Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV

No es posible describir las mil maneras de mover las manos en el juego; las hay cual de bestias salvajes, de velludos y curvados dedos, que arrebatan el dinero forzosamente; otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que casi no se atreven a avanzar; otras, nobles y a la vez viles, tímidas y brutales, vivas y torpes; y otras, vacilantes ... Cada una actúa de modo diferente, porque expresa un temperamento distinto, excepción hecha de las manos de los croupiers. Las de éstos son máquinas perfectas; junto a la exaltación viva de las otras, funcionan con objetiva precisión, atareadas siempre y con absoluta indiferencia, cual si se tratara de las llaves sonoras de un aparato calculador. Estas manos frías actúan de manera que nos sorprende mayormente por el contraste que hacen con sus obsesionadas y apasionadas hermanas. Diríamos que visten uniforme cual policías en medio de las oleadas de exaltación de una revuelta popular. Agregamos todavía el deleite personal que se experimenta a los pocos días una vez conocidas las costumbres y las pasiones de cada una de las manos. Al poco tiempo hice distinciones entre ellas, dividiéndolas, cual lo haría con las personas, en simpáticas y antipáticas; las había que me resultaban tan asquerosas por su avidez, y su torpeza, que siempre apartaba la mirada de ellas cual ante una indecencia. Una mano nueva en la mesa constituía para mí una aventura y un nuevo motivo de curiosidad. A menudo olvidaba mirar el rostro que, más arriba, asentaba sobre un cuello cual una fría máscara inmóvil, sobre una camisa de smoking o un resplandeciente descotado.

Aquella noche, cuando entré pasé de largo frente a dos mesas atestadas de jugadores hasta llegar a una tercera. Preparaba ya unas piezas de oro cuando escuché en medio de esa pausa tan tensa en que parece vibrar el silencio, esa pausa que se produce cada vez que la bola, mortalmente fatigada, vacila entre los números, escuché, digo, frente a mí, un extraño ruido, cual el crujido de unas articulaciones que se rompen. Quedé estupefacta. En aquel instante vi dos manos (hasta me sobresalté), la derecha y la izquierda, como jamás había visto; dos manos convulsas que, cual animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de manera tal que crujían las articulaciones de los dedos con el ruido seco de una nuez cascada. Eran aquéllas unas manos de singular belleza, extraordinariamente alargadas y estrechas, aunque, al mismo tiempo, provista de una sólida musculatura; muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas. Yo las hubiera contemplado toda la noche. Me sentía maravillada de aquellas manos extraordinarias y únicas. Pero lo que en particular me impresionó fue el frenesí, la expresión locamente apasionada y la manera de luchar una contra otra. Adiviné al punto que estaba ante un hombre abrumado, el cual contenía todo su sufrimiento con la punta de los dedos para no dejarse aniquilar por él. Y en aquel instante, en aquel instante preciso en que la bolita fue a caer con un ruido seco en la casilla, y el croupier cantaba el número, en aquel segundo las dos manos se separaron, cayendo desplomadas, como dos bestias alcanzadas por un mismo tiro. Se abatieron realmente desfallecidas, inertes, con plástica expresión de extenuación y de desengaño, cual heridas por el rayo, como una existencia que se apagara, y en forma tal que no encuentro palabras para expresarlo. Jamás había visto y nunca más veré manos tan elocuentes, en las que cada músculo semejaba estar dotado de palabras y en las que el sufrimiento se exhalaba de cada poro.

