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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

OCTAVO TESTIMONIO


Cerrados los puertos fronterizos para la introducción de pertrechos de guerra destinados a los rebeldes, de nada valía que controláramos una gran parte de la línea divisoria, -la que corresponde a los Estados de Sonora y Chihuahua- y que tuviéramos bajo nuestro dominio, bases de aprovisionamiento tan importantes como Ciudad Juárez, Nogales, etc. etc.

Fracasaban lamentablemente los esfuerzos encaminados a conseguir armas y parque.

Cuidando de no violar las leyes de neutralidad, los funcionarios rebeldes decidieron no verificar operaciones prohibidas en el lado americano ni mucho menos complicarse en actos de contrabando. Solamente en territorio nacional comprarían armamento. Los comerciantes del ramo se encargarían de pasarlo, corriendo los riesgos consiguientes para eludir la vigilancia fiscal. Naturalmente, en semejantes condiciones, alcanzaban precios fabulosos el parque y los fusiles que llegaban a manos de los nuestros en cantidades limitadísimas.

Además, aquel comercio clandestino fomentaba la comisión de todo linaje de fraudes que resentía el mermado tesoro de la revolución.

A un traficante extranjero, por ejemplo, le fueron entregados veinte y cinco mil dólares en pago de unos aeroplanos y más tardó en contar los billetes recibidos que en olvidar la palabra empeñada, sin que, dadas las circunstancias, pudiera entablarse en su contra, acción judicial alguna. No escasearon fechorías semejantes.

Cuando no se fracasaba enteramente y algunas municiones obteníanse, resultaba tan ridículamente pequeña la cantidad y tan exorbitante el costo que no merecía tomarse en consideración esa forma de abastecimiento.

Por otra parte, la amplia publicidad dada a las efectivas medidas dictadas por Washington para auxiliar a la facción imposicionista, contribuyó decisivamente a detener la ola de los pronunciamientos.

Los militares, por regla general, no tienen vocación para el martirio ni cosa semejante. Corren riesgos para disfrutar, en premio, de la vida y sus placeres. Prácticos hombres de acción, marchan sin titubeos ni escrúpulos tras de la fortuna fascinante y prometedora.

Han aprendido mucho en estos tiempos vertiginosos, de cambios radicales e inauditas sorpresas, y por ningún motivo cometen la suprema imbecilidad de dar coces contra el aguijón.

Prefieren aceptar cualquier complicidad, por infamante que sea, antes que exponerse a la derrota que empobrece y aburre, cuando no cuesta la vida. La psicología del soldado de carrera no consiente idealismos ni puntillos morales que estorban o apartan del éxito.

Condenados, como estábamos, al desastre y el (sic) exterminio, ningún militar más con fuerza a sus órdenes, conocedor de su oficio, compartiría nuestra suerte. En lo sucesivo, candidez o imbecilidad sería, esperar refuerzo alguno. El período de los pronunciamientos pertenecía al pasado. Ahora el péndulo oscilaba en sentido contrario y pronto, muy pronto asistiríamos al inquietante espectáculo de los despronunciamientos y contracuanelazos.

En nuestros campamentos no bullía la algarabía y el estrépito alegre y jactancioso que matiza la historia de nuestras turbulencias. Tampoco el desaliento deprimía los espíritus. Más bien una varonil resignación dominaba en el ambiente.

Sin embargo, algunos oficiales y jefes que no confiaban en el éxito de la causa que defendían, se mostraban aprensivos por el futuro de su carrera.

Ciertamente extrañaba yo el entusiasmo y desbordante alegría que había observado, en otras aventuras similares. Ahora contábamos con huestes disciplinadas, ajenas a todo alarde de fanfarronería. Su seriedad y compostura impresionaban. En plena campaña, llevábase vida de cuartel, ordenada y eficiente.

Las rigideces económicas, más acentuadas que en épocas de normalidad, impedían todo género de despilfarros y francachelas. Lejos de derrochar caudales sin responsabilidad ni limitaciones, era de advertirse en la conducta observada por los jefes y oficiales, la escasez de numerario, las penurias a que todos estaban sometidos.

Anotaré, sin embargo, un dispendio acertado y justo. Fue elevado a dos pesos diarios el haber de la tropa y cubierto con entera puntualidad. En cambio, lo jefes apenas recibían aquellos emolumentos indispensables para sus más apremiantes necesidades.

