Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO VII



Don José María Alpuche e Infante. Concibe el proyecto de las logias yorkinas. Mejía, Esteva y Arizpe apoyan este proyecto. Parte que tuvo en él Mr. Poinsett. Vuelo que toma esta nueva sociedad. Su influencia en los negocios políticos. Pierden la suya las logias escocesas. Deserción de los miembros de esta sociedad. Objeto y fines que se propusieron los yorkinos en la creación de la suya. Don Francisco Calderón, gobernador de la Puebla de los Angeles. Su carácter y servicios. Reflexiones sobre la constante influencia de la fuerza armada en los negocios interiores de la República. Conducta del ejército angloamericano en circunstancias idénticas. Estado continuo de oscilación que deberá prolongarse mientras exista la influencia de la fuerza armada. Boga en que están las logias yorkinas. Principales sujetos que las componían. Logias escocesas. Quiénes estaban al frente de ellas. Pugna terrible entre ambas sociedades. Multiplicación de los periódicos en todos los Estados mexicanos. Llegada de M. Sant-Angelo a México. Sus ideas. Obra que publica. Digresión sobre el congreso anfictiónico. Atropellamiento ejecutado contra Sant-Angelo. Muerte de su hijo. Don Sebastián Camacho, nombrado ministro plenipotenciario en Londres. Firma del tratado de amistad y comercio. Suspensión de pagos de la casa de Barclay. De la de Goldsmith. Triste desperdicio de ambos empréstitos. Responsabilidad de los que los han manejado. Influencia en la suerte de aquel país.



En el mes de septiembre de este año de 1825, don José María Alpuche e Infante, cura de una parroquia del Estado de Tabasco y senador por el mismo Estado, formó el proyecto de crear una sociedad de francmasones bajo el rito de los antiguos masones de York, uno de los conocidos en esta secta. El ministro Esteva, que necesitaba un apoyo artificial para mantenerse en el ministerio, abrazó con ardor la concepción de Alpuche, y muchos individuos que vieron en el establecimiento de una sociedad semejante un punto de reunión para discutir intereses nacionales, y quizá privados, entraron en el proyecto. Copiaré lo que sobre este particular he dicho en un folleto que publiqué en los Estados Unidos del Norte.

El año de 1825, don José María Alpuche, hombre notable en los sucesos de México, por su fibra indomable y exaltado celo por el sistema federal, en unión del coronel don José Antonio Mejía, del ministro Esteva, del oficial mayor que era entonces del ministerio de Justicia don Miguel Ramos Arizpe, y otras personas, formaron el proyecto de crear logias yorkinas en contraposición de las escocesas, que trabajaban con ciertas personas para gobernar el país. El presidente Victoria entró en este proyecto, y su íntimo amigo Esteva, secretario de Hacienda, fue el jefe principal de las primeras sociedades. Cada uno tenía sus miras en dicho establecimiento: el que esto escribe fue invitado y entró sin ningún designio. Se formaron desde luego cinco logias, y después de establecidas se suplicó al señor Poinsett, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos en México, ocurriese por conducto de sus amigos por las grandes cartas reguladoras. Este paso, y la instalación de la gran logia, fue toda la intervención que tuvo este americano, calumniado por los aristócratas y varios agentes europeos en México, que han tenido más parte que él en los asuntos del país. La formación de las logias yorkinas fue, es verdad, un suceso muy importante. El partido popular se encontró organizado y se sobrepuso en poco tiempo al partido escocés, que se componía en su mayor parte de personas poco adictas al orden de cosas establecidas. El número de logias llegó a ciento treinta; se crearon en todos los Estados y se abrió la puerta al pueblo, que entraba con fanatismo. Al principio se reducían las tenidas a ceremonias del rito y a tratar sobre obras de beneficencia y funciones, pero después se convirtieron en juntas en que se discutían los asuntos públicos. Las elecciones, los proyectos de ley, las resoluciones del gabinete, la colocación de los empleados, de todo se trataba en la gran logia, en donde concurrían diputados, ministros, senadores, generales, eclesiásticós, gobernadores, comerciantes y toda clase de personas que tenían alguna influencia. ¿Qué podía resistir a una resolución tomada en una sociedad semejante? Victoria mismo comenzó a temer, y aunque conservaba una grande influencia por medio de Torney, Esteva y otros servidores suyos, conocía que ésta era puramente precaria.

