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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

UNDÉCIMO TESTIMONIO


Es necesario describir, aunque sea solamente en sus más conspicuos lineamientos, el terreno en que tuvo lugar la fragorosa batalla: llano y desteñido hacia el sur; feraz y risueño en las plácidas riberas del exuberante Río Florido que por el norte ciñe en caprichosa ondulación al pueblo de Jiménez.

Al oriente del mismo, hállase la Estación del ferrocarril con sus construcciones uniformes: las oficinas con cobertizos para los andenes, el taller de reparaciones, las bodegas. Dos o tres calles adyacentes de casas de adobe. El Hotelito de dos pisos, a un lado, y el molino de harina de los Blanco, al otro, con su alta y vasta torre cuadrangular.

Una anchurosa calzada, bordeada con profusión de árboles que, a trechos, se enlazan majestuosamente en la altura, une a la Estación con el caserío de Jiménez.

Entre ambos lugares, más cerca de la Estación, tenemos el destartalado coso taurino que convertiríamos en fiero reducto.

Más allá del extremo occidental de Jiménez, en un ribazo dominante del Río Florido, eleva sus perfiles rectangulares, el molino de Russek, con prolongadas tapias de adobe, en excelentes condiciones para improvisar troneras.

Nuestro cuadro de infantería, según detallamos en el capítulo anterior, quedó reducido al perímetro de la Estación.

Las trincheras construidas para impedir la entrada al pueblo, fueron abandonadas.

El sistema de defensa, pues, desarrollábase de la siguiente manera.

Al norte, las loberas seguían la margen del Río, cruzado en esa parte por el puente del ferrocarril. Al oriente, arrancaban del Río, pasando por un rancho inmediato para formar ángulo recto con nuestra línea sur, trazada sobre el llano y dando frente al rumbo por donde esperábamos al enemigo. Al oeste un largo tramo de trincheras sobre terreno despejado, se encadenaba con las fortificaciones de la Plaza de Toros y remataba en la orilla del Río cerrando completamente el pequeño, pero rígido cuadro.

Este costado occidental, el más expuesto, tenía muy cerca tapias de adobe y casas que quedaron sin protección, según arriba indicamos, y que el enemigo ocuparía y aspillaría sin dificultad alguna.

El caserío del pueblo, también descubierto, sería fácil presa de los asaltantes.

Las caballerías nuestras emboscadas en las márgenes del río, ocupaban asimismo el molino de Russek.

El 31 de marzo, antes de mediodía, observamos que quebraba la monotonía del horizonte, la aparición de tenues puntos movibles.

Pronto adquirirían formas precisas y en la lejanía brumosa atisbábamos que, viniendo del sur, desplegábase hacia el occidente una línea esfumada de siluetas marciales.

¡Enemigo al frente!

Desprendido de la vía férrea ya de la tarde, daba un largo rodeo con rumbo al occidente, para aproximarse al Río y primeramente amenazaría al molino de Russek.

Activé los últimos preparativos en aquel puesto y acudí a la Estación, asiento del Cuartel General.

El general Escobar quería observar los movimientos del enemigo desde el molino de Russek. Me dijo que allá lo esperara.

Poco después de que yo atravesé el caserío de Jiménez, una columna enemiga, cubriéndose con las paredes de los corrales inmediatos, hizo irrupción en el poblado, en los momentos mismos en que los generales Escobar, Caraveo y Cesáreo Castro llegaban a aquel punto, confundiéndose con los asaltantes y escapando, apuradamente, de caer en sus manos.

Tuvieron que volver a la Estación.

En el molino de Russek había ocurrido, entretanto, un incidente revelador e inquietante.

A la derecha del molino habíamos apostado el regimiento comandado por el general Bernabé González. Intempestivamente, dos escuadrones de esa corporación montaron sus caballos y con el pretexto de practicar un reconocimiento fueron a unirse al enemigo.

Despronunciados, tirarían contra nosotros con el mismo desahogo ético con que habían venido combatiendo a los federales. ¡Enseñanzas de la guerra! Abundan los soldados profesionales a quienes les es indiferente matar a unos o a otros. Eso sí, generalmente les acomoda mejor y les deleita cebarse en los que tienen mayores probabilidades de perder.

El general Bernabé González no volvía del asombro que le causó la deserción de sus soldados y tomó precauciones para evitar que otro tanto hiciera el escuadrón que le restaba.

