Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO XIV

SEGUNDA PARTE




Es sumamente difícil ser imparcial en tiempo de partidos, y mucho más cuando éstos han llegado al punto de exaltación en que se pelea por la conservación de la vida de los directores y agentes principales. La necesidad de la propia conservación es la primera entre todas las necesidades y el primer derecho que el hombre tiene de la naturaleza. Los moralistas han tratado la cuestión sobre hasta dónde el que pelea por su propia defensa podrá llevar la agresión sin ofender la conciencia, y es muy probable que en un siglo en que las revoluciones son tan frecuentes, y cuyo origen se procura ennoblecer bajo el pretexto de sostener la libertad y la igualdad, se han de consagrar algunos capítulos en las obras de los políticos, con el objeto de discutir y alcanzar con precisión hasta qué punto los pueblos deben sufrir la opresión para tener el derecho de insurreccionarse contra su gobierno cuando una facción está obligada a obedecer a su contraria sin oponer ninguna resistencia, cuando un partido puede llamarse legítimamente nacional, y si esta augusta denominación, usurpada con tanta frecuencia, da derecho a hacer correr la sangre de los ciudadanos, ora por tribunales revolucionarios, ora por comisiones militares, o bien sin ningún aparato legal. Estas reflexiones deben preceder al juicio que yo mismo tengo que hacer sobre mi Manifiesto.

El historiador imparcial no puede aprobar la conducta de don Lorenzo de Zavala en haber evitado por la fuga el juicio a que quedó sujeto por el fallo del Senado, cualquiera que haya sido el pretexto que cubriese esta acción. En realidad, Zavala no era culpable del delito que se le imputaba; pero sus conexiones íntimas con los revolucionarios de México, su amistad con el general Guerrero, las cuestiones que había tenido con el ministro Pedraza, y sus opiniones manifestadas anteriormente, lo debían hacer sumamente sospechoso al partido vencedor. De su casa había salido don José Antonio Mejía para ir a unirse al general Santa Anna en Perote. Mejía había distribuído en su casa igualmente algunas proclamas incendiarias; don Manuel Reyes Veramendi le participó su proyecto de salir a ponerse a la cabeza de los facciosos en Monte Alto; don Loreto Cataño no le ocultó sus intenciones de moverse en Chalco contra el gobierno de Pedraza; don Manuel Ordiera le comunicó su proyecto de levantar la gente de Cuautla; todo esto lo sabía Zavala, y siendo el gobernador del Estado de México, en donde habían de hacerse estos movimientos, es evidente que era cómplice en ello no ahogándolos en su cuna. Este era su principal deber. Pero Zavala era hechura del partido que obraba de este modo, como Pedraza lo era del otro. No podía desprenderse de esos tristes y funestos compromisos en que implican los partidos, y su repugnancia a obrar abiertamente contra las leyes fue la principal causa del odio de muchos de sus partidarios. Cuando Pedraza lo invitó a la conferencia de que he hablado, por medio de cartas dirigidas a don Ignacio Inclán y a don Ignacio Martínez, ambos íntimos partidarios de este general, creyó Zavala encontrar el arbitrio de evadirse de sus compromisos y hacer variar las circunstancias de las cosas conciliando a los dos contendientes Guerrero y Pedraza; pero esto era imposible, porque ambos aspiraban a un mismo puesto.

Creo conveniente, para que se conozca el espíritu que animaba al gobernador del Estado de México don Lorenzo de Zavala en aquella angustiada posición, recordar a los lectores el contenido de la nota oficial en que le participaba de las noticias que tenía acerca de varios movimientos que temía en Toluca, Chalco y Acapulco, y la contestación de Pedraza.

Rodeado de los cómplices en aquellos movimientos, era imposible que dejase de percibir sus intenciones, y más cuando creían aquéllos que nada aventurarían en el caso de que este magistrado llegase a conocer sus proyectos. Esta es la desolada posición de los jefes de partido, que no han conseguido sobreponerse a las pasiones que dirigen esas masas ciegas y desordenadas. Pedraza tenía una grande ventaja, de que se aprovechaba, sin una verdadera utilidad de la República, como pudo haberlo hecho. Esta era el patrocinio de la ley, la protección de las cámaras, el sufragio de las legislaturas que le habían votado y el apoyo de las tropas. Pero se dió a su elección ya hecha el aspecto del triunfo de un partido, en vez de presentarlo como la voluntad de la nación, y sus partidarios hacían gala y ostentación de su victoria sobre la otra parte de la nación que quedó vencida.

