Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO VIII



Logias yorkinas y escosesas frecuentadas sólo por ambiciones privadas. Llegada a México de M. Alejandro Martin. El gobierno de México le niega el exequátur. Por qué. Es nombrado formalmente por su gobierno y admitido. Don Tomás Murfi, nombrado cónsul general en París. Don Eduardo Gorostiza, nombrado encargado de negocios cerca del rey de los Paises Bajos. El navío Asia y el bergantín Constante, españoles. Sublévanse las tripulaciones y entregan los buques al gobierno mexicano. Grandes sumas gastadas en el navío Asia. Su inutilidad. Obstáculos insuperables que impiden a la República de México crear una marina. Estado de los negocios eclesiásticos en la época de que se va hablando. Don José Fonte, arzobispo de México. Don José Joaquín Pérez, de la Puebla de los Angeles. Don Angel Alonso y Pantiga. San Martín, obispo de Chiapas. Disminución del clero en la extensión de la República. Conducta honorífica que ha observado durante la revolución. El cristianismo útil reducido a su primitiva simplicidad. Terribles efectos de la superstición. Terrible división de partidas en Durango. Anarquía en aquel Estado. El Congreso de la Unión decide la cuestión. La interpretación del decreto ofrece nuevos desórdenes. Nueva providencia del Congreso apoyada de la fuerza. Elecciones del Estado de México. Dificultades que experimentan. Medios de que se valían los partidos para hacérselas favorables. Toluca, punto de reunión. Intrigas del partido escocés para separar al elector don Lorenzo de Zavala. Es nombrado secretario. Modo de producirse que tuvo con los electores. Buen éfecto que causa. Elecciones populares. No producen el resultado que se esperaba. Disgusto en Yucatán. Rivalidad entre Mérida y Campeche. Conclusión favorable de estos acontecimientos. Breve descripción de este Estado. Establecimiento inglés. La isla de Cozumel. Perjuicios ocasionados al comercio de Yucatán con la rendición del castillo de San Juan de Ulúa. Presumible prosperidad de este Estado. La provincia de Peteritzá. Cuestión de límites. Californias. Cuestión delicada. Progresos de la invasión rusa por aquellas costas. Tratado presumido con la España. Opiniones diversas. Discusiones sobre límites con Mr. Poinsett. Lentitudes. Establecimiento proyectado por el general Lallemand. Resultados de este proyecto. Irrupciones de los yaquis y de los mayos en el Estado de Occidente. Guerra peligrosa que hacen. Inutilidad de los medios adoptados por la República para terminarla. El Correo de la Federación, periódico del partido yorkino. Personalidades. Mal gusto e ignorancia de los escritores. Congreso de Panamá. Reunión de algunas diputados en México. Inutilidad y poca conveniencia de este congreso. Partidas de ladrones. Ley excepcional propuesta contra ellos. Aprobada por el Congreso. Extensiva a los facciosos. Facultad peligrosa del Presidente de la República Mexicana. Cómo está entendida en los Estados Unidos del Norte. Relaciones con la Silla Apostólica. Nuncio del Papa en Chile. Proyectos que llevaba. Como salió de aquella República. Cómo de la de México. El doctor Vázquez, nombrado comisionado en Roma. Resultados de su misión. Provecho obtenido por la República de la conducta tortuosa del Papa.



El espíritu de partido se había organizado en dos grandes masas, como hemos visto, y la inmensa mayoría de la nación no tomaba parte en estas agitaciones, en que los hombres que predicaban más patriotismo eran los que menos servicios hacían a sus conciudadanos. La mayor parte de los directores de estas sociedades, y los más acalorados partidarios, eran lo que debe llamarse en el idioma de los economistas: hombres improductivos.

Empleados o aspirantes a destinos públicos poblaban las logias yorkinas y escocesas; los generales que ambicionaban mandos de algunas plazas o ascensos a grado superior, o quizá la presidencia de la República; senadores y diputados que procuraban ser ministros o reelectos en su destinos; ministros que esperaban conservarse en sus puestos por este arbitrio: he aquí los elementos de las asociaciones de que trato.

Para encubrir estas miras se hacían mutuas recriminaciones y se acusaban ante el público los unos a los otros. Las instituciones francmasónicas tienen muy diferentes objetos y resultados en los países en que no salen de sus límites constitutivos. Los negocios políticos no son materia de 'discusiones en las logias; el diligite invicem de San Juan Evangelista hace la principal regla de su conducta, y es un escándalo para ellos ese abuso que en otros países se ha hecho de la institución por los seudofrancmasones.

En este año de 1826 llegó a México M. Alejandro Martin, cónsul general francés, nombrado únicamente por el almirante de la Martinica. Esta circunstancia hizo que se le negase el exequátur, lo que era muy justo por parte del gobierno; pero no el que se le hiciese salir de la República, como lo intentó el señor Camacho.

Una carta que con este motivo escribí al presidente, manifestándole lo impolítico, arbitrario e injusto de esta medida, le hizo variar de resolución, aunque contra la opinión de su ministro. El gobierno alegaba que no habiendo reconocido la Francia la independencia ni celebrado tratados; no estando, por otra parte, M. Martin revestido con títulos del ministerio francés, sus credenciales no eran suficientes para reconocerlo como tal.

La administración de Carlos X, que no quería dar ningún paso que pudiese ser interpretado como dirigido a reconocer la nacionalidad de México ni de los otros estados independientes de las Américas del Sur, obligada por las reclamaciones de su comercio en aquellos países a nombrar agentes comerciales o cónsules, ocurría primero al arbitrio de que estos nombramientos fuesen hechos por otras autoridades subalternas, para que no pudiese la Santa Alianza o el monarca español reclamar de que entraba en relaciones con sus súbditos rebeldes. La repulsa del gobierno mexicano era muy racional, y poco después M. Martin recibió sus despachos en forma y el exequátur de aquella República.

Como en México no hay persona alguna notable a la que no se atribuya pertenecer a uno de los partidos que dividen el país, se dijo generalmente que M. Martin era del partido escocés. Las personas que más frecuentaba, y ser el agente de un gobierno borbónico, hicieron quizá formar este juicio a los que dieron origen a estas voces. La conducta de los agentes diplomáticos y cónsules en aquella República, tomando naturalmente el color de los gobiernos que representan, ha dado regularmente motivo a imputaciones más o menos fundadas.

Habiendo el gobierno francés nombrado cónsules en México, el de aquella República hizo cónsul general en París a don Tomás Murfi, español que había vivido mucho tiempo y contraído matrimonio en la Nueva España, que fue diputado en las Cortes de la península en 1821 y había manifestado constantemente adhesión a su patria adoptiva. La política obscura y misteriosa del gabinete de las Tullerías en aquella época con respecto a las Américas del Sur no permitió que las relaciones diplomáticas entre la Francia y los nuevos Estados tomasen más extensión, a pesar de los esfuerzos de los agentes americanos, de las representaciones del comercio francés y del poderoso ejemplo de la Inglaterra, de los Paísés Bajos y de otras naciones continentales que habían hecho ya tratados con la República Mexicana.

En 1825, el señor don Manuel Eduardo Gorostiza había sido encargado por orden del gobierno de México, comunicada por don Mariano Michelena, de entablar relaciones de amistad y comercio con el gobierno de los Países Bajos, y posteriormente recibió el nombramiento en forma de encargado de negocios cerca de S. M. el rey de Holanda.

Nuestras relaciones diplomáticas se extendían rápidamente en la Europa, y sólo las potencias que componían la Santa Alianza no querían reconocer la legitimidad de aquellos gobiernos americanos nacidos de la revolución. Sin embargo, ya se había adelantado el que la España estuviese reducida a sus solos esfuerzos, lo que equivale a decir que la independencia de los Estados de las Américas del Sur estaba asegurada para siempre, considerando la nulidad del gobierno español y la absoluta imposibilidad en que se encuentra de emprender una reconquista.

En el mes de junio del año anterior se presentaron sobre las costas del Pacífico en Monterrey el navío Asia y el bergantín Constante, españoles, cuyas tripulaciones y tropas se sublevaron, y habiendo abandonado a los comandantes en las aguas de las islas Felipinas, resolvieron venir a entregarse al gobierno mexicano, como lo verificaron. La adquisición no era de mucha importancia, aunque el suceso debía llamar la atención por su singularidad. Los buques pasaron a Acapulco, y el gobierno cometió la torpeza de habilitar y hacer carenar el navío para dirigido al golfo mexicano, remontando el Cabo de Hornos, gastando en esta inútil expedición más de trescientos mil pesos, fuera de doscientos mil que causó de costos en Valparaíso el mismo navío, y que pagó después el gobierno a los que hicieron los suplementos en aquel puerto.

Para dar una idea ligera de los despilfarros de aquella administración, basta recordar que sólo en este ramo, el de marina, se han consumido, sin ninguna utilidad, quinientos mil pesos en el navío Asia, doscientos cincuenta mil en la corbeta Tepeyac y cincuenta mil en la máquina del Torpedo. Estos dos últimos buques nunca llegaron a las costas de México, porque no habiendo podido satisfacer el gobierno mexicano cincuenta mil pesos más que se debían por la Tepeyac, este buque fue vendido en 1830 al gobierno ruso, en una cantidad equivalente a la suma que se decía deber el de México, después de haber estado tres años en el Delaware. Ya he dicho antes que del bergantín Guerrero, o de la máquina del Torpedo, bajo cuyas dos denominaciones se dió el cargo de cincuenta mil pesos, nunca se supo su paradero, aunque el señor Michelena dijo a los cargos que se le hicieron que estaba en el Támesis y que al señor Rocafuerte le había dejado el encargo de enviarlo a Veracruz. El navío Asia, después de los gastos referidos, fuera de los de tripulación, gratificaciones y sueldos de retiros a los que lo entregaron, fue abandonado en el puerto de Veracruz, en donde actualmente se halla absolutamente inservible. ¡Cuánto mejor hubiera sido aprovecharse desde el principio de su valor, vendiéndolo, como lo propusieron varios individuos al gobierno! Quizá una vanidad ridícula y perjudicial de tener un navío de línea en la armada mexicana tuvo parte en estas absurdas providencias.

Hay varias causas para que la nación mexicana no pueda, al menos por ahora, emprender con éxito levantar una fuerza marítima. La falta absoluta de puertos, bahías y buenos fondeaderos en el seno mexicano, que es en donde la atención de su comercio y de sus relaciones políticas se dirige, es un grande obstáculo para mantener escuadras. Pero si esta falta de la naturaleza pudiese suplirse con el arte, a fuerza de gastos y trabajos importantes, la escasez de su comercio, los pocos capitales que existen y el estado político del país obligan a abandonar ideas imposibles de realizar. Las naciones a quienes el género de sus producciones las obligaba a ir a buscar diferentes puntos para sus cambios se hallan en la precisión de tener escuadras y hacerse potencias marítimas para poder proteger su comercio.

Los Estados Unidos del Norte y la Inglaterra cubren los mares en ambos hemisferios con sus embarcaciones, y sus principales intereses, o al menos una parte muy considerable, están confiados a la marina.

En la República Mexicana las principales producciones son el oro, la plata, la cochinilla, el añil y un corto número de otros artículos que las otras naciones envían a buscar a sus puertos, que bajo cierto aspecto se asimilan por lo mismo a las naciones orientales del Asia. Algunos Estados de la misma República, cuyas producciones no tienen el aprecio que los artículos referidos, como son Yucatán y Tabasco, en que además hay fondeaderos o ríos navegables, como en el último, han hecho algunos más progresos en la navegación, y son en los que se construyen mejores embarcaciones. Todos los esfuerzos, pues, de los gobiernos mexicanos para levantar una escuadra y dar respetabilidad a la marina serán absolutamente infructuosos y sólo causarán gastos inútiles a la nación. El comercio deberá dar los primeros pasos, y mientras no haya buques mercantes será un delirio crear fuerzas marítimas que no tendrán objeto. He visto una lista de empleados de marina que causaban un gasto considerable a la tesorería nacional, y la mayor parte de éstos ocupaban las oficinas de la capital, habiendo algunos que nunca habían visto el mar. El almirantazgo de don Manuel Godoy en tiempos de Carlos IV sería más costoso, pero no tan absurdo y ridículo como estos destinos, en una República en donde nada debe hacerse sino lo absolutamente necesario.

Haré una reseña rápida del estado en que estaban los negocios eclesiásticos en la época de que voy hablando.

El arzobispo de México, don Pedro Fonte, español de nacimiento, había observado hasta el tiempo del señor Iturbide aquella política astuta y acomodaticia, por decirlo así, que es tan conveniente a las personas que desean conservar sus empleos y dignidades. Prestó juramento a la independencia en 1822 en el seno del Congreso y no dió motivo ninguno de queja a las autoridades. Pero había formado el proyecto de salir del país desde que tuvo noticia de que el gabinete de Madrid no aprobaba las transacciones entre Iturbide y O'Donojú. A este efecto pretextó una visita en su diócesis, dirigiéndose al rumbo de Tampico, desde donde pidió pasaporte para marcharse a un país neutral con el objeto de reparar su salud. Concedido el pasaporte, se embarcó para los Estados Unidos y desde allí para la península, en donde ha permanecido disfrutando de la confianza de su soberano don Fernando VII. De consiguiente, la silla metropolitana de México está abandonada por su prelado, que ha preferido vivir en el seno de los enemigos de sus ovejas y del tirano de su grey.

El gobierno de México ha callado a la vista de estos actos de traición, y últimamente recibió una repulsa del Papa por haber querido declarar vacante aquella silla arzobispal. Los obispos de Jalisco, Occidente, N. León, Durango, Oaxaca, Chiapas y Yucatán han ido muriendo sucesivamente. El señor Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid, había abandonado su silla a pretexto de pasar a consagrarse a la península. El de la Puebla de los Angeles sobrevivió a todos hasta el año de 1823. Este era uno de los sesenta y nueve que firmaron la representación a Fernando VII en 1814 para que aboliese la Constitución, aunque era presidente de las Cortes y de consiguiente estaba más obligado a sostenerla. Él mismo refería que no habiendo entrado al principio en la coalición de los que de esta manera vendieron la libertad de su patria, fue llamado por el conde de Mataflorida, el que le habló en estos términos: Usted sabe que varios diputados han representado a S. M. pidiendo la destrucción de la Constitución y la reposición de las cosas al estado en que estaban antes de la guerra; la firma de usted sería muy importante, por el lugar que usted ocupa y por su influencia. Elija usted entre la mitra de la Puebla de los Angeles, su patria, o un encierro por muchos años en un convento.

Don Antonio Joaquín Pérez confesaba que no se halló capaz de resistir a un lenguaje tan enérgico como seductor, y ofreció su firma. Esto mismo hizo don Angel Alonso y Pantiga, diputado por Yucatán, a quien se le dió en premio una canonjía, y el obispo San Martín, de las Chiapas. ¡Qué triste sería la suerte de la humanidad si dependiese de hombres semejantes! ¡Cuántos eclesiásticos prefirieron entonces las cárceles y las persecuciones, conservando intacto su honor e inmaculada su reputación!

Los gobiernos de las diócesis fueron quedando en poder de los cabildos eclesiásticos, que también han perdido muchos de sus miembros. El de Yucatán sólo tenía un canónigo, el de Chiapas dos, muy pocos el de N. León y muy disminuídos los de Puebla, México y Guadalajara.

Es muy singular, y por tanto más honorífico al clero mexicano, que en lo general haya abrazado los intereses de los pueblos como suyos propios. Muy pocas son las ocasiones en que el gobierno ha tenido necesidad de tomar algunas providencias para que se corrigiese a algún eclesiástico por haber provocado al desorden o desobediencia. Los cabildos de México y Jalisco han dado repetidos ejemplos de un patriotismo ilustrado y religioso, especialmente cuando la encíclica de León XII en favor de Fernando VII. Entonces escribieron pastorales dignas de los días más brillantes de la Iglesia, y llenas de unción, de doctrina y de libertad. Hombres semejantes merecen los elogios de la posteridad y un tributo de reconocimiento del filósofo, cualesquiera que sean sus opiniones acerca de la existencia de esos establecimientos de los tiempos de barbarie.

Entre estos eclesiásticos hay algunos de saber y probidad cuya conducta evangélica hace honor a la religión y al Estado. Es quizá una de las mayores desgracias del pais el que haya mayor número de los que no conocen ni el espíritu de la religión que profesan, ni tienen las costumbres puras, ni pueden enseñar una moral sublime, ni inspirar sentimientos nobles y generosos a sus conciudadanos.

Un pueblo sin religión es inconcebible; un pueblo dirigido bajo las inspiraciones de un culto que ha hecho tantos beneficios a la humanidad como el cristianismo, purgado de las supersticiones que lo desfiguran y reducido a su antigua simplicidad, debe ser un elemento social muy importante, un resorte útil a los directores de los negocios públicos y una palanca que mueva las pasiones hacia una dirección benéfica.

Pero ¿qué diremos de esas doctrinas de egoísmo e intolerancia que se han sustituído a la dulzura y mansedumbre evangélica? Un zapatero mata a un extranjero en la plaza de México con el instrumento cortante que tiene en la mano porque éste no se arrodilla al sonido de una campanilla que apenas se percibe; un soldado amenaza con la bayoneta al que por distracción no se prosterna al pasar una imagen; un lépero insulta al que al toque de ciertas rogaciones no se quita el sombrero: ¿es ésta la religión de Jesucristo? Y estas horribles consecuencias, ¿ pueden ser objeto de respeto de un gobierno ilustrado, de un pueblo republicano? No lo creo así.

Desde el año anterior comenzó a formarse en el Estado de Durango una división entre los partidos allí existentes, tan fuerte y obstinada, que los contendientes no se sujetaban, después de hechas las elecciones, al juicio de la mayoría, único arbitrio que termina las diferencias y hace subsistir los gobiernos populares. Protestas de nulidad, declaraciones de insubsistencia e ilegalidad hechas por la legislatura; actos arbitrarios del gobernador del Estado, todo hacía un caos y causaba tal confusión, que al fin produjeron un desenlace peligroso.

Concluída la Constitución de aquel Estado, y disuelto el Congreso constituyente, debiendo suceder tranquilamente la legislatura nombrada para continuar su marcha constitucional, hubo tantas dificultades, se opusieron tantos obstáculos -a causa de la confusión con que estaba concebido un reglamento de debates, en que se atribuían al Senado ciertas facultades para conocer en las elecciones-, que el último resultado fue no poderse formar la Cámara legislativa y quedar aquel Estado sin representación local. En este estado de anarquía, como el único recurso, se ocurrió al Congreso de la Unión para que diese un decreto que arreglase aquellas diferencias. El paso era peligroso, y en rigor de principios la asamblea federal no tenía la facultad para entremeterse en las cuestiones interiores de un Estado. Mas la causa fue considerada como un arbitraje implorado por los dos contendientes, y además, el bien de la federación exigía que no se dejase la suerte de la tranquilidad de todos a los extravíos de uno solo que estaba en la más completa anarquía. El Congreso general dió un decreto que arreglaba las elecciones por aquella sola vez, dejando al cuidado de la legislatura ya establecida arreglar definitivamente todo lo concerniente a esta cuestión capital, esa base elemental de los gobiernos representativos, la ley de elecciones, en la que el legislador debe procurar que haya la mayor claridad posible.

El decreto del Congreso general aumentó las dificultades. Cuando en los directores de los partidos no hay buena fe y se proponen mandar a todo trance, es muy difícil restablecer la paz y la buena armonía entre los ciudadanos. Cada partido quería que la ley hubiese sido dada en su favor, y la interpretaba a su modo. El Estado permaneció en este estado de anarquía cerca de dos años, y su gobernador, el señor Baca Ortiz, no acertaba a reorganizar aquella sociedad desordenada. Quizá no hubiera sido difícil si este magistrado, desprendiéndose él mismo de todo espíritu de partido, y dando a sus actos y providencias más energía y majestad, hubiese separado las influencias perjudiciales y dejado obrar al pueblo con toda libertad. En esta querella entraban intereses de familias ricas, intereses de españoles, intereses del clero, y las masas eran las que menos parte tomaban en cuestiones que tocaban muy de cerca al orden y la quietud pública, y en las que ambas partes alegaban la voluntad general. Diez o doce personas eran a lo más las que figuraban en estas escenas escandalosas; y un Estado de cerca de trescientos mil habitantes, capaz por su extensión, riqueza territorial y por sus minas, de una población de cinco millones, se vió expuesto a entrar en una guerra civil por las cuestiones sobre mando entre algunas familias. La tranquilidad y el orden constitucional se restablecieron en el año siguiente por otro decreto del Congreso general, acompañado de algunas tropas que debían hacerlo ejecutar en caso de resistencia. Melancólico es referir estos sucesos que parecen retratar las funestas escenas de las Repúblicas italianas en la Edad Media y las querellas de los Papas con los emperadores y con el pueblo. Sin embargo, hay en favor de nuestros nuevos Estados enormes ventajas. El ejemplo de las naciones civilizadas, las lecciones de las obras políticas y morales, el texto de las instituciones adoptadas, la imprenta, y el contacto con los pueblos cultos con que se hace el comercio, todo enseña y promueve rápidamente los progresos de la naciente ilustración de aquellos países.

A fines de este año hubo un suceso notable en el Estado de México, que contribuyó mucho a las grandes revoluciones ocurridas posteriormente. Después de tres años en que la legislatura de aquel Estado se ocupaba de su Constitución local, al fin se resolvieron sus diputados a terminarla, no pudiendo decentemente dilatar.la por más tiempo cuando todos los demás Estados de la federación habían publicado las suyas y renovado sus legislaturas, algunos hasta dos veces. Los directores de esta asamblea pertenecían al partido escocés, y querían, como es natural, retener con el mando la influencia que da en los negocios de la Unión. Pero era necesario sujetarse a la terrible y difícil prueba de las elecciones populares. Cuando se hacían éstas en la capital de México, conservaban mucha influencia los grandes propietarios españoles, o sus adictos, porque estando dependientes de ellos muchos vecinos de sus fincas, éstos ponían a su disposición sus sufragios. Además, hombres sin conocimiento de negocios y algunos ignorantes hasta de lo que iban a hacer, obraban generalmente a ciegas, y eran conducidos a donde querían los abogados u hombres de letras de la capital. La ley que declaró Distrito Federal la ciudad de México obligó a la legislatura a señalar un punto en que deberían juntarse los electores para la elección de los diputados que habían de componer la legislatura constitucional. La ley que arreglaba las elecciones era copiada, con muy pocas modificaciones, de la de las Cortes de España, dejando siempre un campo vasto a toda clase de ciudadanos para votar y ser elegidos. Semejante base es muy perjudicial en un pueblo en que la clase de ciudadanos proletarios no tiene siquiera la capacidad necesaria para discernir entre las personas que deben nombrarse, ni mucho menos conoce los grandes objetos a que son destinados los ciudadanos que elige. De aquí resulta que no teniendo ningún interés social, por decirlo así, en que salga éste o el otro, se ocupa en buscar otro género de intereses más palpable, más físico, más inmediato.

En Mérida de Yucatán distribuían tazas de chocolate y daban almuerzos a los indios; en México repartían pulque, y en otros puntos aguardiente. Los más osados entraban en los grupos y daban las listas de los candidatos de su partido, y regularmente éstos ganaban las elecciones. Creo que no es éste el modo más conveniente de encontrar una buena representación nacional. Debe computarse, en mi opinión, no sólo la población numérica, sino la masa de propiedades y de ideas que existen en la sociedad, y sacar un resultado como puesto de estas bases: Población, propiedad, ideas o cuerpo moral, porque los representantes de estas tres cosas deben suponerse los más interesados en la prosperidad de la nación. El bill de reforma presentado últimamente en Inglaterra, abraza, si no me equivoco, estas tres bases; porque disminuye los privilegios de los boroughmongers y los abusos de las elecciones populares, y extiende la base de las elecciones en proporción de la extensión que ha tomado la propiedad con el transcurso de los tiempos.

La ley del Estado de México señalaba para el lugar de las elecciones la ciudad de Toluca, punto central y una de las más bellas poblaciones de la República. Allí concurrieron noventa y siete electores del Estado de México, cuya población es de un millón de habitantes. Entré estos electores estaba don Lorenzo de Zavala, que había sido diputado en España, en los dos Congresos constituyentes de la nación mexicana, y era entonces senador de una de las cámaras de la Unión.

Muchas eran las intrigas, las mentiras, los enredos, los chismes entre los agentes de dos partidos que se disputaban las elecciones, y eran el escocés y el yorkino. El primero tenía en su apoyo al Congreso, al gobernador Múzquiz y a todas las autoridades; el segundo sólo contaba con la opinión. Se hicieron muchas tentativas para excluir a Zavala del colegio electoral, y no se consiguió; fue nombrado secretario, y después de la primera junta preparatoria, invitó a los electores a celebrar una reunión para conferenciar acerca de las personas que sería conveniente elegir representantes del Estado, así en el Congreso general como en la legislatura. Convino una mayoría, y verificada esta reunión, abrió la sesión de este modo:

Señores, los electores de los partidos serán siempre el juguete de los intrigantes de la capital, si no se resuelven a pensar por sí mismos y a determinar sus nombramientos por su propia conciencia y observaciones. ¿Quién de ustedes no conoce los que han sido buenos patriotas, ciudadanos ilustrados y los más aptos para obrar en beneficio público? ¿Por qué han de ser ustedes el instrumento de las maniobras de los explotadores de la sencillez de sus conciudadanos? Hay un medio fácil y sencillo para hacer una elección verdaderamente popular. Reúnanse los electores de cada partido; propongan candidatos, y los que en otra asamblea preliminar a las elecciones reúnan la mayoría de sufragios, comprometámonos a hacerlos diputados.

Esta manifestación franca y democrática convenció a casi todos los electores de que había buena fe, como lo vieron hasta el fin, en que salieron electos diputados naturales de los pueblos del Estado -con muy pocas excepciones-, con lo cual quedaron satisfechos, pues ellos mismos hicieron las elecciones, en vez de que anteriormente recibían las listas de los que habían de ser nombrados.

Estas elecciones de Toluca fueron consideradas como una victoria ganada por el partido popular, y debo confesar que no correspondieron a las esperanzas y deseos de los pueblos. Se creyó que echando mano de personas que habían sido nacidas, educadas y nutridas entre las clases que el gobierno español había vilipendiado, procurarían ocuparse en hacer leyes que extendiesen los beneficios sociales hasta esa masa privada de bienes, de instrucción, de goces, y que harían reformas saludables en las leyes coloniales, que son, después de la formación de los nuevos gobiernos, las que rigen en los tribunales a falta de otras mejores. Nada hicieron. Mas aun no es tiempo de entrar en esta materia, que pertenece al año 1827, el cual se inicia con el suceso memorable de la conspiración del padre Arenas, llamada así por haber sido el principal actor en ella un religioso franciscano de este nombre.

En el Estado de Yucatán hubo un simulacro de revolución, provenido de celos entre las dos ciudades principales de aquella península, Mérida y Campeche, y sin ningún pretexto, al menos importante. Esta última ciudad fue sitiada por más de dos mil hombres que, bajo las órdenes de don José Segundo Carbajal, salieron desde Mérida a hacer aquel sitio. El asunto fue de tan poca consecuencia, que no se cuenta haya habido ningún muerto, y solamente uno o dos heridos. Los jefes se conciliaron y se terminó pacíficamente la disputa.

Yucatán es uno de los Estados que ha experimentado menos conmociones interiores y en donde felizmente no ha corrido la sangre de sus conciudadanos, porque no ha habido en él guerra civil y por haberse hecho la independencia como hemos visto anteriormente. Su situación le favorece mucho para no tomar parte en esas agitaciones continuas, en que las grandes pasiones, el interés, la vanidad la ambición o la avaricia hacen en México el teatro de perpetuas revoluciones. El carácter de sus habitantes es dulce, generoso, irritable y ardiente, pero fácil de ceder a la razón. Su población es de cerca de setecientos mil habitantes, dos quintos de indios, uno de mestizos y los otros dos de blancos. Por fortuna, la raza negra apenas se ha conocido en aquel Estado, en donde no pasaba de doscientos el número de esclavos, cuya mayor parte estaba en Campeche. En la parte oriental tienen los ingleses un establecimiento de corte de palo de tinte que comenzaron a formar desde 1775, y en el que quedaron tranquilos por el tratado en París en 1783. En 1799, cuando la guerra entre España e Inglaterra, se formó una expedición bajo el mando de don Arturo O'Nell, irlandés de nacimiento y capitán general de aquella provincia. Un puñado de tropas inglesas metidas y atrincheradas en las márgenes del río Tinto y en las lagunas de Bacalar, auxiliadas por unos cuantos buques enviados de Jamaica, hicieron resistencia, y O'Nell, sin haber dado siquiera un ataque, dejó a los ingleses en sus pantanos y retiró todas las tropas. La constancia y el trabajo de estos colonos han conquistado sobre la naturaleza un terreno enfermizo, cenagoso, un clima de fuego, habitado por reptiles o insectos venenosos, en una costa de malos fondeaderos para buques mayores, entre el golfo de Honduras y la bahía de la Ascensión. Enfrente de esta costa, hacia Nueva España, hay una isla desierta de veinticinco a treinta leguas de circunferencia, llamada Cozumel, a cinco o seis leguas de la tierra firme, abundante en caza, pesca y maderas preciosas. Esta isla pertenece al Estado de Yucatán; pero es de temer que si se abandona por mucho tiempo, la ocupen algunos de los muchos aventureros que salen de Europa a buscar en donde vivir mejor.

Yucatán recibió un perjuicio muy grande después de haberse roto las hostilidades con el castillo de Ulúa, por haber interrumpido su comercio activo y sumamente ventajoso que hacía con La Habana, en donde consumían sus pobres pero abundantes producciones. Los cueros de ganado vacuno y sus carnes, el sebo, la manteca, los cueros de venado, los sacos de henequén o pepita, el jabón y otros efectos naturales hoy industriales se consumían en la isla de Cuba, y se hacía un comercio de más de 800,000 pesos de exportación. Tiene además el palo de Campeche, que se conduce directamente a Europa, y el ramo de tabacos, que se equivocan con los de La Habana, y que quizá llegarán a igualarlos con el tiempo. Si esta península -que en toda su parte central no tiene un solo arroyo, lo que hace el terreno sumamente árido- estuviese regada de aguas como Tabasco, sería uno de los más ricos e importantes Estados de la confederación mexicana. Sin embargo, cuando la masa inmóvil de sus habitantes, esa raza degradada por trescientos años de esclavitud, comience a participar de las ventajas de la sociedad y del movimiento que comunican las pasiones y las nuevas necesidades que nacen de la civilización, Yucatán será uno de los pueblos más significantes en el seno mexicano, y sus embarcaciones serán conocidas en los puertos de Europa. La ciudad de Campeche es una de las más bellas de América.

Antes de concluir este artículo sobre Yucatán, debo hablar de un punto pendiente entre la República del Centro de América y los Estados Unidos Mexicanos. Existe entre el Estado de Yucatán, el de Honduras y el de Guatemala, la provincia de Petenitzá, que se halla en las mismas circunstancias en que estaba el Estado de Chiapas antes de su agregación voluntaria a la Unión Mexicana. El Petén (que así es como se llama comúnmente) está poblado originariamente por indios yucatecos, como lo manifiesta el idioma y costumbres de sus habitantes y la etimología misma de su nombre, que es de lengua maya. Pertenecía al obispado de Yucatán, y en lo militar y político era gobernado por el Presidente y autoridades de Guatemala. La población de esta pequeña provincia, que está la mayor parte sobre las orillas de un hermoso lago y en las islas que forma, no pasará de quince mil almas, y su estado de aislamiento a grandes distancias de las poblaciones importantes la hacen pobre y poco civilizada. Quizá en el día no ofrecería muchas dificultades una transición o tratado definitivo que arreglase los límites de las dos Repúblicas por aquel punto, así como por el lado de la célebre ciudad del Palenque, cuyas ruinas han dado materia a conjeturas muy aventuradas, pero no absolutamente desnudas de verosimilitud. En 1827, el señor Victoria comisionó al señor don Domingo Fajardo, vicario que fue muchos años de aquella provincia y diputado por el Estado de Yucatán en el Congreso general, para que pasase a dicha provincia y le informase del estado de sus negocios, de la disposición de sus habitantes y de otras cosas relativas a las colonias inglesas de las costas de Honduras, con las que están limítrofes. El señor Fajardo cumplió con su comisión, y es probable que el gobierno mexicano se ocupará de esta materia con oportunidad.

Hay otras cuestiones sobre límites más espinosas y difíciles de transigir, y que necesitan toda la actividad del gobierno de los Estados Unidos Mexicanos y muchos conocimientos en las personas encargadas de concluir los tratados. Una es la de los límites de las Californias con la Rusia, y la otra la de Texas y la de Nuevo México con los Estados Unidos del Norte.

Ha habido -dice el autor anónimo de una obra titulada L' Europe et ses colonies, publicada en París en 1820-, repetidas veces cuestiones en Londres acerca de la existencia de un tratado por el cual la Rusia debió obtener de la España las dos Californias. El tiempo ha fijado las incertidumbres del público. En el día ya se sabe que hay concluído un tratado en Viena entre los plenipotenciarios rusos y el señor Pizarro, ministro de S. M. C. Las invasiones de los rusos sobre la costa nordeste de las Californias son muy rápidas. Ya han ocupado el Norfolck Sound, y quinientas leguas de costas al sur de la villa de Colombia han recibido sus leyes. Así es como se han aproximado a las Californias. Bodega, que está sólo a treinta leguas, es el puerto más avanzado desde donde los rusos se disponen a entrar en posesión de este vasto territorio, en cambio del cual no sabemos qué ha obtenido la España. Parece que ya se han establecido en la Boeyada. Pero como las Californias son más convenientes y útiles a los Estados Unidos, los políticos prevén que serán objeto de rivalidades. En cuanto a la Inglaterra, que había tenido pretensiones sobre este país, de que tomó posesión sir F. Drake en 1578, parece que al menos por el momento ha abandonado el campo.

