Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO II



Conspiración de Lobato. Este acusa como principales instigadores de ella a don Mariano Michelena y a don Antonio López de Santa Anna. Unese toda la guarnición a los conspiradores. El poder ejecutivo, abandonado, se refugia al edificio del Congreso. Don F élix Merino, comandante del 7° de infantería, es el único que se mantiene fiel al gobierno. El Congreso toma medidas para apagar la sedición. Nota pasada por el ministro inglés. Objeto presumido de esta nota. Algunos diputados sostienen las peticiones de los sublevados. Firmeza del Congreso. El general Guerrero es llamado. Opinión que manifiesta acerca de la sublevación. Manda desarmar al general Hernández y al teniente coronel González. Partidas armadas que recorrían el país. Vicente Gómez. Su fin. Restablécese la tranquilidad. Castigo de los conjurados. Causas que pudieron dar motivo a este movimiento contra los españoles. Hácese general el deseo de su expulsión. Por qué. Continúa el Congreso la discusión del acta constitutiva. Se declara la independencia nacional de los Estados. El partido centralista sin apoyo. Diputados que sostuvieron la discusión. Don Juan de Dios Cañedo. La nueva Constitución adoptada con entusiasmo. Observaciones. La paz pública restablecida. Guerrero, Michelena y Domínguez ocupan interinamente el Poder Ejecutivo. Michelena con don Lucas Alamán y Arizpe son los que gobiernan. Michelena se hace nombrar ministro plenipotenciario en Londres. Facultades de que se reviste para disponer de los fondos del préstamo. Don Agustín de Iturbide sale de Liorna para Inglaterra. Una tempestad le obliga a regresar. Su viaje por tierra. Voces esparcidas de un proyecto de entregarle a Fernando VII. Su llegada a Inglaterra. Sus noticias. Sus esperanzas. Préstamo contratado por Migoni. Causa de sus desventajas. Inutilidad de su inversión. Desaprobación del gobierno inglés de la conducta de Mr. Harvey, agente suyo en Mexico. Nombramiento de Mr. Morier. Informes poco ventajosos. Conducta de Mr. Canning. Acto arbitrario de despotismo de don Lucas Alaman contra M. Prisette, redactor de El Archivista. Muerte de este en Jalapa. El partido iturbidista toma vuelo en Jalisco y Guadalajara. Quiénes eran los corifeos de este partido en aquel Estado. Actividad del partido contrario y de las logias escocesas. Proposición de nombrar un director supremo. Es aprobada. Resultados temibles de esta medida. Bravo y Negrete marchan con fuerzas contra Guadalajara. Nota pasada por Iturbide al Congreso. Proposición de don Francisco Lombarda.



Cuando el Congreso se ocupaba en las bases de una acta constitutiva que organizase cuanto antes los Estados nuevamente salidos de la revolución, y que sin ninguna regla para gobernarse ni entenderse entre sí y con el gobierno general presentaban la imagen del caos, las tropas existentes en la capital, abandonadas a sí mismas, en medio de la relajación de todos los resortes de la administración, estimuladas por algunos jefes, se dispusieron a formar una conspiración cuyo objeto era pedir al Congreso una ley para que se separase a todos los españoles de los empleos.

El jefe ostensible de esta conspiración era el brigadier don José María Lobato; pero este individuo acusó después como a motores principales a don Mariano Michelena y a don Antonio López de Santa Anna. Es muy difícil saber la verdad. Michelena ocupaba entonces una plaza en el Poder Ejecutivo como suplente, y don Pedro Celestino Negrete, aunque español, ocupaba otra como propietario. Don Francisco Arrillaga, igualmente español, era secretario de Hacienda. Acusó a Michelena la voz pública de haber querido separar a estos individuos para ocupar una de sus plazas. Lo que es cierto y me consta, es que había una sociedad secreta que dirigía Michelena y que de este conciliábulo salían varias resoluciones que influían en las cosas públicas.

El suceso de Lobato comenzó en 23 de enero de 1824 por la noche, en el cuartel de los Gallos y en el convento de Belén, en la ciudad de México. Los principales representantes de esta sedición fueron Lobato, el teniente coronel Stávoli, los oficiales Barberis y un capitán Melgarejo. A la voz de las tropas que ocupaban aquellos cuarteles, toda la guarnición de la capital acudió en masa, y las plazas guarnecidas por los soldados quedaron desiertas. Las cárceles, la Casa de Moneda, el palacio, todo fue abandonado; los miembros del poder ejecutivo, viéndose sin ningún individuo a quien comunicar sus órdenes, tuvieron que refugiarse al edificio del Congreso para estar con alguna seguridad. La capital estaba en la mayor confusión, porque sin haberse disparado un tiro ni empeñado un combate amenazaba una conflagración general; sólo un cuerpo mandado por don Félix Merino, el 7° de infantería, compuesto cuando más de doscientos hombres, rehusó tomar parte en la rebelión. Este fue el único que podía oponerse a más de dos mil hombres que formaron esta trama.

No pudiendo obrar el Ejecutivo, el Congreso, en sesión permanente, se ocupaba en apagar la sedición. Se hacían alternativamente promesas y amenazas a los rebeldes; el general Santa Anna, que corría desde un punto al otro, ofreció al Congreso su persona y su espada; el agente inglés Mr. Harvey pasó una nota al ministro de Relaciones Alamán, en la que, a pretexto de protección de las propiedades de los súbditos de S. M. B., reclamaba contra el movimiento tumultuario de las tropas, haciendo una especie de amenaza de retirarse del territorio si aquel desorden continuaba. no se hizo mención en el Congreso de esta nota, a petición de Alamán. Los que sabían hasta dónde deben extenderse las relaciones de un enviado atribuyeron esta nota confidencial a un artificio de Alamán para intimidar con aquel arbitrio a los sediciosos, a falta de todo otro recurso en el gobierno. Algunos diputados estaban en inteligencia con aquéllos y sostenían en el Congreso el proyecto de dar un decreto para separar a los españoles de sus destinos. El Congreso se mantuvo firme; se negó a dar ninguna resolución sobre la demanda hecha con la fuerza armada, fundado muy racionalmente en que un decreto semejante sería obra de la violencia y no la expresión libre de los representantes del pueblo. Esta firmeza desconcertó a Lobato y sus cómplices; no se atrevían a atacar al Congreso, porque esta asamblea era muy respetada por la nación entera; era la única tabla de naufragio. Las tropas sublevadas permanecían inactivas en sus cuarteles, mientras el gobierno circulaba órdenes a los Estados para reclamar auxilios. El general Guerrero, que se hallaba en el Sur, fue llamado a la capital. El nombre solo de este campeón bastaba a intimidar a los revoltosos. Guerrero manifestó desde luego que era contrario a los proyectos de las tropas rebeldes; que aunque conocía que la opinión pública no aprobaba la permanencia de los españoles en los destinos públicos, por la desconfianza que inspiraban, jamás entraría en ningún acto que tuviese por objeto sacar por la fuerza o el temor una ley o decreto cualquiera del Congreso.

Al general Hernández y al teniente coronel González, que por el rumbo del sur de México habían proclamado la misma medida que Lobato, los había mandado desarmar.

Mas no por eso dejaron de existir otras partidas armadas que pedían lo mismo, y bajo este pretexto cometían varias tropelías en la provincia de Puebla, bajo las órdenes de Vicente Gómez, temible guerrillero del tiempo de la revolución. Lo peor era que partidas numerosas de ladrones infestaban el camino de Veracruz a México, so pretexto de pedir la expulsión de españoles, lo que perjudicaba mucho al comercio y daba una idea muy triste a la Europa de la situación del país. Posteriormente este Vicente Gómez, de quien no volveré a ocuparme, fue desterrado a California, en donde un compañero le mató de un tiro.

La presencia y oposición de Guerrero, la enérgica conducta del Congreso, que declaró fuera de la ley a los disidentes, si en un término dado no dejaban las armas y se sometían, y más que todo, la debilidad de los directores de aquella asonada, hicieron desaparecer la tempestad al cabo de tres días. El teniente coronel Stávoli, los Barberis y otros pocos se mantuvieron firmes en su propósito, pero ya no podían oponer resistencia. Lobato había cedido, y con él la mayor parte de las tropas. El Poder Ejecutivo entró en sus funciones y los obstinados fueron hechos prisioneros. A Stávoli le sentenciaron en el momento a pena capital, pero el Congreso la conmutó por otra más suave y salieron desterrados fuera de la República éste y otros oficiales cómplices de Lobato. Así concluyó la conspiración que se llamó de Lobato, por haber sido el jefe que la presidió.

Si se profundizan las causas que pudieron dar origen a este primer movimiento contra los españoles, después de un silencio de tres años en el particular, es decir, después de que hecha la independencia no se había pronunciado contra ellos ningún partido, ninguna facción, ni aun la imprenta misma, no es difícil encontrar el origen en el odio que se había acumulado sobre ellos por la conducta constantemente hostil que siguieron contra Iturbide y contra todas las medidas que podían conducir al establecimiento de un gobierno nacional y libre. Existían, además, en el territorio mexicano gran número de peninsulares que habían degollado, mutilado, empobrecido a muchos individuos y a multitud de familias en el período de la revolución, y la presencia de estas personas -las más colocadas en empleos lucrativos y otras enriquecidas con el fruto de sus rapiñas- irritaba a los mexicanos, que no creían hecha enteramente la independencia mientras estuviesen sus antiguos opresores participando del mando y disfrutando de las rentas que produce. Este sentimiento, hasta cierto punto nacional, degeneraba luego en las clases bajas de la sociedad. Los bienes mismos de los españoles llegaban a ser un objeto de su codicia y de su envidia. Y de esta manera fue formándose esa opinión, que después se hizo un partido formidable, cuya divisa era: Fuera los españoles, que se desenvolvió con tanta fuerza como violencia posteriormente. No es fácil deslindar hasta qué punto puede llamarse nacional un sentimiento que con mucha facilidad se confunde con el deseo de obtener empleos que otros tienen. Es evidente que sin este estímulo la independencia no se hubiera conseguido tan fácilmente, porque generalmente los pueblos obran muy pocas veces por ideas abstractas, por teorías de gobiernos, por esperanzas que no se palpan. Que los jefes de la nación antiguamente constituída, asentada sobre hábitos inveterados, costumbres respetables, usos, religión, propiedades, leyes, comercio; en suma, fundada, por decirlo así, sobre una serie de siglos, al ser invadida su independencia por extranjeros que amenazan la subversión de todo lo que más aman y respetan, invocando el patriotismo subleven las masas y hagan nacer un entusiasmo general, se comprende muy bien y se explican los motivos; pero que en un país sin civilización, en el que se mantienen las leyes, las costumbres, los hábitos, la religión, las preocupaciones, un sacudimiento general arroje al gobierno establecido, organice otro y declare su independencia de la metrópoli, es difícil el explicarlo sin ocurrir a aquel deseo innato que tienen todos los hombres de mejorar su suerte, sustituyéndose en lugar de los que disfrutan de ciertas comodidades. Los que para contestar a este raciocinio aleguen el ejemplo de los Estados Unidos del Norte no merecen ninguna atención.

Tranquilizada la capital, el Congreso, que había trasladado al palacio virreinal el lugar de sus sesiones por aquellos días, volvió a San Pedro y San Pablo, y continuó su discusión sobre el Acta Constitutiva. Este documento era una declaración anticipada de los principios adoptados para el gobierno de la federación, en que se contenían las bases del sistema que deberían sentarse en la Constitución federal, y como una garantía de que el Congreso había entrado francamente y de buena fe en la forma de gobierno que habían pedido los Estados.

Se declaraba la soberanía nacional, la independencia de los Estados de México, Puebla, Oaxaca, Yucatán, Tabasco, Veracruz, Jalisco, Querétaro, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila y Texas, Occidente, Tamaulipas, Valladolid y Guanajuato. En la Constitución se añadió Chiapas. Se estableció la independencia del poder judicial, la organización de los poderes ejecutivo y legislativo, la intolerancia religiosa, los fueros del clero y de la milicia y otros artículos secundarios. La sanción de este decreto constitucional y su inmediata publicación era una medida que demandaban imperiosamente las circunstancias, y así apareció a los cuatro meses, como si hubiera sido preciso hacer un gran esfuerzo para copiar artículos de la Constitución española y de la de los Estados Unidos del Norte y darles una forma regular y ordenada. Las discusiones fueron largas y acaloradas; la mayor parte de los discursos, indigestos y poco convenientes. El partido centralista combatía en retirada, porque fue derrotado desde las primeras votaciones. Ramos Arizpe era el corifeo del partido federal, lugar que le cedieron sus colaboradores por su antigüedad y su estado; pero sostenían las discusiones los diputados don Juan de Dios Cañedo, don Prisciliano Sánchez, Rejón, Vélez y otros.

Cañedo había sido miembro de las Cortes españolas en 1821 y manifestado en la tribuna algún desembarazo y facilidad para hablar. Sus frases son claras; sus conceptos, aunque comunes, los presenta con gracia y novedad, y muchas veces mezcla el chiste y el sarcasmo con oportuna felicidad. Es uno de los mexicanos más instruídos, y, con menos versatilidad de carácter y opiniones, haría un hombre de Estado sumamente útil a su patria. En otra parte hablaré del señor Sánchez, de Jalisco, honor de su Estado por sus luces y patriotismo.

El Acta Constitutiva fue recibida con entusiasmo por los que en los nuevos Estados representaban la opinión pública. Los directores de los asuntos organizaron las elecciones para formación de legislaturas, y en donde aún no las había, comenzaron a tomar una marcha más regular todas las cosas que habían permanecido hasta entonces en mucha confusión.

Grande era, a la verdad, el embarazo en que se encontraban los encargados de los poderes y de la dirección de los negocios. El nombre mismo de federación era nuevo para muchos de ellos; no tenían ni podían tener ideas sobre una forma de gobierno de la que no se habían ocupado los libros políticos franceses y españoles que circulaban en México.

Esta forma de gobierno presta muy poco campo a las teorías constitucionales que han agitado por medio siglo la Europa continental. No habiendo sido la consecuencia de doctrinas abstractas ni de discusiones metafísicas, sino del estado de cosas en los Estados Unidos, de la material situación de las relaciones e intereses sociales antes de la emancipación de aquel vasto territorio, las autoridades han ido naturalmente y sin violencias poniéndose en su lugar, y las leyes y las disposiciones constitutivas que han venido después de la existencia de los gobiernos nada han alterado, en vez de que en muchas naciones de Europa y América las constituciones y las leyes orgánicas han creado y dado existencia a un estado de cosas que no había ni hubiera venido por el curso natural de los acontecimientos. Esta observación es muy importante, y debe servir para explicar los obstáculos que se encuentran a cada paso en esas sociedades en donde todo es ficticio y efecto de sistemas inventados o mal imitados. Y si en las naciones que han dado a luz estos sistemas se marcha con tanta dificultad y se experimenta un continuo roce entre las diferentes ruedas de la gran máquina social; si los mismos creadores de esas hipótesis convertidas en tesis constitucionales tienen necesidad muchas veces de volverse atrás, de detenerse, de apelar a antiguas tradiciones o usos establecidos, al auxilio mismo de la superstición, para poder hacer marchar el Estado constituído sobre sus nuevos teoremas políticos, ¿qué deberá acontecer con esos hombres lanzados repentinamente en la carrera política, colocados por la magia revolucionaria a la cabeza de los destinos de su patria, sin entender ni lo que son, ni lo que harán, ni lo que podrá suceder? Estas consideraciones, que sólo las indica el historiador, son una materia de reflexiones profundas e interesantes para el político y el filósofo.

El sistema federal fue jurado y reconocido en toda la República; el voto general se había cumplido, como se expresaban los corifeos de esta doctrina. La paz pública estaba restablecida en la extensión del territorio, y el poder ejecutivo desempeñaba sus funciones tranquilamente después de la asonada última. El ministro Llave había partido para su casa en Córdoba, huyendo de los peligros del ministerio amenazado en la pasada revolución. El poder ejecutivo estaba desempeñado por los señores Guerrero, Domínguez y Michelena, porque los propietarios estaban en comisiones fuera de México.

Es necesario que los lectores se enteren de lo que hizo entonces Michelena. Este último lo hacía todo con don Lucas Alamán y el diputado Arizpe, porque Domínguez, hombre octogenario, de un carácter débil y condescendiente a pesar de su extremada honradez y probidad, y Guerrero, constantemente atacado de los dolores y hemorragia, efectos tristes de la herida que recibió pocos meses antes, inhábil para dedicarse con constancia a los asuntos públicos, no podían oponer resistencia al sistema de intrigas que dirigía el gabinete. Michelena, aprovechándose del abandono que todos habían hecho del supremo poder en sus manos, se hizo nombrar general de brigada y conferir el encargo de ministro plenipotenciario en Londres, aun cuando no había tratados existentes ni de consiguiente México estaba reconocido como nación independiente por aquel gobierno. Pero esto no importaba a Michelena. Se dió a sí mismo las instrucciones que creyó útiles y convenientes, no al bien de la nación, sino a sus intereses, para compra de buques, de vestuarios, de armamento, etc.; y con estas facultades omnímodas para disponer de los productos del primer préstamo en que la nación iba a empeñarse, partió para Europa en marzo de 1824. De esta manera, en la República Mexicana se disponía ya de caudales que se tomaban a un interés subido, destinándolos a objetos frívolos, inútiles o ficticios.

El 20 de noviembre de 1823, don Agustín de Iturbide, que se hallaba en Liorna, noticioso de las disensiones que ocurrían en México y de la voz levantada contra la existencia del Congreso constituyente, como hemos visto, se hizo a la vela en un buque inglés para Londres; pero obhgado por una fuerte tempestad a regresar al puerto el barco en que iba, se determinó a partir por tierra a principios de diciembre siguiente, y atravesando rápidamente el Piamonte, en lugar de tomar por Francia, se dirigió a Ginebra, y siguiendo por la orilla derecha del Rin, entró por los Países Bajos, y embarcándose en Ostende, llegó a Inglaterra el 31 del mismo mes.

Mr. Michel Joseph Quin, amigo del señor Iturbide, dice en el prefacio de las Memorias de éste que varios avisos secretos de que se trataba de entregarle a Fernando VII le obligaron a salir de Italia, evitar la entrada en Francia y ponerse a salvo en la nación única que entonces ofrecía en Europa garantías y hospitalidad a todos los emigrados por asuntos políticos. Yo no pronuncio mi juicio acerca de este hecho; mas la salida posterior de Iturbide de Londres para las costas de México hace formar la presunción de que ya tenía un proyecto de regresar a su país. En el post scriptum de sus Memorias dice:

El tiempo que ha transcurrido después de haber concluído este escrito me ha ofrecido la ocasión de observar que los acontecimientos ocurridos en México después de mi salida confirman plenamente todo lo que yo había dicho con respecto al Congreso. Se le ha visto prolongar la duración de sus sesiones, a fin de apoderarse de todos los poderes y de formar una Constitución conforme a sus deseos. Esta conducta es incompatible con la autoridad limitada que se le confirió, y manifiesta su menosprecio por la opinión pública y por las representaciones enérgicas que le han dirigido las provincias para que se limitase a formar una nueva convocatoria.
De aquí ha resultado que las provincias, para forzar al Congreso a condescender, han ocurrido a medidas violentas, tomando las armas y rehusando obedecer a las órdenes de esta asamblea y a las del gobierno que ha formado. Este hecho ofrece una prueba inequívoca de la mala opinión que el pueblo tiene de la mayoría de los diputados.
La convocatoria de un nuevo Congreso pide necesariamente tiempo y gastos, y de consiguiente se puede inferir que el pueblo no hubiera ocurrido a este expediente nunca si hubiera visto a la mayoría de los actuales diputados como legisladores sabios, virtuosos y moderados, o si la conducta de estos diputados después de su nuevo ingreso en el santuario de las leyes hubiese sido conforme al bien general, en lugar de estar subordinada a sus ambiciosos y siniestros designios
.

Esto escribió el señor Iturbide poco antes de salir de su retiro de Liorna, en donde recibía noticias, y aun invitaciones, según afirma Quin, a quien es regular se las haya comunicado.

Iturbide estaba lleno de la idea de su poder y de su prestigio. Creía que las revoluciones que se hacían en su patria no tenían otro objeto ni mira que su restablecimiento, y medía los proyectos de todos los mexicanos por los de Bustamante, Quintanar y su compadre don Juan Gómez Navarrete, redactor de El Aguila Mexicana.

Lleno de estas ilusiones, arrastrado por el amor, tan natural, que tienen todos los hombres a su país natal, preocupado con el ejemplo de los rápidos triunfos de Napoleón cuando su desembarco en Cannes, y olvidando su terrible caída, y más que todo la funesta catástrofe del rey Murat, se arrojó de nuevo en el golfo de la política y de las revoluciones.

En Londres encontró nuevos incentivos. En Bath recibió, según el testimonio de Mr. Quin, cartas de México en las que se le instaba del modo más eficaz para que volviese cuanto antes a aquel territorio.

Sin ninguna mira de elevación personal -dice su amigo-, sólo consideró la independencia de México que había tenido la gloria de fundar, y resolvió, aun cuando sólo tuviese que servir como un simple soldado, tomar un fusil, y en caso necesario derramar hasta la última gota de su sangre en defensa de una causa tan sagrada.

El 7 de febrero contrató don Francisco de Borja Migoni, con la casa de B. Goldsmith y Compañía, el préstamo para que había sido autorizado el gobierno por el Congreso mexicano, en la suma de 3.200,000 libras al 5 por 100 de interés anual, y al precio de 55 por 100.

Todavía no comenzaba a tenerse en Londres la opinión ventajosa que posteriormente se formaron los ingleses de las riquezas del país y de la facilidad de explotarlas.

La presencia de don Agustín de Iturbide, que amenazaba con una tentativa sobre México, era además otra causa para que los prestamistas no entrasen en más amplias concesiones; y así, aunque desventajoso por el precio bajo en que se contrató este préstamo hecho por Migoni -atendidas las circunstancias referidas y la de ser el primero que salía a la plaza de Londres, en donde las relaciones con México eran casi ningunas-, fue todo lo que quizá se podía hacer en aquella época. El mal no provenía de los términos de la contrata, sino de la resolución de hacer el préstamo, cuando las medidas de economía en el país hubieran sido suficientes para satisfacer las necesidades del momento, como lo manifestó el uso que se hizo de los productos de este empeño, consumidos en su mayor parte en artículos inútiles, como lo veremos después.

He indicado que la casa del R. P. Staples proporcionó al gobierno de México la suma de cerca de un millón de pesos para pagarse después con los productos del préstamo de Londres, tomando además todas las hipotecas que exigió. En esta negociación, Staples fue apoyado por la firma de Mr. Harvey, que recomendó la casa prestamista y aseguró su responsabilidad. El gabinete inglés no aprobó el que un agente diplomático suyo entrase en semejantes contratos ni se mezclase de manera alguna en negocios mercantiles o bursátiles, y en consecuencia relevó a Mr. Harvey inmediatamente, sustituyendo en su lugar a Mr. Morier, que salió de Londres en julio de este año, embarcándose en Portsmouth.

Mr. Morier había viajado en el Oriente y escrito algunas observaciones curiosas sobre la Persia y demás provincias del Asia Meridional. Es un inglés bastante instruído, de modales francos y urbanos y muy afable. Este juicio es tanto más imparcial cuanto que los informes que dió de México a su gabinete no fueron muy ventajosos al país, y quizá fue más severo con respecto a los mexicanos que lo que merecían. El corto tiempo de su mansión en la capital y la clase de personas con quien trató no daban suficiente materia para juzgar. Pero nada es más común que estos juicios que los extranjeros forman sobre los pueblos que visitan, hablando de las poblaciones como se pronuncia sobre la clase del terreno, las producciones naturales y otros objetos que no pueden admitir modificación, como las costumbres y disposiciones morales de los individuos. Mr. Canning no obró de acuerdo con los informes de Mr. Morier, pues a pesar de ellos continuó dando órdenes para formalizar los tratados que debían producir el reconocimiento de la independencia mexicana un poco más tarde.

Por este tiempo cometió don Lucas Alamán un acto de arbitrariedad y tiranía en nombre del gobierno, de que era secretario de Relaciones. Había llegado a México un año antes un francés llamado M. Prisette, emigrado de su país en tiempo de la Restauración; sujeto bastante instruído en varios ramos de literatura y amante de la libertad, Prisette creyó que en una nación en la que se había establecido la libertad de imprenta como una de las principales bases constitucionales no habría ningún peligro de escribir, siempre que se respetasen las leyes, y que en el caso de faltar a alguna se juzgaría al culpable por las que reglaban el uso de esta facultad respetable. Estableció un periódico titulado El Archivista, en el que insertaba todas las disposiciones legislativas y decretos que podía adquirir, acompañando siempre algunas reflexiones -las más juiciosas y eruditas-, ya sobre los mismos decretos, ya sobre politiCa en general. El periódico era interesante y, de consiguiente, de suma utilidad en un país en que son raras esta clase de producciones. Es verdad que no siempre caminaba de acuerdo con el gobierno, y aun algunas veces se ocupó en censurar las providencias que no parecían legales a los editores; pero ¿qué otra cosa es la libertad de imprenta ni qué uso más útil tiene que el de combatir la marcha de los gobernantes cuando no es conforme a los intereses públicos?

El señor Alamán encontró un medio fácil de libertarse de este censor importuno. Expidió una orden para que dentro de veinticuatro horas fuese conducido M. Prisette fuera de la capital, rumbo de Veracruz, con una escolta de soldados, y que llegado al puerto se le embarcase para un país extranjero. Paralítico, sin recursos, hombre de más de cincuenta años, sumamente sensible, Prisette salió de México en la forma que he dicho y murió al poco tiempo en Jalapa, en donde había sido detenido por la compasión que inspiró su situación a don Guadalupe Victoria y don Sebastián Camacho.

La providencia se cubrió con el velo de que los extranjeros no deben mezclarse en las cuestiones políticas de los otros países, y este negocio quedó así.

El aspecto que iban tomando las cosas en el Estado de Jalisco y ciudad de Guadalajara comenzaba ya a inspirar recelos al gobierno de México. El partido iturbidista, que parecía haber desaparecido con su jefe, tomaba una consistencia alarmante. Los generales Bustamante y Quintanar, de los cuales éste era gobernador del Estado y el otro tenía el mando. de las armas; un coronel polaco llamado de Rosemberg, amigo y confidente de Iturbide; don Eduardo García, pariente del ex emperador; don Antonio J. Valdés, habanero sumamente afecto a los mismos intereses, sujeto de mucha actividad, dotado de algunas cualidades brillantes, editor de un periódico que sostenía el partido; don José Manuel de Herrera, ex ministro de Relaciones del imperio, y oculto en casa de don Toribio González, canónigo, provisor y muy afecto a Iturbide; todos estaban a la cabeza de una facción que, bajo las apariencias de federación, trabajaba por el restablecimiento del héroe de Iguala. Mantenían con él correspondencia y alimentaban sus esperanzas trabajando activamente para prepararle el camino. Los que habían contribuído tanto a la caída de este caudillo, veían el riesgo que amenazaba y obraban con la mayor actividad para neutralizar los esfuerzos de los que procuraban una restauración.

En esta ocasión obró también eficazmente el partido escocés. Se acordó en las logias que se hiciese en el Congreso una proposición para que se nombrase un supremo director que se encargase del Poder Ejecutivo, apoyándose en que el estado de disolución que amenazaba a la República exigía la concentración del mando en una sola mano. En proporción de que el riesgo se hacía mayor por el aumento del poder e influencia de los iturbidistas en Jalisco, los republicanos y borbonistas se aproximaban más por el interés común de repeler un enemigo de ambos. Esto hizo que el proyecto de supremo director tuviese boga y que comenzase a discutirse en el Congreso. El proyecto fue aprobado en la mayoría de sus artículos, y el general Bravo, encargado de pasar a Guadalajara con tropa armada para contener los progresos de una facción que se hacía temible, era el que se creía destinado para ocupar la primera magistratura proyectada.

Grande era la agitación de los espíritus y muy vacilantes las opiniones de los que habían profesado de buena fe el nuevo orden de cosas.

¿Quiénes eran más temibles entre los iturbidistas y los centralistas? Esta era la cuestión difícil de resolver. Los federalistas temían que una institución tierna todavía, por decirlo así, no desapareciese al aspecto de un dictador que, armado de un poder enérgico, desplegase fuerzas militares concentradas sobre esos grupos de legislaturas, cuya existencia de dos días sólo era debida a la distracción, digámoslo así, en que se hallaban los soldados, que habían sido hasta entonces los que dispusieron de los destinos del país.

Si por un decreto se creaba Un poder militar y entraban bajo su imperio esas tropas que participaban del espíritu de las localidades que ocupaban, y que desde este momento serían sólo Un instrumento pasivo del dictador, se aventuraba la existencia del sistema recién establecido; haciendo más verosímil esta conjetura las opiniones que profesaba el general Bravo, que seguramente no eran las que podían inspirar mayor confianza a los federalistas.

En este intermedio, el general Bravo marchaba, en compañía del general Negrete, a la cabeza de tres mil hombres a deshacer la facción de Guadalajara. En esta ciudad se preparaban a una obstinada defensa, y se había conseguido alucinar a los habitantes del Estado con la idea de que la división de México que marchaba contra la capital tenía el proyecto de destruir el sistema federal, cuyo principal apoyo se decían ser los individuos que he referido. Muchos tenían esta opinión, aun en el seno mismo del Congreso general, y las cosas se presentaban tan envueltas en misterios, que nadie podía saber la verdad.

Mientras Bravo marchaba sobre Guadalajara a combatir el partido iturbidista, llegó a México la noticia de que el señor Iturbide estaba en Londres, y al Congreso una nota que éste le dirigió, manifestándole que los motivos que le habían obligado a abandonar su pacífica mansión en Liorna era la noticia cierta que tenía de que se preparaba una expedición contra la independencia de México, y que la Santa Alianza no era extraña a esta empresa. Que no pudiendo ver con indiferencia los riesgos que de nuevo amenazaban a su patria, no creía cumplir para con ella si no ofrecía al Congreso su espada como un soldado.

El Congreso recibió con sorpresa esta comunicación inesperada, a la que se acordó no contestar; y, por el contrario, el diputado Lombardo hizo una proposición para que en el caso de que Iturbide intentase regresar al territorio mexicano se le considerase fuera de la ley: frase cuya rigurosa significación aun no se sabe cuál es.

Es de notar que mientras el señor Iturbide escribía en Europa que las disensiones de su país le obligaban a volver a él para tranquilizarlo, dirigía a México notas exponiendo que la invasión que amenazaba la independencia le obligaba a salir de su retiro para auxiliar a sus conciudadanos.

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