Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO VI



Lemaur, comandante del castillo de San luan de Ulúa, bombardea a Veracruz. Situación de esta ciudad. Emigración de sus habitantes. Prolongación de las hostilidades. El comandante de la plaza, Barragán, pone todo su conato en cortar todas las comunicaciones con el castillo. Recibe el Congreso la noticia de la aproximación de las fuerzas españolas. Temores que infunde. Sólo quinientos hombres desembarcan en el castillo. Particular situación de esta fortaleza. Por qué no era de la utilidad que los españoles presumían. El brigadier Copinger sucede al general Lemaur en el mando de ella. Espera auxilios de La Habana. Los americanos se preparan a combatir la escuadrilla que se espera. Llegada a Veracruz del ministro de Hacienda Esteva. Quién era este sujeto. Sus principios, su carrera y circunstancias que le llevaron al poder. Sus pocos conocimientos. Perjuicios que causó al crédito interior y exterior del pais. Los auxilios de que fue portador Esteva comunican nueva vida a los preparativos contra la escuadrilla española. Situación terrible de los españoles que guarnecían el castillo. El general Copinger, intimado, promete entregar la plaza si no es socorrido. Entusiasmo. Llegada de la escuadrilla española. Regresa a La Habana en vista de las fuerzas superiores dispuestas a atacarla. Don Pedro Sáinz de Baranda, comandante de la escuadra americana. Su actividad y servicios. Capitulaciones del castillo. Rehenes mutuamente entregados. Generosa asistencia que se dió a los heridos. Llegada a México de Mr. Poinsett, como ministro plenipotenciario de su gobierno. Carácter y virtudes de este diplomático. Sus viajes y servicios a la causa de la libertad en América. Enemigos que se concilia en México. Por qué. Victoria separa políticamente a Terán del ministerio de la Guerra. Nombra a Pedraza interinamente. Causa que se había formado a este patriota. Composición del ministerio de hombres de todos los partidos. Perjuicios que causa. Salida de Alamán del ministerio. Ramos Arizpe desea entrar en el ministerio de Justicia. Medio de que se vale. La Llave para introducirle. Alamán se retira. Oposición de caracteres entre Alamán y Arizpe. Don José Espinosa de los Monteros. Don Sebastián Camacho.



A fines de 1823, el nuevo comandante del castillo de San Juan de Ulúa, Lemaur, abandonando la senda pacífica y de humanidad que había seguido el mariscal de campo don José Dávila, a quien había sucedido en el gobierno de la Ciudadela, comenzó a lanzar bombas sobre la plaza de Veracruz. El comercio se trasladó a Alvarado, villa distante de aquella plaza doce leguas, sobre el río del mismo nombre y con un fondeadero muy malo, como todos los de aquella costa. Cinco o seis mil hombres inermes, mujeres, niños y ancianos obligados a desamparar una ciudad bombardeada desde una fortaleza que la domina, buscaban asilo por todas partes y no podían encontrarlo. Veracruz está colocada sobre la plaza y rodeada de arenales estériles y ardientes por el espacio de dos leguas, en donde se encuentran lugares pequeños y chozas miserables. ¿Qué podían hacer aquellos desgraciados habitantes en tan tristes circunstancias? Arrojados de sus casas por una repentina lluvia de balas, anduvieron errantes por algunos días, experimentando toda especie de penalidades y de privaciones. Muchos fueron a Jalapa, distante treinta leguas; otros a Córdoba u Orizaba, villas igualmente distantes, y los más a la de Alvarado, en donde se estableció provisionalmente el comercio.

Veracruz es una ciudad construida a costa de muchos millones de pesos, cuyos edificios, aunque pequeños, están fabricados con gusto y elegancia. El castillo, que está en una isla distante menos de una milla de la ciudad y que la domina completamente, es una de las mejores fortificaciones que ha hecho el gobierno español para tener sujetos a aquellos habitantes, más bien que con el objeto de defender el puerto de algún ataque exterior. Esta fortaleza se proveía de víveres y municiones de La Habana, cuyos buques de mayor porte no podían ser atacados por nuestras débiles y nacientes fuerzas marítimas. Por el espacio de dos años en que duraron las hostilidades, interrumpidas algunas veces por capricho o cansancio, todos los ataques estaban reducidos a un cañoneo continuado de la ciudad al castillo y del castillo a la ciudad. Claro es que esta última debía sufrir mucho en sus edificios, mientras que el castillo no recibía ningún daño, o era muy poco.