Durante unos instantes permanecieron ambas sobre la mesa, como aplastadas y muertas, igual que dos medusas arrojadas al borde de la ribera. Después la derecha empezó a levantarse penosamente sobre la punta de los dedos; temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación en torno de sí misma, vacilaba y se retorcía; por último, cogió nerviosa una ficha que, indecisa, hizo rodar, como si fuera una ruedecita, entre el índice y el pulgar. De súbito, arqueándose en un gesto felino, de pantera, lanzó, mejor dicho escupió la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra. Luego, como obedeciendo a una señal, la excitación apoderóse también de la inactiva mano izquierda, que hasta entonces permaneciera adormecida; ésta se levantó, se desperezó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía trémula y fatigada aún de la jugada que acababa de arriesgar; y ambas permanecieron juntas y horrorizadas, en tanto daban sobre la mesa suaves golpecitos con los nudillos, cual dientes que la fiebre hiciera castañear ... ¡No, nunca jamás había visto yo manos que hablaran con tan viva expresión y estuviesen poseídas de una excitación, de una tensión espasmódica! Todo lo demás de aquel enorme local: el murmullo de las salas, los gritos de los croupiers, el ir y venir de unos y otros, e inclusive aquella bolita que ahora, arrojada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada dentro de la jaula redonda y bruñida como un parquet ... toda aquella multitud vertiginosa llena de impresiones relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios, me parecieron muertas y petrificadas comparadas con aquellas dos manos trémulas, jadeantes, impacientes, anhelantes y heladas, al lado de aquellas dos soberbias manos frente a las cuales me sentía como hipnotizada.

Al fin no pude más: necesitaba ver el rostro de la persona a quien pertenecían las manos aquéllas y, angustiosamente, sí, angustiosamente, porque sentía miedo de ellas, mi mirada lentamente ascendió desde la manga hacia los estrechos hombros. Y otra vez me estremecí, pues aquel rostro se expresaba con el mismo lenguaje desenfrenado y fantásticamente sobreexcitado que las manos, reflejaba igual cólera horrorizada en su expresión y la misma delicada y casi femenina belleza. Jamás había visto un rostro semejante tan fuera de sí mismo; y ofreciéndome la oportunidad de contemplarlo a mi antojo, cual una máscara, cual una estatua que estuviera desprovista de ojos. Porque aquellas pupilas de poseso no se movían un solo instante, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Inmóviles, negras, bajo los párpados abiertos, eran como inanimadas bolas de vidrio en las cuales se reflejaba el brillo de aquella otra, de color caoba, que enloquecida, rodaba y saltaba entre las casillas de la ruleta. Una vez más, lo repito, nunca había visto un rostro tan interesante y de tal modo fascinador. Pertenecía a un joven de unos veinticuatro años; delgado, fino, bastante alto y, por consiguiente muy expresivo. Exactamente como las manos, aquel rostro ofrecía un aspecto no tan viril, como más bien el de un muchacho apasionado ... Todo esto no lo observé sino más tarde, pues en aquel momento su rostro se esfumaba por completo bajo una expresión descompuesta por la avidez y la locura. La boca estrecha, anhelosa, entreabierta, dejaba medio al descubierto la dentadura: a la distancia de diez pasos podía vérsele rechinar febrilmente, mientras los labios permanecían entreabiertos e inmóviles. Un rubio y húmedo mechón pegábase sobre la frente, colgando cual si fuera a caerse, y las aletas de su nariz vibraban con temblor ininterrumpido, como en un movimiento invisible de pequeñas ondas bajo la piel. Y la cabeza toda, echada hacia adelante, inclinábase más y más, sin darse cuenta, en igual dirección, cual si fuera a dar contra el remolino de la bolita y a hacerse añicos. Entonces me expliqué la rígida presión de las manos: únicamente por obra de aquella presión podía mantenerse en pie, en perfecto equilibrio, aquel cuerpo próximo a desplomarse.