Sin embargo, en aquel periodo comprometido y de franca adversidad, había que recelar no sólo del escuadrón desconectado de sus compañeros, sino también del batallón yaqui, a las órdenes del general Armenta que escapó de Sonora porque no quiso secundar la rebelión y de algún otro contingente considerado como sospechoso.

Bajo auspicios tan precarios y aprensiones tal vez infundadas, daban principio aquellos cruentos combates.

El general Armenta con sus aguerridos yaquis, defendía ahora el sector de la Plaza de Toros y ninguna infidencia ocurrió allí, como después confirmaremos.

Dos veces, durante la tarde, cargó el enemigo intrépidamente sobre nuestras posiciones en el molino de Russek y fue rechazado y castigado con energía. Los federales enclavados en el caserío indefenso de Jiménez, entre la Estación y el Molino de Russek, nos dividían y amenazaban. Organizamos el contra-ataque y desalojamos la fuerza invasora, con excepción de una pequeña fracción, acorralada, que no podía escapar y que optó por defenderse desesperadamente hasta que le llegaran refuerzos.

Durante la noche no fuimos molestados en el molino de Russek. Después de repeler el segundo ataque a que antes me refiero, rendí parte de la jornada al general Escobar, explicando que habíamos consolidado nuestras posiciones y que la tropa, a pesar de las deserciones consumadas, daba muestras de entusiasmo y bizarría.

Horas más tarde llegó a nuestro campamentO una fracción de la escolta del general Caraveo trayendo un pliego firmado por el general Escobar y en el cual nos felicitaba por los combates del día y me indicaba que rápidamente reconcentrara las caballerías a la Estación.

Antes de amanecer penetramos al cuadro formidable.

Las caballerías que yo traía, juntamente con las que había dentro del recinto, apenas cabían en las callejas del oriente de la Estación.

Aglomeradas así y no podría ser de otra manera, ofrecerían un magnífico blanco a los aviones.

Como en el anterior, furiosos fueron los combates del día primero de abril.

En vano el enemigo buscaba puntos vulnerables: de todas partes era rechazado inexorablemente.

Que rehuíamos el peligro; que no queríamos pelear, nos dijo Escobar a un grupo de jefes, acordándose de las bravatas de un divisionario que ayer al servicio de Victoriano Huerta y de la reacción siempre fuera derrotado y ahora provisto en exceso de todo género de elementos venía empujando victoriosamente ... Aquí nos tienen, añadió, completamente sitiados, jugándonos la vida en una lucha desigual y febril.

El batallón yaqui del general Armenta continuaba quebrantando severamente al enemigo que, porfiado, no renunciaba al empeño de tomar a sangre y fuego la plaza de toros.

Aquel reducto, sospechado, resistía inconmovible lo mismo que todo el cuadro retador, intacto en sus ángulos y en su limitada extensión, vibrante y enardecido.

El general Armenta -misterios del destino impenetrable- fue herido de gravedad y conducido al hospital de sangre.

Sus yaquis indomables siguieron peleando bizarramente y el sector bravío y fuerte, hasta los momentos del desenlace, mantuvo a raya al adversario que enfrente y muy cerca, pudo atrincherarse bien, atacando sin cesar.

Nuestras bajas no eran excesivas, debido a las excelentes loberas. El enemigo sufría duramente porque las gloriosas infanterías rebeldes, siempre alertas y dinámicas, no daban tregua ni descanso.

En el ardor de la refriega murió el general Isidro Luna Enciso que vino de Chihuahua al frente del 27° batallón. También perdimos al general Ascención Escalante, muy querido de sus compañeros que estimaban altamente su hombría y serenidad.

De la línea de fuego eran conducidos los heridos en brazos de sus compañeros o en camillas. Los yaquis, sin proferir una queja, callados, indiferenteS, asombraban por su ingénito estoicismo. Los mestizos mostraban su despego a la vida con jactancias sonoras y alardes retadores. Rara vez el soldado mexicano muere contrito o acobardado.

Aquellos que, heridos no de gravedad, podían tenerse en pie, no permitían que sus compañeros abandonaran sus puestos para auxiliarlos y acudían solos, erguidos y cubiertos de sangre y polvo, a recibir la primera curación en el tren hospital.

Ese mismo día primero de abril notamos que habían sido cortadas nuestras comunicaciones telegráficas al norte y que, por consiguiente, teníamos enemigos a retaguardia.

La artillería gobiernista fatigaba el espacio y producía un ruido tan infernal como poco efectivo. Emplazada en la inmediata Hacienda de la Mota, sin tener nosotros una sola pieza para contestar los fuegos, podía hacer y deshacer a su antojo y en verdad bien opacas fueron sus proezas llevadas a cabo sin riesgo ni cuidado: gozando de la más absoluta impunidad.

