Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO IV



Obregón, nombrado ministro plenipotenciario cerca de los Estados Unidos. Su carácter y servicios. Base de las relaciones diplomáticas de los Estados Unidos Mexicanos con los Estados Unidos del Norte. Engrandecimiento de esta República. Por qué medios. Predicción del conde de Aranda. Llegada de Michelena a Londres. Inversión que hace de los fondos del préstamo. La fragata Libertad. La fragata Victoria. El bergantín Bravo. La máquina del Torpedo. Reclamación del senador Alpuche contra Michelena. Don José Ignacio Esteva. El general Cortés, comisionado en los Estados Unidos para compra de buques. Compromiso en que lo puso el gobierno. Comportamiento generoso de don Ricardo Mead. La corbeta Tepeyac. Pérdidas del erario en 1824. Ministros que en este año dirigían los negocios. Ley del Congreso para el nombramiento de presidente y vicepresidente de la República. Son nombrados don Guadalupe Victoria y don Nicolás Bravo. Individuos nombrados para el Supremo Tribunal de Justicia. Gustosa tranquilidad que lució en aquella época sobre la República. Defecto grave de la Constitución. Comparación con la de los Estados Unidos del Norte. Riesgo de dejar en manos de la legislatura el nombramiento de Presidente. El Congreso general se ocupa de la Constitución federal. Los Estados, de las suyas particulares. Don Prisciliano Sánchez. Sus principios y educación. Su cuestión con los canónigos. Terán, ministro de la Guerra. Plantificación y ordenación de sus oficinas. Talentos que manifestó en estos trabajos. Don Ignacio Esteva, ministro de Hacienda. Ofrecimientos de Mr. Richard. Quién era este individuo. Nuevo préstamo contratado por los señores Manning y Marshall. Crédito que adquiere en Londres el papel mexicano. Partido antifederal en el Congreso. Esperanzas vanas que sostenía. Conveniencia del sistema federal en aquellos Estados. Sanción solemne que recibe en 31 de enero de 1824. Ventajas que ofrecen el territorio y el clima a los hombres industriosos que quieran establecerse en él. Mejoras que deben esperarse de la educación de las últimas clases. Don Guadalupe Victoria toma posesión de la presidencia. Facultades extraordinarias que le concede el Congreso al tiempo de su disolución. Qué uso hace de ellas. Injusticia cometida con el español Espínola. México declarada capital de lOs Estados mexicanos. Nueva legislatura. Leyes de Hacienda.



A mediados de este año fué nombrado enviado plenipotenciario cerca de los Estados Unidos don Pablo Obregón, de quien he hablado otra vez con motivo de la disputa ocurrida el día de la apertura de las sesiones del primer Congreso mexicano (No debe de olvidarse que el texto que aquí reproducimos inicia con la salida de Agustín de Iturbide de México, nota de Chantal López y Omar Cortés), sobre el asiento de preferencia que ocupó el señor Iturbide. Obregón era un hombre de modales decentes y de mucha honradez. Se manejó con la debida circunspección y fue muy estimado en el país.

Nuestras relaciones diplomáticas con el gabinete de Wáshington están reducidas por ahora a un pequeño círculo. No tenemos que temer esas guerras de conquista, esas sorpresas que son tan comunes en Europa entre naciones gobernadas por soberanos, cuyas disposiciones las cubre el velo del misterio hasta el momento de la ejecución. En las relaciones diplomáticas que comienzan a formarse entre las nuevas Repúblicas es muy difícil prever la marcha que tomarán los intereses respectivos. No será ciertamente el capricho o la ambición de algún conquistador lo que ocasione la guerra ni la ocupación de un país; es necesario buscar el origen de las disensiones en muy diferentes causas y estudiar hacia qué punto se dirige la ambición del pueblo rey, no como en la República romana, en la que la capital lo era todo y los municipios sólo los primeros entre los súbditos, siendo las provincias esclavos.

La conquista de los Estados Unidos puede ser la conquista de la industria y de la civilización, reunida a la fuerza expansiva de una población que busca en las regiones meridionales la riqueza y dulzura del clima. Veamos cómo han aumentado su territorio desde la época de su independencia de tres maneras diferentes. La primera ha sido por las compras parciales que han hecho a los indios, que, obligados a retirarse de las cercanías de una población civilizada y hostil, incapaces de oponer una resistencia tenaz y metódica como es el ataque, creen que lo mejor que pueden hacer es vender el terreno que ocupan y pasar a buscar en los más remotos bosques del Oeste y del Norte lugares en que establecerse.

Ya hemos visto cuántas discusiones ha producido en los congresos, legislaturas y periódicos ese modo de adquirir, que ni eS enteramente violento ni enteramente voluntario. La segunda adquisición importante que han hecho aquellos Estados es la de Luisiana. Napoleón había podido arrancar esta inmensa y rica colonia de las manos de los reyes de España, en las que era improductiva, y la vendió a los Estados Unidos en 1802 por doce millones de pesos.

