Índice de Memorias de Francisco Vázquez GómezTercera parte - Capítulo VTercera parte - Capítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

Tercera parte

CAPÍTULO VI

MI SALIDA DE MÉXICO. ACONTECIMIENTOS EN VERACRUZ. CÓMO PUDE ESCAPAR DE MONDRAGÓN. DE VERACRUZ A WASHINGTON. CÓMO SUPE QUE SE TRATABA DE ASESINARME.


Había yo convenido con mis buenos amigos, licenciado Juan C. Aguirre y Antonio Herrejón López, que ellos me acompañarían hasta Veracruz; que uno de ellos tomaría el gabinete del Pullman y el otro me esperaría con un coche en el extremo oriente de la calle de San Ildefonso. Nadie, sino mi señora, su hermano el doctor Norma y mi hijo Francisco, sabían de mi próxima partida; así es que salimos con algunos de los niños a visitar una familia que vivía en la calle del Amor de Dios, diciendo al chofer que se fuera por la calle de San Ildefonso y diera vuelta por las del Indio Triste (hoy del Carmen). Al llegar a este lugar, paré el coche, me despedí violentamente de los míos, bajé rápidamente diciéndole al chofer que siguiera adelante y montando en seguida en el coche que tenía allí listo mi amigo Herrejón López, para ir a la estación del Interoceánico.

Sin contratiempo nos instalamos en el gabinete y el tren partió; pero como a las nueve de la noche, a la hora de arreglar las camas, tuvimos que pasar al fumador: allí me vió y reconoció el conductor del Pullman, y en la primera estación puso un telegrama al Gobernador del Distrito, general Samuel García Cuéllar, diciéndole que allí iba el licenciado Vázquez Gómez. Esto lo supe después, según se verá.

Como a las cuatro de la mañana subió al Pullman, en Jalapa, mi hermano político, doctor Rafael Norma, quien también estaba en el secreto de la combinación; pero no me dijo que hubiera algo de particular, porque lo ignoraba, naturalmente. Y sin embargo, ya estaban giradas las órdenes para que se aprehendiera al licenciado Vázquez al llegar a Veracruz. Esta confusión me salvó.

LlegamOB al puerto como a las ocho de la mañana: el convoy tomó la Y griega antes de entrar a la estación y en los momentos en que retrocedía. me bajé del tren, tomé un coche en que me esperaba mi hijo y nos fuimos a la calle de Bravo número 76, casa de un antiguo condiscípulo, compañero y buen amigo, doctor Manuel Macías, quien sabía en qué condiciones iba el autor de estas Memorias.

Entre tanto iba a ver unos enfermos, mi amigo me invitó a descansar; pero apenas me había recostado, cuando oí que alguno tocaba una de las ventanas de la sala y después preguntaba por alguien; y digo esto porque la señora Macías contestaba que nadie había llegado y que nadie estaba allí. Una vez que se retiró el que preguntaba por alguien recién llegado, vino la señora de mi amigo y me dijo:

- Doctor, lo buscan; ya saben que está usted aquí, ¿y ahora?

- Esperemos a ver qué sucede, le contesté.

No habían transcurrido quince minutos, cuando llegó mi amigo el doctor, sumamente emocionado y entrando violentamente al cuarto donde yo descansaba, me dijo:

- Chico, viene la policía a aprehenderte, ya saben que estás aquí. ¿Qué hacemos?

En lugar de contestarle, le pregunté:

- ¿Dónde está la Jefatura Política?

- Frente al zócalo -contestó mi compañero con sorpresa.

- Vamos allá, pero aprisa.

Mi amigo no comprendía mi intención, pero salimos luego, tomamos un tranvía que por fortuna pasaba por ahí en esos momentos. Cuando el tranvía daba vuelta en la esquina inmediata, la policía volteaba la esquina opuesta.