De esta manera se expresa aquel autor, cuya obra, aunque está llena de inexactitudes acerca de las plazas y lugares que describe, y aun de muchos hechos que refiere, es sin embargo uno de los libros que más han circulado en Europa, y es cierto que había adquirido algunas noticias secretas. No deben los gobiernos de la República Mexicana perder un momento para aclarar esta materia importante. El autor de los Apuntes para la historia de la independencia de los nuevos Estados de la América del Sur, de quien he hablado anteriormente, conjetura que los buques podridos que dió la Rusia a la España para la expedición que se frustró en 1819 pudieron haber entrado en parte para el pago de las Californias. Hay, sin embargo, muy fuertes razones para dudar de la existencia de este convenio, y la primera es que ni la Rusia. ni los Estados Unidos, ni la Inglaterra han hecho mención de él después de doce años que se supone haberse concluído.

Quizá en el gabinete de Wáshington podrá haber documentos que satisficiesen al de México acerca del particular, y no es creíble que se escape a la política de la administración el usar de todos los recursos para adquirir estas noticias. Nuestras relaciones diplomáticas aun no existen con la Rusia. El autócrata de San Petersburgo se presta menos dócil a entrar en relaciones con las nuevas Repúblicas americanas que con los restos miserables de los antiguos griegos, que se baten y hacen esfuerzos por resucitar lo que ha pasado para siempre. El interés y las simpatías han vencido la repugnancia a los principios revolucionarios, que en Grecia como en América han sublevado las almas generosas a sacudir un yugo de hierro. ¡Quiera el cielo que el triunfo de la Polonia sobre sus opresores dé al déspota del Norte una lección terrible para que aprenda a respetar los derechos de los pueblos!

En 1826, el gobierno de México entró en discusiones con Mr. Poinsett acerca del tratado de límites hecho con don Luis de Onis, representante del gobierno español cerca del gabinete de los Estados Unidos del Norte. Parecía evidente que todos los tratados concluÍdos con el gobierno español antes de la independencia y el establecimiento del gobierno nacional en México no podían ser materias de controversia. Pero en mi modo de ver, hubo alguna torpeza en la forma de iniciar esta cuestión, así como por parte de Mr. Poinsett había suma astucia y sutileza. Se había señalado cierto tiempo, como se hace siempre en tales casos, para ratificar los tratados, pasado el cual era necesario habilitar otro período. El secretario encargado de Relaciones, señor don Juan José Espinosa de los Monteros, ponía mucha lentitud en todas sus cosas, como he advertido anteriormente, único defecto que quizá tenía, nacido de suma escrupulosidad y de cierta pereza muy común en los climas del Mediodía. Por último, concluyó las copias, instrucciones y poderes, y lo entregó todo cerrado y sellado al mismo Mr. Poinsett para que lo remitiese a los Estados Unidos. Después de tantas dilaciones, el resultado fue que el ministro mexicano cerca de aquella República no recibía los poderes ad hoc, y no habiendo el tiempo suificiente para ocurrir por estos documentos antes que se terminase el plazo dado para hacer el cambio de estilo, no se hizo nada, se cerraron los sesiones del Senado de los Estados Unidos, y el tratado de límites quedó pendiente.

En el año de 1818, varios emigrados franceses, conducidos por el general Lallemand, ocuparon sobre el río Trinidad en la provincia de Texas un punto que llamaron Campo de asilo. El objeto de estos emigrados fue fundar en aquel fértil territorio una colonia que sirviese de patria a los desgraciados liberales, que, perseguidos en Europa, huían con sus desdichas y sus opiniones a otros países cuyas instituciones fuesen conformes a sus ideas. M. Lallemand se proponía además ayudar a los mexicanos en la empresa que tenía entre manos de sacudir el yugo español, y esperaba pedir en recompensa la tranquila posesión del terreno que había ocupado con sus compañeros de infortunio. La empresa era digna de un hombre libre y emprendedor, pero encontró un grande obstáculo en los ingleses y americanos del Norte. El presidente mismo, Mr. Monroe, envió comisionados al general Lallemand para manifestarle confidencialmente que el gobierno de la Unión no podía permitir aquel establecimiento, y el general se vió obligado a abandonar la empresa. El autor de La Europa y sus colonias, que he citado, dice que entonces, haciendo alusión a este suceso, varios diputados americanos formaron un congreso en Nacodoches, en el que resolvierón adjudicarse dicha provincia, en aquella época dependiente del gobierno español. Yo no tengo conocimiento de este congreso, y el general Lallemand mismo, a quien he preguntado acerca de este hecho, me ha contestado que tampoco sabía de él. Lo que hay de cierto es que los americanos del Oeste pasan con mucha frecuencia los ríos Sabino y Colorado y forman establecimientos en aquella tierra deliciosa.

La circunstancia de haberse prestado Mr. Poinsett a pedir a las grandes logias de los Estados Unidos las cartas de regularización de las nuevas logias yorkinas fue el principio del odio que concibieron contra este ministro los del partido contrario. Le atribuyeron la dirección de todos los negocios y maniobras del partido popular, y los periódicos del otro bando le acusaban de haber faltado a la primera obligación de un ministro extranjero, que es la de no mezclarse en las cuestiones interiores en el país en que ejerce su misión, y en donde no está, de consiguiente, sujeto a las leyes comunes. La acusación, en el fondo, era injusta, y como la acompañaban de injurias groseras y la revestían de cuentos y calumnias, era además absurda y ridícula. Como estos sucesos se desenvolvieron en los años de 1827 y siguientes, me reservo para su tiempo referir los hechos y todas las circunstancias notables que los acompañaron, poniendo a los lectores en estado de conocer a los hombres que figuraron y las cosas.

Las tribus bárbaras que colindan con el Estado de Occidente, conocidas bajo los nombres de yaquis y mayos, han hecho en los años de 1825 y 1826 una guerra desoladora a los habitantes de los presidios y misiones de aquellas comarcas. El gobierno español hacía de tiempo en tiempo tratados con estas naciones nómadas, reducidos a que no pasarían de ciertos límites señalados, a que se les permitiría concurrir a los mercados coloniales, a que recibirían ciertas gratificaciones en tabaco u otros efectos; y sobre éstas y otras condiciones se mantenían en paz hasta el tiempo que, bajo cualquier pretexto o sin él, rompían de nuevo las hostilidades, matando a cuantos hombres encontraban, saqueando y quemando las poblaciones y haciendo una guerra de bárbaros. En estos últimos años pretextaron la dureza con que les trataba el coronel Urrea, antiguo militar que había hecho el servicio por muchos años en aquellos presidios y que conocía muy bien el género de guerra que se les debía hacer. El gobierno de la Unión dió al general Figueroa el mando de las tropas en aquel Estado y la orden de terminar por medios suaves, si se podía, una transacción con aquellos habitantes. Figueroa es un antiguo patriota, de sentimientos humanos y de suficiente capacidad para el desempeño de sus deberes.