La tercera adquisición ha sido la de las Floridas en 1819. La venta que había hecho Napoleón a los americanos del Norte de la Luisiana despertó en ellos, dice un escritor, la idea de apoderarse de las Floridas. En la demarcación de límites de la Luisiana, dice otro escritor, en vez de confesar los Estados Unidos francamente que había materia de dudas razonables, pretendieron establecer derechos incontestables. Pero luego apoyaron su derecho sobre reclamaciones que hicieron por los daños que alegaron haber recibido varios negociantes de los Estados, por apresamientos y detenciones de propiedades hechas por parte de los españoles. Muchos años duraron las contestaciones sobre demarcación de límites e indemnizaciones sobre apresamientos, y tuvieron su término cuando los Estados Unidos ocuparon la isla de Amelia, Panzacola y San Marcos, y obligaron en cierta manera al gabinete de Madrid a concluir el tratado de 22 de febrero de 1819, por el que este gobierno cedió las Floridas a los Estados Unidos.

Esta República federal ha nacido pigmea -decía el conde de Aranda a Carlos III en 1783- y ha necesitado el apoyo y la fuerza de dos Estados tan poderosos como la España y la Francia para lograr su independencia; tiempo vendrá en que llegará a ser gigante y aun coloso muy temible en aquellas vastas regiones ... Su primer paso será apoderarse de las Floridas para dominar el golfo de México ...

Cuando refiera el estado de las negociaciones sobre límites, pendiente entre los Estados Unidos Mexicanos y los Estados Unidos del Norte, haré algunas reflexiones que nacen de los mismos sucesos ocurridos y de la impolítica e imprevisión con que se ha manejado aquel negocio.

En junio de este año llegó a Londres en la corbeta de S. M. B. Valerous don Mariano Michelena, nombrado ministro por sí mismo, como hemos visto, cerca del gobierno de la Gran Bretaiia. Encargado de adquirir buques, armamento y vestuarios, compró a precios subidps, sea por falta de conocimientos o por otro motivo, la fragata Libertad, embarcación empleada en el giro de la India Oriental, de más de mediana edad y poco a propósito para hacerla de guerra; la fragata Victoria y el bergantín Bravo, que aunque igualmente antiguos, tenían el mérito de ser buenos para el fin a que se destinaban. Compró Michelena, además, un mil vestuarios, no solamente viejos e inútiles, sino de cuerpos diferentes, según resultó de los informes que posteriormente mandó tomar el ministro de la Guerra don Manuel G. Pedraza, cargando a treinta y cinco pesos cada vestuario. Diez mil carabinas, y otros efectos de que no hago mención por no tenerlos presentes, fueron también objetos del empleo del dinero del primer préstamo. Entre éstos ocupa un lugar preferente la máquina del Torpedo, que llamó el mismo Michelena al bergantín Guerrero, en la que dió por cargo contra la República cincuenta mil pesos. Este buque, armado con dicha máquina, nunca pareció, a pesar de haberse invertido efectivamente la cantidad expresada; y en 1825 fue muy ruidoso el expediente formado por reclamaciones del senador Alpuche contra Michelena, tanto por esta máquina como por la inutilidad de los vestuarios.

Michelena había comunicado al gobierno mexicano que se había convenido con Mr. Fulton, de Londres, para que le proporcionase este poderoso agente a fin de emplearlo en los ataques que se preparaban al castillo de San Juan de Ulúa, en poder de los españoles todavía en aquella época. Lo cierto es que se hizo el desembolso de los cincuenta mil pesos fuertes, o diez mil libras esterlinas, y la máquina de Fulton nunca pareció. Lo más raro es que hasta hoy ni Michelena ha dado cuenta de la inversión de dicha cantidad ni el gobierno de México se ha ocupado en pedir una satisfacción a este agente suyo. Lo cierto es que el primer uso que se hizo de una parte considerable del dinero del préstamo, que costaba a la nación el doble de la suma producida, fue en los objetos y de la manera que he referido. En la época correspondiente veremos cómo fue desapareciendo todo el producto del préstamo en que está en el día empeñada la República Mexicana; debiendo anticipar, porque éste es el tiempo de anunciarlo, que don José Ignacio Esteva fue el que dispuso de los resultados de los dos préstamos hechos por la casa de Goldsmith y la de Barday, Richardson y Compañía de Londres.