Frente al zócalo descendimos del tranvía, atravesamos el jardín rumbo a la Jefatura Política; pero antes de llegar vi a mis compañeros de viaje que, acompañados de otra persona, tomaban asiento alrededor de una mesa en los portales vecinos. Ellos me vieron también y me hicieron seña de que fuera donde estaban. El señor licenciado Aguirre me presentó con la persona a quien yo no conocía, diciéndome:

- El señor licenciado Antonio de la Peña, Jefe Político del cantón de Veracruz -agregando en seguida: ¿para dónde va usted?

- Voy -le dije- a la Jefatura Política: sé que me busca la policía y venía a ver de qué se trata, pues yo no sabía que era un delito venir a Veracruz.

El señor jefe político dijo enseguida:

- Señor doctor: probablemente le han confundido a usted con su hermano el licenciado; pero yo he recibido órdenes del gobernador de aprehender a usted al llegar a la estación; y me alegro de que usted haya venido y de que la policía no lo haya traído. Siéntese usted y esperemos que se aclare este enredo.

A las doce del día y después de tomar un aperitivo, se puso de pie el jefe político y dijo:

Ahora vámonos a comer.

- ¿Y yo a dónde me voy?, le pregunté.

- Váyase Usted con el doctor, me contestó.

Allí supe que en la estación habían aprehendido a mis compañeros de viaje, pero no los pusieron presos. Esto pasaba el lunes 7 de abril de 1913.

Todos los días nos reuníamos los cuatro en el mismo lugar y nos despedíamos a las doce del día; pero el jueves, al despedirme, me dijo el licenciado Peña:

- Señor doctor: perdone usted que lo haya molestado y aun mandado vigilar con la policía, pero esas eran las instrucciones que recibí. Acabo de recibir un telegrama del señor gobernador en el cual me transcribe uno del Ministro de Gobernación en que dice que ya no se le moleste a usted. Aquí tiene usted la copia de ese telegrama y la del que lo denunció.

La primera no la he encontrado entre mis papeles, y la segunda, que está escrita en español y en inglés, dice:

México.
Gobierno del Distrito.
General Cuéllar.

Ahorita en este tren se va para Veracruz en el carro Pullman, el licenciado Emilio Vázquez Gómez. Dos personas lo acompañan, yo creo que va a ausentarse de Veracruz y va a tomar el vapor para la Habana, esto es lo que él me dijo. Yo aviso a usted en favor de los Estados Unidos Mexicanos y por la paz.

J. Alvine.
R. R. Clark.

Según se ve, fueron dos los que firmaron el telegrama. Eso de que yo haya dicho que iba a tomar el vapor para la Habana, fue una burda mentira para dar mayor crédito al triste papel de denunciante oficioso. Pero no deja de ser curiosa la confusión, porque el gobierno sabía perfectamente que el licenciado Emilio Vázquez estaba en El Paso, Texas; en consecuencia, la confusión era inadmisible. A pesar de esto, el telegrama fue inmediatamente atendido, pues es lógico suponer que el general García Cuéllar, gobernador del Distrito, lo transmitió al señor Alberto García Granados, ministro de Gobernación y éste al gobernador de Veracruz, quien a su vez, ordenó al jefe político mi aprehensión. ¿O fue acaso el gobernador del Distrito quien directamente y tomando el nombre de otras autoridades ordenó mi aprehensión? ¿Anduvo aquí la mano del general Mondragón, ministro de Guerra? Es posible. Nada puedo asegurar, y formulo las interrogaciones anteriores por el contenido de los telegramas siguientes:

Doctor Francisco Vázquez Gómez. Sírvase comunicarme inmediatamente esta vía, si es cierto, como lo dice la prensa, que se trató de aprehenderle en ese puerto. El gobierno reprueba ese acto, pues no se ha dado esa orden por ninguna autoridad. El gobierno da garantías a todo el mundo.

D. de la Fuente.

Este era entonces Ministro de Comunicaciones.

Veracruz, abril 7.
Licenciado Rodolfo Reyes, Ministro de Justicia.
México.