Nunca, repito, nunca había visto un rostro en el cual se reflejase en forma tan abierta y tan impúdica, la pasión, y el instinto. Yo permanecía inmóvil, atraída por la alocada expresión tan intensamente como él podía estarlo por los movimientos y los saltos de la bolita. A partir de ese instante no vi nada más en el salón. Todo me pareció vago, sordo, borroso, obscuro, comparado con el fuego que brotaba de aquel rostro. Habiéndome olvidado de la gente que merodeaba, observé durante una hora únicamente a aquel hombre así como cada uno de sus menores gestos. En determinado momento, el croupier hizo avanzar veinte piezas de oro hacia aquellas anhelosas garras. Sus ojos despidieron vivo resplandor, el crispado ovillo de sus manos se deshizo como bajo una explosión, y los dedos, trémulos, se separaron saltando. En lo que duró aquel segundo, el rostro pareció al punto iluminado y rejuvenecido, las arrugas desaparecieron, los ojos comenzaron a brillar, el cuerpo, rígidamente inclinado, se irguió, ágil, esbelto ... Por vez primera se sentó blandamente, al igual del jinete en la silla, movido por la alegría del triunfo; los dedos, pueriles y vanidosos, jugaron con las redondas monedas, haciéndolas bailar y tintinear unas contra otras. Luego, inquieto otra vez, volvió la cabeza y recorrió con la mirada todo el tapete verde, así como el hocico olfateador del sabueso en busca de una pista, para arrojar, de súbito y con un movimiento brusco, todo el montón de monedas en unos de los cuadros. De inmediato volvió aquel acecho y aquel estado de sobreexitación. De nuevo vi en sus labios aquel temblor brusco, eléctrico; de nuevo se le encogieron las manos, y su rostro de adolescente se transformó bajo la angustiosa espera, hasta que, de pronto, explosivamente la tensión se deshizo en desencanto: la faz febrilmente excitada púsose marchita, lívida y envejecida, los ojos se apagaron cual consumidos por el fuego, y todo en el espacio de un segundo, en cuanto la bolita fue a caer dentro de un número que no era el aguardado. Había perdido. Unos segundos permaneció inmóvil, con una mirada de estupidez, como si no hubiese comprendido; mas en seguida, al oír el primer grito del croupier, que sonó como un chasquido, sus dedos se adelantaron otra vez con unas monedas. Pero ya había perdido la seguridad; primero colocó las monedas en un cuadro, luego, pensándolo mejor, en otro, y, casi cuando la bolita había empezado a rodar, obedeciendo a una repentina inspiración arrojó rápidamente y con trémula mano dos billetes más en el cuadro.

Estas bruscas oscilaciones entre las pérdidas y las ganancias se prolongaron una hora entera, poco más o menos. En todo aquel tiempo no aparté ni un instante mi mirada del rostro de expresión siempre variable al que afluían todas las pasiones. Mis ojos, expertos, no perdieron nunca de vista aquellas mágicas manos, cada uno de cuyos músculos expresaba plásticamente toda la escala ascendente y descendente de los sentimientos humanos. Nunca en el teatro había contemplado yo con tanto ínterés el rostro de un actor como miraba entonces a aquél sobre el cual, como la luz, y las sombras de un paisaje, en constante desfile, se reflejaban todos los colores y sentimientos. Nunca, en una sala de juego, habíase desvelado mi atención como ante el loco frenesí de aquel desconocido. Si alguien me hubiese observado en aquellos instantes, habría tomado mi inmovilidad de acero por un caso de hipnosis. Realmente algo de eso tenía mi estado de completo alelamiento. En fin, me era imposible separar la mirada de aquella serie de gestos; y todo lo demás, todo cuanto ocurría en la sala, con las luces, las risas, las personas, las miradas, flotaba alrededor mío como una humareda amarilla e informe, de la cual surgía el rostro aquel que era cual una llama entre llamas.

No sentía nada, no me percataba de nada, no notaba que la gente se agolpaba en torno mío, ni veía otras manos que, como tentáculos, se alargaban de pronto para lanzar o coger el dinero. No veía tampoco, la bolita saltarina, escuchaba la voz de los croupiers; y, sin embargo, cual en un sueño, subyugada por el espectáculo, percatábame de todo cuanto ocurría allí a través de aquellas manos tan sobremanera excitadas. Para saber si la bolita caía en el rojo o en el negro, si rodaba o se detenía, no necesitaba mirar la ruleta: pérdida o ganancia, esperanza o desilusión, unas tras otra, esas frases pasaban fulminantes a través de los nervios y gestos de aquel rostro surcado por el ondear incesante de la pasión.

