Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

DOMICIANO

Segunda parte


XII

Empobrecido por los enormes gastos de sus construcciones y espectáculos y por el aumento de estipendio a los soldados, imaginó, para aliviar el tesoro militar, disminuir el número de éstos; pero viendo que esta medida lo exponía a las incursiones de los bárbaros, sin aligerar las demás cargas, no buscó ya más que ocasiones de rapiña. Por todas partes se confiscaban los bienes de los vivos y de los muertos, cualquiera que fuese el delator, cualquiera que fuese la acusación: bastaba ser acusado de la menor acción, de la menor palabra contra la majestad del príncipe. Confiscaba para él las herencias que más extrañas le eran, si una persona, una sola, aseguraba haber oído decir al difunto, cuando vivía, que César era su heredero. El impuesto que se perseguía con mayor rigor era el que debían los judíos; y por todas partes denunciaban al fisco a aquellos que, sin haber hecho profesion, vivían en la religión judía, o que, disimulando su origen, no pagaban el tributo impuesto a esta nación. Recuerdo haber visto en mi juventud a un receptor reconocer ante considerable número de testigos a un anciano de noventa años para saber si estaba circuncidado. Domiciano mostró en su juventud mucha presunción y orgullo y mucha falta de moderación en su conducta y palabra. Habiéndole ofrecido la mejilla Cenis, la concubina de su padre, a su regreso de Istria, él le tendió la mano. Pareciéndole muy mal que el yerno de su hermano tuviese también criados vestidos de blanco, exclamó: No es bueno que haya muchos amos.


XIII

Apenas en el trono, osó alabarse ante el Senado de haber dado el Imperio a su padre y a su hermano, que no habían hecho otra cosa que devolvérselo. Cuando recibió a su esposa, después del divorcio, declaró en un edicto que la había llamado a su lecho sagrado. El día en que dió un festín al pueblo se mostró muy complacido al oír gritar en el anfiteatro: Felicidad a nuestro señor y a nuestra señora. En los juegos capitalinos, habiéndole pedido todo el concurso la rehabilitación de Palfurio Sura, expulsado en otro tiempo del Senado y que acababa de obtener el premio de la elocuencia, ni siquiera se dignó contestar y mandó guardar silencio por medio del heraldo. Llevó también la arrogancia hasta dictar una carta circular a sus agentes, concebida en estos términos: Nuestro amo y nuestro dios ordena lo que sigue. Y desde aquel tiempo fue regla general no llamarle de otra manera cuando tuviesen que escribirle o llamarlo. No permitió que se le erigiesen en el Capitolio más que estatuas de oro o plata de determinado peso. Hizo elevar en todos los barrios de Roma tantas puertas monumentales y arcos de triunfo, con carros y trofeos militares, que alguien escribió sobre uno de ellos: Basta. Fue cónsul diecisiete veces, hecho sin precedentes, y especialmente siete veces seguidas, pero en la mayoría de los casos no lo fue más que de nombre. De todos sus consulados no conservó ninguno más allá de las calendas de mayo, y muchos solamente hasta los idus de enero. Después de sus dos triunfos tomó el sobrenombre de Germánico, y llamó con sus dos nombres, Germánico y Domiciano, los meses de setiembre y octubre, el primero porque era la época de su advenimiento al trono, el segundo porque era el mes en que había nacido.


XIV

Hecho odioso y temible a todos, sucumbió al fin bajo una conspiración de sus amigos y sus libertos íntimos, a los cuales se unió su esposa. Hacia mucho tiempo que tenía presentimientos acerca del año y del día en que había de morir, y hasta sobre la hora y el género de muerte. Desde su juventud le habían predicho los caldeos todas las circunstancias; y viéndolo un día su padre rechazar en la mesa un plato de setas, se burló de él en alta voz, diciéndole que más bien debía temer al hierro, si conocía su destino. Siempre inquieto y temeroso, por la menor sospecha experimentaba espantosos terrores; y el principal motivo que le impidió hacer ejecutar el edicto mandando cortar las viñas, dícese que fue la lectura de cierto escrito extendido por Roma, en el que se encontraban estos dos versos:

Aun si me devoras hasta las raíces, tendré siempre bastantes frutos
para que se pueda hacer la libación sobre tu cabeza cuando tu sacrificio
.

