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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DEL GRAN DUQUE SERGIO
SEXTA PARTE


Kaliáev, después de despedirse de mí, se fue, como habíamos convenido, hacia la imagen de la Virgen de Iberia. Mucho tiempo antes observó que en el cristal de una litografía patriótica instalada en la esquina se reflejaba como en un espejo el camino de la puerta de Nikolski. Por consiguiente, colocado de espaldas al Kremlin y mirando al cuadro, se podía ver al Gran Duque cuando saliera. Habiamos convenido que Kaliáev, vestido de campesino como el 2 de febrero, después de permanecer allí, saldría al encuentro del Gran Duque. Seguramente vió lo mismo que yo: la carroza y al cochero Rudinkin en el pescante. Calculando el tiempo, volvió a la puerta de Iberia, retrocediendo delante del Museo Histórico, a través de la puerta de Nikolski, hacia el edificio del tribunal, situado en el interior del Kremlin. Allí esperó el paso del Gran Duque.

A pesar de todos mis esfuerzos -escribía en una de las cartas a los compañeros-, el 4 de febrero quedé con vida. Arrojé la bomba a una distancia de cuatro pasos a lo sumo, a quemarropa, fuí arrastrado por el torbellino de la explosión, vi cómo la carroza saltaba hecha pedazos. Al desvanecerse la humareda me di cuenta de que me hallaba cerca de los restos de las ruedas traseras. Recuerdo que percibí el olor de humo y madera quemada y que me saltó el gorro. No caí; no hice más que volver la cabeza. Después vi a cinco pasos del sitio en que me hallaba, cerca del portal, restos del traje del Gran Duque y un cuerpo desnudo ... A unos diez pasos de la carroza estaba mi gorro; me acerqué, lo alcé del suelo y me lo puse. Di una ojeada en torno mío. Mi abrigo estaba destrozado, cubierto de astillas y requemado. Del rostro manaba snngre en abundancia. Comprendí que no podía escapar, aunque durante algunos prolongados instantes no hubiera nadie a mi alrededor. Me puse en marcha ... En aquel momento se oyeron voces tras de mí que gritaban: ¡Detenedlo! ¡Detenedlo!. Faltó poco para que el trineo de los polizontes me atropellara y unas manos se apoderaron de mí. No opuse resistencia. A mi alrededor se agitaban un guardia, un inspector y un agente repugnante que, temblando, decía: Mirad a ver si lleva revólver; ¡ah, gracias a Dios, no me ha matado, a pesar de que estábamos aquí mismo! Sentí no poder obsequiar con una bala a aquel magnífico cobarde. ¿Por qué me cogéis? No huiré. Lo que tenía que hacer lo he hecho ya, dije (en aquel instante no me di cuenta de que había ensordecido). Un coche, un coche. Atravesamos Kremlin mientras yo gritaba: ¡Abajo el zar infame, viva la libertad, abajo el Gobierno maldito, viva el partido de los socialistas revolucionarios!. Me condujeron a la Comisaría ... Entré con paso firme. Aquellos cobardes lamentables me producían una repugnancia extraordinaria ... Me mostraba provocativo, me burlaba se ellos. Me trasladaron a la prisión de Yukimanskaya, donde me dormí profundamente ...

En el número 60 de La Rusia Revolucionaria se dedicó un artículo a los acontecimientos del 4 de febrero. He aquí cómo se desarrollaron éstos, según un testigo presencial:

La explosión de la bomba tuvo lugar aproximadamente a las tres menos cuarto. El estampido se oyó desde los sitios más lejanos de Moscú. En el edificio del tribunal se produjo una confusión particular en el momento de producirse la explosión, en muchas dependencias se estaban celebrando sesiones, todas las oficinas trabajaban. Muchos creían que se trataba de un terremoto, otros que se desmoronaba el viejo edificio del tribunal. Cayeron rotos todos los cristales de las ventanas de la fachada, los empleados rodaban por el suelo. Cuando diez minutos después volvieron en sí y adivinaron lo que ocurría, muchos de ellos salieron corriendo hacia el lugar del suceso. En el sitio en que había tenido lugar la ejecución, yacía un montón informe, de una altura de unos diez verchkov, formado por los pedazos de la carroza, de los vestidos y del cuerpo mutilado. Las treinta o cuarenta personas que acudieron en el primer momento, contemplaban las huellas de la destrucción; algunos intentaban sacar el cadáver de entre los escombros. El espectáculo era impresionante. No se logró encontrar la cabeza; de las demás partes del cuerpo, únicamente se pudo recoger un brazo y parte de una pierna. En ese momento apareció Yelisabet Fédorovna, sin sombrero, y se arrojó sobre el montón informe. Todo el mundo estaba en pie y con la cabeza. cubierta. La duquesa lo notó y, dirigiéndose a todos los presentes, gritó: ¡Qué impudor! ¿Qué estáis mirando? Marcháos de aqui. El lacayo se dirigió al público pidiendo que se descubriera, pero nadie se quitó el gorro ni se marchó. La policía, durante treinta minutos, permaneció inactiva: se notaba un desconcierto completo. El fiscal suplente, desconcertado, pasó dos veces por la plaza, despues se dejó ver dos veces en un trineo y desapareció. Había transcurrido ya bastante tiempo cuando llegaron los soldados y acordonaron el lugar del suceso, haciendo apartar al público.

La versión oficial describía así la muerte del Gran Duque:

El 4 de febrero de 1905, en Moscú, cuando el Gran Duque Sergio Alexandrovjch se dirigía en carroza desde el palacio de Nikolski a la Tverskaya, en la plaza del Senado, a una distancia de 65 pasos de la puerta de Nikolski, un desconocido arrojó una bomba a la carroza de su alteza. A consecuencia de la explosión, el Gran Duque resultó muerto y el cochero Andrei Rudinkin, que estaba en el pescante, recibió numerosas heridas, todas ellas de gravedad. El cuerpo dél Gran Duque quedó horriblemente mutilado: la cabeza, el cuello, la parte superior del pecho, con la espalda y el brazo izquierdo, arrancados de cuajo y completamente destrozados; la pierna izquierda, rota, y del fémur, deshecho, se desprendió el pie. Como consecuencia de la explosión producida por el malvado, la carroza en que iba el Gran Duque se hizo trizas, y, además, se rompieron los cristales de las ventanas del tribunal cercanas a la puerta de Nikolski y las del Arsenal, situado frente a aquél.

De la prisión de Yakimánskaya, Kaliáev fue trasladado a la de Butirski, a la torre de Pugachev (1). Unos días después le visitó la Gran Duquesa Yelisabet Fédorovna, esposa del Gran Duque Sergio.

Nos mirábamos uno al otro -escribía a propósito de esta entrevista Kaliáev-, no lo oculto, con cierto sentimiento mistico, como dos muertos que habían quedado vivos, yo, casualmente; ella, por la voluntad de la organización y mía propia, pues la organización, como yo, procuramos deliberadamente evitar el derramamiento de sangre inútil.

Y, al contemplar a la Gran Duquesa, no podía dejar de leer en su rostro gratitud, si no hacia mí, en todo caso hacia el destino, por haberla dejado con vida.

- Le ruego que tome esta imagen en recuerdo mío. Rezaré por usted.

Yo tomé la imagen.

Esta era para mí el símbolo del reconocimiento de mi victoria: por su parte, el símbolo de la gratitud por haberle conservado la vida y del arrepentimiento de su conciencia por los crímenes del Gran Duque.

- Mi conciencia está limpia -repetí-. Me sabe muy mal haberle causado a usted esta amargura, pero he obrado conscientemente, y si dispusiera de mil vidas, y no de una, también las daría.

La Gran Duquesa se levantó para marcharse.

- Adiós -le dije-. Lo repito, siento mucho haberle causado a usted esta amargura, pero he cumplido con mi deber, y lo cumpliré hasta el fin, soportando todo lo que el destino me depare. Adiós; no nos veremos más.

Posteriormente la prensa dió cuenta de esta entrevista en una forma inexacta y tendenciosa, lo cual hizo pasar a Kaliáev muchos instantes dolorosos. En una carta del 24 de marzo escribía a la Gran Duquesa:

No fuí yo quien la llamé, sino que vino usted sin que la llamara; por consiguiente, toda la responsabilidad por las consecuencias de la entrevista recae sobre usted. Esta tuvo lugar, al menos desde el punto de vista exterior, de un modo íntimo. Todo lo ocurrido entre nosotros no dehía ser publicado, por cuanto no interesaba más que a usted y a mí. Nos vimos, según su propia expresión, en un terreno neutral, y gozábamos, por tanto, de un mismo derecho de incógnito. De no ser así, ¿cómo se podria comprender el desinterés de sus sentimientos cristianos? Confié en su nobieza suponiendo que la elevada posición oficial de usted y su dignidad personal serían garantía suficiente contra las intrigas calumniosas, en las cuales, en una u otra forma, se ha visto también mezclada. Pero mi confianza no se ha visto justificada. Las intrigas calumniosas y la versión tendenciosa de nuestra entrevista son un hecho. ¿Hubiera podido ocurrir nada de esto sin su participación, aunque haya sido pasiva? La pregunta lleva aparejada la respuesta, y, por mi parte, protesto enérgicamente contra la aplicación de un criterio politico a los buenos sentimientos que inspiraron mi condescendencia respecto al dolor que la amargaba. Mis convicciones y mi posición frente a la casa reinante siguen siendo invariables, y no tengo nada de común, en ninguno de los aspectús de mi yo, con la superstición religiosa de los esclavos y sus hipócritas soberanos.

Me doy perfectamente cuenta de mi error: debí manifestarme indiferente hacia usted, y no entablar conversación. Pero yo obré con más delicadeza, durante nuestra entrevista, escondiendo en mí el odio que naturalmente siento por usted. Ahora sabe ya los sentimientos que me inspiraba. Pero usted se mostró indigna de mi generosidad, pues no abrigo la menor duda de que es usted el origen de todas las versiones que han circulado respecto a mí: nadie se hubiera atrevido a reproducir nuestra conversación sin pedir su autorización. En la información de la prensa dicha conversación aparece desfigurada: no me declaré creyente ni manifesté arrepentimiento alguno.

Esta carta, de tonos vivos, no podía dejar de ejercer influencia en el destino de Kaliáev.

Mis amigos queridos e inolvidables compañeros -escribía a sus camaradas-: como sabéis, hice todo lo que pude para lograr la victoria el 4 de febrero. Y, en los límites de mi conciencia, me siento feliz de haber cumplido mi deber con respecto a Rusia.

Conocéis mis convicciones y la fuerza de mis sentimientos: que nadie se aflija por mi muerte.

Me he entregado enteramente a la causa de la lucha por la libertad del pueblo trabajador; por mi parte no puede haber ni una sombra de concesión a la autocracia. Y si, como resultado de todas las aspiraciones de mi vida, he sido digno de la elevada misión de ser el brazo ejecutor de la protesta humana contra la violencia, que la muerte corone mi obra con la pureza de la idea.

Morir por las propias convicciones significa incitar a la lucha, y sean cuales fueren las víctimas que cueste la liquidación de la autocracia, estoy firmemente convencido de que nuestra generación terminará con ella para siempre ...

Será este un gran triunfo del socialismo; ante el pueblo ruso, ante todos los que sufren el yugo secular de la violencia zarista, se abrirá la vasta perspectiva de una nueva vida.

Estoy de todo corazón con vosotros, mis queridos, mis inolvidables amigos. Habéis sido mi sostén en los momentos difíciles, he compartido siempre con vosotros las alegrías y las inquietudes, y si un día, en el momento de júbilo general, os acordáis de mí, que toda mi actuación de revolucionario sea para vosotros la expresión de mi exaltado amor por el pueblo y de mi respeto por vosotros; aceptad esta actuación como tributo de mi adhesión al partido depositario de las tradiciones de La Libertad del Pueblo en toda su amplitud.