Pero vino después el momento peligroso, momento que hacía rato estaba temiendo sordamente, que se había cernido sobre mis nervios como una tempestad y que, de pronto, los hizo estallar. Naturalmente la bolita, con su suave ruido peculiar, había comenzado a rodar; nuevamente volvía a palpitar aquel segundo en que doscientos labios contenían el aliento, hasta que la voz del croupier anunciaba: cero mientras su raqueta recogía ágilmente de todas partes las sonoras monedas y los arrugados billetes. En aquel instante, las dos manos encogidas esbozaron un movimiento singular de espanto; se abalanzaron dispuestas a hacer presa en algo inexistente, y volvieron a abatirse exangües sobre la mesa, cediendo tan sólo a su peso de gravedad, diríase que muertas por la fatiga. Mas luego de pronto, volvieron a animarse, se retiraron febrilmente de la mesa para dirigirse hacia su propio cuerpo, y a manera de gatos salvajes, treparon por el tronco, deslizándose por arriba, por debajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, palpando nerviosamente todos los bolsillos por si encerraban alguna olvidada moneda de oro. Empero, siempre se retiraban sin resultado y siempre cada vez más enardecidas, repetían la insensata y vana búsqueda, en tanto que, volviendo a funcionar la ruleta, proseguían los otros su juego, sonaban las monedas, movíanse las sillas y escuchábase en el salón el murmullo de mil ruidos distintos. Poseída por el horror, yo tembIaba; tuve también la sensación de que mis propios dedos se desesperaban frenéticos buscando una moneda en los bolsillos del arrugado traje. De pronto, el hombre aquel levantóse con rapidez, como lo haría una persona que se sintiese repentinamente indispuesta y se parara para no asfixiarse. Con el movimiento que hizo, la silla se cayó al suelo, produciendo gran estrépito. Sin darse cuenta de esto, sin reparar en los vecinos que atemorizados y estupefactos le cedieron el paso, tambaleándose, se alejó de la sala, como enceguecido.

En aquel momento me quedé pasmada, adiviné al punto hacia dónde se encaminaba aquel individuo: iba hacia la muerte. El que de tal manera se levanta no va al hotel, ni al bar, ni al lado de la mujer, ni a la estación, ni a cualquier otro lugar donde hay un poco de vida, sino que se precipita directamente en el abismo. El más indiferente habría adivinado que el hombre aquel carecía de reservas, y no las tenía en casa, ni en el banco, ni en ninguna otra parte y que, habiéndose encaminado al Casino con sus últimos recursos, llevando su vida como postrera apuesta a la mesa de juego, ahora se encaminaba a cualquier parte, sin duda, pero indudablemente fuera de la vida.

Desde el principio temí y sospeché que se hallaba en juego allí, algo más importante que una mera pérdida, o ganancia. Sin embargo, solamente entonces esa certidumbre cruzó por mi mente como un negro rayo, mostrándome cómo la vida desaparecía de repente ante sus ojos y la muerte cubría con su palidez aquel rostro, hasta entonces rebosante de vida. Hasta tal punto me sentía compenetrada con el mínimo de sus gestos, que, inconscientemente, tuve que asirme al borde de la mesa cuando vi que abandonaba su sitio y se alejaba, tambaleándose. El temblor de su cuerpo habíase comunicado al mío, cual antes ocurriera con la palpitación de sus arterias y la tensión de sus nervios. Me sentí como arrebatada. ¡Debía seguirle! Y, extraños a mi voluntad, mis pies echaron a andar. Obraba inconscientemente, sólo movida por una fuerza que era superior a mí misma, y tomando por un pasillo me encaminé a la salida.

El individuo se hallaba en el guardarropa; el empleado le entregó el abrigo. Mas los brazos ya no obedecían al joven, y el mismo empleado debió prestarle ayuda, cual si se tratara de un paralítico. Le vi buscar maquinalmente en los bolsillos del chaleco una moneda para la propina; pero los dedos reaparecieron sin haber hallado nada. Entonces fué como si al punto recordara todo, murmuró unas palabras y, tal cual hiciera al apartarse de la mesa de juego, realizó un brusco movimiento hacia adelante, para descender la escalinata del Casino tambaleándose como un borracho, seguido unos momentos por la sonrisa, entre despreciativa y compasiva, del criado.

Aquellos gestos me inspiraron tal compasión, que me avergoncé de mirarle. Me aparté a un lado, entristecida de haber presenciado, como desde el palco de un teatro la desesperación de un infeliz desconocido. Con todo, tornó a hacer presa de mí la inexplicable angustia. Prestamente solicité mi abrigo y sin pensar en nada determinado, de un modo completamente mecánico, impelida por el instinto, en pos del desconocido, me hundí en las tinieblas de la noche.

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