir ... Pero por las ventanas penetraba la luz del sol, una luz matutina, diáfana, absolutamente real. De la calle llegaba el rumor de los coches y de los tranvías, el ruido de la gente. No soñaba, no; sino que estaba despierta del todo. Me incorporé en el lecho, y entonces al volver la mirada a un lado ... entonces, jamás llegaré a describir mi terror, entonces vi, a mi lado, a un hombre extraño, desconocido, absolutamente; un hombre medio desnudo, del que nada recordaba.

Nunca; aquel estado de terror, lo sé, no puede describirse. Fué tal la impresión recibida, que me desplomé sin fuerzas. Pero aquella súbita postración no fué tal como la hubiera deseado. Al contrario. Conservando una perfecta lucidez, recordé en un instante todo; y todo me pareció inexplicable. Ante la repugnancia y la vergüenza de verme junto a un hombre desconocido, en el lecho extraño de un hotel sospechoso, no experimenté más que un deseo: el de morir. Recuerdo perfectamente que mi corazón cesó de palpitar, que mi respiración se paralizó cual si fuera a extinguirse mi existencia; y mi conciencia, esa conciencia lúcida, terriblemente lúcida, que lo concibe todo y nada comprende ...

Jamás sabré qué tiempo permanecí en aquella situación, con todos mis miembros helados. Los muertos deben de yacer en sus ataúdes con análoga rigidez. Yo únicamente sé que supliqué a Dios que interpusiera cualquier poder celestial para que aquello no fuera real, no fuera verdadero. Pero mis sentidos superagudizados no me permitían engañarme: escuchaba a los que hablaban en el cuarto inmediato; oí correr el agua; afuera, en el corredor, escuchaba pisadas; y cada uno de estos ruidos me convencían en forma inexorable de que me hallaba cruelmente despierta.

No puedo saber cuánto duró tan terrible estado; tales instantes no pueden medirse con las vulgares medidas de nuestra existencia corriente. Pero, de pronto, me asaltó otro temor: el horrible temor de que aquel desconocido, cuyo nombre y dirección en absoluto ignoraba, despertara y me hablase. No quedaba sino un recurso; vestirme y huír antes de que despertase. No ser vista nunca más por él, no cruzar con él ni una sola palabra más. ¡Partir a tiempo, lejos, lejos, lejos! Retornar a mi vida, a mi hotel; y luego tomar el primer tren y escapar para siempre de aquella ciudad maldita, de aquel país. No tropezar nunca más con aquel individuo; no verlo más; no tener a mi lado a ningún testigo, ningún delator, ningún cómplice ... Esta idea me arrancó de mi postración; sigilosamehte, deslizándome furtivamente, como una malhechora, avanzando palmo a palmo para no hacer ruido, salté del lecho y tomé mis ropas. Me vestí temblando, temerosa de que se despertara. Pronto estuve lista para partir ... Sólo faltaba el sombrero, que se hallaba al otro lado, a los pies de la cama. Al dirigirme allí, de puntillas, no pude resistir la tentación: tuve que dirigir una mirada al rostro de aquel hombre desconocido que había venido a interponerse en el camino de mi vida como una piedra caída desde lo alto. Quería solamente dirigirle una simple mirada, pero ... ¡qué extraño!, el joven que allí estaba durmiendo érame realmente desconocido. En el primer momento no logré reconocer el rostro de la noche anterior. Pues los rasgos crispados, tumefactos y tirantes del individuo, mortalmente excitado de la víspera, habían desaparecido enteramente ... el hombre que allí dormía mostraba un rostro diferente, infantil, pueril, radiante de pureza y serenidad. Los labios que estaban anoche convulsos y apretados contra los dientes, soñaban hoy tiernamente abiertos, dibujando casi una sonrisa; el cabello sobre la tersa frente y una suave ondulación comunicaba el tranquilo respirar del pecho al cuerpo en total reposo.

Es posible que recuerde usted que le dije que nunca había visto en un hombre tal expresión de avidez y de pasión tan intensa, tan desmesuradamente execrable como en aquel desconocido descubierto en la mesa de juego. Pues le diré, además, que nunca, ni en los niños de pecho, que, cuando duermen, sonríen con una expresión de gozo angelical, nunca había visto una expresión de tan pura serenidad, de sueño realmente tan venturoso. En el rostro aquel adquirían forma exterior, con maravillosa plasticidad, todos los sentimientos. En aquel instante asistía a un alejamiento paradisíaco de todas las pesadumbres íntimas, a la liberación, a la salvación de un espíritu. Ante aquel espectáculo sorprendente, parecióme que, cual un manto negro y pesado, desprendíase de mi cuerpo toda la angustia, todo el temor ... Y dejé de sentirme avergonzada, experimentando casi una sensación de júbilo. Súbitamente, lo que ofrecía de horrible y de inconcebible aquella situación mostró para mí un sentido y una razón de ser. Me sentí contenta y orgullosa, pensando que aquel hombre joven, bello, delicado, que sereno y silencioso allí dormía, como una flor, quizá sin mi abnegada intervención, hubiera sido encontrado entre las rocas, con el rostro partido, bañado en sangre, destrozado, sin vida y con los ojos espantosamente abiertos. Yo lo había salvado. Y ahora - no puedo manifestarlo de otro modo -- contemplaba maternalmente a aquel muchacho dormido, a quien de nuevo - ¡con dolor, como a mis propios hijos! - había dado el ser.