En los países en que el pueblo gobierna por sí o por sus representantes es necesario que, cuando ha pronunciado la mayoría, todos se uniformen para sostener sus resoluciones. Otro mal más grave llevaba consigo esta elección, y era el que los españoles tomaron y manifestaron mucho empeño en su éxito. Es un pecado que no perdona el pueblo mexicano el de ver una causa, una persona, un partido cualquiera protegido por los españoles. Pedraza no podía desconocer este inconveniente; mas ¿había de chocar con los que se le declaraban amigos? ¿Podría renunciar decentemente a sus servicios?

El Manifiesto que he insertado es uno de esos documentos que tienen por objeto cubrir las faltas y excesos de los partidos, aunque en el fondo contiene una narración exacta de los sucesos acaecidos en los últimos meses de 1828. No se puede en rigor hacer cargos al general Pedraza por no haber sofocado, antes de nacer, la revolución de la Acordada, porque no obraba exclusivamente por sí solo. Aunque tenía mucha influencia en la dirección de los negocios, el presidente no consentía en algunos actos que quizá hubieran dado muy diferente dirección a los negocios y presentado un desenlace más favorable al partido de su presidencia. Esta contrariedad entre los pareceres y las providencias hacía aparecer un orden de cosas que participaba de los diversos caracteres de las personas de donde provenían. Las providencias vigorosas y militares adoptadas por el ministro Pedraza, aumentadas en proporción de lo que exigiesen las circunstancias, hasta un punto indeterminado, hubieran quizá alcanzado el objeto de tranquilizar el país por algún tiempo, aunque a expensas de las libertades públicas, y después de muchas calamidades. Pero Victoria temía conceder mucho al rigor y comprometer su reputación de amante de la igualdad, y obligaba a su ministerio a tomar sólo las medias medidas que servían para irritar, y nunca ni para calmar ni para aterrorizar a los facciosos. De manera que todos estaban en una posición violenta en el gabinete, a pesar de la aparente armonía que parecía reinar en él. Esteva, hombre pusilánime que no entendía nada de lo que pasaba, que abandonó el partido de los que lo sostuvieron y había engañado al general Guerrero con falsas promesas, temía un desenlace contrario, que podía serle funesto. Cañedo, conociendo que era necesario continuar en la marcha en que estaba empeñado el ministerio, cooperaba con Pedraza a las medidas fuertes y enérgicas, que hasta entonces tenían todas las apariencias de legalidad. Espinosa de los Monteros, abogado pacífico y muy distante de los odios y rivalidades que causan los partidos, sostenía con el presidente Victoria las medidas de conciliación y dulzura. Era imposible resistir de este modo a un partido agresor que atacaba sin cesar por todos los medios que presentan instituciones creadas para un pueblo en que se suponen costumbres, hábitos y virtudes republicanas. Pedraza decía con frecuencia que los que atacaban al gobierno tenían la ventaja de obrar en una esfera muy amplia que no conocía término, en vez de que la del gobierno estaba reducida al estrecho círculo que le demarcan las leyes. Esta reflexión no le ocurrió cuando sólo con estas leyes ahogó en su cuna los movimientos de Bravo, Barragán, Armijo y otros, que se hacían contra la opinión popular. Las circunstancias eran muy diferentes, y él estaba entonces colocado, aunque en posición más ventajosa, en las mismas que rodeaban a aquellos generales; es decir, las simpatías populares le eran contrarias, pero tenía en su favor la autoridad de la ley y el derecho indisputable que acompaña a ésta. Hizo Pedraza repetidas instancias para que al presidente se concedieran facultades extraordinarias, pocos días antes de la catástrofe de la Acordada; mas las cámaras se resistieron constantemente, y sólo las acordaron cuando se habían ya roto las hostilidades entre los facciosos y el gobierno: esto es, cuando ya eran inútiles.

El día 3 de diciembre por la noche el general Pedraza abandonó el campo y salió oculto de México, dejando pendiente la lucha y entregada la ciudad a un combate sangriento. ¡Cosa rara! En la misma noche había partido el general Guerrero, abandonando igualmente a los que sostenían su partido, y se había ido a ocultar a las montañas de Chalco para esperar el resultado de la acción. Pedraza, ¿cometió un acto de cobardía huyendo en las circunstancias en que lo hizo o fue una medida de prudencia para evitar los primeros efectos de la cólera del partido enemigo en los momentos de su triunfo? Guerrero, al hacer lo mismo entre los suyos, ¿fue cobarde o prudente?

Parece que habiendo desaparecido los dos rivales al mismo tiempo, y quizá en la misma hora, era todavía dudoso por ambas partes el éxito del combate, y, de consiguiente, su permanencia en el campo podía influir para el éxito de la contienda, toda vez que una fuga extemporánea de los jefes abate los ánimos y engendra el desaliento entre los partidarios.

La desaparición del general Guerrero comenzaba a producir este efecto; pero la noticia de la toma del fuerte de Chapultepec, en donde había una inmensa provisión de municiones y de pólvora, que ya no tenían los de la Acordada, y más que todo, la nueva comunidad como el relámpago de la desaparición de Pedraza, produjo tal aliento y entusiasmo en los rebeldes, y una consternación tan grande en las tropas del gobierno, que el general Filisola desamparó la capital, huyendo con treinta o cuarenta hombres, y ya no pudieron sostenerse los puntos del convento o iglesia de San Agustín, cuartel de Gendarmes, Colegio de Minería y otros de menos importancia en que estaban las tropas del gobierno.

El presidente Victoria mandó entonces suspender las hostilidades e izar bandera parlamentaria para que cesasen los estragos en la capital. El ataque no podía suspenderse en los diferentes puntos, y en medio del combate se dirigió a la Ciudadela, en donde entró en conferencias con don Lorenzo de Zavala, representante entonces de esta funesta revolución.

¿Qué podía en aquellas circunstancias decir Zavala de racional para excusar los excesos que a la sazón se cometían? ¿Cómo un hombre de luces podía aparecer decorosamente delante del legítimo Presidente de la República, que venía a capitular con los rebeldes? Zavala tenía necesidad de recurrir al lenguaje de las inculpaciones contra el jefe en quien no podía desconocer los derechos que la Constitución federal concede al supremo magistrado de la nación. El pretexto era sacudir el yugo de la opresión en que se suponía estar la República bajo la dirección ministerial de Pedraza; el verdadadero motivo era colocar a Guerrero en la próxima presidencia, sacar a Santa Anna y sus tropas de la angustiada situación en que se hallaban en Oaxaca y echar fuera de las cárceles una porción de ciudadanos encerrados por adictos a Guerrero. Estas eran las causas ostensibles; pero el instinto secreto, el que impelía a las masas y popularizaba el partido, el móvil principal y agente perpetuo de estas continuas asonadas, era y es un deseo, por parte del pueblo, de establecer la igualdad absoluta, a pesar del estado de la sociedad, y la libertad democrática, a pesar de las diferencias de civilización; por la de los militares ambiciosos, el de hacer sustituir el poder brutal de la fuerza armada al de la razón y utilidades sociales; por la del clero, el de mano tener sus privilegios y prerrogativas, y por la de los hombres dedicados a la política, el de fundar sobre los principios, a su manera, la nueva sociedad desordenada.

Estos son los elementos de discordia en el país; pero los corifeos de los partidos son siempre responsables ante la opinión y la posteridad de sus actos. Don Lorenzo de Zavala no podía desconocer esto, y la mayor dificultad de su posición era la de que la revolución con su triunfo había llegado a un punto desde donde o era preciso retroceder, si se quería dejar existente el sistema que regía la nación, o entrar en la arriesgada carrera de constituirse en dictador bajo las diferentes modificaciones que hubieran presentado las circunstancias. Copiaremos aquí, para no dejar a los lectores suspensos acerca del éxito de la conferencia entre Victoria y Zavala, lo que este último publicó en México en enero de 1829.

Es muy notable la conversación que entablamos el señor Victoria y yo. Lo primero que hizo fue preguntar si estaba en libertad para obrar; se le dijo que sí, y que nadie lo obligaría a ningún acto. Parecía que al hacer esta pregunta entraría desde luego en alguna discusión interesante. Nada menos que eso. Yo le dije con energía que él era la causa de los males que sufría la República y sobrevendrían después; le dije que supuesto que su ministerio había precipitado las desgracias y conducido la nación a este abismo, estaba en el caso de variarlo inmediatamente. Le intimé, por decirlo así, un plazo muy corto, porque de lo contrario -le añadí- los males continúan, y yo deseo que se corten. Me dió por contestación que por la noche hablaríamos y arreglaríamos estos asuntos.
Pues bien, señor -le dije-, que sea así. Pero advierta usted que la capital está en anarquía y la nación lo estará pronto. Es absolutamente necesario nombrar jefes nuevos y las demás autoridades de que hoy carecemos. Esto urge mucho.
S. E. pidió una escolta y se regresó. Nosotros quedamos admirando la serenidad, o mejor diré, indiferencia de este jefe a vista de tales acontecimientos. Todo era confusión y desorden; pero el señor Victoria no daba muestras de afectarle los grandes sucesos de que era testigo.