Los generales Barragán, Santa Anna y Victoria hacían ostentación de un valor estéril delante de los riesgos que corrían bajo el cañón enemigo. Las tropas mexicanas manifestaron en esta ocasión la misma serenidad, la misma intrepidez. Mas ni las tropas mexicanas se preparaban al asalto ni las castellanas intentaban un desembarco. Se hacía daño a los edificios, morían algunos de resultas de las heridas, todo sin más fruto que el de hacer más penosa y triste la existencia.

Veracruz estaba desierta de sus antiguos habitantes, y sólo la ocupaban las tropas, alguna gente pobre y muy pocos comerciantes que no habían querido abandonar sus casas. El comandante general don Miguel Barragán, después de la ida de Victoria a desempeñar la presidencia, procuraba de todos modos impedir las comunicaciones de la guarnición del castillo con los de las costas, que alguna vez, por el interés de vender a buen precio sus víveres, conducían ganado vacuno y lanar, frutas y otros artículos que pagaban a peso de oro en la fortaleza, en que solamente había los víveres salados y añejos que llevaban de La Habana. Esta clase de alimentos no podía dejar de causar graves enfermedades en un país tan caliente y malsano. Barragán conocía que éste era el género de guerra que debía hacerse a los enemigos, y su empeño mayor fue el levantar guardacostas y poner vigías y destacamentos ambulantes, encargados de impedir cualquier género de comunicaciones con el castillo.

El 14 de agosto de 1824, el secretario de la Guerra dió cuenta al Congreso, en sesión secreta, de que por oficio recibido de Veracruz se participaba al gobierno que una expedición española se aproximaba a las costas de la República y que esta noticia había sido comunicada por un bergantín inglés que llegó a la isla de Sacrificios.

Muy frecuentes eran las alarmas en que estaba la nación durante este período, así por las noticias que llegaban de Europa, poco después de la intervención armada de la Francia para destruir las instituciones liberales en la península española, como por la proporción que ofrecía el castillo de Ulúa para hacer depósitos, aunque momentáneos, de tropas enemigas. La escuadra de que he hablado condujo al castillo quinientos hombres para reemplazar la guarnición, muy disminuída con la mortandad que experimentaba y enferma en la mayor parte; de manera que esta posesión servía al gobierno español para aumentar sus gastos y sacrificar hombres reducidos a vivir en un espacio de una milla cuadrada, rodeados de agua y de enemigos; porque después que se rompieron las hostilidades y se pasó el comercio a la villa de Alvarado, ya no percibían ningunas contribuciones los españoles que lo ocupaban, y no podían salir en sus lanchas sin exponerse a ser hechos prisioneros por nuestros guardacostas. Los que quisieron persuadir al gobierno español que San Juan de Ulúa sería en América lo que Orán o Ceuta en Africa, o Gibraltar para los ingleses en España, desconocían enteramente las posiciones y circunstancias diferentes de estas fortalezas.

Ulúa está sobre rocas estériles, aislado, sin ningún auxilio próximo, rodeado de escollos y expuesto a los vientos nortes, que cuando soplan impiden el acceso a las embarcaciones, a no ser que sean muy prácticos los pilotos. Añádase a estos inconvenientes el temperamento tan desagradable y malsano de las costas entre los trópicos, y se deducirá si es practicable la ocupación por largo tiempo de un punto semejante, teniendo por enemigos a los habitantes del continente.

