Índice de 24 horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Desgraciadamente, para defender este punto de vista, no encontraron nada mejor para objetarme que declarar que sólo hablaba así quien juzgase la psicología femenina según las conquistas fortuitas y fáciles del soltero. Esto me irritó bastante; pero cuando la señora alemana salió diciendo que de un lado estaban las mujeres honestas y del otro las de temperamento de cocotte, entre las cuales, según ella, había que incluir a madame Henriette, perdí la paciencia y me demostré, a mi vez, agresivo. Esta resistencia a conocer la evidencia de que una mujer, en determinada hora de su vida, a pesar de su voluntad y la conciencia de su deber, se halla indefensa frente a fuerzas misteriosas, revelaba miedo del propio instinto, temor del demoníaco fondo de nuestra naturaleza. Y parece que muchas personas experimentan no poca satisfacción al sentirse más fuertes, morales y puras, que las que resultan fáciles de seducir. Personalmente yo encuentro más digno que una mujer ceda al instinto, en forma libre y apasionadamente, a que, como por lo general ocurre, engañe al esposo en sus propios brazos y a ojos cerrados. Esto dije yo, poco más o menos. Cuando los demás, en el fragor de la disputa, arreciaban en sus ataques contra la indefensa madame Henriette, con más apasionamiento hacía yo su defensa, llegando, en verdad, mucho más allá de mis íntimas convicciones. Esta exaltación fué una especie de estocada a fondo para ambos matrimonios, los cuales, enfurecidos, formando un cuarteto muy poco armonioso, lanzáronse sobre mí en forma tal, que el anciano danés, jovial e indiferente por lo común, con el reloj en la mano, como si actuara de árbitro en un partido de futbol fue amonestando a unos y otros hasta que se vió en el trance de descargar un puñetazo sobre la mesa, exclamando: ¡Gentleman, please!

Pero esto no surtía sino un efecto momentáneo. Por tres veces uno de mis adversarios estuvo a punto de levantarse airado, con el rostro enrojecido, y sólo a duras penas logró calmarlo su esposa. En resumen, unos minutos más y nuestra discusión hubiera terminado a golpes si, de pronto, la señora de C., con la eficacia del aceite suavizador, no hubiese calmado las encrespadas olas de la conversación.

La señora C., la anciana dama inglesa, de blancos cabellos, y gran distinción, era tácitamente, la presidenta de honor de nuestra mesa. Sentada en su lugar, erguido el cuerpo, siempre amable y cordial con todos, por lo regular silenciosa a la vez que dispuesta a escuchar con deferencia e interés, tenía un aspecto físico sumamente agradable. Una maravillosa calma, un notable recogimiento reflejábase en su exterior aristocráticamente reservado. Manteníase apartada de cada uno de nosotros hasta un límite discreto, bien que mostraba, con tacto exquisito, a todos, su personal estima y consideración: por lo regular se sentaba en el jardín con sus libros, tocaba a menudo el piano, raramente se le veía en sociedad o en animada conversación. Muy raramente se notaba su presencia, y, sin embargo, sobre todos nosotros ejercía un influjo especial. En cuanto ella hubo intervenido en nuestra discusión nos percatamos de que nos habíamos expresado con exceso de acritud y destemplanza.

La señora C., aprovechó el modesto silencio que se produjo al levantarse bruscamente el señor alemán y trató de restablecer la paz entre nosotros. Levantó de improviso sus ojos grises y claros, me miró un instante irresoluta, para plantear después, con objetiva claridad, el problema desde su punto de vista particular.

- ¿Usted cree, pues, si he entendido bien, que madame Henriette, que una mujer, cualquiera que sea, sin habérselo propuesto, puede lanzarse inconscientemente a una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposible y de las cuales no llegaría a ser responsable?

- Yo lo creo en absoluto, señora.