Por la noche concurrieron a la habitación del presidente don José Manuel Berrera, don Lorenzo de Zavala, don Juan Nepomuceno Acosta y don Anastasio Cerecero, y se entabló una conversación entre estos individuos y don Guadalupe Victoria, reducida a hacerse cargos o inculpaciones recíprocas. El palacio estaba sin más guardias que las que Zavala había mandado poner; la ciudad, en una espantosa soledad. El saqueo que principió a las diez de la mañana había cesado por la noche; un silencio sepulcral reinaba en la vasta capital de México; en todo el palacio no se veía otra persona que Victoria, a quien habían abandonado sus mismos domésticos. Muchos almacenes estaban abiertos, los efectos mercantiles en las calles, en las plazas; las puertas, fracturadas. No se oía una sola voz, y sólo el sonido de las horas, que anunciaba la carrera del tiempo, interrumpía aquel profundo sueño en que parecían estar todos los mortales. ¡Qué noche! ¡Qué terrible noche!

La conferencia con el presidente Victoria no produjo ningún resultado, y sólo se acordó que mandase citar diputados y senadores para continuar sus sesiones, como si nada hubiese ocurrido en la República. Esto se verificó, y aunque la Cámara de diputados se reunió, no pudo conseguirse el quorum para la de senadores, que esperaban ver renacer el partido vencido en la resistencia de Puebla. Ya, por último, hubo número para el acto de cerrar las sesiones.

Entre tanto, el general Múzquiz, que mandaba en Puebla como comandante militar, negó al gobierno de Victoria la obediencia, alegando que no lo consideraba en libertad después del triunfo de los facciosos. Don Vicente Filisola se había retirado a aquella ciudad, en donde, reunido con Múzquiz, el coronel Andrade, el teniente coronel Gil Pérez y otros, hicieron con la guarnición y las tropas que conducían la conducta de platas a Veracruz una protesta reducida a suspender la obediencia al presidente don Guadalupe Victoria mientras no tuviesen seguridad de que su gobierno y las cámaras estaban en plena libertad. No podía ser más racional el pretexto alegado por estos jefes. Sin embargo, todos creyeron ver el principio de nuevas calamidades y de una guerra civil prolongada.

El partido vencido alentó nuevas esperanzas y comenzaban a correr a la ciudad de la Puebla de los Angeles todos los que creían que aquella revolución estaría apoyada por otros puntos. En Oaxaca, don Francisco Calderón, que mandaba las tropas contra Santa Anna, estrechaba el sitio cada día más, y de acuerdo con los de Puebla desobedecía las órdenes de México. Algunos síntomas de desunión se manifestaron en Guanajuato, Jalisco y Querétaro. En esta ciudad, el general Quintanar se negó del mismo modo que Múzquiz, y estaba en oposición con el pueblo, que proclamaba la revolución de la Acordada. Ya se preveía una coalición de los generales Cortázar, Armijo, Parrés, Quintanar, Terán, Múzquiz, Calderón, Filisola, Anaya y de muchos coroneles y jefes subalternos, que eran de su mismo partido y sostenían la misma causa. No se podía saber la disposición en que se hallaban los ánimos en los Estados remotos, como Chihuahua, Durango, Occidente, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Chiapas, Tabasco y Yucatán. Pero generalmente hablando, éstos siguen siempre el partido del más fuerte, si se exceptúa el último, en donde una guarnición numerosa ejerce también su dictadura militar. El espíritu de libertad y el sentimiento de su poder nace en los pueblos en donde la ilustración ha hecho progresos entre todas las clases de la sociedad, o en donde hábitos de independencia y tradiciones heredadas han arraigado estas ideas, que se transmiten como una propiedad y un derecho. En los Estados mexicanos, en donde no existen ciertamente estos hábitos, estas tradiciones, esa conciencia de su poder, ni de los derechos nuevamente adquiridos, y en donde además son muy pequeños los progresos que ha hecho la civilización entre el pueblo, muy poca resistencia se puede oponer por ahora a una fuerza interior que, organizada en apoyo de un hombre o de un partido, no entre chocando con las fórmulas y voces recibidas, aunque atropelle en la realidad con las cosas mismas. Más tarde daré extensión a estas ideas, para gobierno de los mexicanos que con recta intención trabajan por la prosperidad de su patria y desean el establecimiento de la verdadera libertad.

