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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO SEGUNDO
LA ORGANIZACIÓN DE COMBATE
CUARTA PARTE


En mayo de 1905, con un pasaporte a nombre del súbdito belga René Tocme, marche a Rusia y me entrevisté en Járkov con Zilberberg. Dora Briliant estaba en Úriev. Ksenia Zilberberg y Rachel Lurié guardaban la dinamita. Schpaizman me esperaba ep Vilna; Schkólnik, en Druskenik.

Al empezar el asunto Kleigels suponía que éste no podía ofrecer dificultades serias. Si se organizaba bien tenía que terminarse con un éxito seguro y rápido, aun sin la participación directa de Zilberberg. Este tenía que hacer el aprendizaje de un acto terrorista. Desde este punto de vista, su presencia era necesaria. Después de entrevistarrne con él en Járkov y encargarle que se fuera a la región occidental, con el fin de procurarse pasaportes en blanco, me fuí a Vilna para ver a Schpaizman.

Schkólnik me contó lo siguiente: Schpaizman, como todos los demás miembros de la organización, transportaba dinamita a través de la frontera. bajo el traje. En Alexandrov, cuando se hallaban en la sala de la Aduana, se le acercó un funcionario e inesperadamente le hizo entrar en un cuarto separado, con el fin de cachearle minuciosamente. Durante el cacheo se le encontró dinamita cosida en un saquito de tela y un revólver. A la pregunta del funcionario de la Aduana respecto al contenido del saquito. Schpaizman contestó que era farmacéutico, que llevaba alcanfor y lo había escondido con el fin de no pagar derechos de Aduana. Le creyeron, pero hicieron venir a un oficial de gendarmes. Este, después de examinar la dinamita, la tomó también por un medicamento; hicieron pagar a Schpaizman 60 rublos de derechos de Aduana, le quitaron el revólver, levantaron un acta y lo soltaron. De Alexandrov se fue a Vilna, y allí esperó aigunos días; temiendo un registro, destruyó la dinamita y, sin esperarme, se fue a Druskenik, donde, como sabemos, se hallaba Schkólnik. La víspera de mi llegada se marchó nuevamente a Vilna. con objeto de procurarse dinero. Este relato no me gustó, no me gustó la destrucción de la dinamita y lo sucedido en la frontera. Sabiendo la confianza que Schkólnik tenía en Schpaizman, no dije nada de mi impresión. Le propuse que me esperara en Druskeni y después se fuera con él a Kiev para entrevistarse conmigo.

En Kiev dije a Schpaizman:

- Cuénteme lo que le sucedió en el extranjero.

Se inmutó, pero repitió el relato que había hecho a Schkólnik.

- ¿Cómo explicó usted el hecho de llevar revólver? -le pregunté.

- Dije que en Rusia hay progroms, que todo el mundo tiene el derecho de defenderse, y que si soy culpable de algo es de no tener la correspondiente autorización de porte de armas.

- ¿Le creyeron a usted?

- Sí, Y me quitaron el revólver.

El tono de sus palabras era verídico. Además, no tenía motivos para dudar de él; por el contrario, en el extranjero me había producido la impresión de un hombre indiscutiblemente verídico. Así y todo le pregunté:

- ¿Llevaba usted el pasaporte interior?

- Sí.

- ¿Se lo encontraron?

Schpaizman percibió la desconfianza en mis palabras y se inmutó aún más.

- No, no lo encontraron. El pasaporte extranjero me lo quitaron en la puerta, al entrar. El interior, que era también de color verde, lo dejé en el bolsillo; al cachearme lo saqué y lo coloqué encima de la mesa.

- ¿Y los gendarmes no lo examinaron?

- No. Seguramente supusieron que era mi pasaporte extranjero.

Creí a Schpaizman, pero sin embargo, la historia no dejaba de ser extraña. Era particularmente extraño que hubiera destruido la dinamita.

- ¿Dónde destruyó usted la dinamita? -le pregunté.

- En Vilna.

- ¿Por qué?

- Temí que me hubieran seguido desde Alexandrov; no podía cambiar el pasaporte; no tenía otro.

Expliqué lo sucedido con Schpaizman a Zilberberg. Este le interrogó también por su parte, y le creyó, sin embargo, cuando Azev llegó a Kiev, en mayo, y le relaté lo acaecido, movió la cabeza y dijo:

- ¿Y es verdad todo esto?

Dije que tenia confianza en Schpaizman, pero que lo sucedido era tan inverosímil, que si lo hubiera contado otra que no fuera él, no hubiera creído ni una sola palabra.

