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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

DUODÉCIMO TESTIMONIO


Con oportunidad habíamos cuidado de que los no combatientes -abogados, políticos, funcionarios- abandonaran la zona de peligro, dirigiéndose al norte. Muchos de ellos pidieron correr nuestra suerte; pero no les permitimos.

Enrique Bordes Mangel y Aurelio J. Manrique, sin embargo, de ninguna manera quisieron retirarse. Acerca del primero relaté un incidente que pudo ser fatal. Manrique, a su vez, acompañó constantemente al general Escobar, sin eludir riesgos. Lo dejaba, sólo en momentos determinados, para auxiliar heridos o llevar a cabo algún varonil acto de piedad. Cuando conmovido y musitando palabras de consuelo, se inclinaba a recoger el último aliento a la postrera confidencia, este grande y buen Manrique semejaba una estampa de la historia de los apóstoles o una página animada del Kempis ilustrado por Doré.

Cerramos el capítulo anterior, anotando las órdenes dictadas por el general Escobar para llevar a cabo la impetuosa acometida en cuyo resultado ciframos siempre la única probabilidad de vencer.

Desde antes de obscurecer, dieron principio los preparativos para organizar la salida de nuestras caballerías.

Los regimientos -o más bien dicho, fracciones de regimiento; pues no había uno solo completo- que integrarían cada una de las dos columnas de asalto, fueron ocupando sus puestos en la formación, para facilitar el desfile.

En las angostas calles adyacentes a la Estación, apretadas de caballada, maniobrábase con notorio embarazamiento a fin de verificar los movimientos ordenados.

Un grupo de generales, entre los cuales yo me contaba, no aprobábamos en todas sus partes el plan, en vías de ejecución, concebido por el general Escobar.

Conveníamos en que había llegado el momento propicio de que entrara en acción la caballería; pero a condición precisa de que cargara conjuntamente sobre la retaguardia enemiga y no dividida en dos débiles columnas, según estaba dispuesto: una que atacaría al pueblo de Jiménez situado a cortísima distancia y la otra obligada a dar un rodeo, relativamente largo, para caer sobre la retaguardia gobiernista.

Cerca de las nueve de la noche, parqueados y en línea los dragones, pronto sería transmitida la orden de marcha.

Saldríamos por un mismo punto, por el puente del ferrocarril, bifurcándonos en seguida. Los generales Escobar y Caraveo torcerían a su izquierda, hacia el occidente; nosotros, a la derecha, hacia el oriente, para rodear luego con rumbo al sur.

Antes de la separación de ambas columnas, preocupado por el error que en mi concepto estaba a punto de cometerse y que aún había tiempo de corregir, comisioné al general Cesáreo Castro que en este asunto opinaba en el mismo sentido que yo, para que a nombre de ambos, hablara con el general Escobar y le indicara la conveniencia de que toda la caballería nuestra formara una sola columna para retaguardiar al enemigo.

El general Escobar no quiso modificar su plan; ratificó sus órdenes y sin más réplica las acatamos disciplinada y empeñosamente.

Habían descuidado los federales cerrar el cerco por el lado norte o siquiera establecer servicios de vigilancia. Salimos sin ser sentidos y avanzamos, observando las precauciones de rigor; pues no podíamos imaginarnos que el enemigo cometiera la torpeza de dejarnos mover libremente rozando sus posIciones.

Los jefes de caballería, avezados a la vida de campaña, saben bien cuán azarosas y cuán expuestas a equivocar derroteros y a tropiezos sin cuento, son las jornadas nocturnas, jornadas inciertas de somnolencias y perplejidades.

Caminábamos con imprescindible lentitud; haciendo alto de trecho en trecho, rodeando a campo traviesa; cortando alambrados; salvando hoyancos y hundimientos del terreno. Al fulgor parpadeante del firmamento, los árboles toman perfiles extraños; los arroyos semejan precipicios; las sombras vuelan. La fatiga de los ojos continuamente escudriñando en las tinieblas torturadoras, produce alucinaciones y espasmos. El cansancio aprieta las sienes y extiende su laxitud inevitable, por músculos y nervios.

El sopor que invadía a la tropa durante las forzosas paradas, tenía, sin embargo un reactivo eficaz: el chasquido incesante de la fusilería siempre activa alrededor de la Estación de Jiménez, confundiéndose en el grávido ambiente con el traqueteo vivaz de las ametralladoras y la furia del cañoneo que vomitaba shrapnels, granadas que reventaban en el espacio despidiendo fascinadores copos de humo blanquecino o balas zumbadoras que al chocar retumbaban.

