Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

V

Por un momento, la señora C. interrumpió su narración. Se encontraba sentada, inmóvil, frente a mí, y con aquella su calma y serenidad peculiares, sin hacer una pausa. Había hablado como únicamente lo hace quien se ha preparado lenta e íntimamente, ordenando con cuidado los acontecimientos. Por primera vez se detuvo; vaciló unos instantes y después, interrumpiendo su relato, se dirigió directamente a mí:

- He prometido a usted y a mí misma - comentó con cierta indecisión - contárselo todo, ajustándome a la más absoluta sinceridad. Pero he de exigirle un crédito absoluto a esta sinceridad mía, suplicándole no ver en mi conducta motivos secretos, los cuales, en caso de existir, posiblemente no me avergonzarían, bien que en este caso sería completamente erróneo suponerlos. He de recalcar que si corrí tras aquel jugador infortunado no fué, porque me sintiese enamorada ni poco ni mucho de él. No vi en el más que a un ser humano, y, efectivamente, para mí, que era entonces una mujer de cuarenta años, nunca más la mirada de un hombre tuvo interés después del fallecimiento de mi esposo. Eso, para mí, había concluído en absoluto. Digo esto porque, de otra manera, todo lo que sigue no lo comprendería usted en toda su horrible verdad. Por otra parte, verdad es que me sería harto difícil explicar con claridad el sentimiento que en forma tan irresistible me impulsó a seguir entonces en pos de aquel desdichado. En mí había curiosidad, pero, ante todo, un miedo terrible, o mejor dicho, temor de algo tremendo que desde los primeros instantes advertí que estaba rondando al joven, invisiblemente. Pero una categoría tal de sentimientos no se puede descomponer ni analizar en particular porque chocan entre sí con tal confusión, de manera tan violenta, tan furiosa, tan espontánea ... No realicé, en verdad, nada más que ese gesto instintivo de prestar auxilio, exactamente como cuando sostenemos a la criatura que, en la calle, está por echarse bajo las ruedas de un automóvil. ¿Puede, acaso, explicarse, que determinados individuos, que no saben siquiera nadar, intenten arrojarse desde lo alto de un puente para salvar a uno que se ahoga? Estos individuos se mueven sencillamente gracias a una fuerza mágica que los impulsa antes de que tengan tiempo de darse cuenta de su insensata temeridad; pues así exactamente, sin meditarlo, sin una reflexión consciente, seguí en pos de aquel desgraciado desde la sala de juego hasta el vestíbulo del Casino, y desde allí a la terraza.

Tengo la seguridad de que ni usted ni nadie que tuviese la mirada alerta de una persona sensible habría logrado resistir aquella angustiosa curiosidad. No es posible suponer un aspecto más siniestro que el presentado por aquel joven que contaba escasamente unos veinticinco años y que, fatigado como un anciano, tambaleándose cual borracho, con el cuerpo destrozado, pesadamente se arrastraba escaleras abajo hacia la terraza exterior del Casino. Una vez allí, se dejó caer en un banco, como si tuviera el cuerpo de plomo. Al observar aquella actitud, de nuevo presentí con espanto, que el joven se hallaba al final de la vida. En aquella forma no suele desplomarse sino un muerto o un hombre al cual ninguno de los músculos obedece ya a la fuerza vital. La cabeza, vuelta hacia un lado apoyábase en el respaldo del banco, y los brazos colgaban inertes. A la mortecina luz de los turbios faroles un transéunte lo habría confundido con un cadáver. No puedo explicar cómo se me presentó esta visión, pero es lo cierto que súbitamente se proyectó allí enfrente, palpable, evidente, horrible y terriblemente verdadera; así cual un cadáver, lo vi ante mí en aquel instante, convencida de que cargaba un revólver en el bolsillo y de que, a la siguiente mañana, le hallarían tendido en aquel banco o en otro cualquiera, inanimado y empapado en sangre. Su manera de desplomarse fué exactamente como la de una piedra arrojada al abismo, y que hasta haber llegado al fondo no se detiene. Jamás había visto yo una expresión de abatimiento y desesperación expresada con un gesto tan humano y desgarrador.

Ahora imagínese mi situación. Me hallaba a diez o veinte pasos del banco sobre el cual aquel hombre yacía inmóvil y destrozado y sin saber qué decidir; por un lado, movida por el deseo de prestar auxilio; y, por otro, por el afán de huír, producto de la ingénita timidez y de la educación recibida, que me vedaba dirigir la palabra a un desconocido en medio de la calle. Los faroles brillaban débilmente bajo el cielo nublado. Sólo de vez en cuando, y con prisa, pasaba algún transeúnte, pues ya era medianoche. Casi me encontraba sola en el parque con aquel desventurado que quería suicidarse. Cinco, diez veces concentré mis fuerzas disponiéndome a acercarme a él; pero siempre me hizo retroceder cierta vergüenza o, quizá, el instintivo presentimiento de que siempre los desesperados arrastran consigo a quienes tratan de socorrerles. En tales dudas y vacilaciones, me di cuenta cabal de lo insensata y ridícula que era mi situación. Porque yo no podía ni hablar, ni alejarme, ni abandonarlo. Ni sabía qué hacer.

Espero que me creerá usted si declaro que, quizás, por espacio de una hora, interminable hora, durante la cual millares y millares de pequeñas ondas de mar invisible cortaban el tiempo, estuve paseándome vacilante por la terraza, constantemente obsesionada por el espectáculo de total aniquilamiento de aquel hombre.

Decididamente, no poseía coraje suficiente para hablar o para obrar. Quizá hubiera pasado toda la noche aguardando aún o me hubiera decidido finalmente, movida por un prudente égoísmo, a regresar a mi casa. Sí, creo que, incluso, a punto estuve de abandonar a aquel desdichado en manos de su propia debilidad ... Mas una fuerza superior salió al paso de mi indecisión. Comenzó a llover. Durante toda la noche, el viento había acumulado sobre el mar gruesos nubarrones primaverales preñados de agua. Por los pulmones, por el corazón podía uno comprobar que la atmósfera se cargaba por momentos. De pronto cayeron gruesas gotas sonoras a las que siguió una copiosa lluvia que caía en densas madejas agitadas por el viento. Inmediatamente me guarecí bajo la marquesina de un kiosko. Pese a que abrí el paraguas, las impetuosas ráfagas del viento salpicaron de lluvia mi traje. En el rostro y en las manos sentí el polvo líquido y frío que levantaban las gotas al chocar contra el suelo.

Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía totalmente inmóvil en su banco. El recuerdo de aquella escena angustiosa me oprime, aún hoy, la garganta. De todas las canaletas el agua caía a borbotones. De la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar donde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los animales, manifestábase la angustia ante la explosión de los elementos. Únicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plásticamente, con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada sin embargo, absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema para permitirle levantarse y dar los pocos pasos que le separaban de un techo protector, con aquella definitiva indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Angel, ni Dante, habíanme hecho sentir jamás con semejante angustia el gesto de la máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, como aquel hombre que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le permitiera guarecerse de ellos.

Estas consideraciones bastaron para decidirme: ¡No podía más! veloz atravesé la líquida cortina de lluvia y en cuanto llegué al banco, sacudí aquel húmedo fardo humano.

- ¡Venga! - le dije, tomándole por un brazo.

El brazo se mantenía inerte, penosamente levantado. Pareció como si cierto movimiento fuese a iniciarse en él; pero desde luego, el desgraciado no me entendía.

- ¡Venga! - repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi iracunda.

Entonces se levantó lentamente, bamboleándose, sin voluntad.

-¿Qué hace usted? - preguntóme.

No supe qué contestarle, pues yo misma ignoraba dónde ir con él. Sólo lejos de allí, lejos del terrible y frío chubasco, lejos de aquella postración insensata y suicida, lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo lo arrastré hacia el kiosko, suponiendo que allí, bajo la estrecha marquesina, se guarecería al menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no deseaba tampoco nada más. Sólo me interesaba poner a aquel hombre al abrigo de la lluvia: por el momento no pensaba otra cosa.

Y, así, nos encontramos los dos, uno junto al otro, en el reducido espacio que permanecía seco. Detrás de nosotros la puerta cerrada del kiosko; encima, el techo demasiado pequeño para protegernos por completo de la pérfida, implacable y terrible lluvia, que, azotaba por furiosas rachas de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y empapaba nuestros vestidos. La situación tornábase insoportable. No podía permanecer por más tiempo junto a aquel desconocido chorreando agua, y, por otra parte, no me resignaba a abandonarlo sin una explicación, después de haberlo arrastrado allí. Tenía que hacer algo. Me esforcé en meditar sobre la situación, y calculé que lo mejor sería acompañarlo en un coche hasta su casa. A la mañana siguiente, ya lo socorrería, pensaba. Así, pregunté a la persona que inmóvil, mirando fijamente la negra noche, estaba junto a mí:

- ¿Dónde vive usted?

- No tengo casa ... Esta misma noche llegué a Niza. No podemos ir a mi casa.

