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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

NOVENO TESTIMONIO


La rebelión de Sonora, encabezada por el general Fausto Topete, gobernador constitucional del Estado y el general Francisco Manzo, Jefe de las Operaciones Militares en la misma entidad, se había detenido ante las trincheras del estratégico puerto de Mazatlán, notable por las defensas naturales que lo protegen maravillosamente; reconocido por los expertos como uno de los reductos más difíciles de tomar cuando es atacado por tierra, sin el auxilio eficaz de la artillería. El general Obregón dotado de un instinto guerrero magnífico, no obstante la escasa experiencia que tenía en la época de la revolución contra Victoriano Huerta, destinó fuerzas suficientes para embotellar a los defensores de la plaza; pero no ordenó el asalto, pasando con su columna rumbo a Guadalajara y la ciudad de México.

De los informes recogidos acerca de la campaña del Noroeste en 1929, puedo afirmar que el general Ramón F. Iturbe, tuvo una comprensión clara y precisa de las exigencias del momento. Desde el comienzo de la lucha alentó un incontenible afán de avanzar rápidamente hacia el sur para posesionarse de Mazatlán por sorpresa y coger desprevenido el occidente.

Agregado al movimiento sin más fuerzas que su prestigio y entusiasmo, ocupó su puesto en la extrema vanguardia de la columna que marchaba sobre Culiacán.

Con un puñado de hombres, conducidos precipitadamente en automóviles, tomó esa plaza y pidió refuerzos con urgencia para desencadenarse impetuoso sobre Mazatlán, antes de que, liberadas del pánico las huestes gobiernistas que se retiraban en desorden, pensaran en ofrecer resistencia.

El general Iturbe, sin embargo, recibió órdenes terminantes de suspender la ofensiva hasta que, reorganizada técnicamente la columna, pudiera desfilar en correcto orden militar.

Amonestado, quedóse quieto frente a Mazatlán.

Transcurrieron los días, se llevaron a cabo todo género de preparativos para el ataque formal; pero reforzado el enemigo, bien atrincherado, reanimado el espíritu, pudo rechazar victoriosamente a los asaltantes.

Justo es confesar que el general Jaime Carrillo, jefe de las Operaciones Militares en Sinaloa, supo conducirse con acierto y bizarría en la defensa del puerto de Mazatlán, causando irreparables daños a nuestra causa.

Por otra parte, no debemos desconocer, para juzgar con tino los sucesos de Sonora, que las fuerzas acaudilladas por los generales Manzo y Topete eran presa de peligrosos antagonismos. Faltaba la cohesión indispensable para presentar un frente macizo y luchar con probabilidades de éxito. El gobierno del Centro había logrado provocar escisiones que no tardarían en causar estragos. Desde luego, el general Antonio Armenta, con el propósito de no secundar la insurrección, marchó al frente de su batallón de yaquis con rumbo a Chihuahua. Tramontó en hégira de asombro, a través de asperezas y espesuras, la majestuosa sierra madre occidental, para quedar copado, tras agotantes jornadas, en un círculo de acero que en Temosáchic le formó el activísimo general Miguel Valle, comisionado para recibir al pie de los contrafuertes del lado chihuahuense, a aquella corporación suelta y mal encaminada. No quedó al general Armenta y sus infantes, otro recurso que engrosar nuestras filas. Desprendidos de su zona militar en la creencia de que las fuerzas de Chihuahua no secundarían la insurrección, tarde y bajo adversas circunstancias tuvieron que reconocer su error y someterse al destino.

Semanas después, el día trece de marzo, los generales Olachea y Torres Avilez, al frente de ochocientos hombres, llevaron a cabo un bien planeado contra-pronunciamiento. Enarbolaron la bandera gobiernista, tomando posesión de la plaza fronteriza de Naco que jamás pudimos recuperar y que, convertida en un baluarte inexpugnable por el lado norte, peligrosísimo por todos conceptos, alteró radicalmente el curso de la campaña.

Los batallones de los generales Olachea y Torres Avilez formaban parte de los contingentes escogidos para pasar a Chihuahua, por el cañón del Púlpito, a fin de ser embarcados en Casas Grandes a bordo de trenes que los conducirían hasta Torreón para tomar parte en los combates que estaban a punto de librarse.

Hubo que anular esos planes y renunciar a la ofensiva.

