Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO XIV

PRIMERA PARTE



El gobernador Zavala con una partida armada. Su proclama en Ocuila. Movimientos de Montes de Oca y Alvarez en Acapulco. Proclaman el plan de Santa Anna. Otras partidas en Chalco y Apam. Gobierno militar. Sus esfuerzos para levantarse. Victoria no es obra de un partido. Los candidatos de 1828 lo son. Defecto de la Constitución. Reflexiones. Estas no debilitan la elección de Pedraza. Entrada de Zavala a México. Grito de la Acordada. Aturdimiento del gobierno. Confusión entre los conjurados. Aparición de Lobato. Comisionados por el gobierno para tranquilizar la sedición. Ridículo de esta medida. Manifiesto de don Lorenzo de Zavala. Motivos que tuvo para publicarlo. Decreto de 17 de septiembre contra Santa Anna. Acusación contra Zavala en el Senado. Disposición del espíritu público. Motivos que tuvo Zavala para fugarse. Atropellamiento de su casa y de su persona. Motivo de su ida a la Acordada. Conclusión del Manifiesto. Reflexiones sobre él. Se reprueba su conducta. Sus condescendencias con los revolucionarios. Compromisos. Los del general Pedraza. Otras reflexiones sobre el Manifiesto preinserto. Embarazos del general Pedraza y su posición en el ministerio. Lenidad de Victoria. Solicitud para facultades extraordinarias. Denegación de las cámaras. Concesión tardía de ellas. Fuga de Pedraza. Abandono que hace Guerrero de los suyos. Reflexiones sobre esto. Toma de Chapultepec. Rendición de la capital. Ida de Victoria a la Ciudadela. Conferencia con Zavala. Motivos de la revolución. Saqueo. Resistencia de Puebla y Querétaro. Coronel don Juan José Codallos. Toma parte por la causa de la Acordada. Recorre varios Estados del interior. Estos adoptan los efectos de la revolución. Excesos cometidos en Cuernavaca. Los contiene Zavala. Venida a México de las tropas del Sur. Coronel Alvarez. Su carácter. Pronunciamiento de la guarnición de Puebla. Tranquilidad. Apertura de las sesiones del Congreso general. Renuncia de Pedraza. Elección de presidente y vicepresidente. Guerrero y Bustamante. Reflexiones. Llegada de Guerrero a México. Lobato. Su carácter. Su muerte. Discurso de Zavala al Congreso de México. Conclusión del capítulo.



Entre tanto Zavala andaba con una partida de gente armada en el Estado de México, sin cometer actos de hostilidad ningunos y solamente huyendo de las partidas de tropas que se destinaron a perseguirlo. En el pueblo de Ocuila, distante dieciocho leguas de la capital, publicó una proclama en la que decía:

Elevado por los sufragios de vuestros representantes al supremo gobierno ejecutivo del soberano, libre y poderoso Estado de México, después de dieciocho años de servicios y sacrificios a la patria, me había consagrado de todos modos a procurar vuestra felicidad, promoviendo cuanto estaba en mi arbitrio la prosperidad de los ramos que forman la riqueza de las naciones y proporcionan más goces a los ciudadanos, removiendo los obstáculos que oponían a cada paso las preocupaciones, las costumbres adquiridas con una educación bárbara y supersticiosa, y excitando a los legisladores para que sustituyesen a las leyes coloniales que nos rigen, en la parte más esencial de la vida social, otras que fueran más análogas a las instituciones libres que hemos jurado y que deben gobernarnos.
No creía deber temer ningún ataque de parte de los enemigos, que de mil maneras persiguen a los que hicieran algún servicio a la patria, o aquellos de quienes puede esperar algo por sus luces y espíritu. Cumpliendo con mis deberes como gobernador, hacía frente con energía a los ataques repetidos que de parte del gobierno de la Unión se daban a la soberanía del Estado. No omití dar toda la publicidad conveniente a algunas de estas contestaciones, así para que el público pronunciase entre los contendientes como porque juzgaba útil presentar ejemplos de semejantes cuestiones para que se dilucidasen.
Nunca pude presumir que el ministerio ocultase un resentimiento innoble y poco generoso por semejantes contestaciones. Por su parte había entrado en la lid con las mismas armas, y con eso creía disipados todos los motivos de algún oculto rencor. Me equivoqué.
La reñida cuestión de la presidencia, en la que todos los ciudadanos de la República han manifestado a su modo sus antipatías o simpatías, ofrecía una ocasión oportuna al ministerio para tomar venganza de sus supuestos agravios.
El grito del general Santa Anna, contra el que en el ejercicio de las funciones públicas trabajé constantemente, y en cuyo favor no se me podía probar haber obrado como persona privada, presentó un flanco por donde se me dispuso el ataque. Todos sabían que hahía hecho pública profesión de mis opiniones en favor del benemérito general Guerrero; que tenía íntimas conexiones y relaciones de amistad con los que pertenecían a este partido y, de consiguiente, que no correspondía a la franqueza de mi carácter ni a la hidalguía con que debe obrar un republicano cerrar mis comunicaciones con los que antes las había tenido, y que en la ocasión presente se explicaban con más o menos libertad sobre el pronunciamiento del señor Santa Anna.
El gobierno general, abusando inicuamente de esta circunstancia en que me hallaba colocado, preparó un plan de acusación contra mí en la Cámara de senadores, en donde, como es público, las dos terceras partes han declarado de una manera terrible las hostilidades a cuantos pertenecían al partido de la oposición. Se hacinaron documentos insignificantes, se buscaron miserables que fingiesen cartas y anónimos contra mí, y hasta el derecho innegable que tiene todo gobierno de arrestar a los que ataquen sus garantías sirvió de título de acusación contra mí. Una tempestad se levantó sobre mi cabeza, y el Senado, sin darme tiempo de contestar, sin querer oírme como lo previene expresamente el reglamento, angustiando arbitraria e ilegalmente los términos, declaró haber lugar a la formación de causa, dando con este paso un nuevo testimonio de lo que puede el espíritu de partido en tiempos de efervescencia.
Pero el Senado al fin tenía facultades para hacer esta declaración aunque salvase varias formalidades ...
Mas ¿qué facultades tiene el poder ejecutivo para mandar cercar mi casa a deshoras de la noche con tropa armada y ordenar se me condujese a México ignominiosamente? ¿Desde cuándo el presidente o los ministros se hallan revestidos del poder de atropellar a los ciudadanos de los Estados, y mucho menos a sus supremos magistrados? Entregado yo al poder judicial, y tocando a la Suprema Corte de Justicia el juzgarme, ¿qué intervención tenía el poder ejecutivo general? ¿No manifestaba esto tener deseo de vengarse de mi persona, y al mismo tiempo no era un ultraje a la soberanía del Estado de México?
Estas consideraciones me hicieron preferir tomar el partido de ocultarme, a la ignominia de dejarme conducir como un facineroso, o quizá a un sangriento combate que ya se preparaba a mi presencia, pudiendo poner en combustión el Estado. Los que conocen la influencia que he adquirido sobre la clase indígena, los que saben cuánto podrían hacer hablando una sola palabra sobre distribución de tierras, me harán justicia sobre el resto de mi conducta política.
El augusto Congreso del Estado ha justificado mi conducta; ha visto, lleno de amargura, atropellada la majestad de las leyes y a su poder ejecutivo. Ha reservado para un tiempo más tranquilo elevar su voz a la nación para acusar ante ella semejantes atentados, y yo entre tanto, queriendo evitar los resentimientos de una facción armada, me mantengo en vuestro seno, esperando que cuando las cámaras se renueven se haga justicia a los que, cuando han triunfado en nombre de la nación defendiendo sus derechos, han sido siempre generosos con sus pérfidos enemigos.

