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ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO V



Nota pasada por Mr. Canning al cuerpo diplomático sobre el reconocimiento de las Repúblicas americanas. Efecto extraordinario que produce esta noticia en Inglaterra. Enorme subida de las acciones de minas. Salida para México de los señores Ward y Morier. Artículo del tratado que la Inglaterra se niega a suscribir. En qué circunstancias, y los efectos que causa. Pasos dados por España para obtener el auxilio de las potencias extranjeras contra la independencia de la América. Conducta de Calming en estas circunstancias. Razones presentadas por los liberales españoles para no haberse prestado al reconocimiento de la independencia. Refutación.



En principios de este año (1825 Precisión de Chantal López y Omar Cortés), Mr. Canning, ministro de Relaciones Extranjeras del gobierno británico, pasó una nota al cuerpo diplomático en la que anunciaba la determinación tomada por el gobierno de S. M. de entrar en tratados con las Repúblicas de México, Colombia y Buenos Aires. Esta declaración produjo un efecto maravilloso sobre el pueblo inglés, que esperaba sacar ventajas considerables de sus especulaciones sobre México. Comenzaron desde el momento a formar compañías de minas, a las que corrían a suscribirse con entusiasmo. Era en efecto muy natural este movimiento como consecuencia de la situación de ambos países. Inglaterra en un estado de plétora, por decirlo así, con capitales acumulados sin poder darles un curso productivo, con brazos sobrantes, con máquinas, con ingenieros, mineralogistas, con sus almacenes llenos de efectos sin demanda y sus manufacturas casi paralizadas; México, abundante en minerales ricos de oro y plata, sin poderse explotar por falta de capitalistas, escasez de máquinas y desconfianza de resultados, con una población de siete millones, privada de un golpe del comercio de la península, necesitada de los artículos manufactuados en Europa; todo esto ofrecía las más halagüeñas esperanzas.

Las acciones de minas subieron enormemente por la concurrencia de compradores, de manera que llegaron a venderse a tres veces su valor nominal. En estas circunstancias fue cuando el crédito mexicano llegó a la altura a que le hemos visto anteriormente, y en que no podía sostenerse por no haber sido un progreso natural sobre bases sólidas, debiendo seguir la misma suerte que las otras especulaciones.

Mr. Ward partió de Londres para México a principios de enero con instrucciones de su gobierno para concluir el tratado de amistad y comercio en compañía de Mr. Morier, como en efecto lo hicieron a mediados de este año, aunque por entonces sin un resultado favorable, por no haber querido el gabinete inglés suscribir el artículo en que se establecía que el pabellón cubriese la mercancía, que es la máxima favorita de los Estados Unidos del Norte.

Voy ahora a poner a los lectores en estado de conocer las circunstancias en que el gabinete de S. James tomó esta resolución, preservando quizá con ella a las Américas de males que entonces se le preparaban por parte de la Santa Alianza, invitada por el rey de España. Lo que sigue es sacado de los Apuntes sobre los principales sucesos que han influído en el estado actual de la América del Sur.