El mismo temor le hizo rehusar un honor extraordinario imaginado por él, que le había ofrecido el Senado: consistía este honor, según el decreto, en que cuantas veces fuese cónsul, caballeros romanos designados por suerte le precederían, revestidos con la trabea y la lanza militar en la mano, entre los lictores y batidores. A medida que se acercaba el momento del peligro, sentía Domiciano redoblar su espanto. Hizo guarnecer la galería por donde solía pasear, con esas piedras trasparentes llamadas fengitas, cuya superficie pulimentada, reflejando los objetos, le permitía ver todo lo que pasaba a su espalda. Ordinariamente no interrogaba a los prisioneros más que solo y en secreto, y hasta tenía en las manos el extremo de sus cadenas. Con objeto de demostrar a los que le servían que nunca debe atentarse contra el amo, ni siquiera con buena intención, condenó a pena capital a su secretario Epafrodito, que pasaba por haber ayudado a Nerón, abandonado entonces de todo el mundo, a darse muerte.


XV

En fin, apenas esperó que Flavio Clemente, su primo hermano, saliese del consulado, para hacerle perecer por frívola sospecha, aunque era hombre de notoria incapacidad, y cuyos hijos, niños aún, había adoptado para sucesores, obligándoles a dejar sus nombres con este propósito, dando al uno el de Vespasiano, y al otro el de Domiciano. Esta crueldad contribuyó mucho a acelerar su fin. Durante ocho meses consecutivos, tronó con tanta frecuencia en todos los puntos del Imperio, que al fin exclamó, oyendo el fragor del rayo: ¡Pues bien, que hiera a quien quiera! Cayó sobre el Capitolio y sobre el templo de la familia FJlavia como también sobre el palacio del emperador, y hasta en su cámara de dormir en el palacio. La tempestad arrancó también la inscripción de su estatua triunfal, arrojándola sobre una tumba próxima. Un árbol, que, derribado por el viento, se alzó al acercarse Vespasiano, antes de su advenimiento al trono, volvió a caer de pronto. El oráculo de la Fortuna de Preneste, a la que durante su reinado se recomendó al principio de cada año, y que siempre le había dado respuestas favorables, se las dió espantosas para el último, y hasta habló de sangre. Soñó que Minerva, diosa a la que había tributado culto especial, salía de su santuario, diciéndole que no podía ya protegerlo porque Jupiter le había quitado las armas de las manos. Pero nada le causó tanta impresión como la respuesta y la suerte del astrólogo Ascletarión, que había predicho la muerte del emperador. Llamóle, y no negando éste haber divulgado lo que su arte le había enseñado, Domiciano le preguntó cuál sería el fin del mismo astrólogo: a lo que contestó que muy pronto lo desgarrarían los perros. Domiciano mandó degollarlo en el acto; y para demostrar mejor cuán vanas eran sus predicciones, ordenó sepultarle con el mayor cuidado. Estaban ejecutándolo así cuando sobrevino una tempestad que destruyó los preparativos fúnebres, y unos perros desgarraron entonces el cadáver medio quemado. El mismo Latino, a quien la casualidad hizo testigo del suceso, lo refirió por la noche cenando con Domiciano, entre las demás noticias del día.


