Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

DOMICIANO

Primera parte


I

Domiciano nació el noveno día antes de las calendas de noviembre cuando su padre era cónsul designado y debía entrar en funciones al mes siguiente. El nacimiento tuyo lugar en la sexta región de Roma, cerca del punto llamado la Granada y en una casa que él convirtió más tarde en templo de la familia Flavia. Dícese que pasó su infancia y primera juventud en la indigencia y el oprobio; ni siquiera tenía un vaso de plata, y sabido es que el prestamista Clodio Polión, contra el que tenemos un poema de Nerón, intitulado Luscio, había conservado y mostraba algunas veces una carta de Domiciano, en la que éste le ofrecía una noche. Dícese que tuvo el mismo comercio con Nerva, su inmediato sucesor. Durante la guerra de Vitelio se había encerrado en el Capitolio con su tío Sabino y una parte de las tropas flavianas que se hallaban en Roma; pero habiéndose apoderado el enemigo del templo y habiéndole prendido fuego, se refugió en casa de un guarda, donde pasó la noche, y por la mañana, disfrazado con el traje de los sacerdotes de Isis, pudo escapar, mezclándose con los sacrificadores de diversas religiones. Retiróse al otro lado del Tíber, acompañado de una sola persona, a casa de la madre de un condiscípulo suyo, y tan bien se ocultó allí, que los emisarios que seguían sus huellas no pudieron encontrarlo. Salió al fin después de la victoria y fue saludado César, recibió la dignidad de pretor urbano con autoridad consular, pero solamente conservó el título y transmitió la autoridad al primero de sus colegas, mostrando, por el abuso que hizo del poder, lo que sería algún día. Fuera demasiado largo decirlo todo: después de seducir gran número de mujeres casadas, robó y tomó en matrimonio a Domicia Longina, casada con Elio Lamia; distribuyó en un solo día más de veinte oficios para la ciudad y para las provincias, y Vespasiano decía con este motivo que se asombraba de que su hijo no lo nombrase también sucesor.


II

Emprendió sin necesidad una expedición a Galia y Germania, a pesar de los consejos de los amigos de su padre, y con el único objeto de igualar el poder y la fama de Tito, Vespasiano lo reprendió severamente, y para que recordara en adelante su edad y condición lo hizo vivir con él. Siempre que el emperador se presentaba en público con Tito, Domiciano seguía en litera la silla curul, y el día que celebraron de común el triunfo sobre la judea les acompañó montado en un caballo blanco. De sus seis consulados uno solo fue regular, y su hermano fue quien se lo cedió y solicitó para él. Domiciano supo afectar entonces suma moderación, y sobre todo pronunciado gusto por la poesía, de la que no tenía ninguna costumbre y por la que mostró más adelante profundo desprecio. Hasta leyó en público versos compuestos por él. Cuando Vologés, rey de los partos, pidió contra los alanos tropas de socorro mandadas por un hijo de Vespasiano, Domiciano hizo cuanto pudo para ser elegido, y habiendo resultado vanos sus esfuerzos trató de mover, con dones y promesas, a los otros reyes de Oriente a que hiciesen igual petición. Después de la muerte de su padre vaciló durante largo tiempo sobre si ofrecería a los soldados, para sublevarlos, donativo doble del ordinario, y no dudó en publicar que Vespasiano le había asociado al imperio, pero que habían falsificado su testamento. Desde aquel tiempo no cesó de conspirar en secreto y hasta abiertamente contra su hermano. Cuando lo vió peligrosamente enfermo mandó, sin esperar a que expirase, que lo abandonaran como si estuviese muerto. No tributó a su memoria otros honores que los de la apoteosis, y hasta con frecuencia ofendió su memoria con alusiones indirectas en sus discursos y edictos.