Por octubre de 1823, el príncipe Polignac, en nombre del gobierno francés, y a consecuencia tal vez de alguna insinuación de la regencia de Madrid, o del señor don Fernando VII, o con ocasión que le dieron sus comunicaciones con el gabinete británico, manifestó a éste que se hallaba pronto a entrar en una franca explicación de los votos de S. M. Cristianísima relativos a la América española. Canning, diciendo que el gabinete inglés no tenía sentimientos disfrazados ni reservas mentales en el negocio, contestó remitiéndose a su nota de 31 de marzo. Y suponiendo que en 1810 la España había solicitado la mediación inglesa entre ella y sus colonias, en contradicción a lo que aseguró en 24 de febrero de 1824 Liverpool, sobre que la España había estado siempre bajo todas formas de gobierno desechando la mediación que la Inglaterra le estuvo constantemente proponiendo desde dicho año de 1810, añadió Canning que el envío de cónsules a la América Meridional se comunicó al gobierno español en diciembre de 1822 ... ; que esto era en virtud de la libertad de comercio que el gobierno español concedió a la Inglaterra cuando le pidió su mediación en 1810 ... ; que en esta concesión iba subentendida la tácita derogación de las antiguas leyes de Indias; que con arreglo a esto, el gobierno inglés había pedido, y el gobierno español otorgado, el pago de las reclamaciones del tratado dc 12 de marzo; y en fin, que la Inglaterra declaraba que cualquiera tentativa que se hiciese para disputarle la referida libertad de comercio o para renovar viejas prohibiciones sería seguida de un reconocimiento pronto e ilimitado de la independencia de los estados españoles de la América, como el mejor medio de cortar desde luego la tentativa.
En diciembre de 1824, el conde de Ofalia, como ministro de Estado del gobierno español
-atribuyendo a la rebelión de la península en los tres anteriores años el malogramiento de los constantes esfuerzos para mantener la tranquilidad en Costa Firme, reconquistar las provincias del Río de la Plata y conservar el Perú y la Nueva España ..., y esperando que los aliados de S. M. C. le ayudarían ... a sostener los principios del orden y de la legitimidad, cuya subversión, si comenzase en América, se comunicaría prontamente a Europa-, comunicaba la resolución del señor don Fernando VII, de invitar a los gabinetes de sus caros e íntimos aliados a una conferencia en París, con el fin de que sus plenipotenciarios, unidos a los de S. M. C., pudiesen auxiliar a la España en el arreglo de los negocios de las provincias insurreccionadas de América ..., adoptando de buena fe las medidas más a propósito para conciliar los derechos y los justos intereses de la corona de España y de su soberanía con los que las circunstancias hubieren podido crear en favor de otras naciones.

Aunque la Inglaterra no parece que era del número de las potencias invitadas, sin embargo, la copia de la invitación a los gabinetes de París, Austria y Rusia, que fue entregada en Madrid a Acourt, dió motivo a la contestación de Mr. Canning de 30 de enero de 1825. En esta contestación de Mr. Canning -por la que Inglaterra, sin negarse a los buenos oficios sobre la única base que le parecía ya posible, se excusaba a una conferencia que preveía no había de ser más fructuosa que lo que fue la del Congreso de Aquisgrán en 1818 sobre la propia materia, y que en nada había de alterar sus resoluciones tan explícitamente mostradas- se incluía una cláusula notable: La corte de Madrid debe tener entendido que, en cuanto al reconocimiento de la independencia de los nuevos estados de América, la voluntad de S. M. B. no estará indefinidamente sujeta a la de S. M. C., y que, por el contrario, antes de pocos meses, consideraciones de una naturaleza más amplia, consideraciones que abracen los intereses esenciales de los súbditos de S. M. B. y las relaciones del antiguo con el Nuevo Mundo podrían triunfar del sincero deseo que hoy anima al gobierno de abandonar la prioridad a la España.

No me arrojaré -continúa el autor de los Apuntes- a deslindar esta alusión de Canning; pero lo que nadie ha dejado de ver es que a los muy pocos meses de ella, Canning recibió la noticia de la batalla de Ayacucho, a la que no tardó en seguir el reconocimiento que el gobierno inglés hizo de los nuevos Estados americanos.

Es evidente que a no haber sido las enérgicas declaraciones de los gobiernos de Inglaterra y Estados Unidos del Norte, de no permitir que la España fuese ayudada en sus empresas de reconquista por ninguna otra potencia, la Francia de entonces hubiera hecho, con poca diferencia, lo que hizo en la península, o al menos lo hubiera emprendido. En aquella época la propaganda de la Santa Alianza estaba en todo su fervor; los resultados de sus trabajos en Nápoles, el Piamonte y España parecían animarle a continuar la cruzada en las Américas rebeldes a su soberano legítimo, según el idioma adoptado por ellos, y sin la Inglaterra y los Estados Unidos, los mares de América se hubieran visto cubiertos de embarcaciones que conducían nuevos conquistadores a aquel continente. El lenguaje de mister Canning, aunque algo pomposo y enfático, contenía, sin embargo, el efecto positivo de prohibir la intervención de cualquiera otra potencia en los asuntos de ultramar.

Yo consideré -decía este ministro a los Comunes en 12 de diciembre de 1826-, yo consideré la España bajo otro nombre que el de España: yo consideré aquella potencia como España e Indias. Yo miré a las Indias y traje allí a la existencia un nuevo mundo, y de esta manera enderecé la balanza del poder.

