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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

TERCER TESTIMONIO


Acompañado de los generales Cesáreo Castro y Raúl Madero, del infatigable propagandista y tenaz inconforme, el joven y brioso orador Elpidio Barrera y de un grupo de anti-rreeleccionistas de la comarca, llegamos a Torreón para tener oportunidad de convencernos una vez más de que las masas populares se mostraban anhelosas de sacudir la tutela oficial, de romper las cadenas de un continuismo opaco y agobiador que asfixiaba las conciencias. Millares de ciudadanos se agruparon espontáneamente para recibirnos con efusión.

Raúl Madero que goza de enorme popularidad en la Laguna, fue aclamado cálidamente. Raúl me acompañaba en calidad de amigo personal y no tenía intención de volver a las actividades políticas de las que había permanecido apartado durante varios años. Victoriado primero, rodeado en seguida de un círculo compacto de camaradas que lo asediaban e insensiblemente lo atraían al fragor de la lucha, Raúl, muy a su pesar, acabó por verse envuelto en compromisos indeclinables y antes que yo, decidió embarcarse en el frágil bajel de la nueva aventura.

Pronto notamos que la policía y demás autoridades locales se abstenían de molestarnos y se mostraban recelosas y hasta timidas.

La ciudad vibraba confusamente al choque de mil rumores encontrados. ¡Qué (sic) diversos núcleos militares se habían conjurado contra la tendencia imposicionista del Centro; qué (sic) existía marcada hostilidad entre los funcionarios del Estado de Coahuila y la Jefatura de Operaciones; que en el mezquino mundillo oficial la zozobra se resolvía en febril vigilia y cada quien desconfiaba hasta de su propia sombra ...!

Un considerable número de generales, jefes y oficiales retirados del Ejército, de origen maderista y villista en su mayoría, se apresuraban a protestarnos su adhesión. Miles de ex-soldados veteranos que habían militado a las órdenes de (Francisco) Villa, Maclovio Herrera, José Isabel Robles, Raúl Madero (y) Calixto Contreras residían en Torreón y sus alrededores y acudían solícitos a saludarnos y a pasar lista de presente. Varios de los jefes y oficiales con mando de fuerza, también se afiliaban a nuestra causa.

El jefe de una de las corporaciones y el sub-jefe de otra -ambas acuarteladas en la plaza- discretamente se comunicaron con nosotros, ofreciendo su cooperación. En época no lejana habían pertenecido a fuerzas que operaban bajo mi mando y seguían manteniendo conmigo viejas relaciones de consideración y afecto.

Por conducto de ellos, supe a ciencia cierta que el general Escobar se preparaba para pronunciarse con todos sus elementos y que lo secundarían vigorosos contingentes del Ejército que se hallaban distribuidos por todo el territorio nacional.

Por escrúpulos de delicadeza y por elemental precaución, no me había acercado al general Escobar; ni él se comunicaba conmigo. Transcurrieron así dos o tres días que dedicamos a celebrar meetings de propaganda en las poblaciones circunvecinas, sin abandonar Torreón más que por breves intervalos.

Al regresar de una de esas giras fui citado para entrevistar al general Escobar, a las diez de la noche del día siguiente, en el campo militar.

El general Escobar y yo nos habíamos tratado bien poco. Al iniciarse la revolución de Agua Prieta, de acuerdo entonces con el General Calles, fui comisionado para invitar a Escobar a que se nos uniera. Escobar era jefe de las armas en Ciudad Juárez, Chihuahua, y yo, en calidad de desterrado, había fijado mi residencia en El Paso, Texas. Por conducto de Carlos Félix Díaz, buen amigo mío y primo hermano de Escobar, se entablaron las pláticas preliminares. Finalmente Escobar aceptó secundar el movimiento que se iniciaba y pasé a saludarlo a Ciudad Juárez. Dos o tres veces más platicamos en la ciudad de México; pero de ninguna manera podría considerarse que nos ligaba estrecha amistad. Además, el general Escobar, había cogido prisionero y fusilado al general Arnulfo R. Gómez, que, aunque enemigo personal mío, abrazó la causa del anti-rreeleccionismo en la postrimerías de su desorbitada carrera.

