Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO III



El Congreso declara a Iturbide fuera de la ley. Capitulación de Bravo con los disidentes. Bustamente y Quintanar son desterrados. Don Eduardo García y Rosemberg son pasados por las armas. Restablécese la tranquilidad, y con este motivo se desecha la idea de la creación de un director supremo. Bravo falta a la capitulación que había firmado. Don Agustín de Iturbide espera en Londres contestaciones de México. Papel moneda que hace estampar. Se embarca para las costas de México. Carta dirigida a Mr. Quin después de embarcado. Se induce de ella que su objeto era apoderarse del mando absoluto. Cuáles eran sus intenciones, según Mr. Quin. Instancias que según éste se le hacían a Iturbide. Vaticinio de Mr. de Pradt sobre el regreso del ex emperador. Llegada de éste a Soto la Marina. Iturbide permanece incógnito a bordo. Desembarca Beneski para explorar la opinión. Don Felipe de la Garza. Se manifiesta adicto a Iturbide. Desembarco de éste. Salida de Iturbide para Padilla. Recibimiento que le hacen los habitantes. Decreta el Congreso su muerte. Se la intima Garza. Es pasado por las armas en la plaza pública. Exhortación que hace al pueblo. Pide por su esposa e hijos. Diferentes sensaciones que causa en México la noticia de la muerte de Iturbide. Circunspección del Congreso y de los escritores en estas circunstancias. Situación actual de la familia de Iturbide. Otros conspiradores. El general Andrade. Basiliso Valdés. Su muerte. Movimiento contra los españoles en Oaxaca. Don Guadalupe Victoria, comisionado para sofocarlo, logra restablecer la tranquilidad.



La proposición de don Francisco Lombardo fue aprobada y se expidió en abril de 1824 ese decreto atroz, que, como todos los de su clase, deberían proscribirse del diccionario, de la legislación y del idioma político.

El general Bravo, acercándose a Guadalajara, entró en relaciones y convenios con los jefes disidentes, y después de haber celebrado una solemne capitulación, por la que Bravo debería ocupar la ciudad con sus tropas y Bustamante y Quintanar deberían quedar libres de toda responsabilidad, ambos generales fueron desterrados a las costas y otros jefes subalternos castigados con otras penas menores. Don Eduardo García y el coronel Rosemberg, que no quisieron deponer las armas y se sostuvieron con constancia en la ciudad de Tepic, fueron hechos prisioneros y pasados por las armas inmediatamente.

De esta manera se destruyeron las esperanzas de los iturbidistas en la República y desaparecieron también los pretextos para continuar el proyecto de crear el supremo director.

El triunfo del general Bravo hubiera sido glorioso y puro si no hubiese faltado a la capitulación hecha con Quintanar y Bustamante, quienes pudieron haberse resistido y puesto la República en convulsión, si hubiesen tenido más constancia en llevar adelante sus comenzados proyectos. Mas habiendo cedido, sea por temor, sea por patriotismo o cualquiera otra causa, es evidente que debió respetarse religiosamente el convenio celebrado con ellos, y en cuya virtud cedieron el campo y dejaron las armas.

Menos escandaloso, aunque más cruel, fue el procedimiento con García y Rosemberg. Se alegan para estas ejecuciones las leyes españolas sobre sediciones y conspiraciones, no teniéndose presente la enorme distancia que hay entre una monarquía que, establecida sobre tantos títulos de obediencia y de hecho, obedecida sin contradicción ni opiniones divergentes, hace sentir todo el peso de la autoridad despótica sobre las cabezas de cualesquiera que osase trastornar el orden establecido, y los gobiernos que recientemente se forman de los escombros de una grande revolución, en donde cada uno alega títulos a su soberanía. Yo no sé si un gobierno podía consolidarse con actos de rigor, siguiendo la misma política que los tiranos de las naciones. Mas si el gobierno subsiste por el voto general y la espontánea elección de la mayoría, ¿qué necesidad tiene de emplear los suplicios para consolidarse? No es así como se han manejado los directores de una nación vecina, cuya prosperidad y extensión de goces sociales es el argumento más fuerte que se presenta diariamente contra los actos de tiranía de todos les países.

Cuatro meses estuvo don Agustín de Iturbide en Londres esperando contestaciones de México y preparando el viaje que iba a conducirle al término fatal de su carrera. Mandó grabar e imprimir una suma fuerte de papel moneda, varias proclamas en que invitaba a los mexicanos a la paz y al orden; hizo un pequeño préstamo para fletar un buque que le condujese, y después de haber colocado seis de sus hijos en diferentes escuelas, salió con su mujer, dos hijos de corta edad, el coronel Beneski, su sobrino don Ramón Malo y su capellán. Consideraba en fermentación la República, dominantes a sus partidarios en Jalisco y extendidos por todas partes, y a los mexicanos esperándole como a su redentor. Pero ¡ah, cuán diferente era el estado de las cosas! Su partido había desaparecido, como hemos visto; el Congreso había dado la ley de muerte contra él; los mexicanos estaban entusiasmados por la República y no existían intereses que pudiesen sostener el restablecimiento de una dinastía, cuya duración efímera no había dejado tras sí vestigio alguno. Todo esto lo ignoraba el señor Iturbide, y sin usar de la precaución de pasar primero a un país inmediato para conocer la situación del pueblo a donde se dirigía, y cuya aparición sólo debía causar una revolución, en su modo de pensar, se embarcó en Southampton para las costas de México directamente, en 11 de mayo de 1824, en un buque inglés mercante.

Al dirigirse a bordo dirigió a Mr. Quin una carta en que le decía:

Es probable que se manifestarán diversas opiniones sobre mi viaje, luego que se sepa, y que algUnas serán inexactas. Yo quiero dar a conocer a usted la verdad de una manera auténtica. Por una desgracia sumamente lamentable, las principales provincias están separadas en este momento de México: las de Guatemala, Nueva Galicia, Oaxaca, Yucatán y Querétaro testifican suficientemente este hecho. Semejante estado de cosas expone la independencia del país a los mayores peligros; si por desgracia la perdiese, permanecería en la esclavitud por muchos siglos. Diferentes partidos del país que me consideran necesario al establecimiento de la concordia y a la consolidación del gobierno han solicitado mi regreso. A la verdad no tengo tan ventajosa opinión de mí mismo; pero como se me asegura que en mi poder está contribuir a reunir un gran número de intereses de aquellas provincias y a calmar las pasiones exaltadas, que deben producir la más desastrosa anarquía, parto con esta intención, sin que me excite otra ambición que la de hacer la felicidad de mis compatriotas y llenar las obligaciones que debo al país en que he nacido: obligaciones que han recibido mayor fuerza con la independencia de mi patria. Cuando abdiqué la corona de México lo hice con placer; mis sentimientos son ahora los mismos. Si consigo realizar mi plan del modo que deseo, México ofrecerá muy pronto el aspecto de un gobierno consolidado y de un pueblo reunido en opiniones y trabajando hacia un mismo objeto; todos los habitantes dividirán las cargas, que no recaerían más que sobre un corto número si el gobierno actual prolongase su existencia, y las transacciones comerciales del país tomarían una extensión y estabilidad de que actualmente están privadas. No dudo que la nación inglesa, que sabe pensar, probará fácilmente, después de estos detalles, cuál será la situación política probablemente de aquel país.

Concluye recomendando sus hijos, cuya separación da un nuevo testimonio de los sentimientos que animan su corazón.

Esta carta manifiesta claramente que Iturbide iba a apoderarse del gobierno de México y a dar una Constitución al país; su amigo Quin ha publicado que el ánimo del ex emperador era establecer instituciones análogas a las de Inglaterra, en cuanto el genio de la nación lo permitiese, lo cual equivale a decir todo lo contrario, pues hay menos analogía entre estos dos países que entre México y la China. ¿Qué tiene de común la nobleza antigua, poderosa e ilustrada de Inglaterra, con los títulos hereditarios comprados por comerciantes de ultramar a los reyes de España o adquiridos por actos de servilismo degradado? ¿Qué comparación entre una isla rodeada de puertos, los mejores del mundo, a un continente cuya riqueza territorial, cuando la haya, será como la de la Persia u otros países mediterráneos? En suma, ¿qué punto de contacto o qué relación puede encontrarse entre uno y otro país?

Iturbide quería sin duda lisonjear de aquella manera el orgullo de algunos ingleses, que sólo veían por sus deseos de influencia comercial en el reino de México y esperaban conseguirla por este caudillo. Mas no haciendo a mi propósito entrar en discusiones que pueden ofrecer controversia, sino únicamente presentar los hechos como hechos, las conjeturas como tales y las consecuencias de los acontecimientos como los testigos que deponen la conducta de los personajes, me limito únicamente a referir lo que han dicho o escrito los individuos de quienes hablo. Y para que se vea que lo que he avanzado anteriormente no es cosa de mi invención, copiaré lo que dice Mr. Quin:

Durante la estancia de Iturbide en Inglaterra ha estudiado con cuidado sus instituciones y manifestado por ellas una grande admiración. Ha expresado también el más vivo deseo de mantener relaciones políticas y comerciales de las más estrechas con nuestro gobierno, y no puede dudarse que el éxito de su empresa vendrá a ser una fuente de grandes ventajas, no sólo para la nación mexicana, sino aun para el pueblo inglés.

No debo pasar en silencio lo que dice este mismo individuo acerca de las vivas instancias que se hacían a Iturbide desde México para regresar a aquel país:

No había un solo buque de los que llegaban de las costas de México a Inglaterra que no trajese un gran número de cartas en que se le incitaba de la manera más fuerte a volver a su país. Se le decía que la República federal que se había organizado sólo comprendía un pequeño número de provincias unidas entre sí por un lazo muy débil; que el partido realista o borbonista empleaba todos los resortes de la intriga para alimentar disensiones intestinas, a las cuales había dado origen la reciente contrarrevolución, y que no se encontraba entre los republicanos un solo hombre de bastante energía, talento e influencia personal para organizar un gobierno que, si no fuese durable, tuviese al menos la ventaja de ser popular. Los autores de estas cartas lamentaban las desgracias de un pueblo sin confianza en su jefes y hacían el cuadro más triste de la situación del país. Conjuraban a Iturbide -en nombre de la patria, de sus amigos, de sus parientes y de su anciano padre, a los que había dejado en México, y en virtud del juramento solemne que había hecho de asegurar la independencia de su país- a que regresase a salvarlo otra vez de su ruina. Iturbide -continúa el mismo- había conservado relaciones que no le permitían dudar que Fernando VII tenía intención de hacer una nueva tentativa para reconquistar al menos una parte de las antiguas colonias. Sabía positivamente que esta tentativa sería favorecida por todos los miembros de la Santa Alianza y que la oposición de Inglaterra a tomar parte en un Congreso sobre los asuntos de América era el único obstáculo que les impedía obrar abiertamente. No ignoraba todo cuanto se hacía y podía hacerse por intrigas secretas y medios bien empleados de corrupción, y que si la Francia no podía dar prestados sus buques y tropas a la España, como prematuramente lo había ofrecido, podría muy bien ponerse de acuerdo con las otras potencias continentales para suministrar secretamente a Fernando los medios de equipar nuevas expediciones, mientras que agentes misteriosos soplasen el fuego de la discordia en los Estados americanos.

No he querido omitir nada de cuanto pueda contribuir a presentar como excusable el regreso de Iturbide a su patria, de donde había sido desterrado un año antes y en la que le acababan de proscribir; y yo no sé si acusar más la imprudencia de este caudillo, que sin otra ayuda que la de su mujer, dos niños y un capellán se va a abandonar en manos de gentes desconocidas, que debía considerar harían un mérito de entregarle a sus enemigos, o la indigna decepción de los que le llamaban sin tener ni los medios de sostenerle ni el valor, al menos, para sufrir la suerte que les tocase en empresa tan aventurada. Aun los que menos podían apreciar las circunstancias de aquel país auguraron muy tristemente del resultado de esta tentativa. Mr. De-Pradt escribió entonces -con motivo de la salida de Iturbide de Liorna, y poco antes de verificar su embarque en South. ampton- que era muy factible que este caudillo encontraría en las costas de México la misma suerte que el rey Murat en las de Nápoles en 1815, y este artículo fue traducido por don Lorenzo de Zavala y remitido al periódico El Sol en el mes de julio, antes de la catástrofe de Iturbide, acaecida el 19 de dicho mes. Todos los que veían la disposición de los ánimos, que eran testigos del entusiasmo republicano, que todo lo arrastraba; que no podían dejar de conocer el respeto y la veneración que se había adquirido el Congreso por la consonancia con que obraba con la mayoría pronunciada de la nación; los que veían que los iturbidistas sólo podían medrar a la sombra de los federalistas, a quienes se habían acogido, era necesario que fueran muy necios para creer que Iturbide sería recibido en un país en que no podía ya permanecer sino como jefe.

Si sus falsos amigos, en lugar de incitarle a que regresase, se hubieran dedicado a hacerle una pintura fiel del estado de la nueva República; si en vez de hablarle de anarquía, de desórdenes, de disolución social, le hubiesen descrito el fuego de los jóvenes republicanos, el fanatismo de la libertad, el desarrollo de nuevos intereses, de pasiones, de pretensiones, como otros tantos obstáculos a la monarquía o al gobierno de uno solo bajo cualquier denominación, hubieran evitado una desgracia lamentable y un crimen en los que la causaron.

A mediados de julio llegó Iturbide a Soto la Marina, y Beneski recibió orden de desembarcar el primero e investigar el estado de la opinión y la disposición de los espíritus.

El señor Iturbide no se dió a conocer, y parece que tomó un nombre extranjero; pero no estoy cierto de esta circunstancia. Mas ¿cómo podía permanecer oculto o desconocido por mucho tiempo un personaje que había llenado el país con su nombre y mandádolo por dos años?

La noticia de su llegada a Londres había alarmado a los borbonistas y republicanos, como hemos visto, y el gobierno había dado órdenes severas para que se vigilase en las costas sobre su llegada y se examinasen todas las embarcaciones.

Beneski fue conocido, y lo primero que le preguntaron fue noticias de Iturbide. Prevenido el brigadier don Felipe de la Garza de la llegada de Beneski, le hizo muchas preguntas acerca del emperador, como él le llamaba. Beneski le contestaba siempre procurando inspirarle interés y compasión por aquel jefe, que había hecho tantos servicios a la patria.

Yo desearía verle -dijo Garza-, y ciertamente encontraría en mí un apoyo, porque es el único que puede arreglar las cosas entre nosotros.

Estas u otras frases equivalentes indujeron a Beneski a confiar a Garza la venida de Iturbide en su mismo buque y su existencia a bordo. Yo no respondo de la verdad de estos hechos, que me han sido referidos por testigos presenciales; pero lo que no tiene duda es que Garza recibió a Iturbide muy bien, y aun le confió el mando de la escolta que le conducía a Padilla, capital del Estado de Tamaulipas y residencia de la legislatura. Lo que al parecer debió haber hecho fue intimar a Iturbide la orden de salir inmediatamente en el mismo buque en que había venido, haciéndole saber la resolución del Congreso general tomada tres meses antes, y de que no podía tener conocimiento habiendo salido de Londres un mes después de haberse expedido aquel decreto bárbaro y anticonstitucional. Hasta ahora un velo obscuro ha cubierto las primeras entrevistas de Garza y de Iturbide. Ambos marcharon a Padilla, quedando la señora su esposa, el capellán y su sobrino en el puerto. La llegada de Iturbide a Padilla causó una impresión viva y una sensación que en otra población más numerosa hubiera ciertamente eVItado su catastrofe desgraciada, y ¡quién sabe hasta dónde hubieran ido a parar los resultados nacidos del entusiasmo por su persona presente! Mas en una villa de tres mil habitantes, en que el Congreso era todo, la resolución de aquella pequeña asamblea no estuvo sujeta a contradicciones.

El día 19 de julio, don Felipe de la Garza se presentó al señor Iturbide y le dijo fríamente que estaba preso y que el Congreso había resuelto que fuese pasado por las armas en virtud de la ley que le declaraba proscripto. Inútiles fueron todas las reflexiones que hizo el desgraciado caudillo; inútiles sus protestas, sus razonamientos, el recuerdo de sus servicios, de aquellos servicios cuyo fruto era la independencia del país y la existencia de aquellas mismas autoridades que le condenaban. Cinco diputados habían pronunciado la sentencia de su muerte, ejerciendo el poder judicial de la manera más inaudita y atroz. El héroe de Iguala fue fusilado en la plaza pública de Padilla, a presencia de un pueblo lleno de estupor. Antes de morir exhortó a los que le escuchaban a obedecer las leyes y procurar la paz, y suplicó que se respetase a su esposa, cuya situación reclamaba la compasión de todo hombre que no hubiese perdido toda la sensibilidad de que la naturaleza dotó a la especie humana.

La noticia de este grande acontecimiento se esparció inmediatamente por toda la extensión de la República. A México llegó el 26 de julio, por la vía de Tampico, la comunicación del desembarco, y dos horas después la de la ejecución del caudillo, por la vía directa de Padilla.

He sido testigo de la exaltación y gozo de los indignos mexicanos que aborrecían en Iturbide al libertador de su patria. Un personaje que hoy ocupa un puesto importante me dijo en los corredores de palacio, con aire de ironía: Así acaban los ambiciosos. Yo le Contesté: Dios quiera no sea el principio de grandes calamidades.

La generalidad de la población recibió la noticia con tristeza, y el Congreso guardó silencio acerca de un acontecimiento que no podía tomarse en consideración sin condenar a los autores de la catástrofe. La prensa misma se expresó con mucha circunspección, y sólo declamaba contra los que tan vilmente habían comprometido a este indiscreto jefe. La familia que había venido con él pasó en el mismo buque a los Estados Unidos del Norte, en donde permanece hoy la señora con sus hijos, dando el ejemplo de grandes virtudes domésticas y de una elevación de alma digna de las Sempronias y Cornelias. El hijo mayor, de edad de veintitrés años en el día, después de haber recibido su primera educación en Inglaterra y pasado a servir a las órdenes del general Bolívar, ha sido nombrado últimamente secretario de la legación mexicana cerca de los Estados Unidos del Norte. El Congreso mexicano asignó a la viuda ocho mil pesos de renta anual, con cuya cantidad vive económicamente en George-Town, cerca de Wáshington, atendida su numerosa familia.

Pocos meses antes de este suceso, varios partidarios de Iturbide, a cuya cabeza estaba el general don Antonio Andrade, formaron un plan de conspiración, que tenía por objeto restablecer su dinastía. Fueron acusados como cómplices en esta conspiración don Manuel Reyes Veramendi, don José Santoyo y dos o tres más.

Del descubrimiento de esta trama resultó que se desterrase fuera de la República al general Andrade, padre de una numerosa familia y antiguo oficial, que había hecho una carrera honrada, aunque no patriótica, bajo las banderas del rey de España, en su patria, peleando contra los insurgentes.

Andrade tenía todas las preocupaciones de la época en que fue educado y una adhesión ciega al gobierno monárquico. Murió en el clima inhospitalario de Guayaquil, adonde fue conducido, y no hubiera podido sobrevivir mucho tiempo en un país republicano. Los demás sufrieron diferentes prisiones. No así un oficial llamado Basiliso Valdés, que en aquellos días fue aprehendido por un robo en que le sorprendieron. Parece que este hombre no estaba habituado a este género de vida y que una necesidad le impulsó a cometer aquella vil acción. Avergonzado de verse perseguido judicialmente por un acto tan bajo, creyó poder encontrar una muerte sin esta mancha declarándose conspirador; y profesando públicamente su adhesión a Iturbide, provocaba a una sedición en el cuartel en que estaba arrestado. Sus mismos compañeros de armas creyeron ser menos indecoroso el que fuese ejecutado por conspirador un oficial que había anteriormente adquirido el aprecio de muchos por buenas acciones. Juzgado por un consejo de guerra, fue sentenciado a pena capital como conspirador y pasado por las armas en la plaza de la Paja, en una madrugada. Por la mañana, su cadáver ensangrentado aterrorizó a los que deseaban resucitar el nombre y poder de Iturbide y su dinastía. Se creyó entonces que la política del gobierno había sido ofrecer este espectáculo de sangre a los conspiradores, sin haber manchado sus manos castigando de esta manera delitos políticos.

¡Pluguiese al cielo que los partidos y las facciones en sus triunfos se contentasen con castigos menos terribles!

La muerte de Iturbide, la destrucción de su partido en Jalisco y en México, la organización de los gobiernos de los Estados, la marcha uniforme del Congreso con las exigencias del momento, habían restablecido la calma en toda la República, que sólo fue interrumpida momentáneamente por un movimiento principiado en el Estado de Oaxaca por el coronel don Antonio León y su hermano, ambos estimados en su país y respetados por su valor y servicios patrióticos.

Resucitaron el proyecto de quitar a los españoles de los empleos, plan que, como hemos visto, proclamó Lobato en la capital y había sido el objeto de una representación leída en el Congreso el 11 de diciembre de 1823, firmada por más de cien oficiales y varios paisanos. El general don Guadalupe Victoria, que babía pasado a México a ejercer sus funciones en el Poder Ejecutivo, fue encargado de pasar a Tehuacán para tranquilizar aquel movimiento, que podía volver a incendiar la República, en donde esta cuestión era la piedra de toque y el resorte más poderoso para exaltar los ánimos. Victoria salió de México el 8 de agosto, y antes de un mes ya había conseguido que los disidentes depusiesen las armas sin haber derramado una sola gota de sangre.

Todos habían sido testigos en aquella provincia de los servicios hechos a la causa de la independencia y de la libertad por este general, o al menos de su decisión constante y nunca interrumpida en favor de la causa nacional. Ninguno podía acusarle de adicto a los españoles, ni menos a su gobierno, y de consiguiente, al verle declararse contra un proyecto de aquella naturaleza, se persuadieron los más exaltados que no era tiempo o no convenía obrar de aquel modo. Los corifeos mismos de esta rebelión depusieron las armas y escucharon la voz de las leyes y del gobierno por el órgano de don Guadalupe Victoria. Este tuvo la gloria de regresar a México no habiendo dejado tras sí resentimientos que vengar ni desgraciados que llorasen la pérdida de sus padres, amigos o deudos.

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