En el mes de agosto de 1825, en consecuencia de las precauciones tomadas por los jefes que mandaban la plaza, el castillo no recibía víveres ni ninguna clase de auxilios, y la guarnición estaba reducida a menos de cuatrocientos hombres, la mayor parte enfermos. Mandaba esta fortaleza el brigadier don José Copinger, que había sucedido al general Lemaur, quien continuó el mismo sistema de hostilidades contra la ciudad, y quizá con más vigor. Mas los víveres comenzaban a escasear y estaban además corrompidos en mucha parte. Copinger esperaba auxilios de La Habana, que en esta época habían tardado más de lo ordinario; pero en la isla de Sacrificios y otros puntos de la costa se preparaban todos los buques para empeñar una acción con la escuadrilla española, en el caso de que se presentase conduciendo auxilios, como se anunciaba. El ministro de Hacienda don J. I. Esteva bajó entonces a Veracruz y Alvarado para contribuir a la empresa de hacer capitular a la guarnición española y entregar el castillo.

Esteva no era militar ni hombre de conocimientos, pero tenía mucha actividad, relaciones con las personas de más influencia en aquellos puntos y quería igualar su reputación a los destinos a que lo había elevado su íntimo amigo el presidente. Fue oficial de patriotas en tiempo de la guerra de independencia; pero oficial de patriotas realistas, que es lo mismo que decir de las tropas que hacían o debían hacer la guerra a los patriotas nacionales. Jamás la hizo, sin embargo, porque no era hombre de armas tomar y quería vivir pacíficamente cuidando su pequeña librería y haciendo cortas utilidades vendiendo novenas y vidas de santos. Era astuto, y no dejaba de tener tacto de hombres y de negocios; la circunstancia de haber pasado el general Victoria muchas veces a Veracruz presentó a Esteva ocasión de introducirse con este jefe, y algunos pequeños servicios que le prestó aumentaron sus relaciones. Elevado Victoria al Poder Ejecutivo, aun antes de ser presidente, influyó para que Esteva fuese sustituído en lugar de Arrillaga en el ministerio de Hacienda, y los que conocían a este nuevo financiero se admiraban de verle llamado a un destino que exige conocimientos económicos y una vasta capacidad para abrazar los diferentes ramos que forman un orden cualquiera de administración.

Esteva no era para esto, como lo manifestó posteriormente, habiendo sido el que causó en mucha parte la ruina de nuestro crédito en el exterior y la miseria en el interior. No es tiempo de hablar de esto.

La llegada de Esteva a Veracruz con órdenes amplias del presidente y con caudales para obrar contra el enemigo dió mayor movimiento a los preparativos que se hacían para atacar la escuadrilla española. Los nortes favorecieron por su parte, y se puede decir sin hipérbole que los españoles peleaban contra los dioses y contra los hombres, teniendo contra sí el hambre, las enfermedades, el fuego y balas de los enemigos; un mar embravecido cubierto de arrecifes, una atmósfera abrasadora y, sobre todo, la ignorancia de si serían o no auxiliados, al ver que se retardaban los socorros acostumbrados de La Habana. El general Copinger, a quien en estas circunstancias se intimó capitulación, dió un término de cierto número de días, dentro del cual, si no recibía los socorros de tropas y víveres que esperaba, entregaría la fortaleza evacuándola con toda su guarnición con los honores debidos. Convenidos en esto y celebrado un armisticio entre las dos plazas únicamente, todos los esfuerzos de los mexicanos debían dirigirse a atacar la escuadrilla española en el caso de aparecer, lo que se verificó dos o tres días antes de cumplirse el término asignado en el tratado. Entonces se vió que los mexicanos obraban con el mismo valor en el mar que en tierra. Don Pedro Sáinz de Baranda, comandante de la escuadrilla de la República, dirigió con actividad sus buques sobre los del enemigo, saliéndole al encuentro. Todos los buques mercantes, las lanchas cañoneras y los que había comprado el señor Michelena en Londres sirvieron en esta vez. La escuadrilla española no quiso empeñar un combate en vista de la superioridad del número de la mexicana, y su comandante juzgó sin duda más prudente regresar a La Habana, aumentar sus fuerzas y volver al ataque. No sabía la situación en que se hallaba la guarnición del castillo de Ulúa, aunque debía suponerla, después de muchos meses de falta de auxilios, desprovista de todo y en las últimas extremidades. Varias embarcaciones mercantes de los Estados Unidos introducían víveres a todo riesgo en la fortaleza; pero en estas circunstancias, algunas que se aventuraron a entrar fueron apresadas por los buques mexicanos, de manera que la guarnición del castillo no tenía ningunas esperanzas de mejorar su situación. Una pequeña goleta que lo consiguió no impidió que el general español cumpliese su oferta. La retirada de la escuadrilla enemiga y el plazo cumplido determinaron al brigadier Copinger a entregar por capitulación la ciudadela de San Juan de Ulúa, lo que se verificó el 15 de septiembre con el coronel don Antonio Juille, que la firmó por parte del gobierno de los Estados Unidos Mexicanos.