Don Eugenio Cortés, general de marina mexicano, había sido comisionado por el gobierno del señor Iturbide para comprar en los Estados Unidos algunos buques para formar una escuadrilla de fuerzas sutiles que pudiesen hostilizar al enemigo e impedir el acceso de las embarcaciones españolas que venían al castillo con viveres, municiones y efectos comerciales, que se introducían por contrabando después. Como el gobierno mexicano no tenía en aquella época fondos disponibles, el señor Cortés tuvo necesidad de tomar a crédito diez lanchas cañoneras y las goletas Iguala y Anáhuac, con varios pertrechos que sirvieron después en la rendición del castillo. Desgraciadamente no llegaron a Cortés los fondos que esperaba para el pago de las sumas a que ascendió el costo de estos artículos, y tuvo necesidad de sujetarse a la prisión que en semejantes casos sufren los deudores. Don Ricardo Mead, americano que había manifestado en España sus simpatías en favor de la causa de la libertad y de los liberales en ambos mundos, se ofreció por fiador de la suma que debía el gobierno mexicano por los buques mandados hacer o comprados por Cortés, y éste salió de la prisión en virtud de la fianza. La cantidad fue religiosamente satisfecha algunos meses después y Mr. Mead descargado de la responsabilidad que generosamente se había tomado por el gobierno mexicano y el honor de su comisionado. Al año siguiente regresó Cortés a los Estados Unidos con nuevo encargo de comprar o mandar construir buques para el servicio de la República, y según se me ha asegurado, Mr. Manning fue encargado igualmente por el ministro Esteva para comprar varios artículos destinados a la marina. Resultando rivalidad entre los dos, dió motivo a quejas de parte de Cortés, que, siendo empleado de la nación, sentía se ocupase otro individuo extranjero con perjuicio del erario, que debía pagar comisión al señor Manning. Pero esto no era extraño, porque siempre se ha buscado el modo de hacer mayores los gastos aumentando los empleados.

Teníamos en los Estados Unidos al señor don Pablo Obregón, encargado de negocios o ministro plenipotenciario, y sin necesidad de multiplicar comisionados, hubiera sido más obvio el arbitrio de valerse de él. En el segundo viaje que hizo este general Cortés a los Estados Unidos, en 1825, compró el bergantín Guerrero, uno de los mejores barcos de guerra que ha tenido la República, y mandó construir la corbeta Tepeyac, que, como veremos en su lugar, nunca llegó a conseguirse que sirviese a México, después de haber gastado en su construcción más de doscientos mil pesos.

Difícil es seguir la marcha tortuosa que se adoptó desde el año de 1824 en todos los ramos de administración y las pérdidas que se hicieron sufrir al erario nacional, cubierto entonces con el producto de los préstamos. Pero basta ir recorriendo superficialmente los hechos que refiero, y que están testificados por documentos existentes en los archivos del gobierno, para convencerse de que los males que hoy afligen a la República Mexicana han tenido en la mayor parte su origen en los abusos escandalosos de la época a que me refiero.

¿Quiénes eran entonces los que dirigían los negocios públicos? ¿En manos de qué personas estaba depositado el ministerio? Alamán era ministro de Relaciones Interiores y Exteriores; Esteva, ministro de Hacienda; Terán algún tiempo y luego Pedraza, de la Guerra, y don Pablo de la Llave, de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Mientras había dinero en Londres para contentar la avaricia de muchos, se marchaba con tranquilidad y el gobierno se decía sabiamente dirigido.

Por el mes de agosto de este año de 1824 dió el Congreso general dos decretos constitucionales que organizaban las elecciones de presidente y vicepresidente de la República y de los magistrados que habían de componer la Suprema Corte de Justicia. Estas leyes, que formaron después parte de la Constitución federal, se anticiparon a la publicación de aquel código, porque no habiéndose aun terminado, y urgiendo la organización de los supremos poderes, se creyó conveniente hacerlo de aquel modo. Por estas leyes, las legislaturas de los Estados debían proceder en 1° de septiembre del mismo año al nombramiento de aquellos magistrados, quedando al Congreso general la facultad de elegir, en caso de que alguno no reuniese la mayoría absoluta, entre los que tuvieran la respectiva. Las legislaturas de los Estados procedieron desde luego a las elecciones, y fue nombrado don Guadalupe Victoria Presidente de los Estados Unidos Mexicanos; don Nicolás Bravo, que no reunió la mayoría absoluta, pues sólo obtuvo nueve votos, fue electo vicepresidente por el Congreso en concurrencia con don Vicente Guerrero, que reunió cinco.