El coronel don Juan José Codallos, que abrazó constantemente el partido popular, después de haber sublevado al pueblo y milicia cívica de Querétaro contra el general Quintanar, que no quería obedecer al gobierno de México, se dirigió con cerca de un mil nacionales del Bajío al rumbo de Celaya, Guanajuato, villa de León y Gundalajara, en cuyos puntos hizo, ayudado del pueblo, que algunos jefes militares que manifestaban repugnancia a la revolución efectuada en México reconociesen sus efectos. Todos los Estados del Norte y Occidente habían abrazado la causa de la Acordada, esa causa democrática que hacía temblar a los propietarios, que creían que los directores profesaban en realidad el dogma de la absoluta igualdad. Apoyaba este concepto, después del saqueo del Parián, verificado en la capital, la conducta atroz y vandálica de una partida de cuatrocientos asesinos que capitaneaba en los valles de Cuautla y Cuernavaca el capitán Larios, que despojaba a los españoles que encontraba y asesinó a sangre fría a cuatro o cinco de éstos, después de haber entrado en sus haciendas y robado cuanto tenían en nombre de los patriotas y del general Guerrero. El gobernador Zavala corrió a contener a aquellos bandidos, y con el auxilio del coronel don Juan Domínguez, que mandaba el batallón número 4 de infantería, deshizo aquella turba de malhechores, que habían sembrado el espanto y cubierto de luto aquellas fértiles comarcas, y proclamó altamente los sagrados derechos de propiedad y libertad. Las tropas del coronel Alvarez, que venían desde las costas de Acapulco y ascendían a cerca de un mil quinientos hombres, llegaron a la sazón a Cuernavaca, y el orden y disciplina que observaban fueron el más fuerte apoyo para conservar la tranquilidad pública y garantizar las propiedades. Pocos hombres han reunido en tanto grado el valor y la perseverancia a una constante oposición al gobierno en la parte del Estado de México en que tiene influencia.

He hablado anteriormente de los indómitos habitantes de las costas del Pacífico en las cercanías de Acapulco y Zacatula, y creo que no debo pasar en silencio el carácter de Alvarez y sus disposiciones mentales. Alvarez es un hombre astuto, reflexivo y capaz de dirigir masas de hombres organizadas. Cuando una vez ha emprendido sostener la causa que abraza puede contarse con su constancia y firmeza. Su aspecto es serio, su marcha pausada, su discurso frío y desaliñado. Pero se descubre siempre bajo aquel exterior lánguido un alma de hierro y una penetración poco común. Su escuela en la milicia ha sido el campo de batalla, en donde ha hecho la guerra siempre contra los españoles, y sus lecciones fueron la experiencia de veinte años de combates. Lo veremos aparecer en la escena siempre con denuedo y siguiendo su sistema de ataque. Por esta vez continuó su marcha hacia Cuautla y las cercanías de Puebla, para contribuir al ataque que se preparaba hacer contra esta ciudad, en donde, como he dicho, se habían reunido los descontentos con el nuevo orden de cosas establecido en México.

El 24 de diciembre por la noche, el teniente coronel Gil Pérez, a cuyo cargo estaba el caudal de la conducta en el cerro de Loreto a dos millas de Puebla, hizo un acta con sus tropas, reducida a adoptar el plan de los vencedores de la Acordada, y este paso fue anunciado con algunos cañonazos que se dispararon. El general Múzquiz había echado mano de algunas cantidades de la conducta para contentar sus tropas, y Gil Pérez hizo otro tanto, aunque con la diferencia de que Múzquiz dió una cuenta exacta y no se permitió ningún abuso. El movimiento de Gil Pérez fue seguido por las milicias nacionales y después por toda la guarnición, lo que obligó a los jefes a celebrar un acta por la que se sujetaban todos a las órdenes del supremo gobierno de México, al que consideraban ya, así como a las cámaras de la Unión, en completa libertad para deliberar. El general Calderón no tardó en hacer lo mismo con sus tropas de Oaxaca, y unidos con Santa Anna y su pequeña fuerza, se entregaron a las efusiones del gozo más puro, abrazándose cordialmente los que poco antes se habían hecho una guerra sangrienta. De esta manera se terminó por aquel año la completa pacificación de la República, habiéndose sujetado todas las tropas al gobierno del señor Victoria, restablecido.

El gabinete no había sido variado, sino el ministro de la Guerra, y permanecieron Cañedo, Esteva y Espinosa de los Monteros desempeñando sus anteriores plazas. El general Guerrero fue nombrado por algunos días en lugar de Pedraza, y poco después fue sustituído por don Francisco Moctezuma, que desempeñó cerca de un año este destíno, como veremos más adelante. Don Vicente Guerrero fue nombrado comandante general de los Estados de Puebla, Oaxaca y Veracruz, y con esta investidura partió para Tehuacán y Puebla, habiendo residido en esta última ciudad por un mes.