Cito este documento, que ha sido reimpreso en México, como una parte de la crónica verdadera de la época de que hablo.

Hemos visto establecida desde el principio de la independencia una sociedad secreta que se titulaba del Antiguo rito escocés, en la que se habían filiado los generales Barragán, Bravo, Negrete, Echávarri, Terán y otros muchos, que formaron ese partido que tomó la denominación del rito a que pertenecía su secta masónica. Aunque con la caída de Iturbide -debida en mucha parte a los trabajos de estos clubes y el establecimiento de la forma federal creada contra sus esfuerzos- se habían separado muchos miembros de la asociación, continuaban, sin embargo, teniendo una influencia marcada sobre el gobierno y el Congreso; consecuencia natural de la marcha ordenada que seguían como el resultado de sus discusiones. Muchos de los que proyectaron la creación de la nueva asociación masónica habían concurrido a las logias escocesas y hecho parte principal de sus oficiales.

Los generales Filisola, Cortázar, Parrés; los coroneles Aburto, Basadre, Mejía, Tornel, Chavero, varios diputados, el ministro Esteva, todos éstos fueron venerables, celadores y miembros de la sociedad escocesa y conocían sus secretos, su marcha y sus intenciones; y todos éstos entraron a componer la asociación yorkina. La deserción fue tan general y simultánea, que algunas logias celebraron sesiones para trasladarse con sus archivos y paramentos al sol que nacía, abandonando la secta o partido escocés, como entonces comenzó a llamarse.

¿A qué podremos atribuir esta repentina versatilidad? Los desertores alegaban que no podían continuar perteneciendo a una sociedad que tenía por objeto restablecer la monarquía. El general don Manuel Gómez Pedraza abandonó posteriormente la misma asociación, sin entrar en la nueva, alegando que los escoceses querían una dinastía extranjera. Alpuche, Esteva y Victoria, que fueron los primeros empeñados en dar existencia a este proyecto, previeron, y con exactitud, que si se organizaba una sociedad en contraposición a la otra, llevando consigo el nombre de federal, era evidente que dentro de poco tiempo arruinaría los proyectos e inutilizaría los trabajos de los escoceses. Victoria quería tener un apoyo en esta sociedad, y creía formarlo asimismo para el sistema de federación, que siempre creía en riesgo por las maniobras de los centralistas, a pesar de sus facultades extraordinarias. Pero no preveía que una sociedad popular no tiene límites en sus pretensiones. Veía que don Nicolás Bravo, que había sido su rival para la presidencia, y al mismo tiempo vicepresidente de la República, era el jefe de la sociedad escocesa, y que los miembros de ésta procuraban en todas ocasiones elevarlo sobre sus contemporáneos. Bravo había hecho una expedición a Jalisco, en la que, obrando como un agente del gobierno general, hubiera cumplido con disipar todos los temores de una contrarrevolución separando a los partidarios de Iturbide; mas la severidad con que se manejó, atribuída a inspiraciones del general Negrete y, más que todo, del partido que le hacía su instrumento, había disminuido mucho la popularidad que le adquirieron sus antiguos servicios y padecimientos.

