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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

DÉCIMOTERCER TESTIMONIO


Bajo la febril impresión de los combates de Jiménez y la matanza de La Reforma, fueron llegando a Camargo, antes Santa Rosalía, dispersos y maltrechos, los supervivientes de aquellos en otros tiempos animosos y brillantes contingentes rebeldes que en recias peleas agitaron sus pendones de hombría y supieron resistir heroicamente en Jiménez -uno contra dos-, el ímpetu de un ejército confiado en su aplastante superioridad numérica, en la magnífica cooperación de los aviones venidos del norte y en las inagotables reservas de pertrechos de guerra obtenidos sin limitación en los arsenales del país más poderoso del mundo.

Contristaba, aun a los espíritus menos aprensivos, observar los destrozos, -con mayor justeza el aniquilamiento diríamos-, de las huestes renovadoras. De los dos regimientos que militaban a las órdenes del general Miguel Valle y que ciertamente habían resentido fuertes pérdidas en diversos encuentros, pero que todavía participaron con efectivos importantes en los combates de Jiménez, apenas si quedaban unos treinta hombres. Proporciones semejantes arrojaba el recuento de otros regimientos.

De los batallones, nada menos desconsolador podría anotarse. Sin embargo, en pequeños grupos o aisladamente, eludiendo la persecución incesante de la caballería federal, fueron incorporándose, en diversos lugares, algunos elementos infatigables de la castigada infantería.

En cuán distintas circunstancias volvía yo a Camargo, teatro de mi primer victoria de guerrillero, dieciocho años atrás -donde, durante la revolución de 1910-, había vencido a la guarnición porfirista después de tres días de reñida refriega.

Militaba a mis órdenes en aquella época ya lejana, el entonces Mayor Rosalío Hernández que ganó fama y escaló las más altas jerarquías militares en la aguerrida División del Norte comandada por el general Villa. El mismo don Rosalío siempre leal e imperturbable estaba allí, en su pueblo, como jefe de las armas y con escasos elementos que no había tenido tiempo de organizar adecuadamente, según sabe hacerlo el ducho y experimentado jefe revolucionario.

Don Rosalío cuidaba de no ser sorprendido por algunas partidas de gente de los poblados vecinos que empezaron a hostilizarnos tan luego como pudieron cerciorarse de que nuestra causa estaba irremisiblemente perdida. El general Escobar también había llegado y encontrábase en estado frenético, tratando desconsideradamente a sus compañeros de aventura. Todos tenían la culpa del descalabro sufrido, menos él y la verdad es que, en términos de equidad, alcanzaría por lo bajo, el mismo grado de responsabilidad que nos correspondería a los demás generales y jefes que a su lado tomamos parte en las sangrientas jornadas.

Era natural y lógico que nueve mil o más federales, ventajosamente equipados, vencieran a cuatro mil. Extraordinario y admirable hubiera sido que aconteciera lo contrario.

Por supuesto que, serenados los ánimos, el tiempo se encargará de acotar méritos y deméritos, fallando inexorablemente de qué lado concurrieron el honor y la justicia: si del lado de los vencedores afiliados a la causa de la imposición y disponiendo de sobrados elementos a todas luces espurios o del lado de los vencidos que en condiciones adversas y a costa de grandes sacrificios pugnaron por ennoblecer la tendencia revolucionaria que unos y otros habían jurado sostener con fidelidad.

Digo todo esto, no sin sospechar la ironía mordaz de aquellos que saben y yo tampoco ignoro, que en México la dura ley no escrita, pero consuetudinaria e inflexible, condena a quien comete el crimen atroz de perder: al paredón, o al destierro. Suelen registrarse actos de clemencia obtenida a costa de humillaciones de las cuales no es considerada como la menos indigna aquella a que con frecuencia recurre más de un fresco con charreteras, alegando a fin de que se les permita volver al ejército. o regresar al país, que fueron arrastrados a la rebelión par engaño o en virtud de fuerza mayor, tal si se tratara de inofensivas travesuras infantiles ...

Pero volvamos al relato de los acontecimientos que se precipitaban en rápida sucesión y que nos conducían al acto final.

Poco tiempo permaneceríamos en Camargo. El general Escobar salía en tren para el norte y nos comisionaba a los generales Cesáreo Castro, Raúl Madero y a mí, para que revolucionáramos en el nordeste del país, sirviéndonos como núcleo. para la futura campaña, los restos de los valuntarios que arganizamos en Torreón y que no habían sido objeto de consideración alguna, circunstancia que, naturalmente, los tenía disgustados.