Para la Corte Suprema de Justicia salieron electos don Miguel Domínguez, don Isidro Yáñez, don Ignacio Godoy, don Juan G. Navarrete, don Joaquín Avilés, don Pedro Vélez, don José Antonio Méndez, don Manuel Peña y Peña y don Juan Guzmán, y para fiscal don Juan Bautista Morales. Todos estos individuos, si se exceptúa el último, nombrado por empeños de Victoria, eran antiguos abogados, respetables por sus costumbres y probidad; muchos de ellos se han distinguido por sus conocimientos e ilustración. Don Juan Guzmán desempeñó el ministerio de Relaciones algunas veces en ausencia o enfermedades del señor Alamán, y siempre con tino y aprobación de todos. En cuanto al nombramiento hecho en los señores don Guadalupe Victoria y don Nicolás Bravo, ninguno podrá negar que aquélla fue la expresión del voto público en la época en que se verificó. Ambos eran patriotas respetables por su servicios a la causa nacional y sacrificios nunca interrumpidos desde que tomaron las armas por sostenerla, es decir, desde el principio de la revolución.

No puede un mexicano recordar esta época sin experimentar cierta afección nacida de las felices circunstancias en que se encontraba la República. Parecía que se había consolidado un gobierno duradero; los partidos habían callado, y las legislaturas procedieron con tranquilidad al acto augusto de nombrar los supremos magistrados de la República.

La mano militar no había profanado por entonces el santuario de las leyes, y sólo se entablaban discusiones pacíficas sobre el mérito de las personas o la conveniencia de su elección. ¿Quién no anunció entonces días de gloria, de prosperidad y de libertad? ¿Quién no auguraba un dichoso y grande porvenir? ... ¿Cómo han llovido tantos y tan graves males después? ¡Ah! Aquella feliz situación no era ni podía ser el estado natural de un pueblo salido apenas de una revolución que conmovió los fundamentos de su existencia. Un simulacro de orden que apareció contuvo momentáneamente las pasiones, y la sanción constitucional que el Congreso daba por primera vez impuso respeto a las masas.

Uno de los grandes defectos que tiene la Constitución mexicana es el corto período que media entre unas y otras elecciones de presidente y vicepresidente, y la manera como son hechas. La inmediación mantiene en continuo movimiento los ánimos y da pábulo a las pasiones, no sólo de los candidatos, sino de los partidarios, en cuyo número, por una de las mayores desgracias del país, entran los militares y sus bayonetas. Un presidente, cuyo mando sólo puede durar cuatro años, no ofrece garantías de estabilidad soc!al en un país en que uno de los resortes más poderosos de acción en la dirección de los negocios es la facilidad de vivir por empleos públicos.

Si en los Estados Unidos del Norte -en donde la influencia del poder desaparece en el inmenso océano de las riquezas individuales, de las libertades públicas, de la independencia personal, del imperio de las leyes y, más que todo, del hábito de la igualdad- vemos empeñarse las elecciones de Presidente hasta el punto de producir discusiones amargas, diatribas insolentes, injuriosas declamaciones contra los más respetables y beneméritos ciudadanos, perdiendo en estas épocas aquel pueblo sensato y admirable su gravedad y circunspección, ¿qué puede esperarse entre los mexicanos, en donde la mitad de la población vive en la indigencia y la tercera parte espera recibir del candidato a la presidencia empleos o comisiones para su manutención; en donde los hábitos de la esclavitud hacen, de los victoriosos, opresores, y de los vencidos, rebeldes; en donde el interés de la superioridad no es sólo el punto de honor de la opinión ni mucho menos el deseo del triunfo de los principios, sino el de la ambición y, lo que es peor, de las venganzas? Es necesario que una lucha terrible se entable entre los pretendientes; que la colisión sea tanto más violenta cuanto que los intereses que se versan son más graves y personales, cuanto que se disputa de la paz doméstica, de la libertad individual, de la existencia misma. ¿Cómo ha de dejar de palparse la exactitud de estas reflexiones por iiustres mexicanos, que al fin se reunirán a poner un remedio a los males de su patria?

En los Estados Unidos del Norte, concluída la elección, los ciudadanos no tienen qué temer ni qué esperar del nuevo presidente. No puede éste, ni ciertamente piensa nunca en ello, perjudicar a ningún vecino ni causarle el más pequeño daño en su persona, en su propiedad, ni interrumpirle el libre uso de ninguno de sus derechos individuales. Pero, ¿se podrá decir otro tanto de la República Mexicana? ¡Ah! Muchas veces la dulzura misma del carácter del jefe no preservaba a los vencidos de los efectos de la persecución.