Se impone una breve interrupción para descansar de las fastidiosas reseñas militares. Hablemos de Manrique.

Poco después de que regresara el general Escobar de su expedición a Monterrey tuvimos el gusto de abrazar a Aurelio J. Manrique que, con ánimo enardecido, llegaba a Torreón. Incontinenti fue organizado un mitin popular en la espaciosa plaza principal que apretadamente podía contener a la inmensa multitud. Con oportunidad advertí a Manrique que las masas en aquella región, de credo anti-rreeleccionista profundamente arraigado, no simpatizaban con la memoria de Obregón quien, para volver a la Presidencia de la República, había alterado la Constitución en uno de sus fundamentales mandatos.

Manrique que profesa reverente admiración al caudillo de Celaya, no obstante mis amistosas admoniciones aprovechó la ocasión para enaltecerlo con acento sincero y emocionado. Su magnífico discurso de tesis, admirable por su pureza de estilo y su elocuencia sin artificios, fue escuchado con respetuoso silencio por aquella muchedumbre comprensiva y atenta que se abstuvo de prorrumpir en aclamaciones y aplausos para significar que no aceptaba la tendencia reeleccionista del general Obregón.

De atrás, nos había ligado a Manrique y a mí, comunidad de ideas, especialmente en asuntos sociales; pero nos distanciamos en política desde que rompí con Obregón a quien siguió Manrique constantemente.

No obstante las diferencias de criterio indicadas, con motivo de las persecuciones de que fui objeto en 1928 y a las que antes me he referido, Manrique estuvo a mi lado en los momentos en que acentuábase el rumor de que no saldría yo bien librado de aquel incidente. Manrique era entonces Diputado federal, de fuerte relieve y significación. Desobedeciendo la orden de rigurosa incomunicación que pesaba sobre mí, abrióse paso resueltamente hasta el cuarto que ocupaba, con centinelas de vista, en la Inspección General de Policía. Permaneció conmigo algún tiempo y salió para regresar poco después. Era de ver a Manrique subiendo ágilmente las escaleras, a dobles tramos, hasta el tercer piso, llevando al hombro un pesado catre de campaña. Dispuesto a no alejarse del fatídico edificio hasta conocer mi verdadera situación, bajó a la planta de las oficinas para hablar con el Inspector de Policía, el general Antonio Ríos Zertuche, volviendo complacido a participarme que no corría riesgo grave. Charlamos amenamente sobre temas de la civilización árabe que tanto fascinan a Manrique como a mí, despidiéndose a la hora del alba.

En Torreón nos reuníamos de nuevo, bajo la misma tienda, con idénticas preocupaciones.

Manrique, dispuesto a cooperar afanosamente, despachaba los asuntos importantes de la Jefatura del movimiento renovador, arreglaba el servicio de prensa, preparaba documentos de trascendencia, atendía con piedad nazarena a los heridos, cubría necesidades, prendía entusiasmos, prevenía injusticias.

En colaboración con Enrique Bordes Mangel que llegó algunos días más tarde, se encargó de los asuntos de trámite y consulta; ambos prestaron su contingente de luces con elevado sentido de adhesión y desprendimiento, desafiando peligros inminentes, como después referiremos.

Nuestra situación en Torreón, de expuesta se convertía en insostenible.

Neutralizada la acción de los rebeldes de Sonora en virtud de los acontecimientos narrados, no podrían prestarnos cooperación alguna mientras subsistiera la amenaza de Mazatlán y Naco, cada día más peligrosa.

El Secretario de Guerra y Marina que había asumido el mandato supremo de las huestes gobiernistas, estableció su cuartel general en Cañitas y después en Durango, cuidando de reconcentrar en los alrededores de Torreón todos los contingentes disponibles.

A las órdenes directas del general Lázaro Cárdenas, una poderosísima División, superior numéricamente a todos los rebeldes combinados avanzaba desde Durango, y por San Pedro venía el general Almazán con doce batallones que integraban la primera, segunda y tercera Brigadas de Infantería; diez y seis regimientos pertenecientes a la primera, segunda, tercera y cuarta Brigadas de Caballería y el primer regimiento de Artillería.

Con nuestras diezmadas tropas que no sumaban ni la mitad de los efectivos que traía el general Almazán bajo su mando directo, -sin contar la División de Cárdenas- torpeza imperdonable sería tratar de resistir en una plaza abierta como Torreón, expugnable por todas partes.