En 1° de enero de 1829 se abrieron las sesiones del Congreso general con los nuevos representantes que vinieron de los Estados. Todo parecía restablecido en su orden y ya no había temores de una revolución próxima. Se abrieron los pliegos que contenían las votaciones de las legislaturas de los Estados para los destinos de presidente y vicepresidente de la República. Don Manuel Gómez Pedraza tenía once votos, como hemos visto anteriormente, y don Vicente Guerrero nueve. Recibióse igualmente una exposición del primero, en la que hacía renuncia del derecho que le daba la mayoría de los sufragios de las legislaturas para la presidencia. La Cámara de diputados, lejos de tomar esta espontánea renuncia en consideración, como debía haberlo hecho, declaró, sin facultades para ello, nula la elección del señor Pedraza; y el día 9, procediendo al nombramiento de presidente y vicepresidente, eligió para el primero de estos destinos al señor don Vicente Guerrero y para el segundo al señor don Anastasio Bustamante, que se hallaba en aquella época en las provincias internas de Oriente o Estados, como ahora se llaman. De manera que la elección se verificó un mes y cinco días después de haber terminado el movimiento popular de la Acordada y cuando casi habían desaparecido sus efectos.

¿Cómo es que el general Bustamante fuese preferido en esta elección a los competidores en la segunda plaza? Don Ignacio Godoy y don Melchor Múzquiz entraron con Bustamante en escrutinio, y si se comparan talentos, virtudes patrióticas e ilustración, ninguno debía dudar en dar la preferencia a Godoy; si se recuerdan anteriores servicios, Múzquiz los había hecho muy distinguidos cuando Bustamante peleaba en las filas de los realistas. Este último, además, había servido de apoyo a las pretensiones del señor Iturbide, y fue uno de los que lo llamaron por segunda vez a la República cuando en Jalisco sostenía con Quintanar a los partidarios del imperio.

El espíritu de partido se sobrepuso en esta vez, como sucede frecuentemente, a todas las consideraciones expuestas; e iniciado como había sido en las logias yorkinas y pasado por todos los grados de la masonería, había recibido Bustamante el bautismo misterioso que, en opinión de partidarios fanáticos, lavaba todas las anteriores manchas, infundía virtudes republicanas y transformaba el carácter servil en liberal, elevaba el espíritu mezquino y engrandecía la esfera de los conocimientos. El general Guerrero lo había recomendado a varias legislaturas para candidato, y él mismo inclinó a la Cámara de diputados, por medio de sus agentes, para que hiciese este nombramiento. Los que sabían calcular y conocían las cualidades de Bustamante, atribuían esta preferencia que le daba Guerrero sobre sus dos competidores a esa misma servilidad que había hecho de Bustamante un instrumento pasivo de los virreyes y de Iturbide, creyendo encontrar un amigo, un sostén, un compañero que serviría útilmente en caso de que una expedición española viniese sobre las costas. Bustamante tiene valor, tenía el afecto de algunas provincias en donde había servido, y desde el año de 1821, en que se alistó entre los independientes, había hecho muy importantes servicios a la causa nacional en su carrera. En abril de 1822 destruyó en pocos días las últimas esperanzas de los españoles en Juchi.

Los que conocen lo que hacen los pueblos cuando un partido está en su triunfo o una persona ha conseguido la victoria sobre sus rivales supondrán cuáles fueron los aplausos, las funciones, los convites, las aclamaciones que acompañaron la llegada de Guerrero a México en 29 de este mes en que fue nombrado presidente. Los aduladores le rodeaban, y sólo le hablaban de su patriotismo, de sus grandes servicios, de sus talentos, de sus heridas, de su valor. Este hombre, que no veía ninguna contradicción entre esa multitud ni creía que tuviese más enemigos que vencer, cerró los oídos a los consejos y avisos enérgicos de sus pocos amigos y se entregó con confianza en manos de una fortuna versátil y vengativa con los que la miran con indiferencia.

A principios de este año falleció en la ciudad de Guadalajara don José María Lobato. Después de haber contribuído mucho a la última revolución, como se ha visto, fue destinado por el supremo gobierno para la comandancia general del Estado de Jalisco.

Lobato era de cuna humilde y se elevó en la guerra de la revolución, en la que sirvió a la causa nacional por muchos años. Aunque en el último período de la primera revolución se indultó, fue uno de los primeros que salieron a unirse al general Iturbide, quien lo empleó varias veces en comisiones de segundo orden, las que siempre desempeñaba, si no con inteligencia, al menos con valor. Lo hemos visto figurar en la reacción de Casa-Mata, en la sedición de enero de 1824, y últimamente en la rebelión de la Acordada. Era ignorante y de poca capacidad; pero cuando obraba bajo la dirección de un jefe, podía servir muy útilmente. Era de los pocos generales que sostuvieron constantemente la causa popular, y se puede echar un velo sobre algunos defectos por esta cualidad, que lo hizo amar de los que veían en él un apoyo de sus derechos.