Toda mi vida se me antoja una leyenda, como si todo lo acaecido en mí existiera ya desde la infancia en mis presentimientos y hubiera madurado en lo profundo del corazón para estallar de repente en una llama de odio y de venganza por todos.

Quisiera citar por su nombre a mis amigos más queridos por última vez; pero que mi último suspiro sea para ellos mi saludo de despedida y un llamamiento a la lucha por la libertad.

Os abrazo a todos, vuestro,

Kaliáev

Adiós, mis queridos, mis inolvidables camaradas. Me habéis pedido que no me apresurara a morir y, en efecto, no llevan prisa en matarme. Desde que estoy entre rejas no ha habido ni un instante en que haya sentido el menor deseo de conservar la vida. Debo a la revolución una dicha que es más elevada que la vida, y comprenderéis que mi muerte no es más que una débil prueba de gratitud hacia aquélla. Considero mi muerte como la última protesta contra un mundo de sangre y de lágrimas, y lo que lamento es no tener más que una vida para poderla arrojar como un desafio al rostro de la autocracia, con lo cual terminará -estoy firmemente cunvencido de ello- nuestra generación, con la Organización de Combate al frente.

Lo único que quisiera es que nadie pensara mal de mí, que nadie dudara de la sinceridad de mis sentimientos y de la firmeza de mis convicciones hasta el fin. El indulto lo consideraría como un oprobio. Perdonadme si ha habido alguna desigualdad en mi conducta fuera de los intereses del partido. He pasado por vivas torturas con motivo de los rumores absurdos que han circulado sobre mi entrevista con la Gran Duquesa y con los cuales han amargado mis horas de cárcel. Me creí que había sido deshonrado ... Cuando tuve la posibilidad de escribir, dirigí una carta a la Gran Duquesa, acusándola de ser la culpable de todo. Más tarde, después del juicio, me resultaba desagradable pensar que no la había tratado con la corrección que me propuse observar ... En el juicio tomé la ofensiva, no para producir efecto, sino porque me pareció que no podía obrar de otro modo: los jueces, y sobre todo el presidente, eran unos malvados y me repugnaba sencillamente abrirles mi alma, como no fuera para mostrarles mi odio ... En el recurso de casación he procurado mantener rigurosamente el punto de vista del partido, y creo que con mi declaración no he perjudicado en nada sus intereses. Finalmente, he manifestado que la ejecución del Gran Duque había sido un acto de acusación contra el Gobierno y la casa zarista.

Os abrazo a todos. Tened la seguridad de que estaré con vosotros hasta el último suspiro. Una vez más, ¡adiós! Vuestro,

Kaliáev

Inquieto por la tendenciosa versión de su entrevista con la Gran Duquesa dada en la Prensa, escribía desde la cárcel a uno de los compañeros:

27/4.

Perdóname, querido, si te he producido mala impresión en algo. Me es muy doloroso pensar que puedes censurarme. Ahora, cuando me hallo al borde de la tumba, me parece que todo se concentra en mi honor como revolucIonario. Entre los cuatro muros de la cárcel es difícil orientarse sobre lo que es importante y lo que no lo es. Hay momentos en que se me figura que hay alguien interesado en cubrir de oprobio mi cadáver. Entonces quisiera vivir para vengarme y reivindicar mi idea. Pero he terminado ya todas mis cuentas con la tierra. Te he querido y he sufrido contigo. ¡Defiende mi honor! Es posible que haya sido excesivamente sincero con la gente con respecto a mi alma, pero ya sabes que no soy hipócrita. Saluda a V. L. y a todos los nuestros. Adiós, mi querido, mi único amigo. ¡Sé feliz, sé feliz!



Nota

(1) Torre en que fue encerrado el caudillo de la gran insurrección campesina del siglo XVII Pugachev.-(Nota del traductor.)
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