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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

DÉCIMO TESTIMONIO


El ataque aéreo nocturno de que hablamos al cerrar el capítulo precedente, exigía poner en vigor adecuadas precauciones para evitar nuevas sorpresas.

Las bajas registradas esa noche, ascenderían a seis o siete, entre muertos y heridos; pero no había que aminorar o desconocer los efectos morales que aquellos raids causaban en el ánimo de la tropa.

En el carro dormitorio en que yo descansaba la noche referida, también hallábanse el periodista Luis del Toro, don Alfredo Pérez, Silviano Lozano y algunos otros civiles que habían llegado a ofrecer sus servicios.

Cuando fui avisado de la proximidad del avión, salí a dictar algunas disposiciones preventivas y en los momentos en que pasaba del carro a la plataforma de los almacenes del ferrocarril, estalló una bomba como a diez metros de distancia, cubriéndome de polvo y proyectando un reguero de balines que afortunadamente no nos tocaron.

Los bombardeos aéreos a la luz del día, acaecían con frecuencia que se intensificaba, a medida que avanzaban sobre Jiménez las fuerzas gobiernistas y que, por consiguiente, teníamos más cercanos, los campos de aterrizaje de los aviones enemigos.

Invariablemente éstos ametrallaban, primero, a nuestro puesto avanzado en Escalón y quince minutos después volaban sobre Jiménez.

Establecimos un servicio de señales dado a conocer en la orden del día.

Tan luego como eran avistados los aeroplanos en Escalón, desde allá me lo participaban por teléfono y en el taller de locomotoras en el patio de la Estación de Jiménez, daban el silbato de alarma para que los soldados esquivaran el peligro.

Aquellos que, listos para cualquier servicio, permanecían a bordo de los trenes, tenían instrucciones de ocultarse, al escuchar el aviso indicado, entre las ruedas y bajo las planchetas de acero de los carros. Pronto nos convenceríamos de que, vigorizada y cada día más efectiva la acción de los pilotos que nos combatían, resultaban ineficaces las medidas de protección hasta entonces adoptadas. La metralla buscaba y perseguía a los soldados hasta aquellos escondites que al principio parecían ofrecer condiciones de seguridad.

En los cuarteles situados a inmediaciones de la Estación también teníamos bajas considerables.

El punzante recuerdo de la trágica escena persiste en mi imaginación. El silbato anuncia la proximidad de los aeroplanos y el general Ibarra ordena el acuartelamiento de los soldados de su corporación. Una de tantas bombas arrojadas con siniestros designios, perforó el techo de uno de los cuartos en que estaban aglomerados los soldados de Ibarra y tras de los momentos de indescriptible confusión, fueron anotadas unas sesenta bajas, entre muertos y heridos.

Con prioridad a esta hecatombe, había mandado yo construir rápidamente un cuadro de trincheras alrededor de la Estación, que aprovecharíamos en la inminente batalla que no tardaría en verificarse, y a la vez servirían para que nuestras infanterías quedaran a salvo de los aviones.

Estas defensas que nuestros soldados llaman loberas, de tipo individual, consistían de una fosa con su parapeto de tierra para proteger al tirador y de una cámara anexa, lateral, subterránea que sirviera de refugio contra los ataques aéreos.

Las caballerías quedaron ocultas en las márgenes del Río Conchas, bajo las frondosas arboledas. Además en esos campamentos fueron arregladas también sistemas de loberas semejantes a las descritas anteriormente.

Así quedó conjurado un peligro que iba adquiriendo caracteres de gravedad. No volvimos a tener bajas de esa índole y en lo sucesivo el zumbido de los aviones más bien divertía que aterrorizaba y durante varios días, hasta que fueron iniciados los combates formales, puede considerarse como una exhibición casi inofensiva, de fuegos fatuos y estruendos imponentes, aquel continuo repiqueteo de las ametralladoras y aquel estallar de bombas que horadaban el suelo o por casualidad atinaban a algún muro, rara vez lesionando seres humanos.

La experiencia adquirida en los primeros días de estragos causados por la nueva arma, dio lugar a que fuera establecida rigurosa disciplina para que los soldados no cometieran imprudencias ni descuidos durante los frecuentes bombardeos.

A la vez habíamos organizado un grupo de escogidos tiradores, provistos de los fusiles de mayor alcance de que disponíamos, para cazar aviones en los momentos que verificaban vuelos bajos.