La guarnición debía ser conducida a La Habana en buques nacionales, con sus armas, y los soldados enfermos asistidos en los hospitales de Veracruz. Todo se cumplió religiosamente.

Los oficiales mexicanos don Ciriaco Vázquez y don Mariano Barbabosa fueron enviados a La Habana en rehenes para el cumplimiento de las mutuas estipulaciones, y otros dos oficiales españoles permanecieron en Veracruz. El general Copinger y sus tropas fueron tratados con todos los miramientos y consideraciones debidas al valor y buena fe con que habían cumplido sus promesas; y era un espectáculo interesante ver a los mexicanos dando acogida a los que habían destruído en parte una de las más bellas y ricas ciudades de la República.

Don Pedro Sáinz de Baranda, comandante de la escuadrilla mexicana, obró en estas circunstancias con la mayor actividad, y sus trabajos contribuyeron en gran parte a poner en movimiento la escuadra.

De esta manera entró en poder de los mexicanos esta fortaleza, cuya posesión era no sólo inútil, sino perjudicial a los españoles, causando únicamente muchos males a los mexicanos y españoles mismos establecidos en Veracruz, dueños de las casas más bellas de aquella ciudad. Muchos fueron los perjuicios que experimentaron siendo víctimas del furor de sus mismos paisanos, que bombardeaban la plaza habitada por antiguos comerciantes españoles, la mayor parte adictos al orden de cosas anterior que les proporcionaba el comercio de monopolio y les daba la superioridad de que estaban en posesión. Estas consideraciones obraron sobre don José Dávila para que hubiese guardado el sistema de moderación, que hizo permanecer en una especie de armisticio las dos plazas enemigas por más de dos años, sin interrumpir el comercio, que era un poderoso auxilio para el castillo mismo, que, como hemos visto, sacaba provecho de los derechos que imponía a los efectos que en él se depositaban y a los buques que buscaban abrigo de los vientos del Norte cerca de sus murallas.

A principios de este año llegó a México M. J. R. Poinsett, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos del Norte cerca del gobierno de la República. Aunque aquellos estados habían hecho un reconocimiento voluntario, explícito y franco de la independencia de México, no habían entablado todavía relaciones de amistad y comercio, muy diferentes de la Gran Bretaña, que comenzó por tratados de esta naturaleza, considerando implícito el reconocimiento de nacionalidad por este mismo hecho y por el recíproco nombramiento de ministros diplomáticos por las dos partes contratantes. En ambos gobiernos había las mismas disposiciones, porque existía el mismo interés; pero el de los Estados Unidos estaba enteramente desprendido de esos compromisos diplomáticos en que las potencias de Europa se hallan implicadas, y en los que la Gran Bretaña es la menos comprometida. Sin embargo, su posición cerca del antiguo continente, y en el centro de las agitaciones de la Europa, la obligan a entrar en relaciones, alianzas y tratados que la ligan al sistema continental.