Me sentía indeciso y perplejo ante la idea de acudir a aquella cita envuelta en sombras y peligro.

Dado mi carácter de anti-gobiernista descubierto, presentarme en el campo militar, con embozo de conspirador y a deshora, ¿no equivalía, en caso de que aquel llamado fuere un ardid, a entregarme indefenso y dar lugar a que se me acusara de haber sido cogido in fraganti, en los momentos en que se trataba de sublevar una guarnición militar?

Propuse, sin logrado, que la conferencia se verificare en algún otro lugar. Se me indicó que el sitio primeramente escogido era el más adecuado y me presenté con exactitud en el campo militar a cuya entrada nos esperaba un ayudante que nos condujo al interior del recinto amurallado. Los acompañantes de Escobar y los míos formaron corrillo y Escobar y yo quedamos a solas, tomando asiento en una banca del jardín.

Escobar me habló con entera franqueza y precisión, sin exageraciones ni alardes de poderío. Me reveló que sus compañeros lo habían escogido para encabezar la rebelión; enumeró los jefes comprometidos, calculó sobriamente los elementos de guerra de que se podría disponer y me expuso su plan de campaña. Tres o cuatro horas consagró a darme a conocer la situación, advirtiéndome que de un momento a otro podrían romperse las hostilidades porque la Secretaría de Guerra, naturalmente, trataba de debilitar a los generales comprometidos por el trillado procedimiento de sustituir las corporaciones dudosas con aquellas que el gobierno reputaba como adictas. Especialmente al general Jesús M. Aguirre, Jefe de las Operaciones en Veracruz, se le tenía en entredicho y cualquier disposición superior encaminada a restarle elementos provocaría la ruptura, como en efecto sucedió pocos días después.

Expuse, a mi vez, mis puntos de vista y mis exigencias de carácter político, especialmente las que se referían a la reivindicación del texto anti-rreeleccionista en nuestra Carta Magna. También demandé que el nuevo movimiento se solidarizara con el agrarismo, salvaguardara los derechos obreros, aboliera la pena de destierro y pugnara por conservar y fortalecer las conquistas de la Revolución. Escobar no ofreció objeción alguna a mis conceptos, los acogía como suyos y los subrayaba. Fácilmente nos entendimos.

¿Está usted dispuesto a que luchemos unidos? me interpeló para concluir. Acepté consciente de mis responsabilidades y nos despedimos con un fuerte apretón de manos.

Hacía varios años que no penetraba a un cuartel. Había llegado no exento de desconfianza y salía con un compromiso que cambiaba súbitamente el rumbo de mis actividades y me imponía un nuevo programa de acción. La tropa dormía confiadamente en sus nuevos cuarteles y aquella quietud pesada del recinto, parecía del todo extraña al vértigo de la tragedia que se avecinaba.

Suspendimos de hecho las labores políticas, que, en aquellas circunstancias, carecían de objeto inmediato, e iniciamos los preparativos bélicos. Dos días después, al atardecer, el general Escobar nos buscaba empeñosamente. El general Cesáreo Castro, el general Raúl Madero y yo, sospechando que algo grave ocurría, fuimos al Cuartel General y a otros lugares frecuentados por el jefe de operaciones. En seguida dimos con él.

Ya sucedió, nos dijo Escobar. El general Aguirre se vio obligado a precipitar los acontecimientos, pronunciándose en Veracruz y ya giré en la forma convenida, las órdenes conducentes para que se rompan las hostilidades en Oriente y Occidente; en el Norte, el Centro y Sur del país, a fin de que simultáneamente, ocupe su puesto de combate, cada uno de los compañeros comprometidos.

San Antonio, Texas, Enero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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