- Así, en ese caso, todo juicio moral carecería por completo de sentido, y toda transgresión a las buenas costumbres quedaría justificada. Si, en realidad, usted cree que el crimen pasional, como dicen los franceses, no es un crimen, ¿para qué existen los tribunales? No se precisa mucha buena voluntad - y usted la posee hasta un grado asombroso, añadió sonriendo levemente -, para descubrir en cada crimen una pasión, y en cada pasión la causa para disculparlo

El tono claro y casi jovial de sus palabras fué para, mí como un sedante, y adoptando a pesar mío, su aire objetivo, repuse medio en seno:

- La justicia sobre esas cosas seguramente procede con mayor severidad que yo; está en el deber de vigilar despiadadamente las costumbres ya establecidas y las convenciones legales; tienen la obligación de juzgar y no de disculpar. Yo, no obstante, como persona privada, no veo por qué motivo he de adoptar la actitud del juez; prefiero más bien actuar de defensor. Personalmente, me produce mayor satisfacción comprender a los hombres y no condenarlos.

La señora C., me miró fijamente con sus ojos grises y claros, y, al cabo, vaciló. Temí que no hubiera entendido, y me disponía a repetirle en inglés lo dicho; pero, con singular seriedad, como si estuviésemos en un examen, siguió preguntándome:

- ¿No encuentra, pues, odioso y despreciable, que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para marcharse tras un hombre cualquiera, de quien no sabe nada, ni si es digno de su amor? ¿Puede, realmente, excusar conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, por otra parte, ya no es una jovencita y que, al menos, por amor a sus hijitas, debió preocuparse de su propia dignidad?

- Repito, señora -insistí-, que, en este caso, no quiero ni juzgar ni condenar. Puedo reconocer ante usted que he estado un tanto exagerado: esa pobre madame Henriette no es, por cierto, ninguna heroína, ni siquiera un espíritu aventurero, menos todavía una grande amoureuse. Sólo la tengo por una mujer corriente, débil, la cual me merece cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad; pero que me inspira aún mayor lástima porque indudablemente mañana mismo, si no hoy, se sentirá profundamente desgraciada. Quizá ha obrado estúpida, locamente; pero nunca de una manera ruin y vulgar. Lo mismo ahora que antes discutiré con cualquiera el derecho a menospreciar a esa pobre desgraciada

- ¿Siente todavía por ella idéntico respeto y la misma consideración? ¿No establece diferencia alguna entre la dama respetable con la cual conversaba usted anteayer, y esa otra que huyó ayer con un desconocido?

- Absolutamente ninguna diferencia; ni siquiera la más insignificante.

- ls that so?

lnvoluntariamente, la señora C. se expresó en inglés: parecía que la conversación le interesaba singularmente. Tras un breve momento, en el cual permaneció pensativa, fijó en mí sus claros ojos para interrogarme:

- Si usted encontrase mañana en Niza a madame Henriette, por ejemplo, del brazo de ese joven, ¿la saludaría?

- Naturalmente.

- ¿Hablaría con ella?

- Naturalmente.

- Y si estuviera ... si estuviera usted casado, ¿se atrevería a presentar a su esposa una mujer así, como si nada hubiese ocurrido?

- Naturalmente.

- Would you really (¿Se atrevería usted realmente?) - inquirió de nuevo, en inglés, con una expresión escéptica y estupor evidente.

- Surley I would (Claro que sí ) - contesté también, sin darme cuenta, en inglés.

La señora C. calló. Parecía esforzarse en fijar su pensamiento; de pronto mirándome, casi asombrada de su propio coraje, exclamó:

- I don't know if I would. Perhaps I might do it also (No sé si yo lo haría. Quizá también pudiera hacerlo).

Y, poniendo fin a la conversación en forma definitiva aunque sin grosería ni brusquedad, con ese aplomo tan difícil de describir y que sólo es característico de los ingleses, se levantó y me ofreció con amabilidad la mano. Gracias a su influencia volvió a imperar la paz; todos lo agradecimos interiormente. Sintiéndonos aún enemigos, pudimos saludarnos con una relativa cortesía, y la atmósfera, cargada peligrosamente, se despejó otra vez, gracias a unas cuantas vulgares ocurrencias.

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