Dos pesos diarios para los soldados de línea; pero los voluntarios, en los primeros días percibieron cincuenta centavos diarios, después veinticinco y finalmente, suprimidos los haberes, sólo escasas provisiones de boca les eran proporcionadas. Desde los primeros días de Marzo, poco después de que estallara la rebelión, empezaron a unírsenos, los exiliados políticos y militares a quienes el rencor partidista los hacía víctimas de la salvaje pena de destierro.

Cutberto Hidalgo, ex Secretario de Relaciones Exteriores, fue de los que se dieron prisa en presentarse en Torreón a ofrecer sus servicios, lo mismo que el licenciado Francisco J. Santa María y Gerzayn Ugarte. Les siguieron Francisco Naranjo, Luis del Toro, Alfredo Pérez e infinidad de mexicanos proscritos que con júbilo volvían al suelo patrio.

Desde La Habana vinieron, devorando distancias, el licenciado José Inés Novela y el general José Domingo Ramírez Garrido, trayendo el saludo cordial de sus compañeros de exilio en tierras cubanas.

Los generales Pablo González, Jacinto B. Treviño, Isidro Cardona, José E. Santos, Marciano González, José Villanueva Garza, etc. etc., todos los militares de origen revolucionario que en Texas sufrían las inclemencias del exilio, acudieron al campo rebelde, con ánimo de compartir peligros y responsabilidades.

Nuestros amigos residentes en California, en su mayoría, pasaron a Sonora. Los generales Enrique Estrada, Arnaiz, Sepúlveda, Silva, Tolentino, espontáneamente se aprestaron a volver al servicio de las armas y de los refugiados políticos, avecindados en aquella región, entre ellos Enrique Bordes Mangel y Jorge Prieto Laurens, casi no hubo uno que no mostrara su adhesión al movimiento.

Esta uniformidad de criterio que acercaba a los desterrados y a los revolucionarios de convicciones, confortaba y enaltecía.

En el seno del anti-rreeleccionismo, sin embargo, se registraron algunas divergencias de opinión. Según he podido comprobar después, la inmensa mayoría del histórico Partido, simpatizó con el movimiento de 1929, aunque el licenciado José Vasconcelos lo repudíara a la vez que protestaba su adhesión al licenciado Emilio Portes Gil, elevado a la Presidencia de la República en la forma que explicamos al ocuparnos de la memorable junta de jefes militares que tuvo verificativo en el Partido Nacional.

Sobre este debatido asunto y para no dar ocasión a que mis puntos de vista sean expuestos con acritud, cedo la palabra a (Aurelio) Manrique que opina de la siguiente manera:

Mientras por una parte, el señor general Antonio I. Villarreal se une en cuerpo y alma al movimiento revolucionario, siendo ya el jefe de las Operaciones Militares en la región lagunera, el señor licenciado José Vasconcelos en las declaraciones -que personalmente no puedo confirmar- hechas a la prensa de Morelia, Michoacán, ha condenado abiertamente a la revolución, enviando su adhesión a Portes Gil.

La actitud del señor Vasconcelos es carencia de comprensión de la realidad mexicana ... Y contradictoria también porque él había sido uno de los enemigos abiertos del callismo.

Agregaré que la revolución de 1929 enfáticamente hizo profesión de fe anti-rreeleccionista.

Confirmado un acuerdo previo que habíamos tenido, el general Escobar me envió a Torreón con fecha seis de Marzo el siguiente mensaje:

Estimaré a usted haga declaraciones en el sentido de que el movimiento armado que realizamos no pugna con el anti-reeleccionismo como principio fundamental revolucionario, lo cual permite una identificación completa de todos los elementos que tendemos a la renovación del régimen imposicionista actual.

Para entonces había ya preparado el decreto relativo mediante el cual la Revolución adquiría el compromiso, en caso de triunfar, de suprimir la reelección, poniendo en vigor el artículo 83 constitucional en los términos en que fue aprobado por el Congreso Constituyente de 1917, entendiéndose que el ciudadano que hubiere desempeñado el cargo de Presidente de la República, por ningún motivo podría volver a ocupar ese puesto.

El general Escobar, con su carácter de Jefe de la Revolución, firmó el doce de Marzo dicho decreto que fue ampliamente publicado.