Pero si en vez de poner en manos de las legislaturas -que muchas veces sólo se gobiernan por facciones- esta elección, se hubiese dado a una clase respetable de la sociedad, que son los propietarios de una cantidad asignada en bienes raíces, se habría hecho más popular el nombramiento, más difíciles las intrigas y menos sujetas a contradicción las elecciones. ¿Qué cosa más justa y racional, en efecto, que dejar en las manos de los hombres más interesados en la conservación de la paz y del orden la asignación de los que deben regir los destinos del país en que viven? La forma misma de gobierno popular, proclamada tan pomposamente en la Constitución, parecía ofrecer estos resultados, porque los verdaderos representantes de un pueblo son aquellos que por su industria o por la de sus padres han podido adquirir un medio de vivir y de contribuir con sus bienes a la estabilidad de la sociedad en que viven. Mas poniendo las elecciones en el arbitrio de las legislaturas, es casi imposible conseguir que la elección no sea el resultado de maniobras del poder, que en México, en donde el espíritu público es casi nulo, obra eficazmente sobre un corto número de diputados de los Estados, muchos de ellos militares o eclesiásticos, dependientes por consiguiente de las autoridades respectivas. Un oficial quiere un grado, un clérigo un curato, y siendo ellos los que tienen más influencia en las legislaturas, sacaremos por consecuencia que las elecciones no serán el resultado del equilibrio de los intereses sociales, sino de las clases privilegiadas.

Y ¿qué será en las legislaturas en que hay empleados del gobierno federal, o en donde sus diputados esperan algún destino del nuevo presidente? Los legisladores deben entrar en el examen de todas estas diferentes constituciones y abrazar un sistema de elecciones más franco y popular, si no quieren dejar este elemento más de discordia contra los mexicanos.

El Congreso general se ocupaba en formar la Constitución federal, y las legislaturas de los Estados se dedicaban a hacer las de los mismos Estados. La de Jalisco ofreció cuestiones sumamente acaloradas, porque en el articulo 7° habían hablado de los bienes del clero de una manera poco conforme a la disciplina de la Iglesia romana. Este Estado, que, como he dicho, se distinguió desde el principio así por su celo y exaltación en favor de las nuevas instituciones como porque había en él varios individuos instruidos que dirigían los negocios, nombró -luego que fue desterrado don Luis Quintanar, su gobernador interino- a don Prisciliano Sánchez gobernador constitucional.

Sánchez estaba de diputado en el Congreso general, en donde había descubierto un talento y energía no muy común entre los mexicanos. Nacido de padres sumamente pobres en la villa de Compostela, de la provincia de Guadalajara, había entrado a servir en un convento de religiosos en calidad de donado. El mismo contaba que la obra primera de política que llegó a sus manos fue la de M. Benjamín Constant, que leyó con avidez en su mismo convento. En este intermedio se hizo la independencia, y Sánchez, aprovechándose de cuantas ocasiones se le presentaban para leer, sacudió con el hábito monástico las preocupaciones que le habían conducido al claustro. Una imaginación viva, comprensión fácil, carácter franco, maneras dulces, aunque embarazadas, hacían de este mexicano un sujeto distinguido; pero su celo ardiente por la libertad y su aplicación constante al trabajo le elevaron entre los primeros de sus conciudadanos. Tuvo varias contestaciones bastante vivas con los canónigos de aquella catedral, porque Sánchez quería que sus contemporáneos hubiesen llegado al grado de ilustración que él tenía. Las materias de estas disputas eran acerca de límites de autoridad, en que, como es fácil de concebirse, se discuten las cuestiones sobre doctrinas y lecciones de los Hildebrandos, Alejandros e Inocencios por una parte, y por la otra sobre los principios de los Montesquieu, Rousseau y Vatel; cualquiera percibirá la enorme distancia que separa a los contendientes. El Congreso general, adonde se llevó la cuestión sobre el artículo 7°, determinó que se mantuviese suspenso hasta que una ley general arreglase el patronato, y en ella las relaciones y límites de ambas potestades.

En el ministerio de la Guerra había sustituído al general don Joaquín Herrera don Manuel Mier y Terán, de quien ya se ha hablado en esta historia. Este nuevo ministro arregló en mucha parte las oficinas del ministerio, que no podían haber recibido mucha perfección en la serie dé desórdenes en que estuvieron los negocios, especialmente si se considera que aun las piezas materiales en que debían colocarse las oficinas no se habían destinado a este objeto, permaneciendo todo en cierta especie de provisionalidad. En aquellas nuevas Repúblicas en que no se marcha sobre las huellas de los predecesores es necesario suponer que a cada paso se encuentran obstáculos, tanto más difíciles de vencer cuanto que son de una naturaleza artificial, por decirlo así: obstáculos de fórmulas, obstáculos de rutinas, embarazos materiales que no vence el genio ni el trabajo. En esos viejos gobiernos, en que todo está arreglado, poco hace al caso para la marcha económica de los negocios, cualquiera que sea el ministro o jefe de la oficina. Hay mesas, hay archivos, hay oficiales instruídos, hay arreglo y un servicio metódico y ordenado. En México era necesario crearlo todo, y en esta parte trabajó mucho el señor Terán, además de otros objetos a que destinó su atención. No estoy en el caso de hablar con instrucción sobre varios detalles de sus trabajos ministeriales; mas por la opinión que tengo de sus talentos, actividad e instrucción, es quizá uno de los más aptos para desempeñar las funciones de este encargo en la República Mexicana.

