Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

TITO

Segunda parte


VI

Desde aquel momento compartió el poder supremo y fue como el sostén del emperador. Celebró el triunfo con su padre y ejerció la censura con él. También fue colega suyo en el poder tribunicio y en siete consulados. Encargado del cuidado de casi todos los negocios, dictaba las cartas a nombre de su padre, redactaba los edictos y leía los discursos del emperador en el Senado en vez de hacerlo el cuestor. También fue prefecto del pretorio, funciones que hasta entonces solamente se habían encargado a caballeros romanos. Mostróse duro y violento: hacía perecer sin vacilar a todos los que eran sospechosos, apostando en el teatro y en los campos gentes que pedían en alta voz su suplicio, como en nombre de todos. Citaré entre otros al consular Aulo Cecina, a quien había invitado a cenar, y que, apenas salido del comedor, fue muerto por orden suya. Verdad es que el peligro era inminente; Tito había encontrado, escrita de su puño, una proclama dirigida a los soldados. Esta conducta, asegurando el porvenir, le hizo odioso en el presente; de manera que pocos príncipes han llegado al trono con tan mala reputación y tan marcado alejamiento por parte del pueblo.


VII

Además de cruel, se le acusaba de intemperante porque prolongaba hasta medianoche sus desórdenes en la mesa con sus familiares más disolutos. Temíase no menos su libertinaje a causa de la caterva de eunucos y depravados que lo rodeaba y de su conocida pasión por la reina Berenice, a la que, decían, había prometido hacer su esposa. En fin, acusábasele de rapacidad, porque se sabía que en las causas llevadas ante el tribunal de su padre vendía por dinero la justicia. En una palabra, pensábase, y se decía públicamente, que sería otro Nerón. Pero esta fama tornó al fin en su favor, siendo ocasión de grandes elogios, cuando se lo vió renunciar a todos sus vicios y practicar todas las virtudes. Hizo famosos sus festines, más agradables que dispendiosos; eligió por amigos los hombres de quienes se rodearon sus sucesores, juzgándolos como los mejores sostenes de su poder y del Estado; despidió de Roma en el acto a Berenice, a pesar suyo y a pesar de ella. Dejó de tratar tan liberalmente y hasta de ver en público a aquéllos de su comitiva que no se distinguían más que por habilidades frívolas, aunque entre ellos había muchos a quienes quería profundamente y que bailaban con una perfección que aprovechó en seguida el teatro. No hizo daño a nadie; respetó siempre los bienes ajenos, y ni siquiera recibió los regalos de costumbre. Sin embargo, no cedió en magnificencia a ninguno de sus predecesores. Después de la dedicación del anfiteatto y de la rápida construcción de los baños próximos a este edificio, dió un espectáculo de los más largos y más hermosos. Entre ottas cosas, hizo representar una batalla naval en la antigua naumaquia; dió también un combate de gladiadores, y presentó en un solo día cinco mil fieras de toda especie.


VIII

Inclinado naturalmente a una extremada benevolencia, fue el primero que prescindió de la costumbre que, desde Tiberio, habían seguido todos los Césares, de considerar nulas las gracias y concesiones otorgadas antes de ellos, si ellos mismos no las ratificaban expresamente: en un solo edicto declaró que todas eran válidas y no consintió que se le solicitase aprobación para ninguna. En cuanto a las demás peticiones que podían hacerle, tuvo por norma no despedir a nadie sin esperanzas. Observábanle sus amigos que prometía más de lo que podía cumplir, y contestaba que nadie debía salir descontento de la audiencia de un príncipe. Habiendo recordado una vez, durante la cena, que no había hecho ningún favor en todo el día, pronunció estaS palabras tan memorables y con tanta justia celebradas: Amigos míos, he perdido mi día. En toda ocasión mostró al pueblo mucha deferencia: habiendo anunciado un combate de gladiadores, declaró que todo se haría al gusto del público y no al suyo; y, en efecto, lejos de negar nada de lo que pedían los espectadores, él mismo los exhortó a que pidiesen lo que quisieran. No ocultando su preferencia por los gladiadores tracios, con frecuencia bromeó con el pueblo, excitándolos con la voz y el gesto, pero sin comprometer jamás su dignidad ni quebrantar la justicia. Para hacerse más popular aun, permitió muchas veces al público la entrada en las termas donde se bañaba. Perturbaron su reinado acontecimientos tan tristes como imprevistos: la erupción del Vesubio, en la Campania; en Roma, un incendio que duró tres días y tres noches, y una peste cuyos estragos fueron espantosos. En estas calamidades mostró la vigilancia de un prlncipe y la ternura de un padre, consolando a los pueblos con sus edictos y socorriéndolos con sus beneficios. Varones consulares, designados por la suerte, quedaron encargados de reparar los desastres de la Campania. Empleáronse en la reconstrucción de los pueblos destruídos los bienes de los que habían perecido en la erupción del Vesubio sin dejar herederos. Después del incendio de Roma, declaró que tomaba a su cargo todas las pérdidas públicas; y en consecuencia de ello dedicó las riquezas de sus palacios a reconstruir y adornar los templos; y con objeto de acelerar los trabajos, hizo que gran número de caballeros romanos vigilasen la ejecución. Para conjurar la epidemia, apeló a toda suerte de socorros divinos y humanos, recurriendo, para curar a los enfermos y aplacar a los dioses, a toda clase de remedios y sacrificios. Entre las calamidades de aquella época, contábanse los delatores y sobornadores de testigos, estimulados por una antigua tolerancia. Hízolos azotar con varas y palos en pleno Foro, y los mandó a la arena del anfiteatro, en donde unos fueron vendidos en subasta, y otros deportados a las islas más áridas. Con objeto de reprimir para siempre la audacia de aquellas gentes, estableció, entre otras reglas sobre el asunto, que nunca podría perseguirse el mismo delito en virtud de varias leyes, ni someter a investigación la posición social de los muertos, pasado cierto número de años (1).