Asuntos profesionales y de familia trajéronme a ésta, donde se quiso aprehenderme, confundiéndome con mi hermano Emilio. En consecuencia, pregúntole: Si mi hermano viene a México, ¿es para ser aprehendido? Después quiso aprehendérseme por orden de México, y yo pregunto la causa y si tengo o no garantías en este país.

Dr. F. Vázquez Gómez.

Contestación:

Abril, 7.
Francisco Vázquez Gómez.

Con profunda pena me he enterado de su mensaje y he tomado instrucciones especiales del señor Presidente y de todo el gabinete, para asegurarle, como le aseguro, que absolutamente debe tratarse de alguna oficiosidad de autoridades secundarias, suplicando a usted se sirva informarme detalladamente de quiénes son los que se han permitido semejante arbitrariedad. Tanto usted como su hermano Emilio cuentan con las plenas garantías del gobierno y con la simpatía y estimación de los miembros del mismo, como su servidor.

R. Reyes.

El martes 8 en la noche mi amigo el doctor Macías me llevó a presentar con el señor Canada, cónsul de los Estados Unidos en Veracruz; aprovechando la oportunidad, le expuse mi situación, diciéndole además, que en virtud de ella, no podía tomar pasaje en la agencia, porque eso equivalía a manifestar mis intenciones. En consecuencia, le supliqué que, de ser posible, informara a los oficiales del buque, que estando en él compraría los boletos. El señor Canada se limitó a decirme: veremos qué puede hacerse en favor de usted.

Después de comer, el jueves 10, mi hijo se fue con el equípaje al vapor; yo acompañé al doctor Macías, que, como médico de Sanidad, iba a examinar el mismo vapor para darle la autorización de salir. Nos fuimos rodeando un poco la ciudad y a las dos de la tarde estábamos en el buque. Todo parecía caminar sin contratiempo, pero a las tres, se presentó un jefe del Resguardo, acompañado de siete agentes. Iban a aprehenderme, y como era natural, los pasajeros se alarmaron y fueron al departamento en que yo me encontraba en aquel momento.

Allí se presentó el jefe y me dijo secamente:

- Vengo a aprehender a usted.

- A ver la orden - le dije.

Después de insistir en que no tenía obligación de mostrarme la orden, y yo en que si, al fin me la mostró, la leí y le dije:

- Yo no acato esta orden, por dos razones: primera: ella está firmada por el general Refugio Velasco, comandante militar de Veracruz, y yo no soy militar ni se han suspendido las leyes civiles en Veracruz; segunda: la Constitución dice que en toda orden de aprehensión, debe constar el porqué se dicta y aquí nada de eso se dice; y como yo no he cometido delito alguno, no la obedezco.

En estos momentos llegó el capitán del buque y preguntó qué pasaba, explicándole yo todo y el porqué no podía acatar la orden que se me presentaba. El capitán dijo simplemente:

- Aquí no se molesta a los pasajeros, y se retiró.

En esos momentos empezó a soplar un norte muy fuerte y el Morro Castle no pudo salir esa misma tarde. Mis aprehensores permanecieron vigilándome hasta las ocho de la noche, hora en que el jefe aquél se fue, diciéndome: Mañana volveré en mejores condiciones.

El norte continuó con una violencia espantosa y el viernes en la mañana llegó mi amigo David de la Fuente, Ministro de Comunicaciones, a convencerme de que no debía abandonar el país. Después de hablar largo rato, el convencido fue él, concediéndome la razón.

El viernes en la tarde se presentaron en el vapor dos personas cuyos nombres no he podido recordar. Una de ellas me dijo ser el juez de distrito de Veracruz y me llevaba un telegrama del licenciado Rodolfo Reyes, Ministro de Justicia, en el cual se me ofrecían toda clase de garantías, y me mostró otro dirigido a él urgiéndole que me las diera tan amplias como fuera necesario. Pero yo le dije:

- No entiendo este enredo: por un lado se me ofrecen toda clase de garantías y por el otro se me manda aprehender; usted me permitirá que entre palabras y hechos, me atenga a éstos. En consecuencia, no bajo a tierra.

- Usted puede pedir amparo y yo se lo concedo inmediatamente, me contestó el señor juez.

Delante de éste supliqué al señor licenciado Aguirre que presentara el escrito de amparo, diciéndole que el señor juez estaba dispuesto a concederlo inmediatamente, y así lo hizo mi amigo. Esto pasaba como a las seis de la tarde.

Naturalmente, yo no creía en todos estos ofrecimientos, y más me chocó un recado que recibí como a las nueve de la noche en el que se me decía que tendría el amparo tan luego como saliera del buque, a lo que yo contesté:

- Con el amparo en la mano aquí en el buque, pensaré lo que debo hacer, pero sin él, nada tengo que pensar: me voy.

Debo hacer constar que, como a las diez de la noche, recibí una tarjeta del señor jefe político, licenciado Peña, sin una palabra escrita ni un recado verbal. Yo tomé aquella tarjeta muda como una felicitación del jefe político, que agradecí profundamente, así como las consideraciones caballerosas con que supo tratarme.

El norte amainó el sábado en la madrugada y a las siete de la mañana comenzó a moverse el barco. Estamos en camino, me dije; pero no había transcurrido un minuto cuando Se paró el buque. Salté de la cama como movido por un resorte e igual cosa hizo mi hijo Francisco. En esos momentos tocaron fuerte y violentamente la puerta del camarote: la abrí en seguida y encontré que eran dos marineros, quienes precipitadamente me dijeron: Vénganse, que los busca la policía. Salimos en seguida dejando nuestras cosas en el camarote y fuimos conducidos a un departamento, primero, y después a otro, en donde apenas si podíamos respirar. Entre tanto, algunos pasajeros, empleados del vapor, el contador, el médico de abordo, recogieron violentemente del camarote todo lo que en él habíamos dejado. Después supe que cuando la policía penetró allí con la seguridad de encontrarnos, se halló limpio nuestro departamento y preguntó al capitán en dónde estábamos y éste les dijo:

- Aquí estaban anoche, pero yo no sé a qué horas se fueron ni para dónde; pero pueden buscarlos.

Esta busca por treinta policías y su jefe, duró desde las siete de la mañana hasta las doce del día, hora en que al fin zarpó el Morro Castle y en él nosotros. Por supuesto que en el curso de estas cinco horas, hubo momentos emocionantes, pues varias veces los policías pasaron junto a nosotros, sin separamos más que una lámina, pues oíamos muy claramente las voces.

¿Qué había pasado en todo este dédalo de ofrecimientos contradictorios7 Una cosa que es necesario decir.

Probablemente cuando el Ministro de Guerra, general Manuel Mondragón, supo que el Ministro de Gobernación me había dejado en paz, él, Mondragón, tomó las cosas por su cuenta y ordenó al general Velasco que me aprehendiera, pero éste no quiso hacerlo con sus soldados, sino que pidió el auxilio de la policía al señor jefe político, quien lo negó, alegando que él había recibido instrucciones en el sentido de que no se me molestara. Fue entonces cuando el general Velasco ocurrió a la policía marítima dependiente del Ministerio de Hacienda. Lo importante para mí, fue que en todo esto se pasó el tiempo y ya no lo hubo para aprehenderme en la calle. Estas, al parecer, pequeñeces, tuvieron grande influencia en mi salvación.

¿Y qué sucedió con el amparo que ofreció concederme el señor juez de Distrito, dizque paisano mío, según él me dijo? Una cosa propia de aquellos tiempos, si no es que de todos los de su especie. En lugar de tramitar el amparo, se pasó la noche fraguando un proceso en mi contra, con testigos falsos, quienes atestiguaron que yo iba a hacer una revolución contra el gobierno, según se los había manifestado yo mismo. En esta virtud, el señor Juez de Distrito, en lugar de firmar el amparo, como me lo ofreció, firmó la orden para detener y registrar el buque para aprehenderme. Todo esto lo supe después por mi buen amigo el doctor Macías.

Las noticias de mi frustrada aprehensión se publicaron en los Estados Unidos y, en vista de ellas, mi hermano Emilio hizo presente a la comisión que fue a convencerlo de que regresara al país, que no podía hacerlo en atención a lo que se intentó hacerme por los agentes del gobierno. De esta manera pudimos salvarnos los dos.

Al llegar al puerto de Progreso y por lo que pudiera suceder, nos escondieron algunas horas en el fondo del buque, (en la sentina), cubriendo la claraboya o ventila con una tarima de madera formada de tiras, las cuales dejaban entre sí algún espacio para poder respirar. Allí no se nos buscó ostensiblemente, aunque según supe después, entraron algunos curiosos como buscando algo.

Llegamos a La Habana, donde permanecimos tres días y donde abandonamos el Morro Castle, cuya tripulación nos prestó espontaneamente tantos servicios de esos que no se olvidan y siempre se agradecen.

De la Habana fuimos a Washington, a donde llegamos el 22 de abril de 1913.

Como se ha visto, mi salvación se debió a circunstancias de poca monta, porque, según supe después, se trataba de asesinarme. Esto llegó a mi conocimiento de la manera siguiente:

Por el año de 1916, si bien recuerdo, vivía en El Paso, Texas, como desterrado, la persona que en abril de 1913 era telegrafista en el puerto de Veracruz; en la misma ciudad norteamericana vivía mi amigo el señor don Manuel Luján, y ambos, por motivos que no supe, trabaron conocimiento, y un día, hablando de mi salida de Veracruz, el telegrafista dijo a mi amigo cuáles eran las órdenes que llegaban: unas, del Ministro de la Guerra, decían que se me llevara en un bote a San Juan de Ulúa y que a medio camino naufragara la embarcación; y otras, no recuerdo de quién, que se me trajera a México en un coche especial, atrás del convoy, y en la parte más abrupta del camino, hacer que se desconectara el coche y dejarlo ir cuesta abajo.

El señor Luján me escribió refiriéndome esto y agregando que el telegrafista estaba dispuesto a escribirme una carta en que constara todo lo que él sabía acerca de este particular; pero yo le contesté que no era afecto a conservar esta clase de documentos.

Tal vez pudiera decirse que yo exagero estas cosas y les doy una importancia que no tuvieron; pero la conversación siguiente demostrará que no hay preocupación de mi parte.

A principios del año de 1914 estaban en Washington, en donde yo residía, el general David de la Fuente y el general Fernando González, este último huyendo también del general Huerta. Un día me dijo De la Fuente que el general González deseaba conocerme; que había tenido muy mala opinión de mí, pero que la había rectificado por virtud de una conversación que tuvo con su antiguo secretario de gobierno, licenciado Carlos Castillo, y que al efecto, me invitaba a comer en el Hotel Willard, en donde estaba alojado. Y como yo creo que es conveniente conocer a las personas, cualesquiera que sean sus opiniones, acepté la invitación.

Durante la comida, el general González me dijo poco más o menos lo siguiente:

- Deseaba conocerlo, porque tenía muy mala opinión de usted; pero en una ocasión, platicando con el licenciado Carlos Castillo, recayó la conversación sobre usted, y yo me expresé en estos términos: Se nos escapó ese doctor en una tablita, porque también debió haber desaparecido, pero el licenciado Castillo, que me respetaba mucho, me dejó hablar y cuando hube terminado, me dijo: Usted tiene una opinión errónea del doctor Vázquez Gómez; no es como usted se lo figura, sino que es un hombre honorable, digno del respeto de amigos y enemigos.

Por este camino -continuó el general González- me hizo tales elogios de usted que, como le he dicho, cambié de opinión y por eso lo invité a comer para conocerlo y tratarlo.

Todo esto pasó delante del general David de la Fuente, quien nos acompañó en la comida.

Sólo dos veces he visto al señor licenciado Carlos Castillo, y éstas fueron en casa del señor Cárdenas, según queda dicho en otro lugar.

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