De la misma manera, en un documento semejante, la Revolución declaró que por ningún motivo aplicaría la pena de muerte a prisioneros políticos o del orden militar, cauterizando así, un vicio sanguinario del que se ha abusado en nuestro país con exceso de frenesí. No triunfamos pero nos impusimos el deber de adherirnos con lealtad a tesis humana y civilizada; sentamos cátedra, dimos ejemplo y ni la provocación del adversario enardecido que fusilaba a los nuestros, pudo inducirnos a cometer actos de rencor y venganza.

También la pena destierro fue abolida por la Revolución renovadora, cuando menos en el territorio donde señoreaban sus armas. El decreto respectivo, simultáneamente con el anti-rreeleccionista y con el que prohibía la pena de muerte fue promulgado con plena sinceridad y con la intención de que la voz de la nobleza se adentrara en las conciencias perturbadas.

Los llamados gobiernos de la Revolución no han vacilado en aplicar a sus adversarios, por motivos de venganza o temor, el castigo inusitado que priva a los ciudadanos del derecho inalienable de vivir en su Patria. Tanto la Constitución de 1857 como la de 1917 en cláusulas generosas y terminantes condenan ese suplicio atroz. Sin embargo, Carranza se valió de él desconsideradamente no sólo para desembarazarse de huertistas y reaccionarios en general, sino también para escarmentar a los revolucionarios que no lo obedecían servilmente.

Hecha excepción del magnánimo gobierno del señor Madero, del breve interinato de Adolfo de la Huerta y de los comienzos del período de Obregón, los regímenes revolucionarios han incidido en la arbitrariedad de condenar al ostracismo a todo aquel que estorba o no se humilla.

Ni siquiera ha habido pudor para encubrir con los velos de la discreción el flagrante atentado contra las garantías individuales expresas, vigentes. Las continuas, innumerables expulsiones del suelo natal son llevadas a cabo sin embozos, con llaneza, tal si se tratara de ejecutar mandatos estrictamente legales.

Hay listas negras de desterrados en la Secretaría de Gobernación y en las oficinas de Migración establecidas en los puertos de entrada. ¡En qué molestísimos trances se han de ver envueltos ahora el general Juan José Ríos -precursor de la Revolución- y el licenciado Eduardo Vasconcelos que siempre pugnaron por los fueros de la legalidad y que ocupan actualmente los puestos de Secretario y Subsecretario de Gobernación!

No existe reglamentación ni pauta alguna para el procedimiento seguido en materia de expatriaciones: el capricho se impone sobre toda ley sin admitir apelaciones ni descargos.

A los desterrados que piden regresar a sus hogares, muchas veces se les contesta categóricamente en sentido negativo y cuando la gracia es concedida -remedo monarquista- humilla al solicitante que de antemano ha vístose obligado a manifestar su arrepentimiento protestando no volver a intervenir en asuntos de índole política.

¡Ah! Pero a menudo sucede que los vencedores que arrojan del suelo natal a los enemigos en desgracia, no muy tarde son a su vez expulsados, la cadena de los acontecimientos sigue rodando y el país perdiendo elementos de valía.

A propósito y guardando las proporciones no está por demás acoger en este lugar el hondo sentir de Eliseo Reclus, como una advertencia contra la iniquidad y como una enseñanza histórica capaz de iluminar las conciencias entenebrecidas:

Es indudable que Atenas debió su admirable pléyade de grandes hombres por el pensamiento y por la acción a la buena acogida hecha a los desterrados extranjeros. En la enumeración de los Atenienses ilustres se halla la existencia de muchos descendientes de desterrados, entre ellos el mismo Solón el legislador, Pericles, Milciades y Platón. Del mismo modo, en proporción mucho más numerosa, más de veinte siglos después, los emigrados protestantes de Francia y de Italia dieron un alma a la pequeña e insignificante ciudad de Ginebra, para convertirla en ciudadela contra Roma, y así también, después, los filósofos perseguidos hallaron un asilo en la minúscula República de las Provincias Unidas y contribuyeron a animarla con esa civilidad que les permitió neutralizar la potencia del Gran Rey. ¿No se debe en gran parte el vuelo de Berlín a la actividad inteligente que en aquella ciudad desplegaron los inmigrados hugonotes?

San Antonio, Texas, Febrero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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