Mr. Poinsett, ministro americano, es uno de los primeros ciudadanos de su país por sus conocimientos, experiencia, destinos que ha ocupado y desempeñado siempre con aplauso de sus conciudadanos. Había viajado mucho en la América del Sur y servido como pudo a la causa de la independencia de Chile, en donde tuvo relaciones muy íntimas con los Carreras, patriotas ilustres, aunque desgraciados, en aquella hermosa provincia. También había viajado en Europa y parte de la Asia Menor, habiendo contraído muchas conexiones honrosas en Rusia, especialmente en San Petersburgo. Poinsett es un diplomático cuyas cualidades principales son un golpe de ojo seguro y certero para conocer a los hombres, medir su talentos y pesar su valor; una franqueza reservada, por decirlo así, de manera que en sus conversaciones cualquiera cree ver una especie de abandono, por el modo natural y verdadero con que trata los asuntos, reservando únicamente lo que le parece; pero nunca mintiendo ni haciendo reservas mentales. Su amor a la libertad nace del convencimiento que tiene de no ser una cuestión abstracta ni una utopía puramente metafísica, habiendo visto sus ventajas prácticas en el dichoso pueblo de que es ciudadano, y de consiguiente obra siempre en el sentido más liberal. Poinsett ha conservado conmigo una amistad no interrumpida; pero si el ligero cuadro que he trazado de su carácter parece apasionado, apelo a sus mismos enemigos para que pronuncien. Después le veremos perseguido por el mismo partido que hizo la guerra a Iturbide y llamado por su gobierno a petición del mismo general Guerrero, en odio del cual fue quizá por lo que tuvo más que sufrir.

Don Guadalupe Victoria, a poco de estar en la presidencia, se propuso separar del ministerio de la Guerra a don Manuel de Mier y Terán, con quien, en consecuencia de antiguos resentimientos, no conservaba la mejor armonía, o quizá porque no hay muchas simpatías entre estos patriotas. Bajo el pretexto de una comisión que requería conocimientos científicos y de genio, le envió al Estado de Veracruz, encargando interinamente el ministerio a don Manuel Gómez Pedraza. Este último había estado de gobernador del Estado de Puebla y de comandante militar, y se le separó de este último destino en consecuencia de un consejo de guerra a que se le sujetó por haber obrado con lentitud en la persecución de unos salteadores y no haber dado escolta a unos extranjeros atacados por aquéllos. El espíritu de partido se mezclaba en todas estas cosas, y Pedraza no era bien visto por los centralistas y borbonistas, por haber sido constante amigo de Iturbide, lo cual es una virtud.

Don Pedro Lanuza, fiscal de la causa, pidió la absolución del acusado y don Manuel Gómez Pedraza fue absuelto y restituído a todos sus honores. El presidente Victoria llevó a la presidencia la máxima de componer su ministerio de individuos pertenecientes a los partidos que dividían la República, creyendo así equilibrar su influencia y neutralizar sus efectos. El resultado de esta política debía ser una absoluta paralización de todos los negocios, porque cada ministro creía ver en las medidas del otro un ataque a su partido, y de consiguiente no había la coherencia que da la fuerza de acción y la energía tan esencial en el poder ejecutivo.

En El Correo de la Federación de 19 de enero de 1827 publiqué un artículo editorial que presentó al ministerio como era entonces. Pedraza entró, pues, al ministerio de la Guerra, y Terán conoció que no se le quería en aquel destino. Don Lucas Alamán continuaba en el ministerio de Relaciones, pero no estaba contento ni con Victoria, ni con Pedraza, ni con Esteva. De Llave había formado la idea exacta de su incapacidad y no hacía de él ningún caso. Aunque el presidente deseaba deshacerse de Alamán -quizá por la superioridad que éste tenía sobre todos ellos, y a pretexto de que la opinión pública le acusaba de monarquista-, no se resolvía a decírselo francamente, y como, por otra parte, no podía ocuparle en una comisión como a Terán, por no ser militar, le mantenía a su lado a pesar suyo. Al fin se presentó un camino para hacer salir a este caballero de una plaza que él mismo no retenía quizá sino por condescender con el partido que representaba y que había hecho una pérdida con la salida de Terán.