Pero en una nación en que las instituciones y las leyes acababan de nacer; en que todos los que gobernaban parecían pedir por favor los actos de obediencia debidos a las autoridades; en donde las facciones, echando mano de cualquier pretexto, crean y destruyen alternativamente los gobiernos; en un país en el que se habían visto suceder en cuatro años cinco formas administrativas, desde el virreinato hasta la República federal, el presidente creía necesario un nuevo estribo que sostuviese la autoridad y la de las leyes. Este fue el principio y el origen del establecimiento de las logias del rito de York, cuyo engrandecimiento repentino asustó poco después a sus mismos autores y cuyas desavenencias y divisiones dieron luego un triunfo sangriento a los antiguos escoceses.

Por este tiempo fue nombrado gobernador del Estado de la Puebla de los Angeles don Francisco Calderón, en lugar de don Manuel Gómez Pedraza. Este es un antiguo oficial que sirvió bajo el mando de los españoles en la guerra de la revolución y de los honrados militares que sólo han hecho mal cuando el rigor de la disciplina les ha obligado a causarlo. Durante su gobierno, aunque corto, ha hecho todas las mejoras que ha podido en aquel Estado, y se le debe el beneficio de haber construído el camino del Pinal, guarida en otro tiempo de salteadores y hoy un paraje fácil y agradable sobre el camino de Veracruz a México. Este general debe ocupar lugar en una historia destinada a dar a conocer los personajes de este período. Constantemente adherido a la obediencia pasiva, debe ser colocado a la cabeza de los que han seguido esta marcha poco peligrosa y nunca comprometida, pero que inspira a los gobiernos, respecto de los que la siguen, una confianza útil en los jefes subalternos sobre que se apoyan y la garantía más segura de su estabilidad. A esta categoría pertenecen Calderón, don Manuel y don José Rincón, don Zenón Fernández y otros pocos. Por cuenta de estos jefes no hubiera caído el gobierno español; subsistiría el Plan de Iguala, el imperio de Iturbide y cualquier gobierno que se establezca y al que presten obediencia. El tránsito del sistema colonial al estado de independencia, es, a mi modo de ver, el único caso en que pudo disculparse a las tropas y jefes nacionales volver al frente contra el gobierno que los paga y dirige. Es tan grande, tan sublime y universal el sentimiento de nacionalidad, que puede compararse al que en la esclavitud doméstica tiene constantemente el infelíz mortal de quien dispone un propietario. Es, pues, no sólo disculpable, sino laudable y aprobado por el sufragio general, ese abandono de los ejércitos de las banderas que oprimen su país para sostener y pelear bajo el pabellón de sus conciudadanos. Esto han hecho en todas las circunstancias los hombres más patriotas y distinguidos, cubriendo de gloria su nombre. ¿Quién no admira en el día esos heroicos polacos, que pugnan con todo ardimiento por sacudir el yugo de la Rusia para hacer su independencia y restituir a la tierra de sus padres su antigua nacionalidad? Los nombres de los Skrzynecki, Gielgud, Chlapowski serán el más bello ornamento en la historia de los hombres ilustres. Pero hecha ya la independencia, y entregado el manejo de los negocios a los legítimos representantes de la nación, cualquier género de intervención de la fuerza armada, cualquiera parte que tome en la resolución de los negocios es un atentado contra la soberanía nacional; es un delito contra la Constitución, contra la disciplina, contra la moral; es, en una palabra, el establecimiento de la tiranía militar, más dura que todos los despotismos conocidos. Esta es la oportunidad de hacer una observación sumamente importante, que dará a conocer a los mexicanos la marcha que debieron tomar sus negocios públicos y las causas de su extravío.

