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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

DÉCIMOCUARTO TESTIMONIO


Pisando sobre hielo, refrigerado el temperamento en otrora apasionado e impetuoso, casi en tono de suave melancolía, he dado fin a la narración doliente y turbadora del último tumulto nacional.

La sangría cruel, tras la postración consiguiente, sólo ha servido para que el país, exangüe, cada día ofrezca menos resistencia a las fuerzas del mal y la opresión. Un desencanto hondo y abatidor enerva a los espíritus. Nadie quiere creer ya en esfuerzos sinceros de liberación. Al cabo de veintidós años de sangre y horror el círculo se cierra fatalmente en el mismo punto en que empezó. Dictadura personalista entonces; dictadura personalista hoy: aquélla, gastada ya, reflexiva, rapaz, pero siquiera iluminada por el lento fulgor de épicas hazañas consumadas en defensa de la soberanía nacional; ésta, primitiva, sombría, inmisericorde y más codiciosa aún que el condenado cientificismo.

Afortunadamente, nada ni nadie puede impedir la desintegración de sistemas apolillados y podridos. Afortunadamente, la actual dictadura no exhibe arrestos de juventud; sino titubeos y espasmos seniles. No empieza, acaba devorada por la acción de los mismos elementos disolventes que destruyeron el régimen porfirista: decrepitud, discordia, licencia.

La rebelión de 1929 estalló y fue sofocada en un ambiente de escepticismo nacional. Las masas simpatizaban con el esfuerzo renovador; pero no alentaban el entusiasmo, la pasión que conduce al sacrificio y a la gloria.

¡Tantos desengaños! ¡Tantos libertadores convertidos en pérfidos tiranuelos, insolentes, enriquecidos! ¡Agraristas transformados en opulentos barones feudales; líderes obreros consagrados al sibaritismo cubriendo de perlas y brillantes las carnes sin rubor de hetairas inferiores ...!

No es de extrañar, pues, que el pueblo roído por la decepción, se mostrara indiferente ante el nuevo conflicto y permitiera que el apoyo extranjero, no sabemos a que precio, estrangulara el postrer esfuerzo contra una tiranía que, por ventura, se hunde inexorablemente en el crepúsculo.

Por otra parte, la campaña fue breve y desde sus comienzos, manifiesta la superioridad material del gobierno; notoria a inevitable la derrota de la rebelión.

Vulgar, vulgarísima, sin registrar arrojos fascinantes de victoria: los muchos fatalmente abatieron a los pocos; la fuerza se impuso sobre la debilidad, y por consiguiente, no hubo ocasión de que surgieran paladines invictos, ni héroes epónimos ni Napoleones trigueños.

El acto de transportar -no sabemos a qué precio- metralla de los arsenales extranjeros para vaciarla sobre los reductos rebeldes, nunca mereció hosannas ni consagraciones definitivas.

Admitimos que en el campo de los vencidos no cosechamos laureles ni hojas de acanto ni trébol en flor. Esta época de materialismo no admite nuevos Leónidas. Para el vencedor, riqueza, mando, honores; para el caído, el oprobio, el fusilamiento provisional, pero inmediato, el consejo de guerra sumarísimo, tomando fotografías antes y después de la ejecución, según la frase aúlica del Presidente Portes Gil, doctor en leyes.

Natural es y obligatorio negar méritos y privar de homenaje alguno a los derrotados; pero ¿a los vencedores? Cada revolución es un almácigo de héroes mayores y menores. La victoria siempre aparece acompañada de su caudillo supremo de que hablaba Bulnes o del caudillo máximo que decimos ahora. Desde Iturbide y Santa Ana hasta Porfirio Díaz y Obregón, no hubo asonada, motín o cuartelazo que no diere su caudillo. Algunos costosísimos; funestos todos. Cada mutilación heroica, mutilaba a su vez, la soberanía nacional y las libertades públicas. La pierna de Santa Arma nos costó media República y el brazo de Obregóh, los tratados de Bucareli, miles de vidas de mexicanos y la reelección. En cambio, la Revolución de 1929, no produjo, entendamos bien, un solo caudillo mexicano ni máximo ni mínimo. La corona de la victoria ceñirá esta vez las sienes rubias de un esforzado capitán de las finanzas.

Así fue, aunque cause rubor la dolorosa confesión.

A esa verdad nos conduce inevitablemente el examen de los acontecimientos que tuvieron lugar.

En orden jerárquico, los tres mexicanos a quienes los azares de la política internacional pudieron haber elevado a la categoría de caudillo, civil o militar, con motivo de la última guerra intestina, son: el Presidente de la República, licenciado Emilio Portes Gil; el secretario de Guerra y Marina, general de división Plutarco Elías Calles y el jefe de la columna expedicionaria, general de división Juan Andrew Almazán.

El Presidente Portes Gil, elevado al poder en virtud del acuerdo tomado en una junta de generales, mostró notable inclinación y férvido anhelo por destacarse como el hacedor de la victoria, a la usanza de Bismark o Clemenceau.

Para ello, tuvo la genial ocurrencia de fundar en el Castillo de Chapultepec un bureau de información diligentísimo que enalteciera sus gestas y le sirviera a la vez de micrófono para que su voz dominara sobre el bélico estrépito.

El presidente mantenía comunicación telegráfica constante con los jefes en campaña que solían contestarle; giraba órdenes y más órdenes, felicitaba a los generales victoriosos, escuchaba con devoción al Embajador Americano, ganaba las batallas con su entusiasmo.

Del grueso volumen, desteñido y fofo, de discursos, notas, aclaraciones, telegramas y más telegramas, un millón de telegramas, suscritos por el Presidente Portes Gil y difundidos por el maravilloso bureau de información y bombo, hubo solamente un mensaje que atrajo la pública atención y logró grabarse en la mente estupefacta de los ciudadanos.

Dice así para eterna recordación:

Chapultepec, 20 de marzo de 1929.
General de División Miguel M. Acosta.
Aguacatillo, Vía Almagres, Vía Puerto México, Veracruz.

Confirmo mi anterior telegrama relativo. Sírvase usted ordenar que inmediatamente se forme un Consejo de Guerra Sumarísimo ante el que deberá comparecer el ex-general de División Jesús M. Aguirre, para ser juzgado por los delitos de traición al Ejército Nacional y a las instituciones legalmente establecidas en el país; tomándose fotografías del reo, si es posible antes y después de la ejecución, acompañándome recibo este mismo día de haber cumplido esta disposición.

Presidente de la República.
E. Portes Gil.

El general Acosta enhebrando silogismos, torturando su mentalidad con la inflexible disciplina de la lógica, no podía llegar a otra conclusión de rigor que la siguiente: Era indispensable fusilar al compañero Aguirre para poderlo retratar después de la ejecución y satisfacer el capricho turbado -¡oh Calígula inmortal!- del señor Presidente de la República, celoso guardián de las instituciones.

Y pensar que el general Jesús M. Aguirre, precursor de la Revolución había de ser declarado traidor y fusilado por orden del licenciado Portes Gil, exredactor de El Cauterio, huertista en sus años mozos, reeleccionista hoy ...

Cosas veredes ...

Sin embargo, por extraordinario y genial que sea el telegrama de la fotografía macabra, no basta por sí sólo para la consagración del caudillo civil.

Más abocado al espaldarazo que lo armara caudillo máximo de 1929, estuvo, sin duda alguna, el general de división Plutarco Elías Calles, Secretario de Guerra y Marina y supremo hacedor del Presidente Portes Gil.

Pero el general Calles había desaprovechado otras oportunidades semejantes.

Durante la revolución de Agua Prieta, con tres mil hombres en Sonora, bien equipados, que lo reconocían como jefe, pudo haber seguido el derrotero de Obregón, marchando triunfalmente sobre la ciudad de México.

Optó por la ruta más larga. En mayo de 1920, al despedirme del general Calles en Sonora, cuando yo partía a asumir el puesto de jefe de la rebelión en los Estados del Nordeste, me dijo que se proponía atravesar el cañón del Púlpito, rumbo a Casas Grandes, Ciudad Juárez, Chihuahua, Torreón, para ir organizando fuerzas adictas y llegar a la ciudad de México al frente de un invencible Cuerpo de Ejército.

Me pareció entretenido y un tanto candoroso el plan aquél y le dijo con franqueza al general Calles: si usted sigue este itinerario, antes de que sus fuerzas pasen el cañón del Púlpito habrá terminado la Revolución y así aconteció.

Sabedor Calles de que todos los jefes de la movidísima huelga militar del mes de María, nos hallábamos ya en la ciudad de México, renunció a su táctica de lentitud y precauciones y en un tres especial llegó a la metrópoli a tomar participación en las postreras festividades de la victoria de 1920.

Tres años después, con motivo de la rebelión delahuertista, el general Calles desdeñó también la oportunidad de erigirse en caudillo. Mientras el general Obregón combatía y desbarataba el frente occidental y el frente oriental, el general Calles atendía con minucia y dedicación al reclutamiento de fuerzas en San Luis Potosí y Torreón, precisamente en regiones donde no merodeaba una sola partida insurrecta.

En 1929, otra vez la fortuna acude solícita a exaltar al general Calles. Al fin sería caudillo. Jefe supremo del ejército gobiernista, montado en su corcel de guerra, arrogante, invicto, conduciría a sus huestes enardecidas de epopeya en epopeya. En ello confiaban sus admiradores; pero ajeno el general Calles a exhibicionismos u osadías no quiso asumir la responsabilidad directa en combate alguno. Mientras pelábamos en Jiménez, él permaneció tranquilamente en Bermejillo, a cincuenta leguas de distancia; y en San Blas, Sinaloa, quedóse, cuarenta leguas de por medio, en tanto tenía verificativo el tiroteo de Masiaca que provocó la dispersión de las fuerzas rebeldes de Sonora.

Lejos de mi ánimo prohijar la especie de que al general Calles le disguste el silbido de las balas; tal vez con acierto estime que las distancias por él guardadas, corresponden exactamente al puesto que el Cuartel General del Alto Mando debe ocupar en la táctica moderna.

No discuto la tesis; pero si el general Calles hubiera peleado en 1929, a la mexicana, sería en la actualidad el caudillo indiscutido y omnímodo de las mesnadas gobiernistas, militares y políticas, y desde cualquier retiro que escogiere para descansar o divertirse, impondría su voluntad sin quebranto alguno y no se vería obligado a vivir vida de zozobras, vigilando siempre, sin poderse apartar un momento, -ni por prescripción médica- del torbellino de la política ni de la urbe engañosa y sutil, fecunda en perfidias y conspiraCIones.

Calles, caudillo, no tendría que fatigarse extraordinariamente, como está obligado a hacerlo, para mantener su hegemonía sobre los elementos gobiernistas, disgregados en cinco o seis bandos hostiles, odiándose ferozmente entre ellos mismos, enardecidos por ambiciones encontradas y groseras codicias de Shylock.

Consideremos ahora al general Juan Andrew Almazán en la línea incierta de sus aproximaciones al caudillismo.

El general Andrew Almazán, de sangre gala, bonapartista por abolengo, ardía en deseos de convertirse en caudillo nacional y justo es reconocer que puso de su parte actividad y férvido empeño; pero volaba tras de una quimera.

Lo vemos en 1929 bregando con divisa revolucionaria; pero cualquier triunfo o galardón que conquiste, se revolverá contra sus odiseas de ayer; se erigirá en viviente condenación de sus andanzas pretéritas.

Podía la revolución, generosa u olvidadiza, aceptar al general Almazán corno segundón y colmarlo de favores y riquezas; pero a condición de que semejantes recompensas lisonjearan su vanidad en la penumbra, discreta, calladamente; casi, diríamos, en forma solapada y vergonzante.

Necedad sería querer rebasar esos linderos naturales e inaccesibles.

Porque el general Andrew Almazán ligado a los hombres de la Ciudadela que sancionaron el Pacto de la Embajada Americana y sacrificaron a Francisco y Gustavo Madero, Pino Suárez y Abraham González; Andrew Almazán esforzado paladín del Presidente Victoriano Huerta y abanderado entusiasta de las aspiraciones presidenciales de don Félix Díaz: Andrew Almazán decidido copartícipe en todas las intentonas restauradoras de que se tiene noticia desde 1911 hasta 1920 -largos nueve años dedicados a pugnar contra la tendencia innovadora-; Andrew Almazán que con fe de vandeano (Juego de palabras para tildar a Almazan de reaccionario señalándole como originario de la Vandée, región francesa que se destaco durante el proceso revolucionario francés de 1789, por ser un punto de rebeliones campesinas pro monárquicas y defensoras de los fueros y privilegios clericales. Apreciación de Chantal López y Omar Cortés) mantuvo enhiesto su estandarte de rebeldía en la sierra de Huajuco, seguido de un puñado de adictos que no apelaban a otro recurso que presumir de pacíficos campesinos cada vez que sentían la proximidad de una treintena de carrancistas encabezados por cualquier capitán del general Carlos Ozuna; Andrew Almazán, el apuesto ex-maderista, centauro de la reacción durante nueve años, imposicionista después, es imposible de toda imposibilidad que en premio a sus veleidades -por no llamarles de otra manera- empuñe el cetro de caudillo máximo de la Revolución.

El pasado, por ley inexorable, es pedestal o grillete del porvenir.

Convengamos, pues, en que la victoria de 1929 no produjo un caudillo mexicano.

El vencedor real, efectivo, de aquella jornada sin gloria, responde al nombre de Dwight W. Morrow, Embajador de los Estados Unidos, que movió las cancillerías, hizo prevalecer sus consejos, acumuló pertrechos de guerra, cuidó con celo los intereses financieros que le tenían encomendados la casa Morgan -de la cual era socio- y sus colegas, los banqueros internacionales, quienes, según dijera en ocasión reciente el Senador por California Hiram Johnson, traficando con la deuda exterior de los países empobrecidos, imponen a sus pueblos atroces tiranías.

Morrow forjó la victoria.

Morrow es el verdadero caudillo de la campaña de 1929.

San Antonio, Texas, Marzo de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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