Don Miguel Ramos Arizpe, canónigo de la catedral de Puebla de los Angeles, de quien ya he hecho una pequeña descripción, deseaba entrar en el ministerio de Justicia y Negocios Eclesíasticos que ocupaba don Pablo de la Llave, quien no sólo cedía voluntariamente la plaza, sino que tenía empeño en que Arizpe fuese puesto en su lugar. Pero Victoria sentía repugnancia por este nombramiento, porque temía el caráter impetuoso y dominante de este eclesiástico. Sin embargo, Llave acertó a conseguir que Arizpe fuese colocado de oficial mayor de aquella secretaría, así como otro había conseguido que don José Espinosa de los Monteros lo fuese en la misma plaza en la Secretaría de Relaciones. Ambos vinieron después al ministerio. El objeto era acercar a Arizpe al presidente y ponerlos en contacto cuando fuese al despacho en lugar del ministro, que a propósito se fingía enfermo o hacía algunas ausencias para conseguir este objeto. Entonces fue cuando Alamán se resolvió a separarse. Existía, desde el tiempo que estuvieron en España, una secreta rivalidad, una antipatía fuerte entre estos dos individuos, como existe siempre entre personas que aspiran a unos mismos destinos, a conseguir el sufragio de la opinión o el favor de los que dirigen los destinos de las naciones. Nada había de común entre estos dos individuos. Arizpe es violento; Alamán, astuto; Arizpe es franco; Alamán, reservado; Arizpe arrostra los peligros, Alamán los evita; Arizpe es generoso; Alamán, avaro; Arizpe, como todos los hombres de imaginación fuerte, no obra con método ni orden; Alamán es minuciosamente arreglado y metódico: de consiguiente, Arizpe tiene amigos, Alamán no los tiene; por último, en Alamán todo es artificio; en Arizpe, todo natural. Ved aquí dos caracteres enteramente opuestos, y es imposible que queriendo ambos dirigir los mismos negocios se mantengan unidos. Alamán abandonó el campo y poco después fue nombrado don Miguel Ramos Arizpe ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, por renuncia que hizo don Pablo de la Llave. El ministerio de Relaciones fue desempeñado interinamente por el señor don José Espinosa de los Monteros, abogado muy distinguido y respetable por su probidad, ilustración y amabilidad, aunque nimiamente tímido y escrupuloso para obrar, lo que hacía muy lento el despacho de los negocios.

Poco tiempo después fue llamado don Sebastián Camacho a desempeñar el ministerio de Relaciones. Camacho había sido diputado en el primer Congreso y pertenecido al partido de Fagoaga. La cortedad de su genio y sus pocos conocimientos no le habían permitido hacer un papel que llamase la atención, y su estado valetudinario le obligaba a estar ausente mucho tiempo de las sesiones. De consiguiente no fue entonces conocido, o al menos no lo fue de manera que fijase la atención de los observadores. Pero Camacho tiene lo bastante para ser notable de provincia. En el Estado de Veracruz había hecho conocimiento con el presidente Victoria y fundado un periódico titulado El Oriente de Jalapa. Victoria procuraba siempre rodearse de hombres medianos, o que no le contradijesen, porque es hombre que desea ser tenido por el primer estadista del país. Ninguno pensaba en México que Camacho pudiese ser llamado al ministerio, porque a la verdad nadie lo creía capaz de desempeñarlo con acierto. Pero Victoria tenía la virtud de hacer hombres grandes de la nada y convertir las piedras en hijos de Adán.

Debemos confesar, sin embargo, que nada es más difícil que la elección de altos funcionarios en aquellos países; porque además de la escasez de hombres de Estado, de la dificultad de reunir las cualidades necesarias para ser digno de un encargo tan importante, la funesta división de partidos hace casi imposible una buena elección. El presidente fluctúa entre unos y otros, y si echa mano de los de una parte, los de la otra hacen una guerra terrible. Lo peor de todo es que las divisiones existentes entre las facciones no son cuestiones de doctrinas, ni de principios, ni de formas de gobierno: allá las personas son los principios y las cosas.

Camacho reemplazó a don Lucas Alamán después de dos meses de interinidad.

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