Al señor don Francisco Arrillaga le sucedió don Ignacio Esteva, por el mes de agosto de este año, en el ministerio de Hacienda. Arrillaga había mantenido con muchas dificultades el crédito, y había emprendido el préstamo con la casa de Goldsmith y Compañía, como hemos visto. Poco antes de salir de la secretaría de Hacienda, un tal Mr. Richard, que había pasado a México con varias mercancías hasta la suma de trescientos mil pesos, ofreció al gobierno auxiliarlo en sus necesidades, siempre que se le diese alguna comisión sobre las negociaciones que girase, y el gobierno, a quien la presencia de las necesidades urgentes no permitía examinar condiciones, entabló desde luego relaciones con Richard, que no era más que un comisionista de la casa de Barday, Herring Richardson y Compañía para vender efectos, sin poderes ni facultades de entrar en ninguna especulación de préstamos. Lo cierto es que Richard dió cuanto pudo, obteniendo comisión de entablar un nuevo préstamo; y sea aturdimiento de su parte o habilidad de la casa que lo habilitó, éste fue privado de toda intervención, y el gobierno de México continuó las negociaciones con los señores Manning y Marshall, encargados de la casa Richardson y Compañía de Londres, para hacer un nuevo préstamo.

El ministro Esteva continuó esta negociación, principiada en tiempo de Arrillaga, y mientras nuestras relaciones diplomáticas continuaban su curso, el crédito de la nueva República Méxicana subía en Londres por las relaciones exageradas de riqueza que hacían los nuevos especuladores.

Richard, para dar idea de la abundancia de oro y plata del país, adquirió varias piedras con vetas de estos metales de un peso extraordinario, que, en efecto, dan a conocer cuánto puede explotarse de aquellas regiones.

La vista de esta riqueza nativa, por decirlo así, produjo un entusiasmo general en Londres, cuyos efectos tristes se han experimentado después. Por entonces los vales mexicanos subieron hasta 84; y el préstamo de 3.200,000 libras al 6 por 100, que en México contrató el gobierno con la casa de Barday, Herring Richardson y Compañía, por medio de sus agentes Manning y Marshall, se vendió en Londres el 7 de febrero de 1825 a la casa de Goldsmith y Compañía al precio de 86% por 100. Pero la causa principal de esta subida extraordinaria fue la declaración que en principios del año hizo Mr. Canning al cuerpo diplomático, sobre reconocer la independencia de los nuevos Estados, como veremos a su tiempo.

En el Congreso general había, como he dicho, un partido antifederal, que no pudiendo nunca equilibrar las votaciones, procuraba retardar el término en que se diese la Constitución. Esperaba, sin duda, que manteniendo la nación en provisionalidad podría volver sobre sus pasos y reconstituirse en un gobierno central, último asilo de los monarquistas y de los defensores del poder militar.

Los Estados reclamaban la Constitución, y nada era más justo que darla a la mayor brevedad para entrar en un orden regular y salir del caos en que estaba la nación, aun después del Acta constitutiva. Muy equivocado era el cálculo de los que creían que después de haber estado en posesión de su soberanía y administración retrogradasen los Estados y volviesen a prosternarse de nuevo delante de la capital y de sus directores. La adquisición de aquellos derechos es una cosa real y efectiva, pues acerca en los puntos más distantes de la capital el centro de las transacciones de negocios, cuya conclusión exigía en otro tiempo caminar muchas leguas, hacer muchos gastos y esperar muchos años. Ved aquí otra conquista hecha por los progresos de la ilustración, cuyas consecuencias son muy trascendentales.

El sistema federal, esa forma de gobierno que reconoce en los diferentes Estados que lo componen derechos de independencia para su administración interior y en el gobierno general sólo el resultado de las convenciones hechas entre sí, recibió su sanción solemne el 31 de enero de 1824, y su completa organización el 4 de octubre del mismo año, con la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, jurada aquel día por sus diputados. Estos confirmaron un hecho establecido recientemente, es verdad, pero que existía y necesitaba legalizarse y recibir una forma y una sanción. Quizá hubiera sido mejor, mucho mejor, no hablar de ciertos objetos que mantienen en dependencia los Estados y omitir varios artículos reglamentarios enteramente ajenos de un código federal. Pero los diputados, cuyas intenciones eran las más patrióticas, no podían alcanzar lo que da el tiempo y la experiencia. La revolución verificada en este período es uno de aquellos cambios durables legítimos y que merecen ser conservados en la memoria de la humanidad, porque contribuyó mucho a mejorar la suerte de la clase numerosa y abrió una puerta más a los adelantos progresivos.

Al aventurar algunas reflexiones sobre la situación política de la República Mexicana, y acerca de su suerte futura, es difícil resistirse a concebir esperanzas lisonjeras sobre un país que, dotado de diferentes climas, de diversas fisonomías, de producciones tan variadas, ofrece en toda su superficie una acogida favorable, con muy pocas excepciones, a los que quieran encontrar recompensados sus trabajos, estérilmente empleados en otras regiones. La situación geográfica de aquel vasto territorio exigía la creación de una forma de gobierno capaz de proveer a las atenciones y necesidades sociales de sus habitantes, porque no podía ni debía esperarse que después de haber hecho tan costosos sacrificios por la independencia se entregasen servilmente en los brazos de los que quisiesen llamarse sus jefes. Esta aserción está comprobada con los sucesivos trastornos que ha experimentado el país y la constante adhesión a los principios conquistados, especialmente el de la independencia y federación. Otras mejoras vendrán en proporción de que la ilustración vaya haciendo progresos y cuando comience a desaparecer una clase abyecta de la sociedad que hasta hoy participó muy poco de las ventajas que ha adquirido el país con su independencia y nuevos sistemas de gobierno. La explotación. del hombre sobre el hombre, como se explican algunos economistas, es la más difícil reforma que se puede hacer en la raza humana. Por desgracia de los mexicanos, tiene raíces muy profundas todavía este abuso corroedor de la felicidad social; mas aquel pueblo está en la carrera progresiva, y no hay nada que pueda hacerlo retrogradar.

Don Guadalupe Victoria tomó posesión del gobierno y prestó juramento en el seno del Congreso en este mes de octubre de 1824. Bastante he hablado del carácter de este personaje, a quien se puede aplicar lo que decía Tácito de Galba: Ipsi medium ingenium, magis extra vitia, quam cum virtutibus. En efecto, todo lo que han dicho contra él los folletistas ha sido un tejido de embustes y calumnias. Victoria tomó las riendas del gobierno de la República, y el Congreso -que acababa de dar la Constitución a la nación y fijado en ella los límites de los poderes, asegurado los derechos de los ciudadanos y de los Estados, removido con estas medidas todo temor y toda desconfianza pública-, al mes siguiente, en las vísperas de disolverse, dió un decreto por el que revestía al presidente de facultades extraordinarias para imponer cierta clase de castigos a los ciudadanos que tuviese por sospechosos. Jamás hubo menos pretextos para una medida semejante ni la República ofreció el aspecto de mayor calma y tranquilidad. La medida se atribuyó a don Miguel Ramos Arizpe, que tenía entonces mucha influencia en el Congreso, quien, por congraciarse con el presidente, expuso la libertad de sus conciudadanos a los ataques del poder; pero Victoria nunca fue ni perseguidor ni vengativo. El decreto de facultades extraordinarias, dado bajo el pretexto de asegurar el sistema federal, alarmó a los partidarios del centralismo, que entonces eran pocos y estaban reducidos a la defensiva. El ministerio estaba dividido entre Alamán y Terán, que eran tenidos como de este partido, y Esteva y Llave, que en realidad no habían sido ni pertenecían más que a sí mismos. Victoria usó de estas facultades con mucha parsimonia, o por mejor decir, no hizo uso de ellas; porque aunque a un emigrado español, llamado D. J. M. Espínola, se le obligó a salir de la República, con notoria injusticia y sin ninguna causa, ésta fue obra exclusiva de don Ignacio Esteva, su ministro favorito, en odio de la persona. Publicaba en Tampico un periódico titulado El Filántropo, en que sostenía principios liberales. Por aquel tiempo llegó a México la encíclica de León XII contra la independencia de las Américas españolas y en favor de la dominación de Fernando VII, exhortaciones que siempre se deben esperar de aquel origen. La encíclica contenía poco más o menos la doctrina de los Papas contenida en el sermón que, según el testimonio de Otón de Flesinga, predicó Adriano IV en el campo del emperador Federico Barbarroja, cuando este conquistador derramaba a torrentes la sangre italiana.

Derramar la sangre por mantener el poder de los príncipes no es cometer un crimen, es vengar los derechos del imperio. Espínola publicó aquel documento, que la política tímida de Victoria hubiese deseado se mantuviese oculto, y ved aquí el motivo de la expulsión de este emigrado español, cuya pobreza y falta de recursos no bastaron a preservarle de este golpe. Espínola pasó a Nueva Orleáns, en donde sostiene la noble causa de la libertad con sus escritos y la de la independencia de un país en que había recibido este perjuicio. Aun tendré que hablar de dos extranjeros indignamente expelidos en la administración de Victoria, pero no en uso de facultades extraordinarias. Sin embargo, no ofrecía la sociedad las garantías que se habían prometido y jurado; la idea sola de que a un ciudadano se le podía obligar a salir de su casa para ser transportado a quinientas o mil leguas, era bastante para sembrar el descontento y daba derecho a reclamar constantemente por el restablecimiento de los artículos constitucionales que atribuían sólo a los tribunales la facultad de aplicar las leyes criminales y civiles. Se advertía en Victoria mucho empeño en retener esta especie de dictadura, que conservó por cerca de año y medio.

En esta época se hizo también otra ley que ocasionó acaloradas discusiones, y que quizá es una de las que más han contribuído a mantener el sistema de federación; hablo de la que declaró a la ciudad de México Distrito Federal. La capital de los Estados Unidos Mexicanos había venido a ser, por un abandono del gobierno general, una parte del Estado de México, por estar colocada en el centro de dicho Estado. Era una extravagancia pretender que una ciudad construída con las contribuciones y riquezas de todas las provincias en los trescientos años anteriores a la independencia, en la que se habían acumulado capitales considerables y formado los edificios públicos que servían a los tribunales y autoridades de la Nueva España, viniese a ser la capital de un Estado al separarse y hacerse independientes las provincias, perdiendo de este modo aquéllas el derecho que tenían a los edificios públicos, monumentos, templos, establecimientos de todos géneros y al terreno mismo en que estaban elevados y construídos. Además, la riqueza comercial y la posesión de innumerables fincas rústicas y urbanas que se habían establecido en la capital sólo por este título no debían pasar a ser la propiedad exclusiva de un Estado, que por esta circunstancia, además de la de ser el más poblado, resultaba una poderosa República, mayor que seis o siete Estados pequeños. Los que pretendían que México debía pertenecer al Estado del mismo nombre, alegaban que en los Estados Unidos del Norte los poderes generales establecieron su capital en un círculo cedido por el Estado de Maryland, en vez de apoderarse de Baltimore, New York o Filadelfia. Semejante argumento sólo podía oponerse por personas que no conocían enteramente la historia de aquel país. Era necesario olvidar o no saber que estas capitales fueron siempre de los Estados, y que habiendo existido éstos antes del gobierno general, su derecho era incontestable; en vez de que en México el gobierno general existía con anterioridad, y los Estados en particular no tenían derecho a reclamar lo que fue obra y el fruto de las contribuciones de todos. Por eso, en una ley de Hacienda que dió el mismo Congreso general, reservó a la federación todos los edificios públicos y bienes de temporalidades que tuvo por conveniente. Quizá no hubiera sido el mismo el derecho de ocupar la capital de otro Estado, a cuya formación no contribuyeron los demás. A esto se agregaba que las autoridades supremas del Estado de México pretendían en las concurrencias públicas la preferencia a las de la federación, y ved aquí una fuente de discordia que era necesario cortar. Don Lorenzo de Zavala hizo esta proposición, y sostenida por una mayoría marcada, fue adoptada como ley, y desde entonces la ciudad de México es la capital de los Estados mexicanos, como antes había sido de la Nueva España.

En el mes de noviembre se cerraron las sesiones del Congreso general, y el 19 de enero de 1825 el poder legislativo, dividido en dos cámaras, abrió las suyas con las formalidades que prescribe el reglamento. Fueron muy pacíficas estas sesiones. El Congreso constituyente había dado una ley orgánica de Hacienda, en la que arreglaba el sistema de contribuciones, dejando a los Estados aquéllas que parecía pertenecerles por ser puramente locales, y atribuyendo a la tesorería general los productos de las aduanas marítimas, los de la renta del tabaco y correos, las salinas, tres millones de contingentes repartidos entre los Estados y otros cortos productos de ramos generales. Se crearon comisarías generales en lugar de intendencias, dando a estos nuevos empleados algunas atribuciones más que a los intendentes en la intervención de las revistas y examen de las cuentas de los regimientos. Se crearon dos contadurías mayores, una de la tesorería general -cuyas obligaciones son examinar las rentas y los presupuestos de los secretarios de Hacienda y dar cuenta con sus resultados a la comisión inspectora de la Cámara de diputados, que es considerada como una especie de jurado de acusación, que presenta a la Cámara su fallo acerca de las diferencias suscitadas entre el ministro y el contador general- y otra de crédito público, cuyos objetos serán, cuando llegue el tiempo, examinar las cuentas de las oficinas de cuenta y razón de este ramo. La raro es que este último establecimiento, cuyos costos no bajan de treinta a cuarenta mil pesos anuales, se puso en planta inmediatamente, aunque no tiene objeto por ahora, sólo para mantener empleados, que es la enfermedad epidémica de todos los pueblos descendientes de españoles. En este año de 1825 comenzaron a tomar un vuelo rápido el comercio y las minas, y a aumentarse la circulación, de manera que daba esperanzas de ver resucitar dentro de poco tiempo la antigua opulencia, con las ventajas de la libertad.

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