Después de muchos esfuerzos inútiles y tentativas infructuosas para procurar atraer aquellos indios a la paz, se vió en la necesidad de ocurrir a las armas y hacerles una guerra terrible. Aquellos bárbaros la hacen como los escitas, huyendo después del primer ataque y metiéndose en los bosques y montañas inaccesibles y practicables sólo para ellos, y muy pocos soldados de los presidios conocen su género de hostilizar. Sobrios, endurecidos en todas las fatigas, acostumbrados a resistir el rigor de las estaciones, medio vestidos de pieles de animales, extremadamente ágiles, sin casas ni poblaciones en donde poder ser atacados, desconociendo el temor de los peligros y de la muerte, ved aquí enemigos más temibles que los beduínos que en el día hacen tantos estragos en las tropas expedicionarias de los franceses en las costas de Argel. Los yaquis y mayos no son antropófagos; pero ¿qué importa que no devoren a los prisioneros después de matarlos si nada escapa a su furor sanguinario? El carácter feroz de aquellas tribus celosas de su independencia no ha podido suavizarse a pesar de tantos años de contacto con las poblaciones que los rodean y de los esfuerzos de los misioneros. Enemigos en otro tiempo del gobierno español, no han variado después de hecha la independencia del país, porque aborrecen los sacrificios que exige el estado social. Su indocilidad e inconstancia han dado ocasión a frecuentes ataques, en los que nunca dejan de causar perjuicios considerables en las misiones. Por último, será necesario hacerlos retroceder a distancias muy considerables, persiguiéndolos continuamente, si se quiere asegurar la tranquilidad de las pequeñas poblaciones.

En 19 de noviembre de 1826 comenzó a publicarse otro periódico diario, titulado El Correo de la Federación. Este estaba escrito en el sentido del partido yorkino, y de consiguiente contaminado de las afecciones de secta, contrapuesto a El Sol, que representaba al otro. En estos diarios se depositaban los odios, los rencores y las pasiones de los partidos, y lo que es peor, de las personas. Bastaba ser del otro bando para que cada uno se creyese autorizado a escribir en contra cuanto le sugería su resentimiento, sin hacer atención a lo que se debe a la verdad, a la decencia pública y a la conciencia. A falta de datos, se fingían hechos, se fraguaban calumnias, y los hombres eran presentados en los periódicos con los coloridos que dictaban las pasiones de los escritores. Esto ha sucedido en todas partes, y es inútil describir acontecimientos generales que son comunes a todos los pueblos en revolución. Pero hay circunstancias particulares que nacen de la educación, carácter, costumbres y estado de ilustración de un pueblo. El mexicano había estado oprimido siempre; no recibió otro género de educación que el de las naciones esclavizadas y supersticiosas. ¿Qué podía producir de luminoso, de útil, de benéfico, cuando el espíritu de facción hubiera por sí solo bastado para hacer desaparecer los resultados de las más juiciosas y científicas reflexiones? Hombres que no habían recibido ninguna clase de instrucción, que no conocían su propio idioma y que habían tomado las primeras lecciones del derecho constitucional en los periódicos, abrazaban la carrera de escritores públicos y llenaban las columnas de los diarios de ese frasismo insulso, insípido y fastidioso, compuesto de expresiones que, si en su principio produjeron el entusiasmo por su novedad y las grandes y satíricas cosas que encerraban, repetidas después por las gentes ignorantes han perdido su fuerza, su dignidad y aun su significación. Así es que los periódicos redactados por semejantes gentes corrompen el gusto del pueblo, hacen odiosa -o al menos desagradable- la libertad de imprenta, extravían el espíritu público y alimentan los odios de los partidos. Es muy difícil que un hombre de gusto y que desea ilustrar su espíritu con alguna materia útil pueda leer hasta el fin un período entero de esos impresos extravagantes. Por desgracia de la nación, no tienen ni aun el mérito de conservar la pureza de la lengua castellana, cuya belleza original la hace tan acreedora a los cuidados de los hombres ilustrados de los países en que se habla.

He hablado por incidencia de la llegada de los plenipotenciarios al congreso de Panamá, de regreso de su misión, con el resultado de haber acordado la asamblea reunida en aquel istmo que se continuasen las sesiones en Tacubaya. Hemos visto que los gobiernos de Buenos Aires se negaron a tomar parte en esta asamblea, y ahora vamos a ver cómo acabó de desvanecerse este proyecto, que al principio abrazaron con entusiasmo algunos hombres ilusos.

Los Estados Unidos del Norte, invitados a enviar sus plenipotenciarios, convinieron en verificarlo, sin por eso comprometerse a tomar otra parte que la de testigos pasivos, por decirlo así, mientras que el Congreso y Presidente de los mismos Estados no conocieran los objetos y tendencias de esta asamblea. En Panamá no concurrieron, y el enviado inglés fue invitado a tomar parte en las deliberaciones, aunque no sé de cierto qué hubo con respecto a este gabinete.

A México llegaron, por parte de los Estados Unidos, MM. Sergeant y Poinsett; por Guatemala, los señores Larrazábal y Mayorga; por Colombia, los señores Gual y Santa María; por México, los señores Domínguez y Michelena. Estos enviados permanecieron en México sin poderse reunir, así porque no había quien lo hiciese como porque en realidad la asamblea no tenía ningún objeto práctico. Ninguno Creía que la América estuviese amenazada por la Europa, y de consiguiente una alianza ofensiva y defensiva hubiera sido, además de ridícula, quizá una provocación de celos comerciales. Una alianza, además, existía anteriormente entre Colombia y México; alianza que había costado bien caro a esta última. La España estaba, como está y estará siempre, en la imposibilidad de formar una expedición que no sea capaz de resistir por sí sola cualquiera de las nuevas Repúblicas. No había, pues, un gran interés, ni un peligro, ni un motivo poderoso que pudiese hacer reunirse esta asamblea. ¿Qué tenía de común con los anfictiones, a quienes motivos de religión o intereses muy prácticos y próximos obligaban a formar sus congresos? ¿Qué con la Santa Alianza, formada desde Pillniz contra los principios de la Revolución Francesa, que amenazaba a todos los reyes, continuada contra la conquista de Napoleón y sistematizada últimamente para oponerse a los progresos de las ideas liberales puestas en acción en el Mediodía de Europa?

Algunos creyeron que las miras del general Bolívar, autor del proyecto, fueron al principio que se le nombrase el jefe de una asociación de las nuevas Repúblicas contra las tentativas de la España, y aun de la Santa Alianza, sumamente amenazantes después del congreso de Verona. ¡Sólo Dios sabe la verdad! Los plenipotenciarios, cansados de esperar en México, se retiraron a sus Estados, y el proyecto de la grande asociación murió en su cuna.

En el año de 1823 a 24, diversas partidas de ladrones que infestaban los caminos de Veracruz, Puebla y México, obligaron al gobierno a proponer al Congreso un proyecto de ley por el que se sujetase a juicios militares a los salteadores en cuadrillas, a fin de abreviar los trámites; porque se había observado con dolor que muchos de estos criminales, aprehendidos y presos en las cárceles, quedaban impunes, pues al cabo de dos o tres años que sus causas estaban pendientes, encontraban siempre ocasión para fugarse; y no era extraño ver en las cárceles de México individuos que habían sido cogidos dos o tres veces en un mismo delito sin haber sido sentenciados por el primero. La expedición de los juicios militares evitaba estos inconvenientes, y tenía además las ventajas de presentar los castigos próximos a la culpa y el ejemplo de la pena aplicada inmediatamente.