En el distrito de Acapulco, el general de brigada Montes de Oca y el coronel don Juan Alvarez habían formado un cuerpo de gente armada compuesto de las milicias provinciales de las costas, y ocupando la plaza y castillo de Acapulco, proclamaron el mismo plan de Santa Anna y el cumplimiento de la ley de expulsión de españoles. En los partidos de Chalco y Apam había movimientos en el mismo sentido, y no hay duda en que existía un descontento general que anunciaba un próximo desenlace. La tiranía que comenzaba a levantarse sobre el sistema militar no estaba todavía bien organizada, y encontraba fuerte resistencia en una parte del ejército que no era adicta a Pedraza y en el carácter humano y tímido de Victoria, que oponía siempre su veto a las medidas de terror que meditaba el ministerio y que exigían sus circunstancias. Victoria no había sido elevado a la presidencia por un partido, y de consiguiente nada temía de los que combatían a su presencia.

No estaban en este caso los candidatos de 1828. Si había una mayoría pequeña de votos de las legislaturas en favor del señor Pedraza, había otra minoría notable por el señor Guerrero, y el partido de éste pretendía que la mayoría del voto público estaba igualmente por el segundo. Este es un defecto de la Constitución que debe enmendarse para evitar este equilibrio peligroso. Porque si se deja en manos de las legislaturas la elección de presidente, es necesario procurar que nunca pueda decirse que las legislaturas han votado contra la opinión nacional, lo que es sumamente peligroso. Si, por ejemplo, los pequeños Estados de Tamaulipas, Tabasco, Querétaro, Sonora, Sinaloa, Nuevo León, Chihuahua, Coahuila, Veracruz y Chiapas forman una mayoría contra los de México, Jalisco, Michoacán, Puebla, etc., es claro que la mayoría numérica de la nación será sacrificada a la mayoría numérica de los Estados, y que dará al menos pretextos para argüir y sostener pretensiones ilegales. Quizá sería conveniente exigir dos terceras partes, tanto en las elecciones de los Estados como en las de la Cámara de representantes, para la elección de esta alta y peligrosa magistratura.

Estas reflexiones no tienen por objeto infirmar en nada la elección de Pedraza, que fue legítima, y de consiguiente atentatoria a la Constitución la revolución que lo despojó. Pero como el objeto del autor de este Ensayo es hacerlo útil, presentando los inconvenientes y los remedios, no ha querido omitir estas observaciones, que podrán quizá evitar algunos males en lo sucesivo.

Después de haber corrido Zavala desde el 6 de octubre por varios puntos del Estado, evitando encontrar la tropa que lo perseguía por todas partes, y ascendía al menos a mil quinientos hombres, entró oculto en México la noche del miércoles 29 del mismo mes, favorecido por don Mariano Cerecero, hermano del diputado, don Agustín Gallegos y otros individuos del partido popular.

En esta ciudad pennaneció hasta el 30 de noviembre, en que el coronel del batallón de Tres Villas don Santiago García y don José María de la Cadena, coronel de un cuerpo de cívicos de la capital, y el cuerpo de artillería de los mismos, se dirigieron al edificio de la Acordada, depósito de un número considerable de cañones y de mucho parque, capaz, además, de resistir los primeros ataques. Desde allí se declararon contra la presidencia de Pedraza. Oigamos lo que sobre esto dice el mismo don Manuel Gómez Pedraza, en su Manifiesto publicado en Nueva Orleáns en 17 de mayo de este año de 1831:

En aquel instante era preciso obrar con la velocidad del rayo. Tal vez si hubieran marchado 200 hombres al punto de la reunión de los sediciosos, la revolución habría tomado otro sesgo; pero no se hizo así; la sorpresa ocupó los ánimos; de todas partes se pedían informes y no se tomaba ninguna providencia. El palacio se llenó de toda clase de gentes; el gobierno, débil y sin prestigio, no era ya ni un simulacro de poder. Así fue que después de dos horas no se había dictado la más leve disposición. Los sediciosos entre tanto iban derechos a su fin, con tanta mayor facilidad cuanto que no se les oponía el menor obstáculo. A las diez de la noche previne al coronel Inclán que mandase ocupar la Acordada por un capitán de su confianza y 40 hombres de su batallón. Se hizo así; pero el coronel García, jefe de día, bajo tal investidura, sorprendió sin dificultad aquel destacamento y se apoderó de un edificio fuerte, depósito de cañones y de un parque inmenso.

Véase cómo el señor Pedraza confiesa su aturdimiento en las circunstancias en que debía manifestar mayor serenidad y la reflexión necesaria para extinguir en su origen un movimiento que no tenía ninguna combinación, ni un plan, ni jefes, ni recursos. En efecto, la Acordada estaba en un completo desacuerdo, en una confusión indecible. Don José María Cadena se oponía a que en el plan que se adoptase se pusiese la exclusión de Pedraza del ministerio y de la presidencia; el coronel García insistía en este artículo, y los dos jefes estaban ya divididos antes de principiar las hostilidades.

El brigadier don José María Lobato se presentó a los disidentes y se ofreció a tomar el mando como jefe de mayor graduación. Pero García se resistió, porque todos desconfiaban -decía él- de que Lobato los abandonase, como lo había hecho en enero de 1824. De esta manera los tres estaban divididos y no había ningún orden en las cosas. Don Lorenzo de Zavala fue llamado por ellos de la casa de don Juan Lascano, en donde se hallaba oculto, y llegó a la Acordada en estas circunstancias a las doce del día 19 de diciembre, y cuando don José María Cadena se había retirado de los disidentes y presentádose al gobierno. Éste aun no había tomado ninguna providencia capaz de salvarlo. En la madrugada de aquel día envió comisionados a don Ramón Rayón y a don José María Tornel para que persuadiesen a los rebeldes que dejasen las armas. Pero ¿qué garantías se ofrecían a unos hombres que habiendo provocado a la sedición y ocupado un punto con armas se les invitaba a que se entregasen a ser castigados? Muchos estaban presos y otros perseguidos. Era desconocer enteramente el influjo de las pasiones el querer disolver una banda de conspiradores con figuras de retórica, como lo pretendió el gobierno y ejecutó Tornel. Cuando con un apólogo se apagaba alguna sedición en las naciones antiguas, los ciudadanos no tenían que temer el ser fusilados al día siguiente. La propuesta fue desechada por los disidentes, y ambas partes se prepararon al ataque con el mismo ardor.

Insertaré a continuación el Manifiesto de don Lorenzo de Zavala y haré después reflexiones acerca de un documento escrito sobre los cañones, por decirlo así, y publicado entonces.

Al presentarme de nuevo en la escena política, después de la persecución atroz que suscitó contra mí un partido que nunca perdona agravios supuestos o verdaderos, creo deber a mi reputación ultrajada por los enemigos en la exaltación de las pasiones, a mis conciudadanos y a los extranjeros, presentar un cuadro de los principales sucesos ocurridos antes del 6 de octubre último, en que el Ejecutivo de la federación envió una escolta de sesenta hombres para conducirme a México, como se podía hacer con un facineroso, vilipendiando en mi persona el supremo Poder Ejecutivo del Estado de México, interrumpiendo las augustas funciones que ejercía en el más solemne y respetable acto, cual es el de las elecciones que presidía, y la relación circunstanciada de los que siguieron a aquel día, en que el atropellamiento de un gobierno inicuo me obligó a tomar el partido de fugarme, como de los motivos que me han determinado a obrar del modo que lo he hecho, tomando un partido a que me impelió la fuerza de las circunstancias y el poderoso estímulo de sacudir el doble yugo impuesto a la patria y a mí personalmente. Este rasgo de mi vida pública tiene una conexión muy íntima con la historia de los últimos sucesos de la República, en la terrible revolución que acaba de experimentar, y cuyas consecuencias no se pueden apreciar todavía. Esta circunstancia, y el convencimiento que tengo de que el hombre público no debe valerse de supercherías ni de intrigas para establecer su reputación sobre bases sólidas, me han determinado a publicar este Manifiesto en los momentos mismos en que los personajes que han intervenido pueden dar testimonio de los hechos, sean del partido que fueren. Los escritores públicos se han entretenido muchas veces en dar a luz artículos que tuvieron por objeto manchar mi reputación, publicando negras calumnias contra mí.
Todos los que han sido testigos de los sucesos ocurridos, y que no obran de mala fe, me harán justicia y pronunciarán su fallo sobre lo que más apreciable debe ser al que, después de una carrera de dieciocho años de servicios y padecimientos, no tiene otro caudal que el aprecio de sus conciudadanos y la buena reputación, que vale más que todo el oro del universo.
Después de que por las noticias venidas de los Estados se supo que el señor don Manuel Gómez Pedraza no solamente había tenido mayor número de votos que ninguno de los candidatos, sino que reunió la mayoría absoluta para la presidencia de la República, los partidos, que debieron haber callado hasta la resolución de este gran negocio por la Cámara a que correspondía, se precipitaron el uno sobre el otro, dando el vencedor pruebas evidentes de su poca generosidad y prudencia.
El grito del señor general Santa Anna en Perote, protegido por tropas dispuestas a todo, dirigidas por un jefe que ha dado tantas pruebas de valor, y provocado por las persecuciones suscitadas por una legislatura que tan frecuentemente ha manifestado su inexperiencia y falta de cálculo político, dió ocasión al partido dominante a precipitarse y precipitar la República en una horrible revolución. En vez de tomar el partido que aconsejaba la prudencia y dictaba el buen sentido, que era el de la persuasión y de los medios suaves, se armaron las cámaras de todo el poder de que ciertamente carecen, constitucionalmente hablando, y lanzaron contra el joven general el terrible y ominoso decreto de 17 de septiembre del año próximo pasado, declarándolo fuera de la ley.
Esta atroz resolución dada por el Congreso de la Unión, con la precipitación con que se fulminó, sacudió en sus fundamentos la sociedad, como sucederá siempre que cualquiera de los poderes públicos, excediéndose de sus facultades y dejándose arrastrar por el ímpetu de las pasiones, tomen resoluciones de alguna importancia. Tal lo era ésta, en que se intentaba arruinar las esperanzas de un partido que en tantas ocasiones ha triunfado contra los esfuerzos de una moribunda aristocracia.
El aparato y prestigio de una disposición legal pareció autorizar a los corifeos del partido vencedor para toda clase de persecuciones contra los que pudiesen considerarse adictos al pronunciamiento del general Santa Anna. Todos sabían que yo era uno de los que más públicamente había trabajado porque la elección de presidente recayese en el general don Vicente Guerrero.
Eran públicas las contestaciones que habían ocurrido entre el ministerio y mi gobierno sobre las tropas que se enviaron a obsediarnos durante las elecciones de 1° de septiembre; había yo dicho al señor Cañedo que era necesario tener cuidado con las revoluciones; había manifestado la energía que caracteriza todos los actos de mi gobierno, en circunstancias en que el ministerio todo y el presidente mismo habían declarado una guerra a mi persona. Todo esto preparaba ya una persecución, en que el gobierno general no omitió ningún paso de los que pudieran consumar mi ruina. Las contestaciones más insignificantes, las cosas más indiferentes, todo se interpretaba siniestramente, y el comandante general Filisola, y el ministro Pedraza, y los senadores Franco Coronel, Farías, Vargas y otros que se habían propuesto sacar a Pedraza presidente, formaron igualmente el plan de anonadar a los que se figuraban que podían con algún suceso oponer obstáculos a su proyecto favorito y elevar sobre las ruinas de muchos patriotas el imperio de su partido. Sin embargo, yo no tenía ninguna parte en el pronunciamiento del general Santa Anna; y aunque hubiera deseado que la elección recayese en el señor Guerrero, jamás creí que debiese usarse del medio de las armas para hacer salir triunfante un partido.
Al señor Santa Anna corresponde manifestar los motivos que le determinaron a obrar como lo hizo. Lo que puede asegurarse es que este valiente patriota se ha colocado una vez al frente de la opinión pública y que ha tenido la gloria de verla desenvolverse bajo sus auspicios. El éxito de esta última revolución, tan general como simultáneamente adoptada por los Estados, y el haberla emprendido en las circunstancias en que lo verificó, confirman en el joven general la previsión y el valor de que dió ya pruebas en sus anteriores pronunciamientos.
Pero los sostenedores de la presidencia del señor Pedraza habían adoptado un sistema de opresión calculada, con el que esperaban reducir, según ellos se expresaban, a los anarquistas al orden. Yo veía venir la tempestad sobre las cabezas de los nuevos tiranos, pero preveía también que costaría muchas lágrimas y sacrificios a la nación. El espíritu público se explicaba de una manera tan sensible y clara, que era necesario cerrar los oídos para no conocerlo. Una voz, un grito universal se oía por todas partes contra la conducta del Senado y ministerio; se declamaba contra la tolerancia del presidente, pero se tronaba contra el sistema de opresión adoptado por sus ministros. En efecto, las fórmulas, las intrigas, las vilezas, los misterios, y hasta el aparato sombrío y lúgubre del gobierno español, todo se había adoptado bajo el nombre de República federal. Se habló por la imprenta con la energía de hombres libres; se les dijo claramente que no podía subsistir semejante anomalía, que repugnaba el sentido común. El señor Pedraza creía tener el hilo de Ariadna para salir de aquel laberinto, y unas veces contestaba con fiereza y otras con desprecio a las insinuaciones oficiales o extraoficiales que se le hacían.
Nada de esto me arredraba, y aprovechándome de las comunicaciones frecuentes e íntimas que tenía el señor Pedraza con los señores don Ignacio Martínez, coronel Inclán y don Francisco Robles, se me ofreció entrar en una conferencia con él, por una entrevista que, según me dijeron los tres señores referidos, deseaba tener conmigo. Así se verificó, y aunque los individuos que tuvieron conocimiento de este paso se oponían a él suponiéndolo un lazo que se me tendía para aprehenderme en la capital, nunca llegué a creer que la felonía y la malicia pudiese llevarse hasta aquel punto. Y ¿qué hubiera aventurado con que, abusando el gobierno general de un paso de confianza y buena fe de mi parte, me hubiese sorprendido en la capital? La revolución se hubiera precipitado y la nación hubiera condenado en septiembre a los que en diciembre acabó de calificar.
El día 1° de octubre, en que el senador don Pablo Franco Coronel me acusó en el Senado -sirviendo de instrumento a Pedraza y a toda la facción-, fue precisamente el en que yo entré en conferencia con el ministro de la Guerra. Los señores Robles y Martínez estuvieron presentes, y son los testigos menos sospechosos que puedo presentar de este paso, dado en obsequio de la tranquilidad y del orden. Si desde entonces el señor Pedraza hubiera deseado el bien público y procurado la tranquilidad y la conciliación, las cosas hubieran tomado otro curso. La revolución se corta, el señor Guerrero coopera gustoso al feliz término de la revolución y el valiente Santa Anna deja esa espada que jamás se ha desenvainado sin suceso. Pero las miras eran otras. Se quería establecer un sistema de terror y fundar un gobierno sobre ruinas, sangre y cadáveres.
Las persecuciones se aumentaron y se procuró acelerar el curso de mi causa en el Senado, atropellando todos los trámites y omitiendo los recursos que franquean las leyes a los acusados. Se me señalaron términos fatales, se expedían extraordinarios cada dos horas por el ministro interesado en mi desgracia, se citaba a sesiones extraordinarias para horas incómodas y se declaraba permanente la sesión para condenarme. Tan injusta, tan descarada persecución, era el asunto de todas las conversaciones, y sólo el presidente y su ministerio, con una facción de senadores, desconocían la irritación en que se hallaba el pueblo libre.
El día 5 de octubre último, el Senado tuvo sesión hasta las cinco de la tarde, a pesar de ser domingo, con el único objeto de condenarme. En este día presidí las elecciones de diputados al Congreso de la Unión y tuve la satisfacción de influir en el colegio electoral al nombramiento de los actuales representantes por el Estado de México, cuyo patriotismo e ilustración emula al de los dignos diputados de los otros Estados de la federación.
A las siete de la noche de este día recibí un extraordinario de México, por el que se me participaba la declaración del jurado de haber lugar a la formación de causa. Estaba rodeado de muchos patriotas electores y diputados, que desde este momento juraron vengar semejante injuria. Me invitaron a resistir con la fuerza y me hicieron las más solemnes protestas de acompañarme en mi suerte. También recibí en estos momentos de amargura testimonios de sincera amistad del ilustre Guerrero, que consideraba que la persecución que yo sufría sería el preludio de la suya y de las grandes desgracias que amenazaban a la patria.
Al manifestar a los que daban tantas pruebas del interés que tomaban en mi causa lo que me obligaban con sus servicios, les decía que convendría que fuese a México a desvanecer las imposturas, las calumnias y las negras imputaciones que se me hacían, representando con la energía de que he dado pruebas manifiestas a la nación las intrigas y las pérfidas maquinaciones de los que, sin los talentos ni el prestigio necesario, intentaban persuadirla de que tenían derecho para dirigirla. Estaba, en efecto, persuadido de que mi aparición en México, aun cuando fuese entre cadenas, intimidaría a los miserables que, circundados del poder y del aparato de las leyes que hollaban, preparaban un sistema de opresión bajo las fórmulas constitucionales. Tal era mi resolución en la noche del 5 de octubre.
A las cuatro de la mañana del 6 se rodeó mi casa de tropas, y el comandante de la partida, don Silvestre Camacho, me entregó el pliego que contenía el oficio del secretario Cañedo, que va inserto en la nota correspondiente, al que contesté con los oficios siguientes:
El gobierno general, al comunicarme la declaración del Senado, debía limitarse a ponerme a disposición de la Corte de Justicia. Pero el señor Victoria y su ministerio quisieron cebar sus venganzas en mi persona, y sin esperar ninguna resolución del tribunal, dispusieron que se me atropellase y condujese a la capital en medio del día y entre ochenta soldados, como un facineroso, para presentarme en espectáculo en la plaza de México. Nuevo testimonio del espíritu que animaba a hombres que desconociendo sus altos deberes estaban en el caso de dar al mundo pruebas de la más estricta imparcialidad. Pero Victoria conservaba resentimientos antiguos, porque jamás le hablé con otro idioma que el de la verdad, y el ministro Cañedo creyó que destruyéndome se quitaba de en medio un rival.
Al ruido del asedio que sufría la casa del primer magistrado del grande Estado de México toda la ciudad de Tlalpam se alarmó y concurrieron los empleados, los cívicos, los electores, los diputados y casi toda la población. Se me suplicó permitiese levantar una fuerza y combatir a la tropa que tenía rodeada mi habitación. Yo me opuse a todo acto de violencia. Todos manifestaban la mayor indignación, y el llanto del dolor y del despecho anunciaba que no sería visto con indiferencia aquel atentado. ¡A vosotros apelo, ciudadanos diputados, que, testigos de la ignominia que sufría el gobernador, elevasteis una voz terrible y espantosa desde la tribuna en aquel funesto día! ¡A vosotros, electores, que fuisteis despavoridos a anunciar a vuestros comitentes los escándalos de que habíais sido testigos! Todos vosotros habéis visto el silencio, el luto, la confusión y el abatimiento mismo, precursores de la venganza. El Congreso se reunió y diez patriotas diputados hicieron temblar el salón de las sesiones con la voz imponente de la libertad, que reclamaba ultrajados los santos derechos de la patria. Entre tanto algunos amigos me persuadían la necesidad de la evasión, para evitar un golpe que estaba preparado por un partido perseguidor, cuyas miras eran quitar de en medio a cuantos podían oponerse con suceso a sus proyectos liberticidas. Amigos más moderados me aconsejaban me entregase a las manos del tribunal, seguros del triunfo de la inocencia. Combatido entre opiniones contrarias, me resolví, por último, a evitar de pronto el atropellamiento que me amenazaba y deliberar con más calma: en las montañas sobre el partido que convenía tomar. Así lo verifiqué, asociado de mi fiel amigo Mr. Latropiniere, que se resolvió a correr todos los peligros que en tan críticos momentos me amenazaban.
En el pueblo de Ocuila trabajé el pequeño Manifiesto que va inserto y corrió impreso en los días de mi persecución; y cuando intentaba mantenerme tranquilo en aquel punto, recibí la noticia de que el comandante general Filisola había circulado órdenes para mi aprehensión. Evité comprometer un lance que aumentase los males de la patria y me trasladé a otro punto que me pusiera al abrigo de las persecuciones de los tiranos.
El comandante general Filisola empleó cuantas medidas estuvieron a su alcance para aprehenderme. El Estaoo de México estaba entregado a su dirección y sus órdenes eran ejecutadas como lo podían ser las de un soberano absoluto. Los habitantes del Estado libre de México estaban llenos de terror y del despecho que produce la injusticia en los libres. No podían concebir cómo se había transformado la República en un gobierno militar, que no ofrecía más garantías que la voluntad de Pedraza. Yo era recibido con aprecio y cierto respeto religioso que va más allá de la hospitalidad, y siempre tenía avisos anticipados de todos los pasos de las tropas destinadas a perseguirme. El pueblo veía en mí y en el general Santa Anna los únicos apoyos de su libertad, mientras el inmortal Guerrero se determinaba a ponerse al frente de un movimiento que se debería hacer simultáneo y general, luego que este ínclito patriota se presentase como jefe. Yo conservaba con él estrechas relaciones, y por su orden me resolví a entrar a México para obrar en combinación con los patriotas de la capital.
Nada manifiesta más la general disposición en que se hallaban los ánimos de sacudir la tiranía que la acogida que se me dió en México. Cuando debían temer que la hospitalidad concedida a un proscripto podía exponerlos a las persecuciones de los déspotas, se presentaban de todas partes ciudadanos que me honraban con sus ofertas generosas. Las casas en que fuí acogido se llenaban diariamente de personajes de todas clases, y permanecía en medio de la capital, perseguido por el gobierno, sin que éste pudiese saber mi paradero. Tan cierto es que el poder de la opinión es superior a los esfuerzos de los déspotas.
Aunque veía la general disposición de los ánimos para un sacudimiento que trastornase los planes de los tiranos, me inclinaba más bien a los medios legales para evitar las consecuencias de la revolución. Publiqué varios impresos que tenían por objeto inclinar a los gobernantes a las medidas de suavidad, por medio de amnistías y transacciones decorosas. Pinté los peligros que amenazaban al gobierno si insistía en el sistema de rigor que con ignorancia de su posición y olvido de todos los principios había adoptado, imitando la conducta de Fernando VII después de su restitución al mando absoluto. El presidente y su ministerio y las cámaras se hicieron sordos a la voz enérgica de la razón, al grito de la opinión y aun a las amenazas de los patriotas. Todos veían la tempestad que se formaba sobre las cabezas de los que sólo escuchaban sus resentimientos, y se dejaban arrastrar por una ambición mal combinada, y cuyas tendencias eran contrarias a los más caros intereses de los mexicanos. Por último, se resolvió usar del derecho sagrado, aunque peligroso, de la insurrección, al que apelan los pueblos como el último recurso de los males públicos.
No fue, pues, el deseo de colocar al general don Vicente Guerrero en la presidencia la causa principal del movimiento nacional. Se persuadieron los patriotas que este genio tutelar de las libertades sería el que podría presentar mejores garantías, satisfacer los deseos justos de los pueblos y dar un impulso enérgico a las reformas útiles que en vano se han esperado en el período dilatado de la actual administración. Se temió que un gobierno despótico sustituyese al débil y vacilante que hemos tenido; pero no se hubiera atacado por vías de hecho la elección del señor Pedraza si él y sus partidarios no hubieran tomado el camino del terror, resorte sumamente peligroso para los que lo usan en los gobiernos republicanos.
Muy delicada era la posición del señor Pedraza después de haber obtenido una mayoría absoluta de sufragios de las legislaturas contra el voto de los pueblos, manifestado de una manera inequívoca. La ley estaba en su favor, pero la opinión le era enteramente contraria. Su conducta en tales circunstancias debió ser el captarse el afecto público y popularizarse cuanto fuese posible. Hizo todo lo contrario, y cayó.
Mas yo debo hablar de mí mismo, supuesto que mi objeto es manifestarme a la nación tal cual he sido en este período interesante. Penetrados de la necesidad de usar del medio de insurrección para destronar el despotismo, como se había hecho en el año de 1822, resolvimos verificar el movimiento en la capital para cortar los males en su raíz. El general Guerrero se oponía de todas maneras a que se le nombrase presidente, y sólo quería que se restableciesen las libertades públicas y se pidiesen amnistía y transacciones. Pero las revoluciones no pueden ser detenidas hasta donde se quiere. Son torrentes que todo lo arrastran y se llevan muchas veces de encuentro a sus autores. La revolución se principió y no sabemos aún hasta dónde se detendrá.
El día 30 de noviembre por la noche se reunieron en la Acordada los cívicos, los del batallón de Tres Villas, a cuya cabeza se hallaba el coronel don Santiago García, y los artilleros de la guarnición que ocupaban aquel punto. Don José Manuel Cadena estaba a la cabeza de los cívicos y el señor García era considerado como el jefe de aquella revolución. Yo me hallaba oculto en casa del señor don Juan Lascano, y a las doce de la noche recibí una comisión de los pronunciados, que me invitaban a ponerme a la cabeza de aquel movimiento. El general Guerrero me había prevenido que no hiciese nada hasta que me avisase, para obrar en combinación. De consiguiente, contesté que esperaba las órdenes de este general, que se considéraba como el jefe de todos los pronunciados.
A las doce del día 1° de diciembre se me remitió un parte del señor diputado Cerecero, por el que comunicaba desde Santa Fe que el general Guerrero se hallaba en aquel punto, adonde lo había escoltado desde México, en compañía del general don José María Velázquez; añadía que vendrían ambos a reunirse a los pronunciados en el mismo día. Este oficio y las instancias de los jefes de la Acordada, en donde ya se hallaba el general don José María Lobato, me determinaron a incorporarme con ellos en el momento.
Así lo verifiqué, y fuí recibido con aclamaciones y vivas de más de dos mil valientes que ocupaban aquel punto. Tuve el disgusto de encontrar en poca armonía a los apreciables jefes Lobato y García, y después de una hora de conferencia, acordamos que el señor Lobato pasase a la Ciudadela y que permaneciese García en la Acordada.
Se había intimado rendición al gobierno sobre la base de expulsión general de españoles, en el término de veinticuatro horas. Aun no se había cumplido cuando llegué a la Acordada, de donde se había separado el señor Cadena, alegando -por un oficio que pasó al señor García- que no estaba conforme en muchos puntos con las ideas de los oficiales y tropa pronunciados. Yo no sé si mi presencia influyó en alguna manera para reunir los ánimos y organizar la tropa, que estaba en el desorden natural en estas circunstancias. Lo que puedo asegurar es que todos obedecían mi voz y que el mismo coronel García escuchaba con docilidad mis prevenciones.
Dispusimos que supuesto que el gobierno general, lejos de querer entrar en contestaciones con nosotros, se preparaba a atacarnos por varios puntos, estábamos en el caso de usar de todos los medios de defensa que estuviesen en nuestro poder. El general Lobato estaba encargado de la Ciudadela; el coronel García debería marchar mandando las guerrillas hacia el centro de la ciudad, y yo quedaba encargado de la Acordada, del Hospicio de pobres y los puntos inmediatos. Rompiéronse los fuegos por parte del gobierno al mediodía del 2 de diciembre, y éste aseguraba a las cámaras que los facciosos serían deshechos antes de muchas horas.
Entre tanto se reunían a nosotros los ciudadanos de la capital que habían dado mayores pruebas de patriotismo. El teniente coronel del 8° regimiento de caballería, don Silvestre Camacho, se nos incorporó con una partida respetable, y de los pueblos inmediatos del Estado de México corrían a unírsenos los cívicos que el gobierno general había llamado a su defensa. El pueblo se presentaba en masa y era necesario dispersarlos para economizar la sangre, que se derramaría a torrentes con aquella multitud desordenada.
Al día siguiente se presentaron los señores generales Velázquez y Guerrero. La presencia de este ilustre caudillo dió nuevo vigor a los pronunciados, y aquel día dió varias disposiciones, cuyos resultados fueron útiles a la empresa. Por la noche volvió a retirarse, y en este día tuvimos la desgracia de que fuese herido mortalmente el valiente coronel García, después de haber dado muestras de un valor heroico.
Yo quedé entonces encargado absolutamente del punto de la Acordada, y el señor Lobato, que ha manifestado en esta ocasión de cuanto es capaz un general mexicano lleno de los puros sentimientos de patriotismo, hacía prodigios de la parte del sur de la ciudad, avanzando en medio de un fuego horroroso.
El valor y el patriotismo triunfaron al cuarto día (4 de diciembre) de las tropas que con no menos valor defendían al gobierno del señor Pedraza. La fuga de este corifeo del partido aristocrático, la noche del 3, hizo desmayar a sus defensores y se rindieron en todos los puntos que ocupaban, quedando solo el presidente, al que habían abandonado sus ministros.
A las dos de la tarde de este día memorable, el señor Victoria se dirigió a la Ciudadela para arreglar una transacción que hiciese menos funesta la revolución a la República. Ya era tarde para remediar todos los males, pero no para evitar que continuase la anarquía. El señor Lobato dejó en mis manos arreglar por parte de los pronunciados los artículos sobre que había de verificarse la pacificación. Yo quedé, pues, con el presidente, el que hizo en esta ocasión lo que siempre, es decir, nada, ninguna cosa.
A la noticia que llegó a la Acordada de que el pueblo y parte de la tropa se habían entregado al saqueo, tomé cuantas providencias estuvieron a mi alcance para evitar o al menos disminuir esta nueva calamidad pública. Envié artillería y la tropa más disciplinada para contener los desórdenes. Pero más de cinco mil hombres de los barrios y de la tropa misma era un torrente imposible de contener. Yo me consterné a la vista de las terribles escenas que produce la guerra civil, y deseaba sinceramente mejor haber sido víctima de la tiranía, si sus efectos se hubieran limitado únicamente a mi persona, que ser testigo y parte en semejantes catástrofes.
Por la noche concurrimos a casa del presidente varias personas interesadas en que el gobierno continuase su marcha constitucional. El señor Victoria no hizo más en esta conferencia que en la de la mañana, y nos separamos en la misma incertidumbre y con las mismas ansiedades que con las que habíamos entrado en palacio. En todas estas conferencias y en las siguientes sólo se proponía al señor Victoria que variase la marcha de los negocios y que pusiese a su lado ministros que inspirasen confianza a la nación; por su patriotismo y por sus ideas. Siempre se le habló con la mayor moderación, y se usaba para con él del lenguaje decente y decoroso que reclama su representación, aunque con franqueza y libertad republicana.
Al tercer día acerté a conseguir que fuese nombrado el señor Guerrero para el ministerio de la Guerra, y hecho esto, me despedí de la capital para entrar de nuevo en el gobierno de que me había suspendido una facción destruída por las armas triunfantes de los libertadores. Y ¿quién creería que el secretario Cañedo tuviese valor para suscitar cuestiones sobre la legitimidad de mi reposición? Pues no hay duda en ello, y por una de las anomalías del gobierno del señor Victoria, todos los secretarios del despacho me han reconocido, a excepción de Cañedo. Muy fácil es adivinar que este representante de la anterior administración y del régimen arbitrario ha querido con este paso no reconocer la revolución ni sus efectos, lo que trae las consecuencias siguientes: primera, el señor Guerrero debe ser sujeto a causa, por haber estado en la Acordada como jefe; segunda, el señor Santa Anna debe ser pasado por las armas, porque lo puso fuera de la ley el decreto de 17 de septiembre de 1828; tercera, el señor Lobato debe sufrir las penas de la misma ley; cuarta, todos los que estaban presos por cómplices de conspiración deben volver a sus calabozos, por estar ilegalmente libres; quinta, es necesario determinar que sean puestos en prisión todos los que se han pronunciado en México y en los demás puntos de la República.
Corolarios de esta proposición absurda: nulidad del nombramiento del general Guerrero para la presidencia; responsabilidad del Ejecutivo o del ministro que nombró a este general secretario de la Guerra, al señor Lobato comandante de México y después de Valladolid; responsabilidad por haber reconocido al general Santa Anna como jefe de un ejército que, según el señor Cañedo, es de rebeldes; legalidad de la elección en el señor Pedraza para la presidencia, pues sólo ha sido privado de ella por el triunfo de la revolución. En una palabra, el señor Cañedo lo que intenta es provocar una reacción, dando por nulos todos los actos de la gloriosa jornada de la Acordada, y hacer caer sobre los autores los terribles cargos que siempre pesan sobre los rebeldes.
Mexicanos: aun se preparan nuevos ataques a la libertad; se trabaja lentamente para hacer la contrarrevolución. Los actos de la Acordada han sido solemnemente reconocidos por todas las autoridades, y en secreto un partido afecta desconocerlos como legítimos, para mantener siempre un derecho que podremos llamar de Postliminio en opinión de los que creen que todo lo hecho es nulo. Tales son las ideas de los que hasta ahora se niegan a pasar como legales las consecuencias de una revolución que se ha nacionalizado de una manera tan general, como el sistema de República que adoptó la nación después de haber atacado el imperio. Los adictos al emperador intentaron de varios modos restablecer el sistema imperial y fueron castigados severamente por el gobierno que se llamaba Poder Ejecutivo, y el presidente o disimula y tolera que bajo sus auspicios y su nombre se reorganice una facción que no puede traer sino la continuación de las desgracias públicas o él mismo coadyuva a levantar de sus ruinas un partido que ha sido reducido a la nulidad.
Este sistema de equilibrio que constantemente ha seguido el señor Victoria ha causado todas las desavenencias y disensiones que hoy lamentamos. Sin pararse en la justicia o injusticia de las pretensiones de los partidos; en la conveniencia o desconveniencia de su triunfo; sin tender a que o el gobierno no debe pertenecer a ninguno, o si pertenece, jamás debe vacilar entre ambos, el presidente ha sido alternativamente el instrumento de los dos partidos que han dividido la República. Él mismo provocó la revolución de Tulancingo, entrando con sus autores principales en conversaciones que la autorizaban; él estimuló el establecimiento de las logias yorkinas, cuya disolución ha procurado de tantos modos; él persuadía al señor Guerrero que ninguno convenía más que ocupase la silla presidencial, y él hablaba al señor Pedraza el mismo lenguaje. Escribía cartas recomendando al primero y mantenía al segundo en el ministerio para que obrase su influencia, como se verificó. Él mismo me aconsejó viniera a tomar posesión de mi gobierno, y él mismo, de acuerdo con el señor Cañedo, provocan una consulta a la Cámara de diputados sobre la legitimidad de mi reposición. Ya me presenté a la Cámara como acusador de este secretario, que puede considerarse como el representante de la contrarrevolución, y de consiguiente como un fiscal de los que la hemos consumado tan gloriosamente.
Ha llegado el tiempo de descorrer el velo a las iniquidades que se ocultan bajo las apariencias de la observancia de las leyes por hombres que tienen en su corazón otras intenciones y que jamás fueron republicanos.
Antes de concluir sobre la relación de los sucesos en que tuve una parte activa en la revolución de diciembre, debo hacer mención de dos hechos sobre que se me ha acusado en los papeles públicos: primero, la muerte del coronel don Manuel González; segundo, la herida del magistrado don Juan Guzmán en su misma casa.
En cuanto al primer suceso, más de dos mil testigos existen que pueden dar testimonio de que, al conducir prisionero a este desgraciado, todos los oficiales que se hallaban en la Acordada pidieron a gritos su muerte. Para acaBar aquel tumulto di la orden para que se dispusiese cristianamente, y cuando esperaba que ganando tiempo podría libertar a González de la muerte, oí el tiro fatal que lo privó de la vida. ¡Justo castigo de tantos crímenes cometidos! En cuanto al más ruidoso que desgraciado acontecimiento de la casa de don Juan Guzmán, sólo podrá acusárseme de no haber permitido o haber impedido con muchos esfuerzos el que fuese asesinado por una porción de gente que entró en su casa, quizá únicamente con este objeto.
Yo tuve en mi mano el poder de tomar venganza sangrienta de mis enemigos y los de la patria. Pero convencido de que los gobiernos republicanos no se consolidan con el terror, no creí deber dar el terrible ejemplo de Sila, que derramó tanta sangre inútilmente. Si los enemigos particulares míos, sobreponiéndose alguna vez a la marcha actual de las cosas, se vengasen de una manera sangrienta, quiero más bien morir como los Sidney, los Riego y los Bailli que dejar manchada mi memoria con sangre. Mi divisa es hacer todo el bien que se pueda y los menores males posibles. Los amigos y enemigos que han tenido que tratar conmigo jamás han salido condenando mi corazón. Por sistema y por inclinación estoy en el caso de no perseguir ni provocar persecuciones. Pero si los aristócratas solicitan vengarse; si no se contentan con igual opción a los destinos e influencia en los negocios públicos que los demás ciudadanos, más capaces que ellos para dirigirlos; si se suscitan reacciones y oponen paso a paso obstáculos a las reformas análogas al nuevo orden de cosas; si avezados al sistema de opresión no quieren acomodarse a las transformaciones políticas del país; si encerrados en la estrecha esfera de ciertas mezquinas ideas no pueden tomar el vuelo rápido que la generación presente ha emprendido; si, por último, no marchan de buena fe bajo el orden político que la nación ha hecho su artículo fundamental de creencia y de felicidad, que no se quejen de que el pueblo los deteste y de que todas sus esperanzas se estrellen contra la fuerza irresistible de la opinión. Teman, sí, que, tomando un aspecto sangriento las escenas políticas, vengan a ser la víctima de su necedad y obstinación.
Mexicanos: me he atrevido a hablaros como un ciudadano que ha sido obligado a ser uno de los principales actores en las grandes agitaciones que han sacudido la República. Tengo la satisfacción de que nada ha padecido el sistema ni las instituciones. Hemos quedado más libres, ninguno es desgraciado por nosotros y las leyes han recobrado todo su imperio. Me he presentado ante la nación como he sido, sin ningunos atavíos. El estilo es de consiguiente desaliñado y demasiado llano. Yo no he querido hacer un discurso académico para obtener el premio de la elocuencia: el único a que aspiro es el de que al pronunciar vuestro juicio sobre mi conducta política y sus resultados, digáis entre vosotros: Este hombre no es un malvado.

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