El lenguaje es algo poético y exagerado; pero no puede dudarse que si Canning no dió existencia a los nuevos estados, que independientemente de este reconocimiento la tenían, México, entre todos el primero, consolidó su independencia, dejando sólo a la España la empresa imposible de subyugarlos. Claro es que esta conducta no es efecto de generosidad, ni del convencimiento de la justicia, ni la consecuencia del reconocimiento de un derecho. La nación inglesa tiene intereses muy importantes en entrar en relaciones comerciales y de amistad con nuevos Estados que proporcionan a sus efectos un mercado que debe producir muchos millones. Había invitado a la España a usar de la prioridad, y aun se convenía en que sacase de un reconocimiento oportuno todas las ventajas que ciertamente habría conseguido en los cuatro años posteriores a la independencia. Pero el gobierno de las Cortes, lo mismo que el del rey, han manifestado la misma repugnancia, la misma obstinación y el deseo mismo de una reconquista inasequible. Creo que en una obra como ésta no será fuera de propósito oír las razones en que se fundaban los liberales españoles para no hacer el reconocimiento, alegadas por uno de ellos, que fué diputado y ministro en aquella época y hoy emigrado por la causa constitucional.

La cuestión verdadera se reduce a investigar si el alzamiento de las colonias españolas del continente americano procedió de estar ellas de suyo dispuestas ya para la emancipación que el tiempo indefectiblemente debía de traer, o si ha habido hechos, y cuáles son éstos, que han precipitado la emancipación antes de lo que debía esperarse. Que las colonias españolas del continente americano no estaban aún de suyo dispuestas para la emancipación parece demostrarlo su situación actual, en la que, sucediéndose sin cesar unas a otras las revoluciones, ni han logrado consolidar gobiernos estables ni dejado por consiguiente de hallarse siendo presa de la anarquía. Por lo menos, de lo que semejante situación parece no dejar duda es de que las expresadas colonias no estaban dispuestas para constituirse en Repúblicas. Y si lo contrario se hubiese verificado, ellas ofrecerían a nuestros ojos un fenómeno bien extraordinario en política, el solo que en su género se habría observado hasta ahora en el mundo, cual sería el de los pueblos que sin previa oportuna preparación pasasen súbitamente a regirse por instituciones democráticas.
Los hábitos monárquicos contraídos por las colonias españolas durante más de tres siglos; la práctica ignorancia del mecanismo sutil de otra forma de gobierno; el estado de sus luces y costumbres, tan distante de la simplicidad primitiva como de los conocimientos refinados que llevan a los hombres al mando de la igualdad; el recuerdo mismo de los emperadores o Incas que se conservaba tan grabado entre los indios, parece que da margen a creer que quizá la independencia de las colonias españolas del continente americano se habría realizado mejor si en ellas se hubiese preferido el establecimiento de monarquías. Mas ¿cuál era el momento de intentar dicho establecimiento? He aquí el punto en que podrían tal vez no estar de acuerdo el verdadero cosmopolita, el especulador extranjero, el patriota americano y el patriota español. Natural es que este último deseara que la independencia del continente americano del Sur se retardase lo más que fuese posible, al paso que aquellos otros desearían acelerarla. Pero el momento había de llegar precisamente, y nunca podía estar ya muy lejos en que aun todo ilustrado patriota español hubiera de convencerse de la necesidad de la separación de la metrópoli y sus colonias del continente americano, o bien de la imposibilidad de evitarla; y entonces la mutua conveniencia habría dictado los términos recíprocos de conservar relaciones útiles entre las partes que fueran de un mismo imperio, y que pasando a dividirse en Estados diferentes, no por eso olvidarían los vínculos fraternales que las habían unido primero. Si el momento de la separación era realmente ya llegado de suyo cuando la separación se ha ejecutado, ningún cargo debe hacerse a los que en él manejaron los negocios públicos de España, porque en vano es resistir lo que es necesario o imposible de evitar. Si no era llegado de suyo y la separación se ha precipitado en daño de la España, a quien convenía retardarla, y en daño de las mismas colonias españolas del continente americano, a quienes convenía que su emancipación de la metrópoli fuese organizando en ellas gobiernos monárquicos, análogos a sus luces y costumbres, la culpa de los males ocasionados en lo sucedido deberá exclusivamente recaer sobre los que a la tendencia natural de dichas colonias a su emancipación añadieron un prematuro impulso para su movimiento insurreccional con dirección democrática, y sobre los que fueron aumentando violencia a este impulso o no supieron contenerle
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Un escritor americano no puede dejar de hacer algunas observaciones sobre las reflexiones del escritor peninsular, así para sostener la justicia de la causa americana, que es la de los principios de la soberanía nacional, como para acusar ante la posteridad la política mezquina, estrecha e injustificable de los que dirigieron los negocios públicos en España durante el último período constitucional.