Y dentro de aquella habitación sucia y maloliente, en aquel hotelucho repugnante, grasiento y turbio tuve la impresión - le parecerá ridículo lo que voy a decir - de que me hallaba en el interior de un templo, bajo el efecto de una emoción beatífica y santa. De los instantes más angustiosos de mi vida nació otro, fraternalmente intenso: un momento más emotivo y luminoso.

¿Me moví demasiado? ¿Habría hablado sin darme cuenta? No lo sé. El joven abrió los ojos de repente, mostrándose asombrado. Como yo, parecía salir de un inmenso y tenebroso abismo. Retrocedí aterrada. Su mirada atentamente recorría aquella habitación extraña; luego descubrió, maravillado, mi presencia. Mas, antes de que hablara o hubiera llegado a recordar, logré dominar mi emoción. Tenía que impedir que dijera una palabra o hiciera alguna confidencia. Nada de lo del día anterior o de la pasada noche tenía que reproducirse, comentarse o ponerse en claro.

- Debo marcharme - le dije rápidamente -. Quédese usted aquí y vístase. A las doce me reuniré con usted en la puerta del Casino; yo me ocuparé de todo.

Y antes de que pudiera responder, salí, esta vez, para no ver jamás aquella habitación; huí corriendo, sin volver la cabeza, abandoné el hotel cuyo nombre ignoraba, exactamente como ignoraba el del hombre aquél con quien había pasado la noche.

La señora C., hizo una nueva pausa, cortando por unos instantes su relato; de su voz había desaparecido toda huella de excitación y sufrimiento: cual un vehículo que lucha afanosamente para escalar una pendiente y luego, una vez. en lo alto, rueda, fácil y ligero, así avanzaba, con las palabras libres de toda pesadumbre, su curioso relato:

- Perfectamente; marché a toda prisa a mi hotel, a través de las calles inundadas de luz. La tempestad había limpiado la niebla del firmamento, así como mi alma de todo sentimiento y opresión. No debe usted olvidar que, después del fallecimiento de mi esposo, había yo renunciado en absoluto a la vida. No podía tener conmigo a mis hijos, y mi estimación hacia ellos era, incluso, harto relativa. Una existencia así, sin una finalidad determinada, resulta una equivocación. Por primera vez, inesperadamente, se me presentaba una misión que cumplir; había salvado la vida a un hombre y evitado su aniquilamiento, apelando a todas mis fuerzas. Sólo un pequeño detalle ahora quedaba por resolver; pero la tarea debía llevarse a cabo a su debido tiempo. Me apresuré, por lo tanto, a llegar a mi hotel. La mirada de asombro del portero al verme llegar a las nueve de la mañana resbaló por mi cuerpo. Ni el menor asomo de vergüenza ni de disgusto por lo ocurrido oprimía mi corazón. Antes bien, experimentaba como una sensación de bienestar y exuberancia que hacía circular vivamente la sangre por mis venas, cual si tornara en mí el anhelo de vivir y de pronto hubiera dado con la razón de ser de mi existencia. Ya en mi habitación, cambié rápidamente de vestido, y, sin darme cuenta (no reparé en ello hasta más tarde), cambié mi ropa de luto por otra de vivos colores. Luego me dirigí al Banco en busca de dinero; corrí a la estación para informarme de la salida de los trenes, y con una decisión que a mi misma llegaba a maravillarme, me dediqué a otras diligencias y pormenores. No me quedaba por hacer nada más que ultimar la partida y alcanzar la definitiva salvación del hombre que el destino había puesto en mi camino.

Desde luego, en mi nuevo encuentro con él se imponía de mi parte un gran esfuerzo. Porque todo cuanto había acontecido la noche anterior habíase desenvuelto en la obscuridad, en lo profundo de un abismo, al modo de dos piedras que ruedan juntas por un torrente y violentamente chocan una contra otra. Nos habíamos hablado cara a cara y no tenía siquiera la seguridad de que el desconocido me reconociese. El día anterior todo había sido un azar, una embriaguez, el arrebato de locura de dos seres que desvarían. Aquella mañana, en cambio, tenía que entregarme a él más abiertamente, presentándole a la luz del día mi rostro y mi persona, como un ser real y viviente.

Pero todo se produjo más fácilmente de lo que yo me imaginaba. A la hora convenida, cuando me dirigí al Casino, un hombre joven se levantó rápidamente de un banco y corrió a mi encuentro. Fue tan espontáneo, tan infantil, tan feliz en su expresión admirativa como en cada uno de sus elocuentes gestos de la víspera. Voló hacia mí con un vivaz destello de alegría, de reconocimiento y a la vez de respeto expresado en los ojos, los cuales delicadamente bajó al ver los míos confusos ante su presencia. Raramente se llega a observar la gratitud de los hombres; los agradecidos no saben por lo común, cómo exteriorizarlo, se sienten cohibidos, callan avergonzados y, con harta frecuencia, desean ocultar sus sentimientos y se muestran con una extrema torpeza. Pero en aquel joven al cual Dios había otorgado según parece, la facultad de exteriorizar todos sus sentimientos en una forma bella, espiritual y plástica, el gesto expresivo de la gratitud irradiaba de todo su cuerpo como una pasión. Inclinóse, tomándome la mano, y así, notablemente curvada la línea gentil de su busto, se mantuvo por espacio de unos segundos depositando un respetuoso beso que apenas me rozó los dedos. Luego, ya erguido otra vez me pregunto como seguía, me miro conmovido, y fue tal y tanta la corrección de cada una de sus palabras, que al cabo de pocos minutos el resto de inquietud que en mi subsistía se desvaneció enteramente.

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