Azev movió de nuevo la cabeza.

- ¿No será que se habrá asustado? ¿No se habrá desprendido ya de la dinamita en Vilna y después ha inventado toda esta historia? Le preguntaré yo.

Azev interrogó a Schpaizman. Más tarde éste, poco antes de morir, desde la cárcel, nos dijo que la historia de lo sucedido en la frontera era absolutamente cierta.

Zilberberg volvió con un centenar de pasaportes en blanco que compró en Slonim. Hice pasaportes para Schkólnik y Schpaizman, los cuales se instalaron en un mismo domicilio y se dedicaron a la venta ambulante. El vendía cigarrillos; ella, flores. En Kreschátik no se prohibía la venta ambulante, y realizar el servicio de observación resultaba extraordinariamente fácil. Solamente era necesario ocupar un sitio, no lejos de la calle del Instituto, donde se hallaba la casa del general-gobernador. Propuse a. Schpaizman que vendiera en el Jardín Comercial con el fin de ver a Kleigels si iba a Podol para tomar el vaporcito. Schkólnik observaba más a la derecha. de la calle del Instituto, en la esquina de Annennjskaya, y era imposible que no se diera cuenta de la salida del gobernador para la ciudad o la estación. Kleigels no podía realizar salidas regulares, y por esto decidimos emprender el atentado en uno de los días en que aquél, por deberes de su cargo, fuera a la catedral, por ejemplo, el día del santo del zar. Según el plan trazado, Schkólnik y Schpaizman observarían desde las nueve a las doce de la mañana y desde la una de la tarde a las ocho de la noche. Era difícil suponer que Kieigels fuera a algún sitio, excepto al teatro, después de las ocho de la noche. Por los periódicos que examinamos del año, supimos que al teatro iba raramente.

Zilberberg y yo procurábamos también pasear por Kreschátik. No tardamos en tener la ocasión de ver a Kleigels, que iba en una carroza abierta, con lo cual quedaba eliminada toda posibilidad de error en el momento del atentado.

En cierta ocasión, en junio, mientras deambulaba por Kreschátik, como de costumbre, oí de repente que, detrás de mi, una voz me decía:

- ¿Me permite usted un minuto?

Estaba convencido de que era un policía. ¿Quién podía dirigírseme con semejantes palabras? Me volví. Ante mí estaba Didinski.

Entré con él en una confitería, donde me contó su historia: cómo se había abierto las venas en un baño, cómo fue detenido y trasladado a Kiev. Terminó pidiendo que le admitiéramos nuevamente en la Organización de Combate. Yo le dije:

- Oiga, Didinski, ¿es posible que se figure que los compañeros estarán ahora de acuerdo con esto?

Didinski bajó la cabeza.

- Yo soy el primero en no estar conforme -proseguí-. En el fondo, ha cometido usted un crimen contra la organización.

Entonces Didinski dijo:

- Yo no puedo vivir. Sea como sea, he decidido matar a Kleigels. Lo mataré solo, si no me ayudáis.

Le dije que fuera quien fuera el que matara a Kleigels, lo celebraríamos.

- Y ante el tribunal -me preguntó-, ¿puedo decir que soy miembro de la Organización de Combate?

- Oiga -le dije-, dejemos esto; usted no matará a Kleigels, no piense más en el terror: no todo el mundo está obligado a disparar y arrojar bombas. Será mejor que se dedique usted al trabajo pacífico.

Didinski insistió, dijo que mataría a Kleigels solo, que no tenía necesidad de la ayuda de nadie y que no la pedía, que lo único que deseaba era declarar ante el tribunal que era miembro de la Organización de Combate. Dijo asimismo que se sentía culpable ante sus compañeros por el asunto Plehve y quería borrar la falta. En caso de que el atentado fracasara, no diría nada ante el tribunal.

Después de escucharle le dije:

- No podemos prohibirle ni permitirle que mate a Kleigels. Dispone usted de un revólver en su calidad de persona legal y, estando bien relacionado en Kiev, puede conseguir que el general-gobernador le reciba. Esto es cosa suya. Pero no queremos ayudarle y no quiero verme con usted. Si mata a Kleigels está facultado para decir que es miembro de la Organización de Combate. Le digo más: el atentado no tiene necesidad alguna de preparación, puede usted realizarlo un día cualquiera de recepción. Le doy un plazo de tres semanas; si dentro de tres semanas Kleigels no ha sido muerto, consideraré que hoy no me ha dicho usted nada.

Dentro de tres semanas Kleigels no fue muerto. Unos días después encontré de nuevo a Didinski, pero hizo como que no me veía.
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