III

Al comienzo de su principado se encerraba solo todos los días durante horas enteras para cazar moscas, que clavaba con un punzón muy agudo. Esta costumbre dió margen a una aguda frase de Vibio Crispo, que, preguntado un día si había alguien con el emperador, contestó: No, ni siquiera una mosca. Repudió a su esposa Domícia, que le había dado un hijo durante su segundo consulado, y había recibido de él, al año siguiente. el titulo de Augusta, pero que amaba perdidamente al histrión Paris. No pudo soportar esta separación, y a poco la recibió, como cediendo a las instancias del pueblo. En cuanto a su conducta en el ejercicio del poder, al principio fue muy desigual, mezclando en proporción iguales vicios y virtudes; poco a poco, hasta sus virtudes degeneraron en vicios; y, por lo que puede conjeturarse, las circunstancias desarrollaron sus inclinaciones: la pobreza lo hizo codicioso y el miedo cruel.


IV

Con frecuencia dió en el anfiteatro y en el circo espectáculos tan dispendiosos como magníficos. En el circo, además de las carreras acostumbradas de bigas y cuadrigas ofreció un doble combate de caballería e infantería; y en el anfiteatro una batalla naval. Las cacerías de fieras y los combates de gladiadores se verificaban aun de noche, a la luz de antorchas; y vióse luchar en la arena, no solamente hombres, sino también mujeres. Los cuestores habían dejado caer en desuso desde mucho tiempo el dar combates de gladiadores a su entrada en el cargo; Domiciano lo restableció, asistió siempre a estos espectáculos, y permitió cada vez al pueblo pedir dos parejas de sus propios gladiadores, que presentaba los últimos y con los trajes propios de la Corte. Mientras duraban estos juegos tenía constantemente a sus pies un niño vestido de escarlata, cuya cabeza era pequeña y monstruosa; hablaba mucho con él y algunas veces de cosas serias; así, un día se le oyó preguntarle si sabía por qué había dado en la última promoción el gobierno del Egipto a Mecio Rufo. Hizo representar en un lago abierto cerca del Tíber, y rodeado de gradas, batallas navales, en las que combatieron flotas, por decirlo así, completas; una fuerte lluvia que sobrevino durante un espectáculo de éstos, no le impidió presenciarlo hasta el fin. Celebró también los juegos seculares, tomando por fécha los últimos del reinado de Augusto y no los de Claudio. El día en que los dió en el circo, decidió, para facilitar la terminación de las cien carreras de carros, reducir a cinco las siete vueltas. Estableció en honor de Júpiter Capitalino un certamen quinquenal de música, de carreras de caballos y de ejercicios gimnásticos, en los que se distribuían más coronas que en nuestros días. Disputábase también en ellos el premio de la prosa griega y latina; había además premio para el canto y el arpa, otro para los coros de arpa y de canto, y otro, en fin, para el arpa sola. Vióse hasta a doncellas disputarse en el estadio el premio de la carrera. Domiciano presidió personalmente estos juegos, con calzado militar, toga de púrpura a la griega y una corona de oro en la que estaban grabadas las imágenes de Júpiter, Juno y Minerva, teniendo a su lado al gran pontífice de Júpiter y el colegio de los sacerdotes flavianos, vestidos todos como él, pero llevando en sus coronas, además de las imágenes citadas, su propia imagen. Todos los años celebraba en el monte Albano las fiestas de Minerva, divinidad para la que había establecido un colegio de sacerdotes. Entre éstos, designaba por la suerte a algunos que estaban obligados a dar magníficos combates de fieras, juegos escénicos y premios de elocuencia y poesía. Distribuyó tres veces al pueblo, congiarios de trescientos sestercios por cabeza; y le hizo servir, durante las fiestas del Septimontium, un festín de los más espléndidos. En esa ocasión hizo repartir los víveres a los senadores y caballeros en cestas de pan, y al pueblo, canastillos llenos de viandas, de las que comenzó a comer el primero. Al siguiente día hizo arrojar entre los espectadores regalos de toda clase; y como la mayor parte de aquellos regalos cayeron sobre los bancos del pueblo, asignó otros cincuenta lotes a cada banco de senadores y caballeros.