Causó relativamente escasísimas bajas.

Las numerosas bocas de fuego del pomposo primer Regimiento de Artillería, en su incesante atronar, no cabe duda que aturdían y que más bien parecían destinadas a provocar una falsa impresión de pánico que a causar daños reales.

Incendiaron el molino de trigo de los Blanco que elevaba, junto a la Estación, su voluminosa torre a la cual era más difícil no atinarle que demolerla. Destruyeron también los techos de lámina del amplio edificio en donde estaban instaladas las oficinas del ferrocarril y el comedor de la Estación.

¡Ah! Enrique Bordes Mangel, Presidente del Partido Nacional Antirreeleccionista, no se movió, durante los dos primeros días de la batalla, del restaurante de la Estación, donde tomaba café continuamente y departía con inagotable buen humor. Una bala de cañón, buscona, se clavó, como banderilla en recio morrillo, precisamente en el marco de una ventana junto a la cual Bordes Mangel conversaba. La granada aquella que iba rectamente a la cabeza del conocido orador, no explotó.

Muchas otras granadas de cañón, de tiempo o percutentes, disparadas sobre la Estación de Jiménez, tampoco explotaron.

Esa artillería, legado del general Díaz, magnífica en sus tiempos, anticuada en la actualidad, de rayado defectuoso, descalibrada, con parque de desecho, sirve solamente para producir ensordecedor estrépito que a la postre a nadie impresiona ni asusta. En conciencia hay que confesar que el ejército mexicano carece de artillería.

En cambio, notoria e innegable resulta la efectividad de los aeroplanos, los flamantes corsarios de los arsenales americanos que en raudo vuelo vinieron desde el Estado de New York hasta los campos desolados de Jiménez y los demás aviones de combate, también procedentes del norte e igualmente mortíferos.

Poco mal nos hicieron los días que precedieron a la gran batalla y que mantuvimos ocultas tanto la caballería como la infantería. Ahora es distinto. Aglomerados cuatro mil hombres en un pequeño cuadro, con las caballerías fatalmente expuestas en las calles; no equivocan la altura ni desperdician sus granadas los agresivos pilotOs, siempre colocados más allá del peligro y la zozobra.

Cuando zumban los aviones por encima del cuadro memorable, la muerte hace rodar de angustia en angustia su ritmo lúgubre.

Cada raid, tras su siembra de metralla, registra abundante cosecha de cadáveres.

Llueven granadas sobre los patios de la Estación; una destruye un riel, diez, doce estallan en rápida sucesión; otra, maldita, perfora un carro de heridos, rematando a unos, volviendo a lesionar a varios.

Había sido cambiado el Cuartel General a una casa situada a cien metros de la Estación. Una bomba desgajó el techo del cuarto inmediatO a aquel donde varios jefes recibían órdenes.

Las ametralladoras de los aeroplanos también funcionan certeramente.

Sin duda alguna, la cuarta arma, constituyó un factor importante y decisivo en las jornadas de Jiménez.

Transcurrían las horas de vértigo y frenesí y el impenetrable cuadro, no daba la menor señal de debilidad o decaimiento. Íntegro, cabal, magnífico infundía respeto y pavor al adversario que prefirió no obstinarse en la táctica de asaltos en esta ocasión constantemente fallidos, atrincherándose a su vez a prudente distancia.

De haber contado con reservas competentes de parque, cuán hacedero hubiera sido prolongar considerablemente la resistencia.

Pero consumidas rápidamente nuestras municiones en la ininterrumpida refriega, había que apresurar la intervención de la caballería en un esfuerzo supremo.

El general Escobar reunió a los comandantes de regimientos para exponerles su plan de ataque. Él, personalmente, acompañado del general Caraveo y de la mitad de las caballerías asaltaría el inmediato caserío de Jiménez, en tanto que yo, con el general Cesáreo Castro y unos mil jinetes, encabezados por sus briosos jefes Raúl Madero, Federico Barrera, Ubaldo Garza, Lorenzo Ávalos (y) Díaz Couder, sorprenderíamos el enemigo en su retaguardia.

Simultáneamente las infanterías saltarían de sus trincheras para cargar con denuedo y resolución de vencer.

El general Escobar expresó que de aquellos ataques en que nos íbamos a empeñar, dependía la suerte de la batalla. No habría retiradas ni combates indecisos. Deberíamos triunfar o ser aniquilados.

San Antonio, Texas, Marzo de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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