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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

PRIMER TESTIMONIO


Varias veces he sido cortésmente invitado por los periódicos Lozano para preparar algunos relatos sobre acontecimientos en que tuve participación activa; pero ávido de retraimiento, me había abstenido de complacer los deseos de amigo tan diferente como el director de las citadas publicaciones.

Últimamente, no obstante, un joven colaborador de esa casa, prestigiado por su sagacidad profesional, con motivo de una larga conversación que tuvo conmigo, escribió unas páginas de relevante interés, perfilando hombres y sucesos vinculados con la revolución de 1929.

Tuve intención de ofrecer algunas acotaciones y reformar ciertos pasajes y conceptos para depurar hechos e imprimir a la narración inconfundible fisonomía de autenticidad, pero en definitiva y adhiriéndome a inveterada costumbre de no autorizar para fines de publicidad, en asuntos que a mí conciernen, documento alguno que no hubiere yo escrito personalmente, decidí consagrarme de nuevo a faenas para mi bien queridas, aunque ya descuidadas y con el propósito de aportar mi modesta cooperación al esclarecimiento de la realidad histórica, compagino estos apuntes, desaliñados, pero espontáneos y enteramente desprovistos de malicia o fines ulteriores de índole política.

La desaparición del Presidente electo, el general Alvaro Obregón, meses antes de que tomara posesión de su elevado encargo, provocó un desquiciamiento paroxismal, dentro de la situación creada.

Arreciaron las acusaciones directas e indirectas; anversas y reversas, prolijas, ingeniosas y hasta inverosímiles. Los obregonistas ortodoxos, que, hasta el momento de la trágica muerte de su jefe, eran considerados como dueños indiscutibles de un sexenio gubernamental que en breve se inauguraría, no contenían su indignación exasperada y vibrante. Justificada o injustificadamente, hicieron objeto de su enojo, a sus aliados remisos de ayer, los hombres del Gobierno, que, se colegía, seguirían detentando aquello que los obregonistas reputaban como suyo cuando menos por derecho hereditario.

El cisma se produjo inevitablemente. En las dependencias palatinas, en las cámaras, en el ejército, se acometían dos facciones hostiles y ululantes. No escasearon obregonistas, hay que advertirlo, que cambiaron de terrenos con destreza admirable. Otros muchos, sin embargo, se mantuvieron firmes en sus posiciones comprometidas. (Aurelio) Manrique, por ejemplo, fogoso y desdeñador de cualquier peligro, denostó al Inspector General de Policía y al diabólico (Jesús) Palomera López.

El ambiente se derretía de caldeado y para nadie era un misterio que el cataclismo se aproximaba.

Con ánimo, quizás, de conjurar aquella crisis inminente, el general Calles, Presidente de la República, llamó a los jefes de operaciones y a otros militares en servicio activo, para consultarles sobre la más adecuada forma de resolver el problema que se presentaba.

Las juntas se celebraron en el Palacio Nacional con toda solemnidad y el sigilo peculiar de esos conciliábulos en que se debaten intereses encontrados. Diariamente y poco después de que terminaban las conferencias, un amigo mío me daba cuenta pormenorizada de cuánto en el seno de ellas había ocurrido, no obstante que a la sazón se me tenía preso, en las oficinas de la Procuraduría General de la República. Era un secreto confiado al micrófono: toda la ciudad lo escuchaba.

Los militares que asistían a dichas conferencias estaban sujetos a las rigideces de la disciplina, pertenecían al Ejército Nacional del que era jefe nato, el señor Presidente de la República.

SegÚn la versión taquigráfica que posteriormente se ha publicado, aunque no con la profusión que documento tan precioso reclama, el Presidente Calles, al iniciarse las conferencias, expuso a sus subordinados que el Ejército debería conservar una perfecta unificación; que se presentaban dos problemas fundamentales; la designación de Presidente Provisional y la candidatura de Presidente Constitucional, que ninguno de los miembros del Ejército debería presentarse como candidato y que había que decidir en aquella ocasión si se dejaba o no a las Cámaras seguir su proceso legal para escoger al Presidente Provisional.