Dos horas después de haber salido del cuadro, percibimos hacia el caserío de Jiménez pertinaz fragor. Escobar y Caraveo pegaban duro. El combate había empezado anticipadamente. No nos favorecería la ventaja estratégica de que las dos columnas volantes entraran en acción simultáneamente. Apresurábamos la marcha; pero era muy considerable la diferencia entre la distancia que tuvo que recorrer el general Escobar para acercarse al enemigo y la que nosotros cubriríamos para establecer el contacto.

La intensidad del tiroteo hacía suponer que era reñidísimo el combate que en aquellos momentos se libraba y así lo comprobamos después. Los nuestros atacaron vigorosamente al adversario bien atrincherado en las casas de Jiménez. Una carga sostenida y pujante, otra y otra más: todas rechazadas con fuertes bajas de parte de la columna de Escobar y Caraveo. El general Espinosa, comandante de uno de los regimientos rebeldes, aguerrido y valiente como pocos, fue retirado del campo gravemente herido, con los huesos de las piernas horriblemente destrozados.

Ante la imposibilidad de arrancar al enemigo de Jiménez, el general Escobar tuvo que replegarse, penetrando de nuevo al recinto atrincherado.

Entretanto, la columna nuestra seguía forzando la marcha, ansiosa de entrar en acción. Hasta las cuatro de la madrugada pudimos llegar al descuidado campamento. Lo sorprendimos en tal forma que algunos puestos de guardia se nos rindieron a discreción.

Desconcertado el enemigo cedía y replegábase precipitadamente. Fueron encendidos los fanales de los camiones y automóviles que huían.

Continuamos cargando reciamente sobre la caballería del general Ortiz que, al principio del combate, respondía con debilidad, batiéndose en retirada.

Nos encontrábamos muy adentro de los campamentos gobiernistas, cuando sentimos vigorizada la resistencia. Sin duda alguna, tornaban parte en la pelea tropas de auxilio. Así sucedió; en efecto: el primer regimiento de guardias presidenciales y el 22° batallón reforzaban a la caballería sorprendida y arrollada.

Pronto quedamos envueltos y en situación peligrosa. De aquellos campos sacudidos por la jadeante refriega, brotaban corporaciones y más corporaciones que nos asediaban y constreñían. Las marcas de pólvora en los cuerpos heridos, indicaban cuán de cerca se combatía.

Al amanecer resaltaba a la vista la inferioridad de nuestros efectivos y fuimos batidos con creciente pujanza.

Tuvimos que ceder ante el empuje incontenible, emprendiendo la retirada enteramente descubiertos, en condiciones desastrosas.

Perseguidos con fiera tenacidad, fuimos arrojados al Río Florido que cruzamos.

Desde Tierra Blanca sobre una cresta dominante de la ribera, pude observar que el enemigo se echaba materialmente encima de los nuestros y los obligaba a desviarse de los caminos que conducen a Jiménez.

Diseminados en la planicie que se extiende al norte del Río, convergíamos a la vía férrea del Central, con el propósito de reorganizar la columna. Pero no había cesado la persecución de que veníamos siendo objeto, cuando quedamos expuestos a los fuegos del regimiento a las órdenes del general Serrato que regresaba de una incursión que había llevado a cabo para destruir, como en efecto destruyó, varios tramos y algunos puentes del ferrocarril, al norte de Jiménez.

Un considerable número de bajas, muertos, heridos y prisioneros, sufrimos a consecuencia de la emboscada que nos tendió el general Serrato. La dispersión general fue inevitable.

El jefe del Estado Mayor del general Cesáreo Castro, herido, cayó en manos del enemigo. También el general Federico Barrera fue hecho prisionero.

Yo fui perseguido tesoneramente durante el resto de la mañana y hasta cerca de las tres de la tarde, por varios piquetes de caballería.

En el cuadro de la Estación lá lucha persistía. El cañoneo y las descargas aéreas acallaban de vez en vez el eco de la fusilería.

Aquel duelo frenético parecía no tener fin.

De improviso, una granada revienta en el carro que guardaba las reservas de parque, bien escasas ya, reducidas a ocho o diez mil cartuchos.

Al sentir nuestra infantería, a su espalda, el tiroteo del parque incendiado, creyendo que el enemigo había tomado la Estación, no faltaron quienes abandonaran sus loberas y hubo terribles momentos de confusión y desorden.

Rápidamente volvieron a ser ocupadas las trincheras tan luego que, serenados los ánimos, fue aclarada la verdadera causa del incidente.

Sin embargo, la batalla estaba perdida. El parque agotaríase en plazo angustioso.

El general Escobar ordenó al general Urbalejo, jefe de las infanterías, que las embarcara a bordo de los trenes al obscurecer y emprendiera la retirada. En tanto, el general Escobar, pasando el río, situó la escasa caballería disponible, sobre la margen septentrional.

Según informes que no he tenido oportunidad de comprobar plenamente, hubo algún desacuerdo entre ambos generales, en lo relativo al orden en que debería efectuarse el desalojamiento del cuadro. De todas maneras, las infanterías pudieron salir en sus trenes y retirarse de la Estación sin ser molestadas.

Para los sitiadores pasaron inadvertidas los incidentes y maniobras que acabo de referir.

Transcurridas las horas, sin embargo, y como de las loberas no eran contestados los fuegos, pudieron advertir, y cerciorarse de que habían continuado batiendo a un campo de soledad.

Al amanecer y por medio de los aviones, localizaron los trenes que estaban detenidos cerca de La Reforma, en un lugar donde la vía había sido destruida por el general Serrato.

Grandes esfuerzos hacían los nuestros para reparar los desperfectos y seguir al Norte. Antes de lograrlo, fueron alcanzados por la caballería enemiga que cargó furiosamente y los desbandó.

En verdad, no hubo combate en La Reforma; no tuvieron bajas de importancia los gobiernistas ni tropezaron con resistencia efectiva. Perdida la batalla de Jiménez nuestra infantería no estaba en condiciones de empeñarse en nueva pelea.

En vez de una batalla campal, la accidentada campiña de La Reforma y sus contornos, empapada en sangre y horror, escenario fue de una de las más espeluznantes carnicerías que registra nuestra historia.

Antes de ser copados nuestros trenes por los federales, habían emprendido la marcha a pie grupos aislados que presentían la catástrofe, soldados que arrastraban pesadamente su fatiga y el agrio desaliento de la derrota.

Ninguna fuerza organizada detendría al enemigo en su jornada punitiva. Diezmó a aquellos que habían quedado en los trenes y cogió numerosos prisioneros. Fue dando alcance a los dispersos, segando vidas con frenesí.

Frente a las trincheras de la Estación de Jiménez había tenido más bajas que nosotros y ahora tomaba la revancha, cazando fugitivos, rematando heridos, consumando ejecuciones en masa con ametralladoras.

Borden Mangel escapó milagrosamente en un automóvil; pero su secretario que lo acompañaba fue acribillado a balazos en el tórax, en los brazos, en los ojos.

El encargado de la oficina de telégrafos, Serrano, y un grupo de sus compañeros fueron muertos a quemarropa y alineados sus cadáveres sobre la vía férrea, tendidos boca arriba para mostrar en todo su horror la mueca de desesperación con que se desprendieron de la vida.

¿Cuántos perecieron en aquella espantosa orgía de sangre?

La cifra crudelísima abate las conciencias.

Iguala sino excede en intensidad y pavura a las más atroces hecatombes de la atormentada historia mexicana.

Los cadáveres recogidos en Jiménez, amontonados en anónimas piras, fueron incinerados para purificar la atmósfera. En La Reforma, también hubo humanos despojos que pagaron su tributo al fuego; pocos, por cierto, pues los más, diseminados en campo abierto, pudieron desintegrarse lentamente, pudrirse para abonar el ingrato suelo.

Los hospitales de Monterrey y Chihuahua acogieron -sin distingos de bandería- a centenares de heridos que la piedad femenina cuidó solícitamente y les mostró el aspecto noble de la vida.

Cada vez que Bordes Mangel era interrogado acerca de la tragedia de Jiménez y La Reforma, sus labios emocionados repetían la palabra expresiva y elocuente: Dantesco ... Dantesco ...

En el decurso de estos acontecimientos inolvidables, el general Calles, Secretario de Guerra y Marina, permaneció en Bermejillo a leguas del teatro de las operaciones militares.

San Antonio, Texas, Marzo de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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