Un bello pájaro de aluminio, tripulado por el Coronel Roberto Fierro fue de esa manera tocado exactamente en el tubo conductor del aceite y lo vimos, en revolvente maniobra, descender como un cometa, envuelto en transparente clámide de humo y aterrizar a unos doce kilómetros al occidente de Jiménez, en las inmediaciones del Ojo de aguas termales.

Manrique, cerca de mí, contemplaba la emocionante caída del soberbio pájaro herido, y notando ambos que en caballos y automóviles partían grupos de oficiales y soldados, indignados por las impunes fechorías que día a día cometían aquellos corsarios del aire, previendo que de ser cogidos los pilotos caídos serían duramente castigados, nos trasladamos en automóvil al lugar en que reposaba el aeroplano gris, dispuestos a impedir la comisión de cualquier acto de represalia.

Organizada la persecución contra el coronel Fierro y su ayudante no fue posible encontrarlos. Lograron ocultarse y escapar, uniéndose a los suyos no muy tarde.

El avión maltrecho quedó cubierto con ramajes. Así no podría ser localizado y desaparecía el peligro de que fuera bombardeado y destruido por otro aparato. Queríamos salvarlo que buena falta nos hacía en la contienda desigual en que estábamos empeñados.

Horas después vimos acercarse otro corsario que buscaba a su gemelo, zumbando entristecido. En giros lentos, conservando prudente altura, exploró inútilmente aquella región, retirándose al fin sin alardes ni explosiones.

Según dijimos antes, el general Cesáreo Castro estaba destacado en Escalón, al frente de unos trescientos voluntarios, resto de los contingentes alistados en Torreón. Buen número de ellos mal armados.

También acampaba en aquel lugar, el general Luis Gutiérrez quien fungió como Gobernador de Coahuila, desde Saltillo, durante los breves días que la revolución renovadora dominó dicha plaza. Ahora tenía unos ochenta hombres a sus órdenes y a pesar de sentirse gravemente enfermo procuraba reorganizar sus elementos para invadir de nuevo su Estado natal.

La tarde del día 27 de marzo fuertes núcleos del enemigo atacaron Escalón. El general Cesáreo Castro tenía instrucciones de no ofrecer resistencia formal y pudo organizar su retirada sin pérdidas de consideración.

En tanto, el general Luis Gutiérrez, sin desalentarse ante la adversidad manifiesta, marchó al Estado de Coahuila a proseguir la campaña. Escasos elementos lo seguían. Recrudecida su enfermedad tuvo que remontarse, careciendo hasta de las más elementales atenciones médicas. Meses después, moribundo, fue conducido a Saltillo, donde falleció este luchador sencillo y leal, precursor de la Revolución que, invertida y cruel, le hincó la garra.

Al día siguiente de haber sido tomado Escalón, la columna del general Almazán descansó en aquel lugar.

El general Calles, Secretario de Guerra y Marina, permanecía en Bermejillo, treinta y cinco leguas al sur.

Una parte de nuestra caballería, a las órdenes de los generales Valle y Espinosa tuvieron que sostener un combate cerca de Corralitos, adverso a nuestras armas.

El general Escobar intentó batir al enemigo en Rellano y ordenó la violenta movilización en trenes de todas nuestras infanterías. Llegamos al amanecer a aquel lugar accidentado y desértico y verificadas las exploraciones de rigor, hubo que convencernos de que en vano había sido desplegada inusitada actividad para transportar nuestra columna. Los ferrocarrileros habían bregado incesantemente, sin descuidar un detalle, para que los numerosos trenes desfilaran con precisión matemática. Se excedieron en celo y competencia. En esta ocasión, como en toda la campaña, dieron muestras de eficacia admirable. A ellos es a quienes menos les corresponde la culpa de los fracasos sufridos.

No encontramos en Rellano al enemigo que intentábamos combatir antes de que descansara de sus fatigosas marchas a través del agrio desierto y el general Escobar ordenó el regreso a Jiménez.

Entre la tropa causó sorpresa aquel ir y venir.

Ya en la Estación, el general Escobar nos llamó aparte a los generales Caraveo, Cesáreo Castro y a mí y nos dijo, por vía de explicación, que él mismo había explorado el terreno en las inmediaciones de Rellano y que en vista de que no teníamos oportunidad de combatir, tomó la determinación de volver al lugar de partida para que los rigores del desierto no quebrantaran a nuestros soldados.

Frustrada la intentada sorpresa, en Jiménez esperaríamos la acometida del adversario, consciente de su aplastante superioridad de elementos y engreído por las ventajas adquiridas.