Durante los últimos días que estuvimos en Torreón, los aviones enemigos bombardearon la plaza, hiriendo a varios vecinos y sin que se registrara una sola baja en la tropa. La hazaña aérea más notable entonces fue la llevada a cabo por el coronel Rodolfo Fierro que aterrizó algunos kilómetros al norte de Torreón y trató de interrumpir las comunicaciones quemando personalmente un puente del ferrocarril. Aunque novedosa y arriesgada la empresa, resultó del todo ineficaz.

El enemigo nos envolvía materialmente y a todo trance quería cortarnos la retirada. Abandonamos Torreón en perfecto orden, sin perder elementos, con todos nuestros trenes, saliendo de Bermejillo el último de ellos pocas horas antes de que llegara a esa estación la columna destinada a cerrar el paso.

Establecimos en Jiménez, del Estado de Chihuahua, el Cuartel General, con un puesto avanzado en Escalón, donde permaneció el general Cesáreo Castro, al frente de los voluntarios.

Trasladóse a Ciudad Juárez el general Escobar y durante su prolongada ausencia, los aviones federales llevaron a cabo frecuentísimos bombardeos sobre nuestros campamentos en Jiménez y Escalón.

Desde el campo de aviación Michel Field, en el Estado de Nueva York, voló sobre el extenso territorio de los Estados Unidos, rumbo al sur, una magnífica escuadrilla de aeroplanos de combate y bombardeo, equipados con sorprendente esmero, sin que faltara una sola de las mágicas innovaciones con que el genio de la destrucción ha dotado a estas bellas máquinas aladas de pervertida misión.

Aterrizaron en Nuevo Laredo. Prestarían distinguido servicio al ejército mexicano. Tomaron la ruta de Torreón para luego tener como objetivo Jiménez.

Otros aviones de modernísima construcción habían sido facilitados de la misma manera a nuestros adversarios, juntamente con inagotables reservas de bombas de cincuenta, setenta y cinco y cien libras.

Corsario llaman con exactísima propiedad al tipo de aeroplanos que más daños nos causó: majestuoso, en tono gris discretísimo, de perfiles sobrios y elegantes, alas bien cortadas, con primor de líneas y refinado gusto.

Pronto nos acostumbraremos al siseo rítmico de su vuelo pausado de observación, al seco traqueo de sus ametralladoras y a la sorda explosión de sus bombas repletas de esquirlas.

Los primeros ensayos ejecutados por los aviones de combate sobre Torreón, apenaban por lo ridículo de la exhibición y porque sacrificaban únicamente a civiles indefensos. Resalta la inferioridad de los aparatos anticuados que usaban. Ahora es distinto. Los nuevos aviones proporcionados al Ejército, costosísimos, de la más alta calidad en la industria moderna, alterarán viejas tácticas, consagradas en nuestro país, y más de una sorpresa encenderán en el ánimo de nuestros guerrilleros.

Con la segunda decena de Marzo coincidió la intensificación de los ataques aéreos. Poderosos corsarios y de otros tipos, zumbaban sobre nosotros día a día, de dos en dos, a veces tres. Media hora, una hora volaban continuamente sobre nuestras posiciones, hasta agotar su provisión de parque de ametralladoras o sus bombas pesadas y eficaces. Se alejaban unos a rendir jornada en su cercano campo y otros regresaban a mantener en ininterrumpida tensión de espíritu al enemigo, expuesto a ser atacado impunemente desde la altura, porque carecía de cañones para cazar aeroplanos o siquiera de fusiles de largo alcance.

Un solo ataque nocturno llevaron a cabo. No he podido explicarme porqué no repitieron la emocionante función. De lejos, en la madrugada, vimos acercarse las luces de vivos colores de la nave cargada de metralla. En línea recta, viniendo del sur, siguiendo las paralelas de la vía férrea, iluminadas por la claridad de la luna, llegó, circunvaló (sic) la Estación, congestionada de trenes militares y asiento del Cuartel General y dejó caer su racimo de bombas que al chocar levantaban nubes de polvo y sembraban la muerte.

Algunos soldados que dormían tranquilamente no volvieron a despertar, otros sacudían el sueño bajo la impresión cálida de la herida sangrando ...

San Antonio, Texas, Febrero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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