XVI

La víspera de su muerte le presentaron trufas, que mandó guardar para el día siguiente, diciendo: Si existo; y en seguida, dirigiéndose a los que lo rodeaban, añadió: que al día siguiente la luna quedaría ensangrentada en el signo de Acuario, y que ocurriría un acontecimiento del que hablaría toda la tierra. A medianoche le sobrecogió tal espanto, que saltó del lecho. A la mañana siguiente oyó y condenó a muerte a un arúspice que le habían enviado de Germania, porque había predicho, por la fe de un relámpago, una revolución en el Imperio. Habiéndose rascado con demasiada fuerza una verruga que tenía en la frente, brotó sangre, y exclamó: ¡Pluguiese al cielo que ésta fuese bastante! Entonces preguntó la hora, y en vez de la quinta, que temía, cuidaron de decirle la sexta, por lo que mostró suma alegría, como si hubiese pasado el peligro, y ya iba a entrar en el baño, cuando Partenio, dedicado al servicio de su cámara, se lo impidió, diciéndole que un hombre, que tenía que revelarle cosas importantes, solicitaba hablarle en el acto. El emperador mandó qne se retirasen todos, entró en su cámara y alli fue muerto.


XVII

He aquí lo que se supo acerca de esta conjúraclOn y de la manera cómo pereció Domiciano. No sabiendo los conjurados dónde ni cómo lo atacarían, si en la mesa o en el baño, Esteban, intendente de Domitila, acusado entonces de malversación, les ofreció sus consejos y su brazo. Para evitar sospechas, fingió tener una herida en el brazo izquierdo, y lo llevó durante muchos días rodeado de lana y vendajes. Llegado el momento, ocultó en él un puñal, e hizo pedir una audiencia al emperador para denunciarle una conspiración. Introducido en su cámara, mientras Domiciano leía con espanto el escrito que acababa de entregarle, lo hirió en el bajo vientre. Herido el emperador, trató de defenderse, cuando Clodiano, legionario distinguido, Máximo, liberto de Partenio, Saturio, decurión de los cubicularios, y algunos gladiadores, cayeron sobre él y le dieron siete puñaladas. El joven esclavo encargado del cuidado del altar de los dioses lares en la cámara imperial, se encontraba allí en el momento del asesinato, y refirió que Domiciano, al recibir la primera herida, le mandó llevar un puñal oculto bajo su almohada y llamar a los guardias, pero que solamente había encontrado en la cabecera del lecho el mango de un puñal, y por todas partes puertas cerradas; que, entre tanto, Domiciano, que había cogido y derribado a Esteban, sostenía con él encarnizada lucha, esforzándose, unas veces por arrancarle el arma, y otras por sacarle los ojos pese a que tenia los dedos cortados. Matáronle el día décimocuarto antes de las calendas de octubre, a los cuarenta y cinco años de edad, y décimoquinto de su reinado. Los mercenarios que llevan por la noche los cadáveres de los pobres, llevaron en un féretro de plebeyo el del emperador. Pero su nodriza Filis le tributó los últimos honores en su casa de campo de la vía Latina, llevó secretamente sus restos al templo de la familia Flavia, y los unió con las cenizas de Julia, hija de Tito, a la que también babía amamantado.


XVIII

Domiciano era de elevada estatura, semblante modesto, tez sonrosada y ojos grandes, aunque débiles; era hermoso y apuesto, sobre todo en la juventud, aunque tenía los dedos de los pies muy cortos. Más adelante a este defecto se unieron otros: cabeza calva, vientre enorme y piernas extraordinariamente delgadas, y más debilitadas aun por larga enfermedad. Tan convencido estaba de la ventaja que podía obtener del aspecto de modestia impreso en su rostro, que un día dijo en el Senado: Mi semblante y mi carácter han debido agradaros seguramente hasta hoy. Le disgustaba tanto estar calvo, que tomaba por ofensa personal las bromas o críticas que dirigían en presencia suya a los que lo estan también. Sin embargo, en un tratadito sobre El cuidado del cabello, que publicó con una dedicación a un amigo suyo, en el que procuraba consolarse con él, le dijo después de citar este verso:

¿No ves qué alta y hermosa es mi estatura?
Pero la misma suerte está reservada a mis cabellos, y los veo con resignación envejecer antes que yo. Convéncete de que nada hay tan agradable, pero al mismo tiempo tan pasajero, como la belleza
.