V

Restauró gran número de hermosos edificios que habían sido presa de las llamas; entre otros, el Capitolio, que se había incendiado otra vez; pero siempre escribió su nombre, sin hacer mención del antiguo fundador. Construyó sobre el Capitolio un templo nuevo, dedicado a júpiter Custodio. Débese1e también el Foro que lleva hoy el nombre de Nerva, el templo de la familia Flavia, un estadio, un teatro lírico, y una naumaquia. Las piedras de esta última sirvieron más adelante para la restauración del Circo Máximo, del que se habían quemado dos costados.


VI

De sus expediciones militares, unas las emprendió espontáneamente, como la que hizo contra los catos, otras por necesidad, como la de los sármatas, que habían aniquilado una legión con su jefe. Así fueron también sus dos campañas contra los dacios: la primera para vengar la derrota del consular Opio Sabino; la segunda para vengar la de Cornelia Fosco, prefecto de las cahartes pretarianas, a quien había investido del mando en jefe. Después de muchos cambates, entre prósperos y adversos, cantra los catos y los dacios, celebró doble triunfo; pero después de su victoria sobre los sármatas se contentó can ofrecer a Júpiter Capitalino una corona de laurel. Terminó, sin salir de Roma y con singular fortuna, la guerra civil, suscitada por L. Antania, gobernador de la Alta Germania, pues en el momento mismo del combate, habiendo arrastrado el deshielo los témpanos del Rin, impidieron a las tropas de los bárbaros que se uniesen a las de Antonio. LOs presagios de esta victoria precedieron en Roma a la noticia; porque el misma día de la batalla un águila inmensa rodeó con sus alas una estatua del emperador, lanzando alegres gritos; y pocos instantes después tomó tal consistencia el rumor de la muerte de Antonio, que muchos aseguraban haber visto pasear su cabeza.


VII

Cambió muchas cosas en las costumbres establecidas. Suprimió las distribuciones públicas de trigo, y restableció la de las comidas regulares. Añadió dos partidas a las cuatro del cirCo, distinguiéndoles con los colores púrpura y dorado. Prohibió la escena a los histrianes, y solamente les permitió representar en casas particulares. Prohibió castrar a los hombres, y disminuyó el precio de los eunucos que aun estaban en venta en casa de los mercaderes de esclavos. Habiendo observado cierto año una gran abundancia de vino, y mucha escasez de trigo, y suponiendo que la preferencia atorgada a las viñas hacía olvidar los campos, prahibió plantar nuevas en Italia y dejar en las provincias no más de la mitad de las antiguas; pero abandonó la ejecución de este edicto. Hizo camunes a las hijas de las libertas y a los caballeros ramanos algunos de las cargos más importantes del Estado. Prahibió reunir en un mismo campamento muchas legiones y recibir en la caja de depósitos militares más de mil sestercios por soldado, porque creía que L. Antonio, que había aprovechado para sublevarse contra él la reunión de dos legiones en los mismos cuarteles de invierno, contó también con la importancia de este depósito. Igualmente agregó a la paga militar una nueva soldada.