Al punto no comprendí la última frase. Sólo me di cuenta más tarde de que aquel hombre me había confundido con ... una cocotte.

Creyo ver en mí una de tantas que, por la noche, rondan por el Casino, esperando sacar todavía algún dinero a los jugadores afortunados o borrachos. Después de todo, no podía suponer otra cosa. Ahora que se lo relato a usted comprendo cuánto de inverosímil y de fantástica tenía mi situación. No podía pensar de otra manera, ya que la forma de sacarle del banco y de forzarle a venir conmigo no era propia de una señora. Empero, la idea no se me ocurrió entonces. Sólo más tarde, demasiado tarde ya, comprobé el terrible error en que había incurrido respecto a mi persona. De lo contrario, no habría proferido las palabras que siguieron y que lo afianzaron más en su equivocación. Dije:

- Puede buscarse un cuarto en un hotel. Aquí no debe permanecer. Tiene que ir a cualquier parte.

Entonces fue cuando repentinamente me di cuenta de su lamentable error, pues él, sin mirarme y con expresión irónica, se resistió, diciéndome:

- No necesito habitación; no quiero nada. No pierdas el tiempo, porque nada sacaras de mí. Estás equivocada; no tengo ni un céntimo.

Las frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño, con tan lacerante indiferencia, y su manera de permanecer de pie, apoyándose abrumado contra la pared, mojado de pies a cabeza, interiormente aniquilado, me impresionó en forma tal que no tuve siquiera tiempo para sentirme tontamente ofendida. Lo que desde el primer momento experimenté, en cuanto le vi salir de la sala, tambaléandose, y lo que sentía constantemente en aquella hora inverosímil, fue que un hombre joven y vigoroso, que alentaba aún, marchaba hacia la muerte y que yo debía salvarlo.

Me aproximé a él y le dije:

- No se preocupe por dinero. ¡Venga! No debe permanecer aquí ni un momento más; yo le encontraré un refugio ... No se preocupe por nada. ¡Venga! ¡Sígame!

Volvió la cabeza. Mientras la lluvia repiqueteaba gordamente a nuestro alrededor y las canaletas derramaban chorros de agua a nuestros pies, observé cómo en medio de la obscuridad, por primera vez, trataba de ver mi rostro. Su cuerpo también pareció despertar de su letargo.

- Como quieras - dijo cediendo -. A mí ya todo me resulta indiferente ... Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos!

Abrí el paraguas y él me agarró del brazo. Tan inesperada confianza me causó un efecto harto desagradable. Me asusté, horrorizada hasta lo más profundo de mi corazón. Pero no tuve el valor de prohibírselo. Si en aquellos instantes le hubiéra rechazado, se habría hundido en el abismo, y cuanto había logrado hasta entonces habría resultado inútil. Regresamos al Casino, que estaba sólo a pocos pasos. Allí se me ocurrió lo que había que hacer con él. Lo más práctico, pensé prontamente, sería conducirIo a un hotel donde pudierá reposar, y darle dinero para que regresara a su casa al siguiente día. No se me ocurrió nada más.

Hice detener un coche que pasaba velozmente por delante del Casino. Subimos. Cuando el cochero preguntó dónde debía conducirnos, no supe, al punto, qué contestarle. Pero de pronto, percatándome de que el individuo que estaba a mi lado, completamente mojado, no podía ser admitido en ningún buen hotel, y sin sospechar siquiera, dada mi condición, la existencia de alojamientos equívocos, grité al cochero:

- ¡Llévenos a cualquier hotel!

Indiferentemente, el cochero puso en movimiento el vehículo. A mi lado, el desconocido guardaba silencio, mientras las ruedas traqueteaban y la lluvia azotaba con furia los cristales. En el interior de aquella caja obscura como un féretro, yo, también, tenía la sensación de acompañar a un cadáver. Intenté imaginar algo, dar con alguna palabra que mitigara el horror de la muda y tenebrosa contigüidád. Nada se me ocurrió. Pocos minutos más tarde se detuvo el vehículo; bajé yo la primera, y pagué al cochero, mientras mi acompañante cerraba la portezuela. Nos hallábamos frente a la puerta de un pequeño hotel desconocido. Una marquesina de vidrio nos protegía contra la lluvía que continuaba cayendo con angustiosa monotonía en la noche impenetrable.