Para probar el autor peninsular que las colonias antes españolas del continente americano no estaban de suyo aun dispuestas a emanciparse, alega las continuas revoluciones en que han estado aquellos países, no habiendo logrado consolidar gobiernos estables. Ved aquí el mismo argumento que hacen los ministros de la Santa Alianza a los constitucionales españoles, y si no me engaño, con mayor fundamento.

Vosotros -les dicen- no podéis sostener una forma de gobierno conforme a las luces de la Europa civilizada, porque no estáis al nivel de sus conocimientos ni de sus costumbres. La libertad entre vosotros conduce a la anarquía, y no habéis podido manteneros en paz ni conservar la tranquilidad en la península durante el período constitucional. Por el contrario, ¡qué hermosa perspectiva la de la España en la actualidad! Todo está en la mayor calma y los habitantes, en vez de ocuparse en formar clubes y predicar la anarquía en la Fontana o Lorencini, se dedican a útiles trabajos, prestando una obediencia racional al paternal gobierno de Fernando VII.

Lo mismo, poco más o menos, dicen a los franceses los patronos de la Restauración, y a fe que, lejos de convencer este lenguaje, irrita a los que aman más el periculosam libertatem quam quietum servitium. Cosa extraña es que elogiando el autor de que hablamos el talento, patriotismo y saber del conde de Aranda, por haber aconsejado a Carlos III, hace cuarenta y ocho años, que se desprendiese de todas sus posesiones del continente americano, conservando solamente las islas de Cuba y Puerto Rico, y que formase tres reinos, uno en México, otro en el Perú y el tercero en Costa Firme, poniendo tres príncipes de su familia para reinar en ellos, crea ahora que las revoluciones de aquellos países parecen demostrar que no están aún de suyo dispuestas para la independencia.

¿Qué excusa podrán alegar los directores constitucionales de la España por no haber seguido el consejo del conde de Aranda? Y ¡cuántas generaciones y sucesos indicaron posteriormente que era el único camino que debería seguirse! Pero muy distantes estaban de adoptar esta marcha política franca y liberal, cuando el escritor de que hablo, emigrado español, hace todos los esfuerzos posibles y empeña toda su lógica para probar que las Cortes españolas no han tenido la más pequeña influencia en la emancipación de las Américas antes españolas, y que, por el contrario, lord Liverpool había dicho: Que fueron más obstinadas que los gobiernos absolutos de España en negarse al reconocimiento de la independencia de las colonias.

Yo había sido testigo de un hecho que probaba esto, cuando fuí nombrado en las Cortes miembro de la comisión que debía dar su dictamen sobre la exposición que hicimos los diputados americanos en mayo de 1821. El señor Paul, diputado por Caracas, individuo de la misma comisión, y yo, convinimos en que era inútil tomar parte en la discusión en que los señores Yandiola y conde de Toreno, miembros igualmente de la misma, habían manifestado decididamente que las Cortes no tomarían aquel negocio en consideración. El decreto de las Cortes de febrero de 1822 acredita lo mismo. ¡Cuan diferente hubiera sido la suerte de los constitucionales si hubiesen reconocido el hecho existente de la independencia y entrado en relaciones amistosas con aquellos estados! ¡Quizá no comerían hoy los emigrados españoles los peces del Sena y del Támesis! Y si hubiesen sido vencidos en la lucha, habrían encontrado un asilo en la nueva patria que hubieran llamado a la existencia.

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