No quisieron acompañarnos a cruzar el desierto, prefiriendo. volver a la comarca lagunera donde tenían sus hogares. Pocos días después aceptaron la invitación que les hizo el Gobierno, por conducta del general Jameson que había sido hecho prisianero, para rendir las armas y acogerse a la amnistía, comi en efecto lo hicieron en compañía también de los generales Rasalío Hernández y Nicolás Fernández.

Raúl Madero, don Cesáreo Castro y yo, con pequeñas escoltas que sumaban unos treinta hombres, nos dirigimos a Ojinaga con el propósito de rehacernos; pero dos jornadas antes de llegar a aquel lugar, supimos que la guarnición se había volteado, enarbolando en lo sucesivo bandera gabiernista.

Encadenada una deserción a otra y a otra más, la desconfianza se convertía en ley de vida. Todo mundo quería ser gobiernista, es decir, triunfador. Medias vueltas, contorsiones atrevidas, saltos mortales, todo género de acrobacias desde las más ridículas hasta las más expuestas, serían ensayadas con tal de no perder la oportunidad de unirse a la comparsa triunfal.

El prefijo des que denota negación o inversión, a veces, fuera de, tuvo su mamento de exaltada actualidad. Despronunciábanse unos, desapolillábanse otros, desagraviaban y desapoyaban; desamotinábanse aquí y desarmábanse allá y en todas partes desertaban y despepitaban.

Preciosos elementos aportaría esa época de violenta inestabilidad, al artífice observador y sagaz que se propusiere sorprender en su íntima inquietud y plasmar la psicología del hombre de pelea primitivo, pero ventajoso, que lleva en su escudo esta leyenda: nunca pierdas.

Las defensas sociales adictas a la rebelión no titubearon en pasarse a las filas gobiernistas. Así la hicieron las de Temasáchic, Gardea, Guerrero, Santo Tomás, Miñaca, Cuauhtémoc, Cusi, San Andrés de los Arenales, Santa Isabel, Bocoyna, Majaica, Rosario, San Francisco de Borja, Satevó, Carretas, San Bernardo, Cuchillo Parado, Salaices, Florido, Valle de Allende, Zaragoza y muchas otras más, según la versión oficial.

El Estado de Chihuahua estaba, pues, absolutamente perdido para la causa renovadora. El general Cesáreo Castro que había recibido a última hora, unos tres mil pesos para los gastos de la proyectada campaña, los distribuyó entre los miembros de las escoltas que nos acompañaban, para que pasaran al lado americano. Otro tanto tuvimos que hacer Raúl Madero y yo, el catorce de Abril.

Sucesivamente habían evacuado las fuerzas rebeldes, Camargo, Chihuahua y Juárez para continuar por Casas Grandes y a través del cañón del Púlpito con rumbo al norte de Sonora.

La situación militar en aquel Estado había tomado un cariz desfavorable para nuestra causa. Habiendo fracasado el asalto sobre Mazatlán donde los rebeldes, acaudillados por Manzo, Tapete e Iturbe hicieron un supremo esfuerzo para tomar la plaza, el Gobierno consolidó una excelente base en el sur del Estado de Sinaloa para acumular elementos, contando a la vez con otra en el norte de Sonora: Naco.

De la batalla de Mazatlán informaba su defensor, el general Carrillo, que los rebeldes habían atacado a descubierto sufriendo el mortífero fuego de las ametralladoras. Fue una verdadera matanza, decía el general Carrillo en el mensaje oficial.

Obligados a retirarse al norte los rebeldes que asediaban Mazatlán, el general Carrillo, ocupó la capital del Estado de Sinaloa, Culiacán, el seis de Abril, entrando poco después a dicha plaza el general Lázaro Cárdenas que venía avanzando por la costa occidental al frente de una poderosa columna.

Simultáneamente a la ocupación de Mazatlán por los federales, rudos combates tenían lugar en Naco que permanecía en manos de los imposicionistas desde que el general Olachea, des pronunciado, ocupó ese puerto fronterizo en nombre del gobierno federal.

El general Topete mostraba gran interés en recuperar Naco y lo atacó con denuedo. A las tres de la mañana del seis de abril un tiroteo intensificado rápidamente anunciaba el comienzo del ataque que continuó con vigor hasta las dos de la tarde. Hubo momentos en que los rebeldes, en sus improvisados tanques, lograron acercarse hasta las inmediaciones de las trincheras; pero los rifles y las numerosísimas ametralladoras de los defensores frustraron todas las acometidas por enérgicas y audaces que fueran.

Además, el comandante de las fuerzas americanas con su actitud de protesta y desplegando sus soldados a lo largo de la línea divisoria, embarazaba la acción de los nuestros que de ninguna manera querían exponerse a provocar un conflicto internacional.

Para la más adecuada defensa de Naco, procedente de El Paso, Texas, llegó un tren militar conduciendo a trescientos federales que se hallaban internados en el Fuerte Bliss desde que, con motivo de la batalla de Ciudad Juárez, prefirieron entregar sus armas a los soldados norteamericanos, a seguir luchando en territorio nacional. Ahora, en el momento crítico para la seguridad de Naco, en forma que nadie explica satisfactoriamente, son llevados a dicha plaza para reforzar a la angustiada guarnición gobiernista.

En vano el gobernador de Arizona protestó enérgicamente por aquella movilización que violaba la soberanía del Estado y las leyes de neutralidad.

El día nueve de Abril, en la noche, llegaba el general Escobar en avión a Agua Prieta y asumía el mando militar.

Hacia aquel lugar, marchaban por el cañón del Púlpito las fuerzas que pudieron ser reorganizadas después de los combates de Jiménez. Los contingentes de la extrema retaguardia venían a las órdenes directas del general Jacinto B. Treviño que se había incorporado en momentos de prueba.

Entre tanto, la columna del general Lázaro Cárdenas aceleraba su marcha hacia el norte y hubo el propósito de detenerlo en Masiaca, en la región de Navojoa. A pesar de la concentración de fuerzas rebeldes que se había llevado a cabo, en perspectiva de la anunciada batalla, bien débil fue la resistencia ofrecida en aquel lugar que fácilmente ocuparon los federales. Sin embargo, el general Calles, Secretario de Guerra y Marina, mientras se despejaba la situación en Masiaca, permaneció en San Blas, (Sinaloa), a cuarenta leguas del teatro de la guerra.

La última batalla iba a librarse en Los Azogues, en las márgenes del Río Bavispe, para quebrantar, si posible fuere, la columna del general Almazán que había cruzado el cañón del Púlpito sin grandes contratiempos y hacía irrupción en territorio sonorense.

Al presentarse el enemigo, el 29 de abril, el general Treviño con escasas fuerzas que había podido reunir, ocupa el centro de la línea de resistencia; a la izquierda el general Caraveo al frente de sus serranos. El ala derecha debería ser cubierta con ochocientos yaquis que militaban a las órdenes del general Yecupicio y que nunca llegaron.

La batalla empezó y el general Treviño en mensaje que confirmaba otros anteriores de carácter urgente, pedía al general Escobar exigiera al general Yecupicio que acudiera a su puesto.

Por fIn y en medio de la desesperación que ocasionaba la tardanza de Yecupicio, fue recibida una carta de éste, a las cinco de la tarde, cuando ya habían transcurrido cuatro horas de enconada pelea.

La carta dirigida al general Treviño, dice textualmente:

Con pena le manifiesto que no me fue posible pasar anoche a cubrir el sector como quedamos de acuerdo, pues las operaciones del sur dejan en situación crítica a nuestras tropas, por estas circunstancias y creyendo un sacrificio inútil me han hecho replegarme. Deseo que usted y el general Caraveo hablen con el general Escobar pidiéndole explicaciones del caso pues yo no puedo comunicarme con él. Ruégole disimular este acto no favorable.

Su subordinado.

Ramón Yecupicio.
(Firmado)

Ante la gravedad de ese incidente inesperado, los generales Caraveo y Treviño tuvieron que seguir peleando toda la tarde, para retirarse protegidos por la obscuridad.

¡Dos días antes, el 27 de abril, había desaparecido el general Escobar, cruzando la línea divisoria!

Todo estaba perdido. La rebelión definitivamente aplastada.

No combatiría más la tropa mordida por el desaliento.

El éxodo de los generales y jefes hacia el destierro lacerante, cerraba quizás un ciclo de esfuerzos fallidos que quisieron impedir el afianzamiento de una dictadura sin programa ni luces, primitiva, confusa, vesánica.

San Antonio, Texas, Marzo de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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