VIII

Administró justicia con notable diligencia y celo; algunas veces hasta dió en su tribunal del Foro audiencias extraordinarias. Anuló las sentencias de los centunviros dictadas por favor. Exhortó con frecuencia a los jueces recuperadores a no prestarse a liberaciones reclamadas sin graves motivos. Tachó de infamia a los jueces corrompidos, así como a sus consejeros. Ordenó a los tribunales de la plebe acusar de concusión a un edil demasiado avaro y reclamar al Senado su enjuiciamiento. También supo contener a los magistrados de Roma y a los gobernadores de las provincias, que nunca fueron más desinteresados ni justos, en tanto que hemos visto a la mayor parte de ellos acusados después de él de toda clase de crímenes. Habiendo emprendido la reforma de las costumbres, abolió el uso abusivo de sentarse indistintamente en el teatro en los bancos de los caballeros; destruyó los libelos repartidos al público contra los ciudadanos principales y contra las mujeres distinguidas, y castigó a los autores; expulsó del Senado a un antiguo cuestor, demasiado apasionado por el arte de la pantomima y del baile; prohibió a las mujeres de malas costumbres el uso de litera y el derecho de recibir legados o herencias; borró de la lista de jueces a un caballero romano que había recibido a su esposa después de repudiarla y llevarla ante los tribunos como adúltera; condenó, en virtud de la ley Scantinia, a muchos ciudadanos de los dos órdenes; estableció penas diferentes, pero siempre severas, contra los desórdenes sacrilegos de las vestales, sobre los que su padre y su hermano habían cerrado los ojos. Estas penas fueron primero la capital, y más adelante el suplicio ordenado por las leyes antiguas. Permitió, por ejemplo, a las hermanas Oculata, y después de éstas a Varronila, que eligieran el género de muerte, y se limitó a desterrar a sus seductores. Pero a la gran vestal Cornelia, que había sido absuelta en otra ocasión, acusada de nuevo y convicta, la hizo enterrar viva, y sus cómplices fueron azotados con varas hasta la muerte, en el comicio, exceptuando un antiguo pretor, contra el que no existía otra prueba que una declaración dudosa arrancada por la tortura, y que fue solamente desterrado. Vigilando con exquisito cuidado para que no se violase impunemente el respeto debido a los dioses, hizo que los soldados destruyesen una tumba que un liberto suyo había elevado a su hijo con piedras destinadas al templo de Júpiter Capitolino, y mandó arrojar al mar las cenizas y osamentas que se encontraban en ella.


IX

En sus primeros años tenía tal horror por la sangre, que habiendo recordado un día, en ausencia de su padre, este verso de Virgilio:

Antes que una generación impía se hubiese nutrido con becerros degollados.

quiso prohibir que se inmolaran bueyes. No hizo sospechar en él, antes de llegar al imperio ni en los primeros tiempos de su reinado, ninguna inclinación a la avaricia y avidez, sino que, por el contrario, dió numerosas pruebas de desinterés y hasta de generosidad. Colmaba de regalos a todas las personas de su comitiva, y nada les recomendaba con tanta insistencia como la aversión a la avaricia. No aceptaba las herencias de los que tenían hijos; hasta anuló un legado del testamento de Rusco Cepión, que consistía en cierta cantidad que el heredero debía dar todos los años a cada senador a su entrada en el Senado. Declaró exentos de toda persecución judicial a los deudores cuyos nombres estaban escritos en el Tesoro desde más de cinco años, y no permitió contra ellos la renovación sino dentro del mismo año, y esto con la condición que impuso al acusador de pena de destierro si perdía la causa. Perdonó, por lo pasado, a los escribientes de los cuestores que traficaban según su costumbre y contra la ley Clodia. Dejó, a los antiguos poseedores, como por derecho de prescripción, los trozos de terreno que no habían sido destinados después del reparto hecho a los veteranos. Reprimió el ardor de las persecuciones fiscales, estableciendo severas penas contra los acusadores; y se cita, esta frase suya: El príncipe que no castiga a los delatores, los alienta.