Cediendo a su pesadumbre, mi acompañante se apoyó contra el muro involuntariamente. Su sombrero, sus ropas, empapadas en agua y completamente arrugadas, chorreaban. Producía la impresión de un náufrago al que acaban de salvar la vida. Alrededor del espacio reducido que ocupaba su cuerpo formóse un pequeño charco. No obstante, él no hizo ni un mínimo gesto para sacudir el agua, ni escurrir el sombrero, ni secarse las gotas que le resbalaban por las mejillas. Estaba en absoluta pasividad. No alcanzo a explicarle hasta qué punto me impresionaba semejante actitud de anonadamiento.

Empero, algo había que decir. Metí la mano en mi cartera.

- Tome estos cien francos - dije -, alquile una habitación y regrese mañana a Niza.

El, con estupor, me miró.

- Le vi en la sala de juego - agregué, observando su vacilación -. Sé que lo ha perdído todo y temí que tratara de hacer un disparate. No es para nadie una deshonra el aceptar una ayuda ... ¡Vaya, tome!

El rechazó mi mano con una energía que hasta entonces no sospeché.

- Eres buena - dijo --, pero no tires tu dinero. Ya no hay por qué ayudarme. Que duerma o no esta noche, me es indiferente. Mañana todo habrá concluído. No hay para qué ayudarme.

- ¡No, tiene que aceptar esto! - insistí -. Mañana pensará de otro modo. Ahora, entre y acuéstese. A la luz del día las cosas suelen cambiar de aspecto.

Mas, casi con violencia, tornó a rechazar mi mano.

-Deja - exclamó aún sordamente -. Esto ya resulta estúpido. Prefiero acabar conmigo, allá, en la playa, antes que manchar de sangre la habitación de un hotel. Cien francos no significan para mí ninguna ayuda. ¡Mil tampoco! Mañana regresaría a la sala de juego y no me iría hasta haberlo perdido todo. ¿Para qué pues, empezar de nuevo? Ya tengo suficiente.

No podrá nunca imaginarse en qué forma aquella tenebrosa manera de hablar me oprimía el corazón. Fíjese en mi situación. A dos pasos de usted se halla un hombre joven, rebosante de vida, y usted sabe que, si no pone en juego todos los recursos, aquel trozo de juventud que piensa, habla y palpita, será un cadáver dentro de dos horas. Un colérico impulso, una suerte de furia incontenible me movió a concluir con aquella insensata resistencia. Le agarré del brazo:

- ¡Basta de tonterías! Usted subirá ahora mismo; alquilará un cuarto y mañana por la mañana vendré a buscarle para acompañarle a la estación. Tiene que salir de aquí. No me sentiré tranquila hasta que le vea en el tren. Cuando se es joven no se desprecia la vida sólo por haber perdido unos cientos o miles de francos. Es una cobardía, un estúpido acceso de pundonor producido por la ira y la amargura. Mañana me dará la razón.

- ¡Mañana! - repitióme él, con acento aún más tenebroso e irónico -. ¡Mañana! ¡Si yo mismo lo supiera! ... Incluso estoy sintiendo curiosidad, por saberlo. No; véte a tu casa, amiga mía; no te preocupes por mí, ni gastes tu dinero.

No pude dejarlo, empero. Era aquello como una obsesión, una furia que me acometía. Violentamente le agarré la mano y dejé en ella unos cuantos billetes.

- Tiene que tomar este dinero y subir inmediatamente.

Diciendo esto, oprimí el timbre con decisión.

- Ya he llamado. En seguida saldrá el portero. Suba usted. Acuéstese. Mañana a las nueve, le aguardaré aquí mismo, ante este hotel, y le acompañaré hasta la estación. No se preocupe. Yo le facilitaré lo que sea necesario para llegar a su casa. Pero ahora váyase a descansar y no piense en nada.

En este instante se oyó dar una vuelta a la llave y el portero abrió:

- Ven - dijo él, entonces, de súbito, con voz dura, enérgica y amarga. Y cual si fuesen de acero, sus dedos crispados aprisionaron mi mano. Me estremecí toda asustada; quedé como paralizada, herida por el rayo; perdí la conciencia de mí misma. Quise apartarme ... desasirme ... , mas no tuve voluntad. Y yo ... usted lo comprenderá ... , experimentaba el bochorno y la vergüenza de tener que luchar con un desconocido frente al portero que allí estaba aguardando impaciente. Y así ... me vi repentinamente dentro del hotel; quise decir algo, pero la garganta no me obedecía ... Aquellos dedos no soltaban mi mano ... Advertí vagamente que subía por una escalera ... Escuché luego el ruido de una llave ... Y, de pronto, me vi sola ante aquel desconocido, en el cuarto extraño de un hotel cuyo nombre ignoro todavía ...

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