XIX

No pudiendo soportar la menor fatiga, nunca iba a pie en Roma, y casi nunca a caballo durante la guerra ni en las marchas, sino en litera. Sin afición alguna al manejo de las armas, la tenía muy grande por el ejercicio del arco. Muchas veces se le vió, en las inmediaciones de Albano, matar a flechazos centenares de animales y hasta clavar con mano segura en la cabeza de algunos de ellos flechas que asemejaban cuernos. Algunas veces también, se colocaba un joven esclavo a gran distancia, teniendo la mano derecha a guisa de blanco, y con maravillosa destreza hacía pasar todas las flechas entre los dedos sin tocarle.


XX

Descuidó los estudios liberales deSde que llegó al principado, aunque reparó con grandes gastos bibliotecas incendiadas, hizo buscar por todas partes nuevos ejemplares de las obras perdidas, y envió a Alejandría una misión para sacar esmeradas copias o corregir los textos. Jamás leyó un libro de historia o de poesía, ni se cuidó de escribir ni siquiera cuando era necesario. Exceptuando las memorias y las actas del emperador Tiberio, no leía nada. Otro escribía sus cartas, discursos y edictos. Sin embargo, su lenguaje no estaba desprovisto de elegancia, ni su conversación de frases ingeniosas. Quisiera, dijo un día, ser tan bello como cree serlo Mecio. En otra ocasión dijo de uno cuyos rojos cabellos encanecían: Eso es vino dulce sobre nieve. Y con frecuencia exclamaba: ¡Qué miserable condición la de los príncipes! No se les cree acerca de las conspiraciones de sus enemigos hasta que son asesinados.


XXI

En sus momentos de ocio, jugaba a los dados aun en los días de trabajo y desde la mañana. Bañábase en cuanto amanecía, y comía mucho en su primera comida; de manera que en la de la tarde, ordinariamente no tomaba más que una manzana macia, y bebía una botellita de vino viejo. Sus festines, y los daba con frecuencia, eran espléndidos, pero muy cortos: nunca los prolongaba más allá de la puesta del sol, ni se entregaba luego a la orgía, sino que paseaba solo hasta la hora de acostarse, en lugar retirado.


XXII

Era extremadamente apasionado por los placeres del amor, a los que llamaba gimnasia del lecho, contándolos en el número de los ejercicios corporales. Entreteníase, según se dice, en depilar por sí mismo a sus concubinas, y se bañaba con las prostitutas más viles. Muy unido a Domicia, rehusó obstinadamente desposarse con la hija, virgen aún, de su hermano, pero en cuanto fue esposa de otro la sedujo, en vida aún de Tito. Cuando perdió ella a su padre y a su esposo, le demostró violenta pasión, y hasta fue causa de su muerte obligándola a que abortase.


XXIII

La muerte de Domiciano, que el pueblo supo con indiferencia, enfureció a los soldados, que quisieron en el momento mismo hacerle proclamar dios, y sólo les faltó para vengarle en el acto jefes que quisieran guiarlos. Persistieron, sin embargo, en exigir el suplicio de los asesinos, y no tardaron en obtenerlo. Los senadores, por el contrario, se regocijaron en extremo: todos acudieron a la sala de sesiones, y cada cual le prodigó, con aclamaciones de los demás, las injurias más crueles. Haciendo llevar en seguida escalas, arrancaron sus bustos y los escudos de sus triunfos, rompiéndolos contra el suelo; decretándose, en fin, que por todas partes serían borrados sus títulos honoríficos y abolida su memoria. Poco antes de su muerte, una corneja posada sobre el Capitolio habia dicho en griego: Todo irá bien, prodigio que hizo escribir en seguida los versos siguientes:

La corneja que posa en la cumbre del Tarpeyo
No pudo decir: Está bien; dijo Estará
.

Dícese que el mismo Domiciano soñó que le ponían detrás del cuello una joroba de oro, y dedujo que el Imperio sería después de su muerte un estado más feliz y floreciente; lo que no tardó en verificarse, gracias a la generosidad y moderación de los príncipes que le sucedieron.

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