X

Mas no persistió en su clemencia ni en su desinterés, sino que, por el contrario, se inclinó rápidamente a la crueldad y a la avaricia. Hizo matar a un discípulo del pantomimo Paris, muy joven aún y a la sazón enfermo, por la única razón de que se parecía a su maestro en la figura y el talento. También hizo perecer a Hermógenes Tarsense por algunas alusiones contenidas en su historia; y los copistas que habían escrito aquella obra fueron crucificados. A un padre de familia, porque gritó en el espectáculo que un tracio podía luchar contra un mirmilón, pero no contra el odio del que daba los juegos, ordenó que lo arrancasen de su puesto, que lo arrastrasen a la arena y luchara contra dos perros, con un cartel que decía: Defensor de los tracios, impío en sus palabras. Muchos senadores, de los que algunos habían sido cónsules, como Cívica Cerealis, procónsul en Asia, Salvidieno Orfito y Acilio Glabrión, desterrado entonces, fueron condenados a muerte como conspiradores. Otros fueron muertos por leves pretextos: Elio Lamia, por antiguas bromas que lo habían hecho sospechoso, y que eran muy inocentes; por haber dicho, por ejemplo, después del rapto de su esposa por Domiciano, a algunos que le alababan la belleza de su voz: Éste es el premio de mi continencia, y por haber contestado a Tito, que lo exhortaba a tomar otra esposa: ¿Acaso quieres casarte tú también?; Salvio Coceyano, por haber celebrado el aniversario del emperador Otón, tío suyo; Mecio Pomposiano, porque había nacido bajo una constelación que, según decían, le prometía el Imperio, porque llevaba a todas partes con él un mapa del mundo dibujado sobre pergamino y los discursos de los reyes y grandes capitanes, extractados de Tito Livio; en fin, porque había dado a esclavos los nombres de Magón y Aníbal; Salustio Lúculo, legado en Bretaña, por haber permitido que llamasen luculenas unas lanzas de forma nueva; Junio Rústico, por haber escrito el elogio de Peto Traseas y de Elvidio Prisco, y haberlos llamado los más virtuosos de los hombres, crimen que fue causa de que Domiciano expulsase de Roma y de Italia a todos los filósofos. También hizo perecer a Helvidio el hijo, so pretexto de que en una diversión titulada París y Oenone había censurado el divorcio del príncipe; y a Flavio, primo suyo, porque el día de los comicios consulares, el pregonero, después de elegido Sabino, lo proclamó, en vez de cónsul, emperador. Pero fue mucho más cruel aun después de la represión de la guerra civil. Para descubrir los cómplices ocultos de Antonio, sometió a la mayor parte de los otros a nuevo género de tormento, haciéndoles quemar los órganos sexuales y cortar las manos a algunos de ellos. Solamente perdonó a dos entre los más conocidos: un tribuno del orden senatorial y un centurión, que alegaron, por prueba de su inocencia, la infamia de sus costumbres, que había debido quitarles toda influencia sobre el espíritu de su jefe y de los soldados.


XI

No le bastaba la crueldad, sino que gustaba de astucias y golpes repentinos. Un día hizo venir a su cámara de dormir a un receptor, lo obligó a sentarse a su lado en el lecho, lo despidió alegremente y lleno de seguridad, después de enviarle platos de su mesa, y a la mañana siguiente mandó crucificarlo. Aunque había decidido la muerte del cónsul Arrecino Clemente, familiar y agente suyo, lo trató muy bien y aun mejor que de ordinario, cuando un día, paseando con él en litera y viendo a su delator, le dijo: ¿Quieres que oigamos mañana a ese mal esclavo? Jugando cruelmente con los sufrimientos de los hombres, jamás pronunciaba una sentencia de muerte sin un preámbulo, en el que ensalzaba su clemencia; de manera que no había indicio más seguro de un fin atroz que un exordio lleno de dulzura. Había hecho llevar ante el Senado algunos ciudadanos acusados de lesa majestad, diciendo que en aquella ocasión experimentaría el celo de la asamblea por su persona, por lo cual los condenaron al suplicio que determinaban las leyes antiguas. Asustado él mismo por la atrocidad de la pena, quiso prevenir su mal efecto e intercedió por ellos en estos términos, que merecen ser repetidos textualmente: Permitid, padres conscriptos, que reclame de vuestro afecto hacia mí una cosa que bien sé que sólo me podréis conceder difícilmente, y es que los condenados puedan elegir su género de muerte. Os libertaréis así de espantoso espectáculo, y todo el mundo comprenderá que yo he asistido a esta sesión.

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