Las opiniones externadas por algunos de los jefes allí reunidos, no son menos interesantes e inusitadas.

El general (Juan Andreu) Almazán que no gusta de circunloquios ni perífrasis, fue explícito. Dijo:

¿Van a ir los jefes militares detrás de cada Diputado a sugerirles quien debe ser el Presidente Provisional? Yo opino que todos debemos decide al Presidente Calles: estamos con usted; resuelva el asunto como lo estime conveniente; tenemos confianza en que hará lo que realmente se necesite para conseguir nuestro objeto.

El General Carrillo añadió:

Aceptamos las responsabilidades que surjan al confiarle al general Calles que él sea el único que se acerque a las Cámaras para orientarlas.

Hubo otras opiniones concurrentes. Ni una voz que desafinara. Ni la más leve discrepancia. Todos los presentes asintieron por unanimidad absoluta, según la referida versión taquigráfica, y el Presidente Calles aceptó la alta comisión en los siguientes inequívocos términos:

Yo me encargaré, de acuerdo con el criterio de ustedes, de entenderme con las Cámaras para darles la orientación más conveniente para la designación de Presidente Provisional.

A su vez, el general Cruz, para que a nadie le fuera lícito alentar duda alguna sobre el particular, recapituló:

Celebro señor Presidente y conmigo todos los compañeros, la solución que se ha dado a este asunto, dejando en sus manos, el que usted se entienda con las Cámaras para designar al hombre que venga a sustituirlo.

El Licenciado Emilio Portes Gil estaba, pues, predestinado a deber su inesperado encumbramiento, única y exclusivamente a la buena voluntad de su antecesor y la transmisión presidencial se verificaría, en forma suave, sedante, apacible.

En los mismos días en que se celebraban las juntas militares, fui aprehendido en la ciudad de México por orden superior, y llevado de presión en prisión para eludir el acatamiento de los amparos que en mi favor dictaba la justicia federal. No existiendo cargo alguno que se pudiera formular en mi contra, se optó por deportarme a los Estados Unidos. Varias semanas después regresé, internándome furtivamente a mi país y apareciendo luego en forma ostensible, en la ciudad de México, donde me entregué de lleno a labores de política activa, procurando organizar los elementos independientes.

Fue en aquella época, diciembre de 1928, cuando supe que se tramaba una conspiración militar y que el general Escobar había sido nombrado jefe del movimiento. Escobar, por conducto de mi informante, me había invitado para que habláramos de ese asunto; pero por circunstancias imprevistas no se verificó la entrevista concertada.

Los acontecimientos se precipitaban y urgido por diversos partidos políticos de los Estados fronterizos del Norte que habían lanzado mi candidatura para la Presidencia de la República, me trasladé a Monterrey donde iniciaría mis trabajos de organización y propaganda.

Había recorrido buena parte de Nuevo León y tocado algunos puntos de Tamaulipas, Estados en que nos sentíamos apoyados por enormes masas de partidarios. Pasé luego a Coahuila donde casi no se encontraba -exceptuando a los burócratas- ciudadanos que no se enorgullecieran de su filiación antirreeleccionista.

Después de visitar, alentados por el cálido entusiasmo de los coahuilenses, las poblaciones principales del norte y centro de ese Estado, el itinerario, previamente arreglado, nos conducía a Torreón, donde residía el General Escobar que tenía bajo su mando aquella zona militar.

De Piedras Negras salió para aquel lugar, un enviado especial, de mi entera confianza, que observaría la situación política sobre el terreno y hablaría en mi nombre con el general Escobar para conocer, si era posible, su actitud.

El General Escobar manifestó en términos categóricos que en la comarca lagunera serían respetados los derechos electorales.

San Antonio, Texas, Enero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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