En marzo de 1829, el gobernador Zavala pronunció en la apertura de las sesiones el discurso siguiente:

Después de los importantes sucesos que han conmovido hasta sus fundamentos la sociedad y de los sacudimientos que han experimentado las instituciones sin destruirse, tengo el honor de concurrir en este santuario de las leyes a llenar uno de los más augustos actos de mi ministerio. La revolución espantosa provocada por repetidos actos de tiranía y de crueles persecuciones que hacían temer la próxima ruina de la actual forma de gobierno ha dado principio en el Estado de México, desenvuéltose en la gran capital de la federación y terminádose en toda la extensión de la República como esos terribles y majestuosos sacudimientos que hace la naturaleza y causan terror a los mortales, quedando después en silencio. En este augusto recinto se anunció por los patriotas diputados que hicieron tronar este edificio con sus voces llenas del entusiasmo que inspira el amor a la libertad un día de venganza y de grandes revoluciones, al ver atropellar el día 6 de octubre la majestad del Estado y hollado el carácter del representante de su poder ejecutivo. La federación recibió el más terrible golpe de mano de los poderes generales, y los que conocen el sistema y quieren de buena fe su permanencia, viéndolo amenazado de su próxima ruina, se preparaban a oponer la fuerza a la fuerza, al paso que los que atentaban de este modo, ya no dudaban levantar un nuevo orden de cosas más conforme a sus ideas, quizá por más análogo a su carácter dominante, o también porque es un camino a la monarquía.
Las fórmulas constitucionales, los simulacros de libertad y las denominaciones que dan las leyes fundamentales a las corporaciones, cubrían un sistema de opresión que sentían todos los mexicanos, especialmente los del grande Estado que tenéis la gloria de representar, como el más inmediato al origen de todos los males. Los Estados remotos no recibían otras impresiones que las que se disponían desde el palacio virreinal, y como aún no comenzaban a experimentar los efectos de la tiranía, eran sorprendidos sobre falsas relaciones y hechos desfigurados. ¡Lección terrible para lo sucesivo, y que jamás deben perder de vista los directores de la República! Tal era la situación de la cosa pública cuando salí huyendo de la persecución que suscitaron los enemigos de la libertad.
El período corrido desde aquella memorable época se ha llenado con una serie de pronunciamientos contra la tiranía naciente. El pueblo soberano manifestó su voluntad de la manera terrible que acostumbra. A su voz desapareció hasta la sombra de sus opresores. Su sacudimiento hizo retemblar todos los ángulos de la República, y los mismos que han tomado parte en esta escena han temido por sus consecuencias.
La elección hecha por los representantes de la Unión en el ciudadano señalado por el clamor universal para la próxima presidencia de la República ha restablecido la paz y dado esperanzas fundadas de una tranquilidad duradera. Todos los buenos ciudadanos cooperarán a este grande objeto. Los malvados tiemblan delante de la majestuosa voz que reclama los santos derechos de un pueblo oprimido por muchas centurias. El imperio de las leyes sucederá a la terrible tempestad. Vosotros, representantes del pueblo, podéis dar al Estado que os ha elegido los grandes beneficios que reclaman vuestros mandatarios: reformas útiles, y más que todo las garantías sociales, fuente de toda prosperidad y abundancia.
En la Memoria que tendré el honor de presentar dentro de pocos días trataré por menor de los varios ramos que forman los principales artículos de la administración pública. En medio de las atenciones que han rodeado al gobierno, y especialmente a la persona del gobernador, he procurado presentaros un cuadro interesante y útil de los objetos que deben llamar vuestra atención. La filosofía se ha hecho escuchar entre nosotros, aun en el tumulto de las pasiones, y su augusta voz reclama los santos derechos de los hombres, ultrajados unas veces por la fuerza de un despotismo militar, otras por el furor de un pueblo que todo lo atropella en nombre de la libertad. El ejecutivo del Estado de México, penetrado de los riesgos que amenazan nuestra tranquilidad, se desvela en mantenerla. Un gran pretexto para turbar el orden deberá desaparecer dentro de poco tiempo. La sabiduría y tino de los directores de la República consistirá en ahogar en su origen los que nazcan de nuevo. En ningún pueblo civilizado se proclamó paladinamente la guerra del pobre contra el rico; pero la tendencia natural a disfrutar sin las penalidades que son necesarias para adquirir, es un perpetuo estímulo en tiempo de revolución para moverse. Fijad con energía el punto hasta donde puedan llegar los que se creen con derecho a turbar el orden establecido bajo pretextos diferentes. Si los representantes de los poderes públicos son el órgano legítimo de la voluntad del pueblo; si éste tiene medios legales para hacerse escuchar; si sus clamores son oídos con atención y sus males remediados con prontitud, cesan los movimientos de toda revolución. Una verdad consoladora es la de que los mexicanos tienen el carácter dulce, las costumbres suaves, una exquisita sensibilidad, y sobre todo un instinto maravilloso. Con dificultad se les engaña, y más difícilmente se les mantiene en el error. ¡Qué elementos para educar al pueblo en las virtudes republicanas y para conducirlo a la prosperidad!
Como representante del poder ejecutivo, y como ciudadano que ha logrado alguna autoridad por sus servicios a la patria, tengo la complacencia de asegurar que el sistema federal continúa su marcha majestuosa y que es el que más se acomoda a nuestras actuales circunstancias. Su consolidación dependerá únicamente de las leyes que los representantes sancionaren. Destruid, ciudadanos diputados, todo lo que la antigua legislación tiene de incompatible con el nuevo orden de cosas; sustituid a las leyes coloniales otras que tengan relación con el sistema político que hemos adoptado; refundid la sociedad sobre los moldes de una sociedad vecina, cuyo orden de cosas ha sido nuestro modelo; a la tímida política, a las mezquinas arterías, a la misteriosa conducta del gobierno anterior, sustitúyansele la noble franqueza, la buena fe y la energía en las resoluciones. Vosotros entráis al santuario de las leyes con los deseos, con la capacidad y con el poder de hacer grandes cosas. Las circunstancias las exigen, y el pueblo necesita de cuanto pueda darle vida y movimiento. La falta de acción de parte del gobierno podrá conducirnos a la anarquía, y el paso de ésta al despotismo es muy corto. Representantes del Estado de México, meditad en la delicada situación de la cosa pública, y meditad profundamente.