Los que se pusieron a dirigir la revolución de los Estados Unidos del Norte y mandaron el ejército con tanta gloria como valor, en el momento en que se terminó la lucha sangrienta con los ingleses y se evacuó el territorio de la Unión se retiraron a sus casas sin esperar ni mucho menos exigir de la nación grados militares, pensiones ni empleos. Aquel pueblo grande y virtuoso asignó, es verdad, una cantidad para recompensas y algunas tierras distribuíbles entre los heroicos ciudadanos que se habían inutilizado y derramado su sangre en defensa de la libertad. ¡Qué cosa más justa y racional! Mas nunca los generales y jefes aspiraron a mandos ni ascensos militares ni condecoraciones de ningún género. Es verdad -como dice Carlos Botta- que opusieron alguna repugnancia a que se disolviese el ejército antes de que recibiesen sus pagas atrasadas, a pretexto de que el Congreso no cumpliría con ellos. Pero las exhortaciones oportunas, enérgicas y llenas de patriotismo del inmortal Wáshington desarmaron su resistencia, y se retiraron a sus casas a esperar que el gobierno cumpliese con la promesa de darles media paga por vida a los oficiales y generales y las pensiones que pertenecían por la ley a los inválidos. Entre los mexicanos, los oficiales del ejército se apoderaron de la revolución y de sus frutos; muy pocos son los que se han contentado con percibir los sueldos cuantiosos que disfrutan; los gobiernos de los Estados, las comandancias generales, los primeros destinos de la República apenas bastan para satisfacer su ambición. ¿Por qué, si desean aspirar a los destinos civiles, no renuncian la carrera de las armas, tan propia a inspirar desconfianza en los países libres? Ved aquí el mayor escollo para las instituciones de los mexicanos y para el natural desenvolvimiento de un sistema republicano popular. En vez de disolver el ejército aquellos legisladores, como debieron hacerlo después de la toma del castillo de Ulúa, han consagrado los fueros militares y creado en los Estados comandancias militares, institución capaz por sí sola de aniquilar el sistema federal. Estos comandantes militares, sucesores de los antiguos capitanes generales, tenientes del rey, gobernadores militares del gobierno colonial, residen en las capitales de los Estados, con tropa armada a su disposición y autorizados para castigar ciertos delitos privilegiados, como los de conspiración, cuadrillas de ladrones y otros. ¡Monstruosa mezcla de instituciones militares y republicanas! De aquí nacen perpetuas contestaciones entre las autoridades y un choque continuo, cuyos resultados son al menos agriar los espíritus y disponerlos para la guerra civil. ¿Qué se propusieron los legisladores mexicanos al crear esas autoridades militares en los Estados, debiendo haberlos reducido a las plazas fronterizas o a las fortalezas marítimas? El proyecto fue presentado al Congreso por una comisión compuesta de militares, naturalmente interesados en conservar su antigua influencia, y los diputados fundadores de la federación no echaron por esta vez la vista sobre los Estados Unidos del Norte, su modelo, en donde la clase militar está reducida únicamente a obedecer las órdenes del Congreso y del Presidente en las fronteras, sin tomar nunca parte en las transacciones políticas de los ciudadanos americanos. ¿Qué parecería en un Estado de la Unión un comandante militar corriendo de un punto a otro del Estado a pretexto de auxiliar a esta o la otra autoridad y con el objeto verdadero de influir en las elecciones de diputados o presidente por el terror o por otros medios igualmente reprobados?

Que los mexicanos mediten sobre esto y pongan el remedio antes que llegue a tomar raíces entre ellos una República militar, que es ciertamente el peor de los gobiernos, pues no es más que el perpetuo imperio de la fuerza sustituído a la voluntad de los ciudadanos.

El establecimiento de las sociedades yorkinas fue un llamamiento al pueblo para organizarse contra las clases privilegiadas. Las dos asociaciones parecían dos ejércitos lanzados el uno contra el otro en toda la extensión de la República. Gran mal por cierto; pero ¿quiénes habían dado el ejemplo?