IX

Aceptó el pontificado máximo con el único objeto, según decía, de conservar puras sus manos: y así lo cumplió, porque desde entonces no fue autor ni cómplice de la muerte de nadie; no porque le faltasen motivos de venganza, pero aseguraba que preferiría morir él mismo a hacer perecer alguno. Dos patricios quedaron convictos de aspirar al Imperio: contentóse con aconsejarles que renunciasen a sus pretensiones, añadiendo que el poder supremo lo daba el destino, y les prometió concederles por otra parte lo que deseasen. Hasta envió en seguida correos a la madre de uno de ellos, que estaba lejos de Roma, para tranquilizarla acerca de la suerte de su hijo y decirle que vivía. No solamente invitó a aquellos dos conjurados a cenar con él, sino que al día siguiente, en un espectáculo de gladiadores, los hizo colocar expresamente a su lado, y cuando le presentaron las armas de los combatientes, se las dió, sin temor, para que las examinasen. Añádese que habiendo hecho estudiar su horóscopo, les advirtió que les amenazaba un peligro, aunque lejano aún, y que no procedía de él, lo que confirmó el tiempo. En cuanto a su hermano, que no cesaba de prepararle asechanzas, que minaba casi abiertamente la fidelidad de los ejércitos, y que, en fin, quiso huir, no pudo decidirse ni a hacerle perecer, ni a separarse de él, ni siquiera a tratarlo con menos consideraciones que antes. Continuó, como en el primer día de su principado, proclamándole su colega y sucesor; y algunas veces le rogaba en secreto, con lágrimas en los ojos que viviese con él como un hermano.


X

En medio de estos cuidados lo sorprendió la muerte, para desgracia del mundo más aun que para la suya. Al terminar un espectáculo, en el que había llorado abundantemente en presencia de todo el concurso, partió para el país de los sabinos, algo entristecido por haber visto escapar la víctima de un sacrificio y oído zumbar el trueno en el cielo despejado. En el primer descanso fue tomado por la fiebre: continuó el viaje en litera, y dícese que separando las cortinas, miró al cielo y se quejó de morir sin haberlo merecido, puesto que en toda su vida solamente había realizado una acción de que tuviera que arrepentirse. No dijo qué acción fuese ésta, y no es fácil adivinarla. Se ha creído que era trato íntimo con Domicia, la esposa de su hermano; pero ésta juró por todos los dioses que nada había ocurrido entre ellos, y no era mujer que negase aquel comercio si hubiese existido ya que se hubiera vanagloriado de él como de todas sus infamias.


XI

Murió en la misma casa de campo que su padre, en los idus de setiembre, a los cuarenta y un años, después de dos años, dos meses y veinte días de reinado. En cuanto se propago la noticia de su muerte, hubiérase dicho, al ver el dolor público, que cada cual lloraba un miembro de su familia. Los senadores acudieron antes de ser convocados, a la sala de sesiones, cuyas puertas estaban cerradas aún: abiertas en seguida, colmaron el príncipe muerto de tantas alabanzas y honores como jamás le prodigaran vivo y presente.

Notas

(1) Fijóse el término en cinco años. El objeto de estas acciones era disputar la condición de herederos, rechazando la de parientes. Parece que Nerva reprodujo esta disposición.

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