Se imputaba a la legislación criminal lo que era consecuencia de las costumbres y de hábitos contraídos desde muy atrás, y se buscaba un remedio a los males que afligían al país. Algunos creyeron conveniente resucitar el tribunal de la Acordada, tribunal terrible de circunstancias, creado en tiempo del virrey Gálvez, y que tenía por objeto castigar con prontitud a los ladrones, que se habían multiplicado mucho en aquella época, pero que fue abolido después por los actos de arbitrariedad ejercidos por sus jueces y reclamados por aquel virrey.

Muy difícil es la situación de los legisladores en una nación cuyas costumbres apenas pueden sostener las instituciones que se han adoptado. Se ven muchas veces obligados a dar leyes de excepción, contradiciendo con ellas los principios fundamentales consignados en la Constitución. El Congreso mexicano dió el decreto que le pidió el Ejecutivo, y además fueron considerados en la misma clase los facciosos aprehendidos con las armas en la mano por partidas militares. Hijos legítimos de los españoles, los mexicanos no quisieron desprenderse de la herencia de sus padres. En abril de 1821, las Cortes habían dado una ley con motivo de las partidas de feotas que comenzaron a levantarse por las Castillas y la Cataluña, ley que sujetaba a la jurisdicción militar a los facciosos. En México no concurrían las mismas circunstancias, porque ni había un rey que trabajaba en secreto contra el Congreso, ni una Santa Alianza que amenazaba con una invasión, ni interés en la masa del pueblo contrario al del gobierno existente.

Pero las clases privilegiadas son siempre agresoras de los derechos de la comunidad. Los militares veían en esta ley una extensión indefinida de sus facultades judiciales y, además de una confirmación de sus fueros, el aumento de autoridad sobre los demás ciudadanos. Este decreto fue reproducido en septiembre de 1826, y la soberanía de los Estados recibió con él un golpe formidable.

¿Cómo puede concebirse, en efecto, que un tribunal militar ejerza en un Estado funciones judiciales sobre ciudadanos de aquel Estado en cierta clase de delitos, sin ver en esto una manifiesta usurpación de sus derechos de administración interior independiente? Estas son las consecuencias de aquella ley monstruosa, y los representantes de los Estados, testigos de esta infracción, y algunas veces cómplices en ella, dejan que el tiempo sancione semejante contraprincipio.

Cuando en enero de 1827 el padre Arenas fue sujeto a la jurisdicción militar, yo reclamé por El Correo de la Federación que aquella causa debía ser juzgada, como delito contra la nación, por la Corte Suprema de Justicia. Los editores de El Sol combatieron esta doctrina, no con razones, sino acusando a los de El Correo de que querían sostener al padre Arenas. Después veremos quiénes hicieron cuanto pudieron para persuadir que no existía una conspiración confesada por los mismos cómplices.

Hay entre los artículos de la Constitución de los Estados de la Unión Mexicana uno que por mucho tiempo causará desavenencias entre el gobierno general y los de los Estados, y que pudiera amenazar la ruina misma de la forma federal si por desgracia se colocase en la presidencia un hombre ambicioso y emprendedor. Este magistrado tiene facultad de disponer de todas las milicias nacionales de los Estados cuando lo estime conveniente, sujetándolas a la Ordenanza del ejército, y recibiendo sus sueldos en este caso de cuenta de la federación. En los Estados Unidos del Norte, el presidente es por la Constitución comandante en jefe de las milicias de los Estados cuando éstas han sido puestas por el Congreso general en servicio activo de los mismos Estados Unidos; pero el presidente no tiene por sí la facultad arbitraria de usar de las milicias, como sucede en el gobierno mexicano. La tendencia militar que hay en esta República, herencia triste y peligrosa de la administración colonial, arrastra tras sí las instituciones y los principios, menos poderosos todavía que la fuerza del hábito y de la educación.

Uno de los objetos de que se ocupó el Congreso mexicano después de haberse entablado la marcha constitucional fue el de las relaciones que debían entablarse con la Silla Apostólica. La política que ha observado la curia romana con respecto a los nuevos Estados de la América católica romana ha sido absolutamente conforme a las miras de la Santa Alianza. La influencia poderosa del gabinete austríaco y las ricas limosnas de la España, además de la repugnancia natural de los Papas a las Repúblicas democráticas, eran motivos muy poderosos para que la Sede Apostólica no se manifestase más dócil que los otros soberanos del continente europeo en entablar relaciones con los nuevos gobiernos. Algunos pasos dió por su parte para tentar si era posible un retroceso de aquellos pueblos hacia sus antiguas cadenas. Un obispo in partibus, llamado Mossi, fue enviado en calidad de Nuncio, y con poderes misteriosos, a la República de Chile. Este prelado comenzó a manifestar sus proyectos y las instrucciones que llevaba de la corte romana para obrar en favor del gobierno de Fernando VII. Pero las autoridades de Chile hicieron salir a aquel emisario sagrado, el que, habiéndose dirigido por la costa del Sur a la República Mexicana, fue conducido secretamente con una escolta a uno de los puertos del golfo mexicano, en donde se le embarcó, manifestándole que sería muy peligroso el que regresase a cualquier punto de la América en donde su presencia pudiese creerse sospechosa.

Ya hemos visto la tentativa de la encíclica de León XII, dirigida a México; siendo lo más extraño que al mismo tiempo estuviese Su Santidad en correspondencia con el Presidente de la República de Colombia, que Bolívar recibiese cartas del Papa y que se confirmasen los obispos que había propuesto para aquellas diócesis.

El Congreso mexicano se ocupaba de las obscuras e intrincadas cuestiones de los concordatos. Se discutían en aquellas asambleas políticas esas materias que han ocupado por más de diez siglos los espíritus de la mitad del género humano, y mientras se terminaban las instrucciones que deberían darse al enviado que había de ir a Roma, se creyó conveniente no perder tiempo para dar a Su Santidad testimonios constantes de la viva solicitud de los mexicanos para conservar sin interrupción los vínculos de unidad que los unieron siempre con la cabeza de la Iglesia católica. Fue nombrado el doctor Vázquez -eclesiástico ilustrado y de buenas costumbres del obispado de Puebla de los Angeles- para desempeñar esta comisión. Después veremos que a fuerza de constancia por su parte, y en consecuencia de los triunfos de los mexicanos sobre las tropas del rey de España, obtuvo que la curia romana accediese en parte a sus pretensiones. ¿Cómo ha podido la Silla Apostólica ver con indiferencia que en los nuevos Estados de la América vayan desapareciendo los obispos y que por conexiones temporales haya desoído por mucho tiempo los ruegos de aquellos pueblos que le pedían continuar sus relaciones para proveer las sillas episcopales vacantes? Un beneficio importante ha resultado, sin embargo, a aquellos pueblos. El escandaloso tráfico de las bulas ha desaparecido, y los americanos católicos se han acostumbrado a vivir sin este artículo de comercio espiritual, tan extraño al Evangelio como perjudicial a las costumbres. ¡Pueda la ilustración conseguir otros triunfos como éste sobre la superstición y el engaño!

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