Los regimientos nuestros que habían venido batiéndose en retirada, con bizarría y entereza, destrozados por el desierto y el empuje arrollador del enemigo, por diversos caminos convergían hacia Jiménez. Cabales y bien probados jefes en recias campañas, como los generales Cesáreo Castro, Raúl Madero, Miguel Valle, Ubaldo Garza, Carlos Espinosa (y) Lorenzo Ávalos llevaban a cabo la fatigosa concentración, constantemente hostilizados y al frente de corporaciones diezmadas, exhaustas, quebrantadas por los continuos reveses.

Empezaron a llegar a nuestras posiciones para reorganizarse y dar descanso a la caballada que a duras penas se mantenía en pie. Tras de ellas, marchaban también lentamente las caballerías enemigas, que habían logrado salvar, con penalidades sin cuento, el extenso e ingrato Bolsón.

El breve intervalo de que disponíamos, urgía aprovechado activamente para reforzar nuestras líneas, organizar los servicios de aprovisionamiento y los hospitales de sangre.

Había yo puesto, durante la estancia del general Escobar en Ciudad Juárez, gran cuidado y esmero en el trazo y acondicionamiento de nuestro sistema de trincheras provisionales, casi primitivas; pero eficacísimas, según quedará plenamente demostrado en el desarrollo de la sangrienta jornada.

Tenía yo especial empeño en que el atrincheramiento se extendiera para proteger el caserío de Jiménez, a la vez que la Estación, nuestro reducto más importante.

Entre el pueblo de Jiménez y la Estación hay unos tres kilómetros de distancia y aunque nuestras escasas infanterías no alcanzaban a cubrir compactamente toda aquella zona, dejar el pueblo de Jiménez a merced del enemigo, nos ocasionaba serias desventajas y nos limitaba a un radio muy reducido, circunstancia que el enemigo podría aprovechar para sitiarnos completamente.

Además, en Jiménez podrían alimentarse con todo género de comodidades y se servirían de las tapias de adobe de los corrales inmediatos y del caserío que abandonábamos, para atrincherarse y avanzar, protegidos, hasta las inmediaciones de nuestra línea.

El general Escobar que tuvo el mando directo y absoluto en aquella reñidísima acción de armas, memorable en los fastos guerreros, opinó en el sentido de acortar el trazo de trincheras, reduciéndolo a un pequeño cuadro, erizado de fusiles, compacto, impregnable. Un cuadro de acero inflexible con sus ángulos equidistantes de la Estación, asiento del Cuartel General.

El desenvolvimiento de la batalla, los hechos consumados, han tomado a su cargo demostrar que aunque reducido, el número de nuestros infantes bastaban para prolongar la línea en forma de cubrir adecuadamente el pueblo de Jiménez, sin perjuicio de la solidez que exigía la línea de resistencia.

Contábamos con unos dos mil doscientos infantes y dos mil cien de caballería. Total: 4300 hombres a lo sumo.

Para magnificar sus proezas y escatimar méritos ajenos, los triunfadores han agotado los recursos de la falsedad para convencer a los demás -a sabiendas de que están desvirtuando la verdad histórica- de que nuestros contingentes equiparaban o excedían a los nueve o diez mil soldados que arrojaron sobre Jiménez.

Esta mentira oficial -efímera como el poder de los mismos que la propalan- muy fácil será destruirla con el auxilio de los mismos datos que arrojen los archivos de la Secretaría de Guerra y Marina.

No en vano transcurre el tiempo que da lugar a que la verdad esplenda y se imponga sobre todas las conveniencias y los artificios engañosos.

Pero este asunto lo discutiremos después.

Suenan ya los cascos de las caballerías gobiernistas que avanzan resueltas a despejar el campo.

Las siguen nutridas falanges de infantería, bien escogidas y experimentadas. Todas las corporaciones que se calculó fríamente serían necesarias para asegurar el éxito de la campaña.

Las bocas de artillería superarían a cualquier contingencia fortuita, sabiendo de antemano que los rebeldes no tenían un solo cañón a su disposición.

Los aviones americanos, en múltiples escuadrillas, con superabundancia enorme de bombas excelentes por su acción destructiva y asoladora, continuaban volando sobre nuestro marcado recinto, cada día con intervalos más cortos y puntería mejor.

Hemos decidido dejarnos envolver.

Resistiremos en el cuadro de la muerte.

La gran batalla va a empezar.

San Antonio, Febrero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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