He concluído ya la penosa relación de estos tristes acontecimientos, desastrosos por los desórdenes populares que los acompañaron, nacidos de la irritación en que se hallaba el pueblo con las recientes persecuciones que habían sufrido muchos de sus corifeos. Este triunfo era popular, y el pueblo vencedor o vencido no siempre se sirve de armas puras; se hace justicia con toda la pasión que le domina y causa los efectos terribles que vemos siempre en las luchas intestinas. Varios otros puntos de la República habían experimentado en tiempos anteriores iguales catástrofes a la que sufrió la capital por esta vez; pero ni había el interés de hacerlos aparecer tan ruidosos para que recayese la odiosidad sobre el partido popular ni el teatro fue tan público y tan vasto.

Considerada la revolución de la Acordada en el curso ordinario de las cosas y de la sociedad, fue un acto de rebelión, aunque nunca tan criminal como el de Tulancingo, en el que no había siquiera el pretexto de pelear por su propia defensa y conservación, y tenía además a su frente los primeros que debían dar el ejemplo de observancia a las leyes, subordinación al supremo jefe de la nación y conservación de la disciplina militar. En aquélla, el vicepresidente Bravo, los generales Barragán, Armijo y Verdejo estaban en los más altos destinos, desempeñándolos tranquilamente y sin temor de ser atropellados bajo la pacífica y suave administración que gobernaba; en ésta, Santa Anna suspenso antes de moverse; Zavala, perseguido y suspenso también sin haberse movido; el edificio que fué de la Inquisición, lleno de presos por causas políticas, hacían, si no excusable, al menos no tan ostensiblemente criminal el ataque dado a la suprema autoridad y a las augustas leyes que la protegían. El triunfo de la Acordada produjo el saqueo, los gritos y la confusión del partido popular, que se contenta y satisface fácilmente. El de Tulancingo hubiera traído la tiranía, los destierros, las ejecuciones militares y el terror. Aun no tenía la federación más que tres años de formada; todavía los Estados no habían gustado las ventajas que trae consigo el gobierno interior ni el número de pequeñas ambiciones había tomado el vuelo que posteriormente. Quizá entonces hubiera conseguido el partido jerárquico lo que posteriormente ha intentado infructuosamente, aunque bajo apariencias hipócritas, como hacen todas las facciones. El gobierno central, sea monárquico, sea aristocrático, sea militar, ha sido la tendencia constante de este partido, combinado en diferentes modificaciones y aparecido en varias épocas. Es el mismo que sostuvo a los virreyes; que se sirvió de Bravo y Guerrero, Santa Anna y Victoria para acabar con Iturbide; que echó mano de Bravo y Barragán para derribar a Victoria; que, frustrado entonces, se acogió a Pedraza, de quien esperaba más que de otro, aunque no se sabe con qué fundamentos, y al que luego veremos pasearse victorioso con las cabezas sangrientas de muchos ilustres patriotas, conculcando los derechos de los mexicanos, después de haber sacrificado una víctima ilustre.

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