Yo no hago aquí el papel de acusador, refieró imparcialmente los sucesos. Hemos visto que el general don Nicolás Bravo era el gran maestre de la asociación escocesa; los yorkinos eligieron a don Ignacio Esteva, representante de Victoria y su ministro. Pertenecían además a esta sociedad Ramos Arizpe, Zavala, los generales Guerrero, Filisola, don L. Cortázar, Parrés, Zenón Fernández, Codallos, Bustamante (don Anastasio), Bonilla, los coroneles don Juan Andrade, don Mariano Arista, don Ignacio Inclán, Borja, Chavero y una porción de oficiales de menor graduación. Había también muchos eclesiásticos seculares y regulares, y, como he dicho anteriormente? gobernadores, diputados y senadores; ciudadanos, en fin, de todos oficios y condiciones. Se dieron a las logias los nombres más propios para seducir, como Independencia, Federalista, India Azteca; había frecuentes banquetes, reuniones numerosas en que se confundían y mezclaban indistintamente todas las clases de ciudadanos. Un entusiasmo general se había apoderado de muchos hombres, que veían en aquel establecimiento su felicidad; los pretendientes de empleos, un fácil acceso a los que los distribuían; los liberales, una columna fuerte de la libertad y de las instituciones; los grandes empleados, un sostén, un apoyo en la fuerza de opinión; los ricos y grandes propietarios, un asilo en las turbulencias políticas, y muchos el espíritu de novedad y la moda.

Los generales Múzquiz, Terán, Barragán, Verdejo, Anaya; los coroneles Landero, Facio, Portilla, Correa, Brisuela, Barbabosa, Castro y otros, permanecieron siempre en su partido y opusieron la constancia a los combates del partido popular. En este año nació esa funesta clasificación de yorkinos y escoceses, bajo cuyos nombres han combatido en la República durante cinco años las ambiciones disfrazadas de sus directores. En los papeles que publicaban los segundos para acusar a los primeros como la causa de estos desórdenes, declaran, con tanta impudencia como ignorancia, que estando gobernadas las cosas públicas por los escoceses, la nación marchaba tranquilamente a su prosperidad; pero en el momento en que los yorkinos intentaron tomar parte en la dirección del gobierno, el desorden y la anarquía se introdujeron en todas partes. Así se explicaba la legislatura de Jalapa en un manifiesto publicado para justificar algunas medidas violentas que tomó, como veremos a su tiempo.

Este lenguaje era literalmente copiado de las proclamas de los virreyes españoles, que decían con más razón que la Nueva España estaba en una calma y tranquilidad imperturbable. En tanto que los españoles gobernaban el país y que los nacidos en él no tomaban parte en los negocios, y sólo obedecían, nada perturbó el orden y sosiego público; mas luego que éstos comenzaron a reclamar el derecho natural que tenian para gobernarse y dirigirse, principió la lucha y desapareció la paz.

Ved aquí un modo raro de argüir para retener el poder y el monopolio de los destinos públicos, y un argumento nuevo para culpar a los que reclaman lo que les pertenece. Esto mismo dice también Fernando VII de España a los liberales, acusándolos de perturbadores y anarquistas, sólo porque éstos no quieren que él y sus favoritos sean los únicos árbitros de los destinos de la nación española.

La cosa más insignificante, los negocios personales, se hacían materia de discusiones públicas, objeto de combate entre los partidos. Sería una parcialidad culpable el decir que uno de ellos tenía siempre la razón. Ambos obraban con imprudencia, sin miramientos, por puro deseo de sobreponerse al otro. Cuando el ministro Esteva regresó de Veracruz, después de la rendición del castillo de UIúa, las logias yorkinas de la capital dispusieron recibido como un general que acababa de ganar una gran victoria sobre el enemigo.

Los escoceses, por su parte, atribuyeron a Barragán todo el triunfo, y ved aquí un motivo de disputas, de injurias, de calumnias y de discordia. Barragán había estado constantemente trabajando en la costa y haciendo esfuerzos para impedir la entrada de víveres al castillo. Esteva bajó cuando ya la falta de víveres y otras causas obligaban al comandante a rendirse. Un fuerte norte coincidió oportunamente con la llegada del auxilio de La Habana; y la vista de nuestros buques -que sin otros preparativos que el arrojo y el valor de los mexicanos se echaron a la mar- hizo desaparecer la fuerza enemiga. ¿Quién era el vencedor de Ulúa? Todos contribuyeron, los elementos inclusive.

Los periódicos se habían aumentado en la República, y se conocía que el pueblo tomaba gusto e interés en la lectura de ellos. En Yucatán había El Yucateco y otro; en Veracruz, El Mercurio, que comenzó a redactar en Alvarado don Ramón Ceruti, emigrado español y uno de los más adictos al partido popular. En Jalapa, don Sebastián Camacho había creado El Oriente, que continuó saliendo después de su entrada al ministerio de Relaciones. En México se publicaba El Aguila, El Sol, y poco después El Correo de la Federación, que fue hasta abril de 1829 el órgano de las logias yorkinas, como lo fue El Sol siempre de las escocesas.

En Guadalajara, en Puebla, en San Luis, Oaxaca, Valladolid había periódicos, y después se han ido creando en Durango, Sonora y demás Estados, aun en los más remotos y pequeños. A fines del año de 1825 llegó a México A. O. de Sant-Angelo, emigrado napolitano, uno de los ardientes entusiastas liberales entre los italianos. Proscrito de su país por su escritos republicanos, creyó encontrar una nueva patria en una República naciente, que parecía ofrecer asilo a todos los que por su amor a la libertad hubieran sido perseguidos por la tiranía. Sant-Angelo creyó hacer un servicio importante al país que le había recibido descubriéndole los peligros que a su modo de entender amenazaban su libertad e independencia. Había visto en Europa dirigirse toda la marcha de los negocios bajo la política de la Santa Alianza; había visto desaparecer en su patria las instituciones libres, en consecuencia de una conferencia de los aliados en Laybach; que las bayonetas austríacas no habían dejado a los liberales piamonteses y napolitanos el tiempo siquiera de pensar en defenderse. En España, adonde había pasado, fue testigo después de la entrada de las tropas francesas para obrar en el mismo sentido, y este hombre de imaginación viva, de una fibra irritable, huyendo con sus temores al Nuevo Mundo, creía ver correr tras sí las cinco potencias para ir a destruir las semillas de la libertad en todas partes.

Es imposible -decía- que la Santa Alianza deje germinar estas repúblicas nacientes. Enviará sus ejércitos e inundará las Américas de esos vándalos del Norte, que han extinguido en el antiguo continente todo sentimiento de libertad.

Lleno de estas ideas, concibió el proyecto de publicar un libro titulado: Las cuatro discusiones del congreso de Panamá. Los lectores saben que el general Bolívar había concebido el proyecto de formar un congreso anfictiónico en el centro de las Repúblicas americanas, por adoptar -según él se expresaba- una marcha uniforme en la política que deberían seguir, en oposición a la que en Europa habían adoptado las grandes potencias que componían la Santa Alianza. Este proyecto del general Bolívar experimentó grandes contradicciones. Los gobiernos de Buenos Aires se negaron a enviar sus diputados o agentes; los Estados Unidos del Norte lo hicieron con ciertas reservas y condiciones, y por último no tuvo ninguna consecuencia. El gobierno de México envió a don Mariano Michelena, que había regresado de Londres, y a don José Domínguez, ministro que fue del señor Iturbide. En el mes de agosto de 1826 volvieron a México, en consecuencia de haber resuelto la mayoría de los concurrentes que se trasladarían a celebrar sus sesiones a la villa de Tacubaya, distante tres millas de la capital, en lugar de Panamá, para remover todo motivo de sospecha acerca de la influencia de que, según algunos, quería apoderarse el Libertador de Colombia, y a causa también del temperamento, que es sumamente malsano en aquel punto. Basta por ahora lo dicho para continuar la relación del suceso de Sant-Angelo, que fue muy ruidoso en el tiempo de que voy hablando.

En sus Discusiones sobre el congreso de Panamá tocó este escritor varias cuestiones interesantes y entró en el examen de la política de los gabinetes de Europa, a los que, como debe suponerse en un hombre resentido por las persecuciones, no trató con muchos miramientos. Hacía muy oportunas reflexiones, así como las había hecho antes Mr. Bignon en su famosa obra de Gabinetes y pueblos, y llamaba la atención de los americanos sobre la marcha política de las potencias continentales, cUya tendencia era perseguir por todas partes los sistemas de libertad y establecer las bases y consecuencias de la legitimidad, del derecho divino y del jesuitismo.

Las premisas eran verdaderas; pero el Océano y la Gran Bretaña no permitían que las consecuencias fuesen exactas, y, de consiguiente, los temores que se esforzaba a inspirar M. Sant-Angelo no eran comunicables a todos. Su obra no hubiera tenido ninguna consecuencia sobre la política del país, ni le habría sido a él mismo perjudicial, si no hubiese hablado contra los abusos que cometió la administración y publicado una parte de las causas que hicieron que don Mariano Michelena regresase a México, después del mal recibimiento que le hizo en Londres el ministro Canning. Sant-Angelo y su traductor Zavala cargaron fuertemente al gobierno acerca de la política misteriosa que seguía y de la falta de noticias en que estaba acerca de los sucesos importantes de Europa. Entonces el ministro Ramos Arizpe influyó para que con Sant-Angelo se hiciese lo mismo que el ministro Alamán había hecho con M. Prisette. El 1° de julio, el gobernador del distrito federal, don Francisco Molinos del Campo, recibió una orden firmada por el secretario del Interior, don Sebastián Camacho, para que con una escolta de caballería hiciese conducir a O. de Sant-Angelo hasta el puerto de Veracruz, en donde se le debería hacer embarcar para fuera de la República. Las facultades extraordinarias se habían quitado ya al presidente, y no hay una ley ni artículo constitucional que conceda al Poder Ejecutivo la facultad de desterrar a los extranjeros por sólo su capricho, o cuando lo crea oportuno, que es lo mismo. Pero no faltaron escritores que, sobre la máxima absurda y destructora de toda libertad, de que el gobierno podía hacer todo lo que no le prohibía la Constitución, atribuyeron al presidente la facultad ilimitada de desterrar a los extranjeros. De este número fueron don José María Tornel, don Andrés Quintana y los editores de El Sol; aunque con este motivo yo había puesto en aquel mismo periódico en aquellos días un artículo en que combatía el derecho imaginario del gobierno, y en que decía que éste siempre dormía y sólo despertaba para hacer mal. Don Juan de Dios Cañedo, don J. M. Alpuche, don A. J. Valdés, don Pablo Villavicencio, don R. Ceruti y otros escribieron fuertemente contra este acto arbitrario. El gobierno llevó adelante su providencia, y el desgraciado Sant-Angelo, con un hijo de dieciocho años de edad, fueron expulsados de la República con violencia y sin ningunos recursos. Al pasar por la costa, en una estación tan calurosa como malsana, que fue el mes de agosto, el joven Sant-Angelo fue atacado de la fiebre amarilla, y este desgraciado padre tuvo que ser testigo de la muerte de su hijo en el buque que los conducía a New York. ¡Triste recompensa de su celo por la libertad! Después se ha establecido en esta ciudad, en donde no tendrá que temer un nuevo atropellamiento.

Habiéndose hecho por parte del gobierno mexicano las pequeñas reformas que exigía el gabinete británico en los tratados de amistad y comercio, comenzados sobre bases de perfecta reciprocidad y de considerarse mutuamente como las naciones más favorecidas, revalidando el tratado de Versalles de 1783, en cuanto a la posesión de Walix en el Estado de Yucatán, el señor don Sebastián Camacho fue nombrado ministro plenipotenciario, por parte de los Estados Unidos Mexicanos, para pasar a Londres a concluir este negocio. Por el mes de julio o agosto partió de México, quedando encargado por ínterin del ministerio de Relaciones el señor don Juan José Espinosa de los Monteros, de quien he hablado. El presidente Victoria no quiso nombrar un propietario en el ministerio, dejando en interinidad una plaza tan importante, sólo por cumplir con las afecciones de amistad que profesaba a Camacho, causando un atraso perjudicial a los negocios, que nunca se despachan con la misma rapidez cuando los encargados de ellos no son propietarios.

El señor Camacho llegó a Londres en octubre de 1826, y en el mes de noviembre siguiente firmó el tratado de amistad y comercio, que fue luego ratificado por las dos partes.

En el mes de agosto de este año, la casa de Barday, Herring, Richardson y Compañía, de Londres, que contrató el préstamo el año anterior con el gobierno mexicano, suspendió sus pagos, protestando letras por valor de más de 80,000 libras, giradas por el ministro de Hacienda de México, don Ignacio Esteva. Ya en el mes de febrero del mismo año había acaecido lo mismo con la casa de Goldsmith y Compañía por una suma de cerca de 20,000 libras, y el gobierno de México había tomado providencias, embargando los efectos que el agente de esta casa, M. Tute, tenía en aquella República.

La quiebra de la casa de Goldsmith debió haber hecho al ministro Esteva cauto acerca de los fondos que la nación mexicana tenía en Londres para proveer a su seguridad. Pero hubo abandono en las precauciones que debían tomarse, así como mala economía en la administración, como lo hemos visto, y el crédito de aquellos estados recibó este golpe terrible sobre los que se le habían dado. Uno de ellos fue la cantidad de 63,000 libras, que don Vicente Rocafuerte, encargado de negocios en Londres después del regreso de don Mariano Michelena a México, sacó de la casa de Barclay y Compañía a cuenta de la República Mexicana, para suplir a la de Colombia, sin orden ninguna del gobierno de México y sin ningún interés, cuando esta República pagaba el seis por ciento y había tomado el capital al 86.

De esta manera, entre quiebras, buques viejos, vestuarios inservibles, préstamos hechos sin interés ni esperanza de pago, órdenes del ministerio para gastos inútiles y pagos de deudas atrasadas, desapareció la suma de 22.860,000 pesos, que sería todo lo que la nación debió recoger para contraer una deuda de 32.000,000 de pesos, que gravitan sobre ella y que se aumentan cada día por no pagarse los dividendos.

Los que, comparando las diferentes fases que han tenido los negocios en la República Mexicana, elogian aquella administración, cometen un error muy grave; porque sería lo mismo que decir bien de un heredero que, teniendo un año de abundancia, sembrado por sus padres en el año anterior, se entregase a todos los placeres que podía proporcionarle el producto de sus semillas y no hiciese ningún trabajo para el siguiente año. Aun es más culpable la administración que recogió el fruto de los préstamos, y que no solamente no los manejó con economía, sino de la manera que se ha visto hizo desaparecer aquella suma, que bien manejada pudo dar tiempo a consolidar un sistema de rentas en la República Mexicana.

He señalado muchas causas de las discordias que han agitado y que quizá agitarán aquel bello país; pero ninguna es más digna de la atención de los gobiernos que aquellas que tienen su origen en abusos de esta naturaleza. Los legisladores deben llamár a su presencia a cuantos han tenido parte en la administración de los negocios públicos y, por un examen riguroso de su conducta, denunciarlos a la nación tales como han sido. Es muy triste suerte la de los pueblos que ven desaparecer el fruto de los trabajos de dos o tres generaciones, sin saber la inversión que se ha dado a sus contribuciones. Por desgracia, el espíritu de partido entra en mucha parte en los juicios que se pronuncian en tiempo de facciones. Mas los representantes del pueblo, ¿no se desprenderán alguna vez de esas afecciones mezquinas, de esas pasiones miserables que desvirtúan sus discusiones y alejan la verdad y la justicia del augusto santuario de las leyes? Debemos esperarlo, y quizá no está muy remoto este tiempo.

Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha