Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Pese a que la discusión parecía haber concluído de una manera cortés, desde entonces subsistió entre mis adversarios y yo una levísima hostilidad. El matrimonio alemán se mantuvo bastante reservado; el italiano, en cambio, complacíase en interrogarme los días siguientes, con mordaz insistencia, si había tenido noticia de la cara signora Henrietta. Pese a lo correcto de nuestro trato diario, algo de la cordialidad amable y leal que presidiera antes nuestras comidas había desaparecido definitivamente.

La ironía y la frialdad que demostraban mis adversarios tornábase aún más sensible debido a la preferente y especial cordialidad que me demostró la señora C., desde aquella discusión. Si antes se encerraba en una extrema reserva, sin mostrarse dispuesta a conversar con sus compañeros de mesa, salvo en las horas de la comida, ahora aprovechaba cualquier coyuntura para conversar conmigo en el jardín, y hasta cabría decir para distinguirme con su trato, ya que sus nobles y reservadas maneras hacían aparecer toda relación con ella cual un favor especial. He de confesar con franqueza que la dama parecía buscar mi compañía, no perdiendo oportunidad de hablar conmigo, haciéndolo de una manera tan ostensible, que si no se hubiera tratado de una dama anciana y de blancos cabellos, me habría hecho concebir tan extraños como vanidosos pensamientos. Cada vez la conversación tenía invariablemente el mismo punto de partida: madame Henriette. Parecía experimentar una secreta satisfacción tachando de infiel y de falta de energía moral a aquélla que había olvidado sus deberes. Mas, al mismo tiempo, gozábase también en lo invariable de mi simpatía hacia la indefensa y delicada mujer, sin que nada me decidiese a volverme atrás en mis opiniones. En vista de que nuestras conversaciones siempre derivaban hacia el mismo tema, terminé no sabiendo qué pensar de esa extraña obsesión en que parecía descubrir una punta de pesadumbre.

Esto duró unos cinco o seis días, sin que ella revelase con una sola palabra el motivo por el cual semejante tema revestía tal importancia. Pero que tal era, se evidenció completamente cuando, en el curso de un paseo, declaré que mi estancia en la playa había llegado a su término y que partiría dentro de un par de días. Fué, entonces, cuando su rostro, de ordinario impasible, se contrajo repentinamente y en forma singular. Por sus ojos, de un gris marino, fugazmente cruzó la sombra de una nube.

- ¡Qué lástima! ¡Y yo que deseaba conversar aún de tantas cosas con usted!

Después de haber expresado así, determinada inquietud y desasosiego, hízome adivinar que, mientras hablaba, había estado pensando en otra cosa, la cual debía preocuparla muy hondamente y la llevaba a ensimismarse. Por fin pareció como si semejante actitud la molestara a ella misma, por cuanto de pronto, en medio del silencio producido, resueltamente me ofreció su mano.

- Veo que no podré hablar con franqueza de lo que deseaba. Prefiero escribirle.

Y con paso más rápido que el de costumbre, se dirigió hacia el hotel.

En efecto, antes de la cena, aquella noche, encontré en mi cuarto una carta suya escrita con enérgicos y claros trazos. Por desgracia, siempre he sido un hombre distraído en lo que se refiere a la conservación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo tanto, reproducir textualmente el origen. Me limitaré sólo a dejar aquí expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si podría referirme algo de su vida. El episodio - decía en la carta -, databa de tan antiguo que, ciertamente, casi no lo consideraba perteneciente a su vida actual; y, además, el hecho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una hora.

Semejante carta, de la cual no menciono aquí sino el contenido estricto, me interesó extraordinariamente: la redacción inglesa otorgábale un alto grado de claridad y de decisión fácil y, antes de encontrar una fórmula que me satisfaciera, debí romper tres borradores.

Al fin quedó concebida en estos términos:

Para mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le prometo corresponder caballerescamente, en el caso de que usted así me lo demande. Naturalmente, no debo pedirle que me relate más que lo que usted desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un honor muy especial.

Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana siguiente hallé la respuesta:

Usted tiene perfecta razón; la verdad a medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me esforzaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma. Venga después de cenar a mi habitación. A mis sesenta y siete años me considero a cubierto de toda maledicencia. Hablar en el jardín o en la proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil.

En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde charlamos de cosas indiferentes. En el jardín, en cambio, visiblemente turbada, evitó cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama anciana, de cabellos blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita.

A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la que fué abierta inmediatamente. La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz; sólo la pequeña lámpara del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre la obscuridad crepuscular del aposento. La señora C. apareció sin demostrar el menor embarazo. Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de mí. Con mucha facilidad pude advertir que no había uno solo de sus movimientos que no hubiese sido cuidadosamente preparado; pese a lo cual se produjo una pausa, visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fué prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía una lucha violenta con una fuerte resistencia.

Del salón nos llegaban, de vez en cuando, apagados, los truncados acordes de un vals. Yo escuchaba con atención, como deseando despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demostrando darse cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó:

- Únicamente la primera palabra es difícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto. Espero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse por qué yo le refiero a usted, a un extraño todas esas cosas ... ¡Pero es que no pasa un día y apenas una hora sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede usted creer en esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un brevísimo espacio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obrado mal en una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante vaga, llamamos conciencia. Con todo, si hubiera llegado a sospechar que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette, tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante denigración de mí misma, y me hubiera decidido de una vez a hablar libremente con alguien sobre el único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo nos está vedado a nosotros, y yo hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted. Comprendo que todo esto resulta muy extraño; pero usted aceptó sin vacilar mi proposición y por ello le estoy sumamente agradecida.

Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un solo día de mi vida; el resto de ella me parece totalmente despojado de importancia, sin interés para nadie. Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia; poseían grandes fábricas y granjas, y, según la costumbre de la nobleza, la mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la season en Londres. Cuando tenía dieciocho años, conocí en un salón a mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado servicio militar durante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y llevamos la existencia exénta de preocupaciones propia de la gente de nuestra clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos son ya adultos. Al llegar a los cuarenta años, inesperadamente falleció mi esposo. En el ejército había contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horrible angustia le perdí. El mayor de mis hijos estaba entonces en el ejército; el menor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente, siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y solícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable. Permanecer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida del ser querido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente durante los años siguientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros.

Mi vida, en realidad, desde aquel momento me pareció absolutamente insensata e inútil. El hombre con el cual durante veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido; mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni deseaba cosa alguna.

Primero me fuí a París. Allí, para disipar el tedio, me dediqué a visitar establecimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me resultaban un tanto extrañas. Huí de la sociedad, pues no me era posible soportar las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada. No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para precipitar este anhelo doloroso.

Al cabo de dos años de luto, o sea a la edad de cuarenta y dos, hallándome en semejante estado de extrema atonía, huyendo de una existencia carente de objetivo, a la que no había sabido sobreponerme, llegué, sin saberlo casi, a Montecarlo.

Diciendo todo con sinceridad, he de manifestar que eso se debió al tedio, al afán de llenar el penoso vacío de mi corazón, el que no puede nutrirse sino con los pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso resultaba en mí el anhelo de hallarme allí donde la vida se agitaba más febrilmente. Para el que se siente desasido de todo, la inquietud apasionada de los otros le produce una conmoción en los nervios, cual en el teatro o con la música.

Por eso, también concurrí al Casino varias veces. Me agradaba observar la inquieta fluctuación de la alegría o la consternación en los rostros de la gente, mientras mi interior sólo era un espantoso desierto. Además, mi esposo, sin pecar de frívolo, en vida complacióse en frecuentar, de vez en cuando, las salas de juego, así a mí me agradaba revivir fielmente, con algo así como una piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fué también allí donde comenzaron aquellas veinticuatro horas que para mí resultaron más excitantes que todo juego, y que llegaron a turbar por largos años mi existencia.

Aquel día yo había almorzado con la duquesa de M., pariente de mi familia. Por la noche, después de cenar, no sintiéndome aún lo bastante fatigada para marcharme a la cama, penetré en la sala de juego; y, pese a que yo no jugaba, lentamente iba de una mesa a la otra observando de manera especial a los grupos de jugadores allí reunidos. Digo de una manera especial, refiriéndome a lo que me enseñara mi marido un día en que me lamentaba de lo aburrido que era contemplar constantemente las mismas caras: mujeres avejentadas y entecas, que permanecían horas y horas como asustadas antes de aventurar una ficha, profesionales astutos, cortesanas, aventureras, toda esa turbia sociedad que, como usted sabe, no resulta tan pintoresca ni romántica como se da en pintarla en las malas novelas, donde siempre aparece como la fleur d'élegance y cual la muestra de la aristocracia de Europa. Además, el Casino, hace veinte años, era mucho más atrayente que en el presente. En aquella época, circulaba el dinero en forma evidente, tangible y verdaderamente desaforada. Los arrugados billetes, los dorados napoleones, las arrogantes monedas de cinco francos, se amontonaban y corrían formando remolinos por las mesas, cual en el más loco de los vértigos. En cambio hoy, un público burgués, de agencia de viajes Cook, acaricia aburridamente las fichas sin carácter del juego, a la moderna. Empero, entonces tampoco encontraba el menor interés en la uniformidad de aquellos rostros extraños, hasta que cierto día mi esposo, cuya secreta pasión era la quiromancia, la expresión de las manos, me enseñó una forma especial de mirar, que era, en realidad, más interesante y que impresionaba y excitaba mucho más que el soporífero mariposeo alrededor de las mesas. Consistía en no mirar nunca los rostros, sino el cuadrilátero de la mesa, y sobre todo, no apartar la vista de las manos de los jugadores y su manera particular de moverse.

Ignoro si alguna vez usted habrá puesto, por casualidad, excesivamente su atención en el tapete verde, en el centro del cual la bolita, como un borracho, vacila de un número a otro y dentro de cuyo cuadrilátero, dividido en secciones, a modo de maná, llegan arrugados pedazos de papel, redondas piezas de oro y plata, que después la raqueta del croupier, al igual de una fina guadaña, siega y arrastra hacia sí o empuja, cual una gavilla, hacia el ganador. Observándolo desde esta especial perspectiva, lo que varía sólo son las manos, la multitud de manos claras, nerviosas y constantemente en actitud de espera en torno del tapete verde, todas asomando por las cavernas de sus respectivas mangas, cada una de forma y color diferentes, unas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras repiqueteantes, muchas velludas como si fueran de animales salvajes, otras muchas húmedas y retorcidas como anguilas; y todas, empero, crispadas, trémulas, poseídas por una terrible impaciencia. Sin querer, siempre pensaba en la pista de las carreras en el momento en que en la línea de largada hay que contener con fuerza a los excitados caballos para que no se salgan antes de tiempo. Exactamente así temblaban y se agitaban las manos. Todo puede adivinarse en esas manos en su manera de esperar, de coger, de contraerse. Al codicioso se le conoce por su mano semejante a una garra; al pródigo, por su mano blanca y floja; al calculador, por la muñeca firme, al desesperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya sea en la forma de coger el dinero, si lo estruja o lo agita nerviosamente, si, abatido y con mano fatigada, hace indiferente una apuesta en el tapete verde. Decir que al hombre se le descubre en el juego casi es una vulgaridad; pero yo afirmo que todavía su mano le descubre mejor durante el juego. Porque todos o casi la totalidad de los jugadores aprenden muy pronto a dominar su rostro: todos, del cuello para arriba, llevan la máscara fría de la impasibilidad: dominan y borran las arrugas que se forman en torno de la boca; moderan su sobreexcitación apretando constantemente los dientes; ocúltanse a sí mismos la visible inquietud; y, con los músculos en tensión, imprimen al semblante una fingida indiferencia, que por momentos llega a adquirir una aristocrática frialdad. Pero, por lo mismo que la tensión está tensamente concentrada, se afanan en dominar la expresión del semblante, que es la parte más visible del sér, y olvidan las manos, porque no saben que hay quienes las observan y descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los labios sonrientes y las miradas aemente tranquilas. Las manos ponen, impúdicamente, al descubierto su secreto. Porque llega un momento inevitable en que los dedos, a duras penas dominados, en apariencia adormecidos, saldrán de su involuntaria indolencia; en el angustioso segundo en que la bolita de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador; en ese instante, cada una de aquellas cien o ciento cincuenta manos dibuja un involuntario movimiento, completamente individual, personal, de instinto primitivo. Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido a la pasión de mi marido, a observar esa muchedumbre de manos, la explosión constantemente variable, diferente e inesperada del temperamento particular de cada persona, nos produce un efecto más emotivo que el teatro o la música.

Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha