Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO XIII



La legislatura del Estado reprueba la conducta de su presidente. Elecciones para la presidencia y vicepresidencia. Verifícanse en el mismo día 1° de septiembre en todos los Estados. Individuos entre quienes recayeron los sufragios. Fermentación popular. Persecución contra el general Santa Anna. Suspensión de este jefe y del Ayuntamiento de Jalapa. Proclama atribuída a Guerrero. Su conducta con este motivo. Victoria invita a Guerrero a hacer una proclama contra los sediciosos. Su excusa. Nuevas intrigas. Impreso publicado en México sobre el levantamiento de Santa Anna. Grito sedicioso de este general. Ocupación de Perote. Manifiesto atribuído a Santa Anna. Juicio acerca de este documento. Decreto del Congreso contra este caudillo. Don Lorenzo de Zavala. Sus circunstancias en aquella época. Prevenciones contra él de parte de los pedracistas. Diferentes elementos de este partido. Providencias del gobierno general. Pequeña acción en Tepeyahualco. Error de Santa Anna en no haber corrido a Puebla. Otras reflexiones. Don Manuel Rincón, nombrado para atacar a Santa Anna con 3,000 hombres. Su plan de operaciones. Injustas inculpaciones contra este jefe. Santa Anna desampara el castillo de Perote. Entrégase esta fortaleza. Acusación en el Senado contra Zavala. Fundamentos de ella. Intrigas para que se le declarase encausable. Carácter de Zavala. Su conducta oficial. Contestación del gobierno. Tranquilidad de Zavala. Conferencias de éste con Pedraza. Otra conferencia entre éstos y Guerrero. Inútiles tentativas. Declaración del Senado contra el gobernador Zavala. Juicio sobre su conducta política en esta crisis. Reflexiones acerca de la del Senado. Nota oficial al ministro Cañedo. Fuga de Zavala. El general Santa Anna en Oaxaca. Sus apuros en el convento de Santo Domingo. Oportunidad para hacer cesar aquellas disensiones. Nota de Santa Anna al general Rincón. Acta de los oficiales de Santa Anna. Sus nombres. Resistencia del gobierno general a un acomodamiento.



La legislatura del Estado se reunió tranquilamente al siguiente día 1° de septiembre, y habiendo reprobado a su presidente la conducta que había tenido de entrar en relaciones con el gobierno federal, no estando autorizado para ello por ninguna ley, y mucho menos por la misma legislatura, cuya voz usurpó con ofensa del carácter de la primera autoridad del Estado, procedió a la elección de presidente y vicepresidente de la República, y reunieron la mayoría de sufragios don Vicente Guerrero y don Lorenzo de Zavala. A Barquera se siguió causa después ante el Congreso. Así se dió término en el Estado de México a este ruidoso acontecimiento, que fue el anuncio de los grandes desastres que vinieron posteriormente. En este mismo día se procedió también a la elección de dichos supremos magistrados en los otros Estados, y resultaron los votos de once legislaturas por el señor Manuel Gómez Pedraza, y de nueve por el señor don Vicente Guerrero, habiéndose distribuído los otros sufragios entre los señores don Anastasio Bustamante, don Ignacio Godoy y don Melchor Múzquiz. Durango no votó por no haber estado aún reunida su legislatura, en consecuencia de las disensiones de que he hablado anteriormente.

Votaron, pues, dieciocho Estados y dieron treinta y seis sufragios, como debía ser, y el señor Pedraza reunió la mayoría que exige la Constitución, quedando de consiguiente nombrado legítimamente Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Esto se sabía extraoficialmente, porque los pliegos debían dirigirse cerrados y sellados al presidente del Consejo de gobierno a falta de vicepresidente, para abrirse en la sesión de 2 de enero del año próximo de 1829.

Voy a continuar la relación de esta época tempestuosa con motivo de estos sucesos, sin interrumpirlos, para poner a los lectores en estado de conocerlos mejor.

No es fácil describir el estado de fermentación en que estaban los ánimos. El nombramiento hecho en el general Pedraza era legal y no podía atentarse contra él sin cometer un gran crimen, igual al que habían cometido los de Tulancingo. Pero por desgracia, en tiempo en que los partidos dirigen los negocios, o por mejor decir, cuando los partidos degeneran en facciones, el vencido no reconoce los derechos del vencedor, y éste obra regularmente con tiranía y abusa de su triunfo. La victoria hizo osados a los unos y despechados a los otros. Comenzaron las amenazas y luego se pasó a los hechos.

En el Estado de Veracruz se intentó causa ante la legislatura al general Santa Anna y al Ayuntamiento de Jalapa, y fueron ambos suspendidos de sus funciones poco después de la elección de Pedraza. Santa Anna no amaba a éste y tenía amistad particular con Guerrero. El regimiento núm. 5 de infantería, residente en el mismo punto, había publicado una proclama en la que expresaba de una manera distinta que no reconocería a Pedraza. En México se procuraba fomentar esta misma opinión, y es cierto que Guerrero no contrarió, como debía hacerlo, este espíritu de discordia que se aumentaba diariamente. Los del partido de Pedraza publicaron una proclama firmada Vicente Guerrero, en la que se suponía que este general hablaba al público exhortándolo a la obediencia y a la paz, sometiéndose él mismo, como era justo, a las leyes. Este era un lazo que se tendía a Guerrero, porque se le colocaba en la necesidad o de callar, y entonces se creía suya la proclama, o de desmentirla; pero en este caso hubiera sido preciso que contrariase abiertamente las ideas de desorden que comenzaban a alarmar al gobierno, y esto no entraba en sus miras ni intereses. Tomó un término medio. La proclama no es mía -dijo en un periódico-, pues yo no tengo ningún carácter público para dirigir proclamas al pueblo. Yo amo la paz y las leyes.

Esta era una evasiva que no podía satisfacer al ministerio ni a Victoria, que, como era de su deber, se decidió a sostener la elección de Pedraza desde que se conoció la mayoría. Se invitó a Guerrero a publicar una proclama en la que expresase sus sentimientos de obediencia a la voluntad de la mayoría, que era la voluntad de la ley. Pero Guerrero se negó constantemente a dar este paso. Los que le rodeaban y se llamaban sus amigos, porque querían medrar bajo su mando, le estimulaban a hostilizar la elección de Pedraza, y se usaba de su nombre con frecuencia, y muchas veces con impostura, para mover los ánimos de ciertas personas. El gobernador Zavala recibía diariamente cartas en las que se le exhortaba, en nombre de Guerrero, a mantener en su Estado el espíritu de partido, e igualmente emisarios representantes de una junta formada en México, cuyo objeto era intimidar con la perspectiva de un terrible porvenir, en el caso de que Pedraza llegase a ocupar la presidencia.

La conducta hostil e imprudente que se tenía con Santa Anna en Jalapa, atribuída al influjo y a la enemistad de Pedraza; la que se tenía con el gobernador del distrito, don José María Tornel, suspenso de sus funciones en consecuencia de haber declarado el Senado haber lugar a formación de causa por un motivo insignificante; el aparato militar que se desplegaba por todas partes, y el aspecto sombrío que tomaban todas las cosas, anunciaban una próxima convulsión.

El 7 de septiembre se publicó en México un papel alarmante titulado: Levantamiento del general Santa Anna, o grito de la libertad. Este impreso anunciaba ya lo que dentro de tres días había de acontecer a setenta leguas de distancia; lo cual indica que los que en México dirigían los negocios en favor de Guerrero tenían correspondencia con Santa Anna y lo estimulaban a obrar. Sea lo que fuere, Santa Anna se lanzó de nuevo en la carrera de la revolución, y con ochocientos hombres se dirigió desde Jalapa a la fortaleza de Perote, quince leguas distante de esta villa, y recibido con salvas de artillería, ocupó aquel punto.

Perote, como saben los que conocen el país, es una fortaleza construída por los españoles en el punto mismo en que acaba de subirse el plano que se extiende entre los brazos de las grandes cordilleras de los Andes, que entrando por Guatemala se dividen al Este y al Oeste, y forman ese inmenso y hermoso plano elevado sobre el nivel del mar hasta 2,300 varas en algunas partes. Los españoles, que temían siempre movimientos por parte de los naturales del país, levantaban por precaución en varios puntos del interior esos castillos, desde donde intimidaban a los habitantes y en donde también mantenían los prisioneros y presidiarios. Perote es sin duda una de las obras más costosas y más notables en este género, y su posesión sumamente importante para un revolucionario cualquiera. En esta fortaleza se retiró el general Santa Anna, y desde ella declaró que no reconocía el nombramiento hecho en don Manuel Gómez Pedraza para la presidencia de la República, y que sólo dejaria las armas cuando el general don Vicente Guerrero fuese sustituído a aquél. Oigamos lo que alegaba para justificar tan grande atentado:

Cuando tranquilos, después de los aciagos sucesos de Tulancingo y del triunfo de la patria contra los esfuerzos de los españoles, esperábamos ver marchar la República a su prosperidad bajo el imperio de las leyes; cuando con la renovación de los altos funcionarios de la Unión esperábamos ver darse nuevo impulso a la cosa pública, que había permanecido en un sueño de cuatro años bajo la imbécil administración actual, y cuando renacían por todas partes nuevas esperanzas de útiles reformas conformes a los progresos de nuestra naciente civilización, hemos visto levantarse sobre nosotros la más terrible tempestad que hasta ahora haya amenazado la República. La facción derrotada y confundida con la desaparición del gobierno español, que levantó la cabeza después de la caída del desgraciado Iturbide, que oprimiendo por algún tiempo la nación sucumbió luego a la voz imperiosa de los Estados, cuando a su frente proclamé la federación; esa facción, como puesta en su mayor parte de españoles y dirigida por ellos, quedó como destruída en el período de los tres primeros años constitucionales en que la nación pareció participar del mismo sopor que su jefe don Guadalupe Victoria. Los débiles esfuerzos que hacía por medio de algunos periódicos conocidos como órganos de los españoles apenas dejaban percibir su existencia. ¡Tan débiles eran! Hasta que a principios del año de 1827 apareció la obra de sus trabajos ocultos en la conspiración llamada del padre Arenas, descubierta en una muy pequeña parte por la precipitación e imprudencia de este fraile corrompido.
Mas desde luego se apresuraron a cubrirla los altos cómplices, verdaderos autores de tan vasto como criminal proyecto. Los escritores asalariados para sostener un gobierno tiránico y opresor multiplicaron sus escritos para alucinar al pueblo, procurando persuadirle que la conspiración era una invención de los patriotas para oprimirlos. En los periódicos de la facción se daba por sentado que no era más que una frailada; se ponían en ridículo los esfuerzos del general que la había descubierto, del gobierno que le había dado la importancia que merecía y de los tribunales que descubrían nuevos cómplices en los personajes que ya acusaba la opinión pública. Pero la lentitud de nuestros trámites judiciales, adormeciendo el primer entusiasmo, dió tiempo para que el oro de los españoles hiciese correr un velo sobre los principales autores, y sólo fueron sacrificados a la justa venganza de las leyes un general y cinco o seis agentes muy subalternos. La nación pidió venganza de esta criminal apatía en el modo que acostumbraban los pueblos en tales casos; su instinto, siempre infalible, hizo conocer el origen del mal en la existencia de los españoles en nuestro suelo y dió el terrible grito de expulsión. A esta voz majestuosa y soberana temblaron los enemigos de la patria; sus esfuerzos inútiles se ahogaron en el torrente impetuoso de mil pueblos que en masa pedían el remedio de los males en esta medida salvadora, y el Congreso general hubo de dar una ley que calmase a esta nación magnánima y generosa, cuyas venganzas son momentáneas. Cesó la efervescencia con esta medida y esperábamos ver el remedio de nuestros males en el cumplimiento de la ley confiada al Poder Ejecutivo. Pero los españoles creyeron neutralizar el movimiento y sus efectos oponiendo otra revolución, y acertaron a comprometer para que se pusiese a la cabeza a un hijo benemérito de la patria, al general don Nicolás Bravo. Todos sabemos el éxito de esta tentativa, que a los españoles costó dinero, pero en la que la patria perdió muchos de sus hijos, que anteriormente le habían prestado servicios importantes.
Parecía destruído el partido antinacional después de la jornada de Tulancingo, cuando en las elecciones de presidente y vicepresidente de la Unión se presentó una nueva ocasión a los españoles y a sus viles partidarios. Un ministro astuto e intrigante, que había ocupado en el partido escocés un lugar distinguido; que había vuelto las espaldas a estos mismos cuando lo creyó útil a sus miras ambiciosas y que había servido ardientemente al gobierno español peleando contra los patriotas que sostenían la independencia, debía ser para los realistas un instrumento admirable para preparar una nueva revolución. En efecto, ninguno podía ofrecerles mayores garantías entre los que racionalmente podían ser presentados como candidatos para las altas magistraturas. Don Manuel Gómez Pedraza había prestado entre ellos solemnes juramentos; había sostenido la causa de su soberano; está relacionado con las clases privilegiadas, siempre inclinadas a una forma aristócrata; nunca hizo servicios señalados a la patria, servicios que acreditasen un profundo sentimiento en favor de la independencia y libertad; por último, su carácter hipócrita y adusto lo hace más propio para la tiranía que para agente o magistrado de un gobierno democrático. A este punto se dirigieron, pues, los esfuerzos de los españoles y de sus adictos. Se emplearon los resortes más poderosos a efecto de sacarlo presidente. Ni el oro, ni la seducción, ni las amenazas, ni las ofertas, nada se omitió de cuanto pudiese triunfar del terrible rival que oponía la voz de la nación, el benemérito general don Vicente Guerrero, a un hombre nuevo y desnudo de todo mérito cual es Pedraza. Los patriotas temblaron por el resultado; se temía que muchos diputados corrompidos tuviesen bastante imprudencia para desoír la voz general pronunciada en favor del padre de los pueblos; pero jamás llegó a creerse que una mayoría de los congresos fuese bastante criminal para vender una representación augusta a viles intereses o aparentes lisonjas. Mas había entre nosotros españoles, y su oro, y sus viles satélites, y su influencia maligna penetraron hasta el santuario de las leyes, y los congresos de diez Estados, despreciando los clamores de los pueblos y las reiteradas representaciones de los patriotas, excluyeron al héroe del Sur.
En este intervalo ha levantado su orgullosa cerviz la espantosa hidra de la tiranía; los españoles insultan en la capital a los beneméritos mexicanos; la mayoría del Senado, vendida a esa facción liberticida, persigue a los buenos patriotas con ofensa de la razón y desprecio de las leyes; la Cámara de diputados, intimidada, suscribe a decretos de proscripción, semejantes a los que llenan las páginas sangrientas de la anterior revolución; la capital ofrece un espectáculo melancólico de pavor y espanto, por el terrOr que inspiran esas medidas de tiranía; la desconfianza, el espionaje, las prisiones, el luto, el llanto son en el día la triste suerte de los mexÍcanos.
En estas circunstancias, ¿cómo había yo de permanecer indiferente? ¿Cómo había de ver a sangre fría convertida la República en una vasta Inquisición y mi patria libre hecha la herencia de los que jamás le hicieron otra cosa que males? ¿Y cuándo? ¿En qué circunstancias? Cuando sabemos que se prepara el antiguo opresor a invadir nuestras costas; cuando es notorio que los españoles trabajan dentro por dividirnos para preparar triunfos a su monarca; cuando un jefe imbécil tiene entregadas las riendas del gobierno al nuevo opresor de mis compatriotas. ¡No, mexicanos! Santa Anna morirá antes que ser indiferente a tales desgracias, a tan grandes males en su patria. Uníos a mí como habéis hecho en otras ocasiones, y corramos a sacar la República de la opresión que la aflige, de las desgracias que la amenazan
.

Este documento circuló en México pocos días después de haber dado el grito de Perote. En esta proclama se puede ver el lenguaje apasionado de las facciones y el color de las que entonces despedazaban el país.

El pronunciamiento de Santa Anna fué el 11 de septiembre, la noticia llegó a México el 14; el 17 dió el Congreso general un decreto declarando a Santa Anna y sus cómplices fuera de la ley. El general se mantuvo en Perote haciendo pequeños movimientos en sus cercanías, y el gobierno general preparaba con actividad fuerzas suficientes para ahogar aquella insurrección y hacer desaparecer con Santa Anna y sus cómplices las esperanzas de los que aspiraban a colocar a Guerrero en la presidencia. Hasta entonces, esto es, hasta fin de septiembre, nada anunciaba que la voz del general disidente fuese patrocinada por ninguna otra parte, y es evidente que no hubiera tenido buen éxito si el ministro Pedraza se hubiese conducido con más justificación y prudencia en sus primeros pasos. Veremos luego cómo el espíritu de persecución aumentó los descontentos y obligó, por decirlo así, al gobernador del Estado de México, don Lorenzo de Zavala, a pasar a las filas de los enemigos.

Este magistrado se hallaba en la más delicada situación. Condenaba el movimiento de Santa Anna y obraba como jefe del Estado con la misma imparcialidad que si fuese enteramente extraño a los partidos. Su casa, abierta para todos, era lugar en que se juntaban los individuos que profesaban diferentes opiniones. Los guerreristas o partidarios de la presidencia de Guerrero y los pedracistas o partidarios de Pedraza disputaban con calor en la casa del gobernador Zavala, y un día (18 de septiembre) en que, como con frecuencia acontecía, comían juntos con él unos y otros, y en que los primeros hablaban con demasiado calor, manifestando intenciones hostiles y sosteniendo el paso dado por Santa Anna, el gobernador Zavala les dijo: Señores, ustedes podrán discurrir aquí como mejor les parezca; en mi casa se respetan las opiniones, aun las más extravagantes; pero espero que ninpuno se atreverá a usar en las calles de un lenguaje que pueda alarmar ni dará motivo a que yo use medios represivos para contener un desorden. La ley es primero que todas las afecciones.

Este lenguaje enérgico fue aplaudido por los partidarios de Pedraza que estaban presentes; pero, por desgracia, las prevenciones que se tenían contra Zavala eran muy fuertes y superiores a cuanto pudiese éste hacer para manifestar su intención deoidida de sostener la ley. Esta era al menos su voluntad, y aunque cerraba los ojos -por explicarme así- sobre la tempestad que se levantaba, esto era más bien efecto de sus condescendencias que de un deseo positivo de que se atacase la elección legal de Pedraza.

Esta elección había levantado al partido escocés, que, unido a los yorkinos pedracistas, formaron una tercera entidad. Ya desde entonces se habían descompuesto y formado diversas combinaciones las varias fracciones de los partidos que dividieron la República. Los iturbidistas se inclinaron a Pedraza, así porque este oficial había sido amigo de Iturbide como porque componiendo en general este partido gentes cuyas tendencias son a un orden jerárquico veían más la posibilidad de este arreglo con el uno que con el otro de los contendientes.

El gobierno general en el que Pedraza obraba como ministro de la Guerra, y con la influencia que ya debía darle la seguridad de que en abril próximo entraría a la presidencia, tomaba providencias activas y rápidas para atacar a Santa Anna. Este jefe había ocupado en el pueblo de Tepeyahualco quince mil pesos, que se remitían para auxiliar las tropas de Perote, y extendía su línea a algunas leguas de esta fortaleza hacia el rumbo de México. Parece que debió en aquellos momentos de sorpresa dirigirse sobre Puebla y luego a la capital, puntos en donde los partidarios de Guerrero hubieran auxiliado su empresa. Mas se contentó con ocupar la Ciudadela y pueblo de Perote, cometiendo en esto una falta militar muy grave, pues nadie ignora que en estas circunstancias la rapidez en los movimientos, la osadía y la actividad pueden únicamente dar el triunfo. Cuando César pasó el Rubicón no paró hasta el Capitolio. La gran falta de los que se ponen a la cabeza de cualquier partido es la de esperar a ser atacados, perdiendo de esta manera su principal ventaja, que es la de la sorpresa.

El gobierno general organizó una división de 3,000 hombres bajo las órdenes del general don Manuel Rincón, y esta fuerza marchó sobre Perote, en donde acampó a los pocos días de haber ocupado Santa Anna la fortaleza. Este general Rincón se propuso el plan de sitiar al enemigo sin comprometer un ataque por asalto, así por no derramar la sangre mexicana inútilmente como porque consideraba que en los primeros momentos de entusiasmo una resistencia obstinada habría expuesto el golpe, lo que ciertamente hubiera sido funesto a la causa del gobierno que sostenía. Acampó sus tropas en la hacienda del Molino, a dos tiros de cañón de la fortaleza, y en este punto hicieron sus escaramuzas ambos cuerpos, sin ninguna consecuencia. Rincón esperaba traer los conjurados a la razón por medios suaves, siguiendo en esto probablemente las instrucciones privadas de Victoria y las inspiraciones de su propio carácter. Su conducta circunspecta fue acusada de timidez, y aunque logró que Santa Anna abandonase la fortaleza, dejándola en manos de unos cuantos, que luego la entregaron, se continuó acusando la lentitud de aquel, jefe como efecto de pusilanimidad y aun de adhesión al partido de Guerrero. Esto último, a la verdad, era una calumnia.

El día 1° de octubre, el senador don Pablo Franco Coronel presentó en la Cámara de que era miembro una acusación contra el gobernador del Estado de México, reducida a que este funcionario era cómplice en la revolución del general don Antonio López de Santa Anna. Esta acusación estaba apoyada en dos anónimos recibidos de un punto del Estado, en los que se decía que Zavala fomentaba la revolución, y en tres oficios de los comandantes militares de Texcoco, Tula y Toluca, todos subalternos de Pedraza, en los que se suponía que había morosidad de parte del gobernador del Estado en comunicar las providencias al gobierno general. El de Texcoco, que lo era un tal Falcón, decía que el decreto de proscripción contra Santa Anna no había sido publicado hasta el 26 del mismo mes, es decir, ocho días después de su sanción; el de Tula, que era un tal don Jesús Aguado, exponía que no habia comunicado el gobernador la orden que a él transmitió el comandante general, de tener la milicia nacional de aquel pueblo a su disposición; y el de Toluca alegó una cosa semejante. En cuanto a los anónimos nada tenía que contestar, supuesto que en todos los códigos de las naciones civilizadas semejantes documentos son considerados como no existentes. Al cargo del retardo de la publicación de la ley de proscripción contra Santa Anna, contestó Zavala insertando la comunicación que con la fecha del 19, es decir, al momento que recibió el decreto del ministerio correspondiente, hizo a los prefectos -y particularmente al del distrito de México, en el que estaba Texcoco- para que se publicase dicho decreto. Hizo más: remitió por extraordinario al distrito de Huejutla las órdenes del gobierno de la Unión, relativas a reprimir los movimientos tumultuarios, y los decretos contra los rebeldes.

¿Quién creería que un acto semejante de buen deseo de cumplir con la ley hubiese sido interpretado como un paso dado en favor de los disidentes? Se dijo que este extraordinario había sido dirigido con comunicaciones al general Santa Anna. Fue arrestado y se averiguó la verdad, esto es, todo lo contrario. Lo mismo aconteció con otro dirigido a Cuernavaca. Todas eran sospechas, y esta suspicacia, y la desconfianza que se tenía de este gobernador, tanto por su intimidad con Guerrero como por las personas que lo frecuentaban, fueron el principio de grandes calamidades. Zavala tiene, entre otras, una de las mayores faltas que pueden comprometer y perjudicar a un hombre público, y es la de una condescendencia ilimitada y una docilidad que se confunde con la inepcia y no da idea muy ventajosa de su firmeza. Si solamente usase de esta condescendencia con lo suyo, al menos el perjuicio sería para él y para su familia; pero cuando se hace lo mismo con la cosa pública, ya es un principio de grandes errores y aun de delitos. Es, además, de un carácter irritable, y en los primeros momentos de sus transportes obra sin miramiento, y lo que es peor, sin reflexión. Carece de esa constancia, de esa firmeza e inflexibilidad que es la consecuencia de un sistema uniforme de hábitos, de principios y de lecciones metódicas sobre todos los actos minuciosos de la vida. Una especie de abandono perpetuo en la buena fe de los demás hombres fue el escollo en que siempre se estrelló.

Para manifestar la buena fe con que Zavala se manejaba, basta ver una nota que con fecha 22 de septiembre pasó al ministro de Relaciones Cañedo, en la que le decía:

Tengo el honor de manifestar a V. E., aunque con el sentimiento que deben causar tales noticias, que he recibido avisos poco lisonjeros de Toluca sobre el estado de tranquilidad de aquel distrito. Aunque no es oficial la comunicación de esta noticia, tengo razones para creer que no está destituída la verosimilitud. Yo he tomado las medidas que he creído oportunas para averiguar el origen de la noticia, los sujetos que deban ser vigilados y cuanto sea más conducente al mejor servicio de la patria. Creo, sin perjuicio de esto, que sería muy conveniente que se pusiese en Toluca una guarnición de tropa permanente. El prefecto es hombre de confianza. Los demás distritos del Estado se mantienen hasta ahora en tranquilidad, aunque temo que en el de Acapulco podrá haber movimientos. No obstante, es de esperar que la permanencia del batallón número 4 en aquellos puntos contendrá a los descontentos. Sin noticia oficial ni extraoficial, temo igualmente de Chalco, en el distrito de la prefectura de México. Al prefecto, que es de toda confianza, comunico hoy las órdenes oportunas para que cele y oponga siempre la fuerza irresistible de las leyes a los movimientos que se hacen fuera de ellas.

Así se explicaba Zavala y así obraba, como lo acreditaron todas las autoridades del Estado de México.

Esta nota oficial, que debía llamar la atención del gobierno general, tuvo por contestación la siguiente carta, que manifiesta el espíritu de orgullo y de altanería de un hombre que se creía invulnerable.

Se ha enterado el presidente -dice el ministro Pedraza a Cañedo- por la carta de V. E. de este día, transcribiendo la del gobernador del Estado de México, de todo lo relativo a los amagos que se comunican de Toluca, de Chalco y de Acapulco, aunque confiesa no ser oficiales las noticias que ha recibido; me manda decir a V. E., para noticia del gobernador, que cuantas providencias exige la pública tranquilidad están tomadas.

¡Cosa rara! Se perseguía y calumniaba a Zavala porque se suponía que no obraba en el sentido del gobierno general y que protegía los movimientos de los descontentos, y no se hacía ningún aprecio de sus comunicaciones oficiales, en las que manifestaba el mayor celo por la conservación del orden. La razón es porque en tiempo de partidos todos desconfían de la conducta de sus adversarios, y en cada uno de sus pasos, aun los más legales y de buena fe, se sospecha una perfidia. La acusación sobre tan débiles fundamentos no causó alarma a Zavala, que nunca podía persuadirse que en una asamblea respetable, compuesta al menos de veintiocho senadores que entonces asistían, hubiese dos terceras partes de hombres que cerrasen los ojos a la luz de su justicia y los oídos a la voz de la razón; que ahogando los sentimientos de honor, y despreciando los gritos de la opinión, pronunciasen un fallo contra él.

Pedraza había solicitado al mismo tiempo una conferencia con Zavala por medio del coronel don Ignacio Inclán y del comisario general don Ignacio Martínez, ambos partidarios e íntimos confidentes de aquel ministro y asiduos observadores de la conducta del gobernador.

El primero leyó a Zavala una carta de Pedraza en la que solicitaba esta conferencia. Este se prestó muy voluntariamente a la entrevista con el ministro de la Guerra, y lo verificó precisamente en el mismo día en que se intentó su acusación en el Senado. Abrió el señor Pedraza la conversación con una larga apología de su conducta política; dijo que, lejos de haber solicitado la presidencia, había, por el contrario, suplicado a sus amigos que procurasen emplear su influencia en que no fuese electo. Después de muchas protestas de civismo, desprendimiento y buena fe, Zavala le interrumpió diciéndole: No estamos en estos momentos en estado de santificamos ni de ocupar el tiempo en persuadirnos mutuamente de nuestras virtudes; lo urgente es remediar los males graves que hoy afligen a la patria y apagar el fuego revolucionario que se enciende por todas partes; a esto he venido, y para esto ofrezco a usted contribuir con todas mis fuerzas e influjo. Respondo igualmente con el del señor Guerrero, cuya cooperación creo sumamente importante.

El señor Pedraza interrumpió diciendo que estaba dispuesto a renunciar la presidencia.

No se trata de eso -contestó Zavala-; usted ha reunido la mayoría y debe entrar constitucionalmente a desempeñar esta magistratura suprema; yo sostendré esto, y lo mismo todos los patriotas, cuando se convenciesen de que no se trata de oprimir a la nación. Pero es necesario que usted dé garantías por su parte, y éstas serán: que el gobierno consiga una ley de amnistía acerca de las ocurrencias del general Santa Anna, que usted renuncie el ministerio de la Guerra y que se adopten medidas de paz y de reconciliación.

El señor Pedraza se opuso a esta demanda, alegando que era honor del gobierno sostenerse con firmeza, y que las amnistías enervaban el vigor de las leyes. En cuanto a la renuncia del ministerio, repuso que el presidente Victoria no le admitiría la renuncia, que ya había hecho varias veces, y que no encontraba él mismo quién pudiese desempeñar aquella plaza. Zavala, de cuyo Manifiesto publicado en México saco todo esto, dice que a esta última razón representó fuertemente, diciendo que era hacerle un agravio a la nación suponerla tan escasa de hombres que no pudiese encontrarse uno capaz de sustituirlo. En cuanto a la resistencia de Victoria, no podía éste emplear la coacción para detenerlo contra su voluntad en un puesto en que ni a Pedraza ni a la nación convenía su permanencia.

Le aseguré -continúa el Manifiesto- que el señor Guerrero no quería la presidencia, y mucho menos con sacrificios por parte de la nación; que estaría pronto (Guerrero) a entrar con él (Pedraza) en una conferencia, a que yo (Zavala) ,concurriría; y habiendo esta oferta linsojeádolo, me dijo que estaba pronto a retirarse del ministerio y solicitar ante las cámaras una amnistía. Pues bien, señor -le dije-, de lo contrario usted subirá a la presidencia sobre cadáveres y sangre; será usted mirado con horror, y la nación, o será su esclava o usted su víctima.

Esta entrevista fue a presencia de don Ignacio Martínez, comisario general de México, y de don Francisco Robles, rico minero e individuo de la dirección de este ramo. Zavala pasó inmediatamente a ver a Guerrero, a quien le comunicó los resultados de la entrevista, y este general, que cuando obraba por sí mismo quería el bien, aceptó gustoso la conferencia que se le proponía, la que quedó convenida para la noche siguiente, 2 de octubre de 1828.

En esta segunda conferencia no hubo ni la franqueza ni el abandono que Zavala esperaba entre estos dos rivales. Los saludos primeros fueron lánguidos y embarazados. Zavala dió principio a la conversación refiriendo el objeto de la entrevista. Pedraza habló en seguida, y comenzó disculpándose acerca de un papel sumamente injurioso que su suegro, el licenciado Azcárate, había publicado contra Guerrero en la cuestión sobre la presidencia. Manifestó el respeto y consideracionee con que siempre había distinguido a Guerrero, cuyos servicios reconocía toda la nación. Entró de nuevo, como la noche anterior, en explicaciones acerca de la presidencia, para la que había sido nombrado (ésta era la herida que vertía sangre para ambos candidatos), y repitió, aunque fríamente, que si el bien de la patria lo exigiese renunciaría aquel cargo. Guerrero se esforzó, aunque inútilmente, en ocultar sus sentimientos. Yo nada tengo que hacer, sino obedecer las leyes. En cuanto a Santa Anna -añadió-, nadie ignora que sólo puede ser movido por miras de ambición y que ningún buen patriota debe coadyuvar a sus movimientos y progresos. Pedraza conoció que no había en este lenguaje mucha sinceridad, y ambos jefes se separaron quizá más enemigos que antes. Zavala regresó a su Estado sumamente contristado de ver frustrarse sus esperanzas de conciliación y desvanecidos los buenos efectos de sus patrióticas tentativas.

Entre tanto la acusación intentada contra él en el Senado se llevaba adelante con ardor. Claro es que Pedraza, bajo cuya influencia se hacían entonces todas las cosas en el poder ejecutivo y en las dos cámaras, pudo evitar el golpe que se preparaba contra Zavala. Pero se quería a toda costa separarlo del Estado de México y ponerlo en la imposibilidad de influir en los negocios públicos, aun cuando para esto se sacrificase la justicia. La Cámara de senadores, sin observar las formalidades legales, declaró el domingo 5 de octubre haber lugar a formación de causa contra él, y en la madrugada del día siguiente el gobierno general envió Un destacamento de tropas de caballería e infantería para conducirlo desde Tlalpam a México, a guisa de un facineroso. Veremos cómo refiere él mismo los acontecimientos en el Manifiesto que publicó en la República Mexicana poco después de estos sucesos.

Este documento no ha sido desmentido por nadie en ningún tiempo, y los hechos que refiere tienen toda la autoridad digna de fe. El calor con que está escrito es una falta, pero estaba muy reciente la herida.

Es muy difícil juzgar con justicia a los hombres en tiempo de convulsiones políticas, especialmente cuando las circunstancias que les rodean los impelen a obrar y casi no les dejan libertad para la deliberación.

La conducta posterior de Zavala no puede justificarse en este acontecimiento, porque como ciudadano debía sujetarse a las leyes que regían su país. ¿Adónde irían a parar los gobiernos y las naciones si los individuos calificasen la justicia o injusticia de los actos que ejercen sobre ellos los tribunales y resistiesen por la fuerza o provocasen el desorden cuando pudiesen tener suficiente influencia para hacerlo? Muy reprensible fue igualmente la precipitación con que se procedió en la acusación, y es visible el ardor con que se quería sacar reo de cualquier manera al gobernador Zavala, cuya contestación al secretario de Relaciones, Cañedo, hubiera sido entonces la única defensa que le era permitida.

A las cinco de la mañana de hoy ha puesto en mis manos el comandante de escuadrón C. Silvestre Camacho el oficio de V. E. de anoche a las diez, en el que, con inserción del que los excelentísimos señores secretarios de la Cámara de senadores dirigieron al señor ministro de Justicia, se sirve V. E. prevenirme entregue el gobierno del Estado con arreglo a las leyes, a fin de quedar expedito para el cumplimiento del acuerdo que declaró haber lugar a la formación de causa, por los procedimientos de que se me acusó ante dicha Cámara. El aparato escandaloso con que se me ha comunicado esta orden, rodeando ignominiosamente la casa de mi habitación numerosa fuerza de infantería y caballería, es un nuevo y solemne testimonio de las infracciones que en el proceso se han cometido de las leyes más claras y evidentes que arreglan los procedimientos de esta clase, al mismo tiempo que pone más de manifiesto a los ojos del público la influencia que el ministerio, desacordado y ensordecido, ha querido ejercer en este negocio, sacándolo de sus quicios para darle una importancia que por sí no tiene; porque girando por sus trámites naturales, aparecería con toda la frivolidad y pequeñez de su esencia. Mas como al fin éste ha sido un pretexto para el atropellamiento de mi persona y el comprometimiento de la tranquilidad y decoro del Estado que tengo el honor de mandar, protesto, al obedecer tan ilegal, violenta y desconcertada providencia, reclamar contra el ministerio la parte que ha tenido en tanto cúmulo de atentados, sin perjuicio de usar del mismo derecho contra los instrumentos de que se ha servido, prostituyendo las apariencias mal salvadas de la justicia a miras interesadas y tortuosas, sumamente perjudiciales a la patria.

Después de haber dirigido esta nota, Zavala, escapando por una puerta falsa, fugóse hacia las montañas de Ajusco, en compañía de Mr. Latropiniere y tres más.

Mientras esto pasaba en México y sus cercanías, el general Santa Anna se hallaba en Oaxaca, adonde se había retirado, sitiado en el convento de Santo Domingo por las tropas del gobierno al mando del general don Manuel Rincón. En estas circunstancias se hablaba con mucha generalidad de la expedición intentada por el gobierno español sobre las costas de la República. Santa Anna tuvo un arbitrio decoroso para salir del compromiso en que se hallaba, y el gobierno general debió aprovecharse de esta circunstancia para terminar aquella lucha sangrienta sin deshonor y haciendo entrar a los rebeldes en el orden. En 20 de noviembre decía Santa Anna a Rincón:

Tengo la satisfacción de acompañar a V. E. el acta celebrada hoy por la oficialidad de la tropa que está a mis órdenes, con motivo de las fundadas razones que tenemos para creer en una próxima invasión de españoles. No es la actitud en que se encuentran nuestras fuerzas la que nos estimula a dar este paso, como sin fundamento se dijo en una proclama de V. E. sobre las proposiciones hechas en San Juan del Estado; es únicamente una expresión de nuestros más puros sentimientos, dictada por el más acendrado patriotismo, y si se quiere, dirigida por nuestra adoptada resolución. Los españoles son objeto de odio para nosotros, y nada deseamos tanto como el que ellos, y no nuestros compatriotas, sean el de nuestro valor. Crítica es la situación que hoy guarda el ejército federal para poder acudir a la defensa de la independencia. Dividido en opiniones, destrozado en mil pequeñas fracciones y situado a grandes distancias, es físicamente imposible ocuparlo en la defensa del país. Los españoles han de presentarnos fuerzas muy superiores al desembarcar sobre nuestro territorio, y es muy sensible que por un hombre, y por los mismos que nos quieren robar nuestro precioso don, expongamos los sacrificios de tantos años y de tanta sangre derramada. ¿Qué más desgracias queremos, señor general? ¿Cuál es por fin el término de una lucha fratricida que arrastra consigo la ruina de innumerables familias? Si el autor de estos horrores los hubiera presenciado, habría abjurado (renunciado) un puesto mal adquirido, salpicado con la sangre de centenares de víctimas que han servido a su vez a la causa de la libertad. Mas sea con esos esclavos prostituídos del déspota Fernando de Borbón. Allí, señor general, allí conocerá la República nuestra decisión por su feiicidad; allí verá nuestro entusiasmo y allí conocerá que todo nuestro deseo no es otro que asegurar su cara independencia. En las proposiciones que por conducto de V. E. dirígí al supremo gobierno iba bien expresada nuestra deferencia a sus disposiciones, y el deseo de venganza lo desoyó todo. Nosotros estamos resueltos a morir, tenemos decisión para todo; pero queremos que nuestras armas se empleen contra los enemigos de la patria y no contra nuestros hermanos.

El acta que en esta ocasión celebraron los oficiales que acompañaban al general Santa Anna manifiesta las disposiciones en que se hallaban, y por lo tanto no deberá ser extraña su inserción en esta obra, destinada a analizar las acciones de los que han figurado en la escena. Importante es también que salgan sus nombres al público, para que los lectores puedan comparar su conducta en las épocas anteriores y posteriores y juzgar así de la moralidad de los individuos y de los principios o diversos intereses que han arreglado sus pasos. No es menos importante el conocimiento de este documento para medir la política de los que componían el gobierno, y eran entonces Pedraza, Cañedo y Victoria, aunque este último había casi abandonado la dirección a los dos primeros. Santa Anna estaba entonces reducido a la mayor extremidad, sitiado en el convento de Santo Domingo, pero defendiéndose con vigor y constancia, y haciendo cada día nuevos estragos en la ciudad, teatro de acciones sangrientas. Sabían él y sus oficiales que una ley los condenaba a ser pasados por las armas sin ningún proceso ni otra formalidad, y de consiguiente se defendían como desesperados, buscando al menos una muerte menos ignominiosa y vengada con anticipación.

¿El gobierno general obraba bien cerrando a estos individuos todas las puertas para una conciliación y haciéndoles perder toda esperanza de conservar sus vidas?

Menenio Agripa prefirió la dulzura, y por un apólogo hizo entrar a sus conciudadanos al orden; y Agesilao, suponiendo equivocados a sus soldados rebeldes en la inteligencia de sus órdenes, prefirió él parecer engañado que castigar a los culpables. No son éstos, por desgracia, los ejemplos que se han propuesto seguir los jefes mexicanos en la represión de sus revoluciones.

Aun veremos cosas peores. Oigamos por ahora a los jefes y oficiales de la pequeña división rebelde del general Santa Anna:

En el convento de Santo Domingo de la ciudad de Oaxaca, a las nueve y media de la mañana del día 20 de noviembre de 1828, reunidos por disposición del excelentísimo señor general en jefe del ejército libertador todos los señores jefes y oficiales que lo componen: S. E. manifestó varias cartas y oficios interceptados en la noche anterior, que dirigía el señor general Rincón a varios puntos, los cuales documentos testifican las noticias ya adquiridas de una próxima invasión del enemigo común a nuestras costas. También hizo S. E. compareciese el correo que había conducido el extraordinario de la plaza de Veracruz a ésta, el que informó que en aquel punto y en el de Campeche se estaban haciendo los mayores preparativos de fortificación, que la escuadra enemiga se había avistado por la sonda de Campeche y que las costas de Yucatán eran el objeto adonde se dirigían. Que todo esto era muy valido no sólo en Veracruz, sino en Orizaba y los puntos de su tránsito. Estas noticias no pudieron menos que causar una sensación inexplicable en los mexicanos que como ponían la indicada junta. Mil opuestos sentimientos combatían a cada uno, pues si bien es verdad que apetecen todos derramar la última gota de su sangre contra los malvados españoles, a quien han jurado y repiten odio eterno, no lo es menos que la situación a que esos mismos monstruos nos han reducido compromete la independencia nacional. El ejército dividido, exhausto el erario, las tropas a largas distancias, y en fin, matándonos hermanos con hermanos, son preludios tristes y funestos para la causa de la patria. En la junta se tuvieron a la vista mil y mil reflexiones tan juiciosas como llenas de los mejores deseos; cada cual quería ofrecerse en sacrificio en las aras de la patria; cada cual proponía medios para el término de las desgracias que ésta experimenta en la actualidad y de las mucho mayores que tendrían lugar si los feroces hijos de Pelayo profanaran nuestro suelo con su inmunda planta. La situación que actualmente guarda el ejército libertador, y la circunstancia de haberse dicho que el día 5 del presente convinimos en tratados en el pueblo de San Juan del Estado, impelidos del temor, retardó mucho más de lo que debiera a los que están decididos a morir creyendo que así hacen el último servicio que deben a la tierra de los aztecas, donde, por fortuna, vieron la primera luz. Empero como la patria, y no más que la patria, y la santa independencia y la federación son el norte de nuestras operaciones, nos avenimos en arrostrar por todo, y todo desoírlo por atender exclusivamente al objeto primordial. Leídas algunas proposiciones y discutidas todas en medio del más patriótico entusiasmo, se acordaron los siguientes artículos, que elevamos al conocimiento del supremo gobierno de la República, a fin de que tenga a bien tomarlos en su consideración con la brevedad que exige el estado actual de cosas:
El excelentísimo señor general don Antonio López de Santa Anna se somete a las órdenes del supremo gobierno, con toda la fuerza que hoy tiene a sus órdenes, para componer la división de vanguardia que marche a batir las huestes españolas a Yucatán, o donde convenga, como a enemigos de la independencia nacional.
Pedimos que ningún jefe, oficial ni tropa de los que componemos el ejército libertador seamos separados bajo ningún pretexto si no fuese en los momentos de obrar contra el enemigo, y siempre a las órdenes del señor Santa Anna.
El objeto de nuestro pronunciamiento, siendo santo, justo, y hoy más que nunca necesario, se decidirá en el próximo Congreso general, a cuyo fallo nos sometemos respetuosos, bien entendido en que, si la soberanía lo juzga criminal, nos sujetamos gustosos a las penas que nos imponga.
Para arreglar los puntos que indica esta acta y convenir mejor en las providencias que puedan adoptarse para poner término a los males presentes y marchar sobre el enemigo, habrá una entrevista en el intermedio que hay del portal de la plaza al convento de Santo Domingo, calle recta, a presencia de ambas fuerzas. Las personas que a ella concurran por ambas partes serán los generales, dos jefes y un oficial por clase.
Teniendo fundados motivos para creer que al excelentísimo señor Presidente de la República se le ocultan negocios de la más alta importancia, y que sólo el señor ministro de la Guerra los despacha, un oficial de este ejército será el conductor de esta acta, para que pueda instruir al gobierno de incidentes también de importancia, de que resultará sin duda la conclusión de los sucesos infaustos que devoran hoy a la cara patria.

Antonio López de Santa Anna;
Mayor general, Francisco Arce;
Comandante del fuerte Guerrero, Pedro Pantoja;
Comandante de artillería, Ignacio Ortiz;
Comandante de las compañías del 1° permanente, José María Bonilla;
Comandante del 5° José Antonio Heredia;
Comandante de las compañías de Tres Villas, Domingo Huerta;
Comandante del batallón de Jamiltepec, Julián González;
Comandante del batallón de Tehuantepec, Francisco Ocampo;
Comandante del activo de Oaxaca, Joaquín Canalejo;
Comandante de los cívicos, Manuel Vázquez;
Comandante del 2° regimiento, Mariano Arista;
Comandante del escuadrón de Orizaba, Francisco Tafur;
Comandante de la caballería de Tehuantepec, Marcelo Herrera;
Comandante de la escolta, Ildefonso Delgado.
Es copia.
José Antonio Mejía
.

Este paso no tuvo ningún resultado, porque el gobierno general quería que Santa Anna se entregase a discreción, lo cual equivalía a decir que se pusiese en manos de sus enemigos para que le cortasen la cabeza.

Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha