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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DEL GRAN DUQUE SERGIO
QUINTA PARTE


Desde fines de enero comenzamos a prepararnos para el atentado. Kaliáev vendió el coche y el caballo y se fue a Járkov a fin de borrar las huellas de su vida de cochero y cambiar el pasaporte. He aquí lo que escribía el 22 de enero a Vera Glébovna S. (1):

A mi alrededor, conmigo y en mí brilla hoy un sol radiante, acariciador. Hoy no quiero nada más que este cielo tranquilo y brillante, un poco de calor y un anhelo indefinido de gozo para mi espíritu sediento. Y salto de gozo sin saber yo mismo por qué, sin motivo alguno, me paseo por las calles, miro el sol, contemplo a la gente y yo mismo me sorprendo de cómo puedo pasar tan fácilmente de la impresión de las inquietudes del invierno al presentimiento firme de la primavera. Hace pocos días me sentía decaído, me parecía que no podría tenerme en pie, y hoy estoy sano y animado. No se ría usted de ello, he atravesado períodos muy duros, tanto para el cuerpo como para el alma. Durante ellos se han acumulado en mí tantos sufrimientos espirituales, que he vivido momentos extremadamente dolorosos ... La Organización de Combate está demasiado atada y tiene necesidad de mayor independencia. Tal es mi punto de vista, que defenderé hasta el fin sin hacer concesiones.

¿He puesto, acaso, al descubierto ante usted uno de los aspectos más delicados de lo que hemos vivido? ... Pero basta de esto. Hoy deseo aparecer radiante, gososo y tranquilo como este sol que me atrae a la calle bajo el manto azul del cielo tiernamente acariciador. Os saludo a todos, amigos queridos, tanto a los severos como a los amables, a los que nos censuran como a los que sufren con nosotros. Saludo esos amados ojos infantiles que me sonríen, tan cándidamente, como esos rayos blancos del sol sobre la nieve que se está derritiendo.

Vacilábamos acerca del día que fijaríamos para el atentado.

Leyendo los periódicos me enteré de que el 2 de febrero tendría lugar en el Gran Teatro un espectáculo en beneficio de la Cruz Roja, que se hallaba bajo la protección de la Gran Duquesa Yelisabet Fédorovna. El Gran Duque no podía dejar de ir al teatro en ese día. Por esto el atentado fue señalado para el 2 de febrero, Dora Briliant se habia marchado poco antes a Yúriev, donde guardaba la dinamita. Fuí a verla, y el 1° de febrero toda la organización, sin exceptuar a Moissenko, que seguía haciendo de cochero, estaba en Moscú.

Dora Briliant Se hospedó en la Nikólskaya, en el hotel El Mercado Eslavo, donde, el 2 de febrero preparó dos bombas, una para Kaliáev, otra para Kulikovski. Se ignoraba la hora en que el Gran Duque iría al teatro. Decidimos, por este motivo, esperarle desde el comienzo del espectáculo, esto es, aproximadamente a las ocho de la noche. A las siete me presenté en El Mercado Eslavo, y en el mismo instante apareció en la puerta del hotel Dora Briliant con las bombas envueltas en una manta; en las manos. Al doblar la esquina del callejón Bogoyávlenski, desliamos la manta y colocamos las bombas en la cartera que yo llevaba. En el callejon Bolchoy Cherkaski nos esperaba Moiseenko. Tomé el trineo que guiaba, y en la Ilmka me encontré con Kaliáev. Le dí la bomba y fuí al encuentro de Kulikovski, que me aguardaba en la Varvaka. A las siete y media estaban entregadas las bombas, y a partir de las ocho, Kaliáev se apostó en la plaza de Voskresenski, cerca del edificio de la Duma municipal, y Kulikovski en el arroyo del jardín Alexandrovski. De esta manera, desde la puerta de Nikolski, el Gran Duque tenía sóio dos caminos para ir al Gran Teatro: uno por el lugar en que estaba Kaliáev, otro por el sitio en que estaba Kulikovski. Tanto uno como otro iban disfrazados de campesinos; llevaban las bombas envueltas en pañuelos de indiana. Dora Briliant regresó al hotel. Fijamos una entrevista, en caso de fracaso, para las doce de la noche, al terminarse el espectáculo. Moiseenko se fue al patio de los cocheros. Yo entré en el jardín de Alexandrovski con el fin de esperar allí la explosión.

Hacía un frío intensísimo y se levantaban torbellinos de nieve. Kaliáev aguardaba de pie en la sombra de la escalera de la entrada principal de la Duma, en la plaza desierta y oscura. Poco después de las nueve apareció en la puerta de Nikolski la carroza del Gran Duque. Kaliáev la reconoció inmediatamente por la luz blanca y viva de sus faroles. La carroza dobló la plaza de Vosnesenski, y, en la oscuridad, le pareció a Kaliáev reconocer al cochero Rudinkin que conducía siempre el carruaje del Gran Duque. Sin vacilar, se fue al encuentro de la carroza, cerrándole el paso. Levantó la mano para arrojar el explosivo. Pero inesperadamente vió, además del Gran Duque a la Gran Duquesa Telisabet y a los hijos del Gran Duque Pablo, María y Dimitri. Kaliáev dejó caer los brazos y se apartó. La carroza se detuvo en la puerta principal del Gran Teatro.

Kaliáev entró en el jardín de Alexandrovski, se acerco a mí y me dijo:

- Creo que he obrado bien. ¿Es admisible que se pueda matar a los niños?

La emoción no le dejó continuar. Comprendía cuánto había arriesgado por iniciativa propia, al dejar escapar esa ocasión excepcional para el atentado; no sólo había corrido peligro él personalmente, sino toda la organización. Hubiera podido ser detenido con la bomba en la mano y en ese caso no había más remedio que aplazar el atentado indefinidamente. Sin embargo, le dije que no sólo no condenaba su acción, sino que la consideraba digna de todo elogio. Entonces propuso que se resolviera la cuestión general de saber si la organización tenía derecho, al matar al Gran Duque, de matar asimismo a su mujer y a sus sobrinos. Esta cuestión no había sido examinada nunca por nosotros, ni siquiera planteada. Kaliáev decía que si tomábamos la decisión de matar a toda la familia, él. cuando ésta regresara del teatro, arrojaría la bomba a la carroza, sin tener en cuenta quién se hallara en la misma. Yo le dije que consideraba no debía realizarse un asesinato tal.

Durante nuestra conversación se nos agregó Kulikovski. Desde su puesto vió cómo la carroza del Gran Duque se dirigía hacia Kaliáev; pero al no oír la explosión, consideró fracasado el atentado y que Kaliáev había sido detenido.

Yo indiqué la posibilidad de que éste se hubiera equivocado, tomando la carroza de la Gran Duquesa por la del Gran Duque. Decidimos comprobarlo inmediatamente. Kaliáev tenía que ir al sitio en que se estacionaban las carrozas en el Gran Teatro y ver de cerca cuál era la que esperaba y si estaban las dos. Yo me cercioraría en el teatro de si el Gran Duque estaba.

Me acerqué a la taquilla. Todos los billetes habían sido vendidos. Inmediatamente me vi rodeado de revendedores. Se me ocurrió que en el teatro era fácil que no distinguiera al Gran Duque. Por esto, sin comprar ningún billete, pregunté a los revendedores:

- ¿Está en el teatro la Gran Duquesa?

- Sí, señor; hará cosa de un cuarto de hora que ha llegado.

- ¿Y el Gran Duque?

- Ha venido junto con su alteza.

Kaliáev y Kulikovski me esperaban en la calle. Kaliáev pudo comprobar que no había más que una carroza, la del Gran Duque. Estaba, pues, en el teatro con la familia.

Decidimos, sin embargo, esperar hasta que el espectáculo terminara. Teníamos la esperanza de que llegara la carroza de la Gran Duquesa y el Gran Duque saliera solo.

Nos fuimos los tres a deambular por Moscú, y, sin darnos cuenta de ello, nos encontramos en la orilla del Moskova. Kaliáev marchaba a mi lado con la cabeza baja y la bomba en la mano. Kulikovski nos seguía a poca distancia. De pronto cesaron de oirse sus pasos. Volví la cabeza. Kulikovski, en pie, se apoyaba en la baranda de granito. Me pareció que se iba a caer. Me acerqué a él. Al verme, me dijo:

- Tomad la bomba: de lo contrario, se me caerá.

Cogí el explosivo. Kulikovski permaneció inmóvil, en la misma posición, durante largo rato. Se veía que no tenía fuerzas para andar.

Cuando la carroza del Gran Duque salió de la plaza del Gran Teatro, Kaliáev avanzó con la bomba en la mano. En la carroza iban nuevamente la Gran Duquesa y los hijos del Gran Duque Pablo. Kaliáev volvió a mi encuentro y me entregó el explosivo. A las doce me encontré con Dora y le devolví las bombas. Dora escuchó silenciosamente el relato dé lo ocurrido. Al preguntarle si consideraba justos el acto de Kaliáev y nuestra decisión, contestó:

- El Poeta ha obrado como debía obrar.

Ni Kaliáev ni Kulikovski tenían pasaportes. Los dejaron en la estación, en sus equipajes. El recibo de estos últimos lo tenía yo. Era tarde para volver por los pasaportes. como también para salir de Moscú. No tenían más remedio que pasar la noche en la calle. Yo iba vestido como un señorito inglés. ellos iban disfrazados de campesinos. Tanto uno como otro estaban ateridos de frío y cansados, y Kulikovski, por las muestras, apenas podía tenerse en pie. A pesar de lo poco corriente de su indumentaria, decidí arriesgarme a entrar con ellos en un restaurante, pues las tabernas estaban ya todas cerradas. Llegamos al restaurante La Rosa Alpina, en la calle Sofiika, y, efectivamente, el portero no quería dejarnos entrar. Hice llamar al encargado. Después de prolongadas negociaciones, nos acompañaron a la sala posterior, donde nos sentamos.

Kaliáev no tardó en animarse y, con la voz emocionada, relató de nuevo la escena de la Duma. Decía que temía haber cometido un crimen contra la organización, y se consideraba feliz por el hecho de que los compañeros no le hubieran condenado. Kulikovski callaba. Diríase que de repente, había enflaquecido y perdido sus fuerzas. No he podido comprender nunca cómo pudo pasar el resto de la noche en la calle.

Cerca de las cuatro de la madrugada, cuando cerraron La Flor Alpina, me despedí de ellos. Se decidió que realizaríamos el atentado aquella misma semana. El 2 de febrero era miercoles. Moiseenko, que era el que había seguido los pasos del Gran Duque, afirmaba que la última vez que salió para ir a su despacho fue en lunes. Conocientio las costumbres del Gran Duque, llegamos a la conclusión de que el 3, el 4 o el 5 de febrero iría sin falta a casa del general-gobernador, situada en la Tverekaya. No había ni que pensar en que se pudiera efectuar el atentado el 3, o sea al día siguiente de nuestra primera tentativa: Kaliáev y Kulikovski evidentemente no podían tener una confianza absoluta en sus fuerzas. El atentado fue aplazado para el 4 o el 5. El 3 por la mañana dichos compañeros debían salir de Moscú y regresar el 4, también por la mañana. Esto les daba posibilidad de descansar. Ya de antemano, a fin de ganar tiempo el día del atentado, fijamos la hora y el sitio para la entrega de los explosivos.

Dora Briliant sacó los fulminantes de las bombas, colocó éstas de nuevo en el mismo sitIo. El 4, que era viernes, a la una de la tarde, me presenté de nuevo a la puerta del Hotel del Mercado Eslavo y otra vez Dora me entregó las bombas envueltas, como el día 2, en una manta.

Tomé asiento en el trineo de Moiseenko; pero apenas habíamos avanzado algunos pasos cuando, volviéndose hacia mí, me preguntó:

- ¿Ha visto usted al Poeta?

- Sí.

- ¿Y qué?

- ¿Cómo que qué? Pues bien ...

- Pues yo he visto a Kulikovski.

- ¿Y qué?

- Muy mal.

Y me contó desde el pescante que Kulikovski, al llegar aquella mañana a Moscú, Se había visto con él, comunicándole que no podía tomar parte en el atentado. Decía que había confiado demasiado en sus fuerzas, y que ahora, después del 2 de febrero, veía que no podía actuar en el terror. Moiseenko me relató todo esto sin comentario.

La situación me pareció difícil. Se planteaba el siguiente dilema: que en vez de Kulikovski participáramos en el atentado yo o Moiseenko, o que se organizara el atentado con un sólo bombista, Kaliáev.

Moiseenko era cochero. Su detención hubiera traído aparejado consigo el descubrimiento por la policía de nuestros procedimientos de observación. Yo tenía un pasaporte inglés. Mi detención hubiera tenido consecuencias para el inglés que me había dado dicho documento, el ingeniero James Galley. Por consiguiente, nuestra participación en el atentado no podía ser inmediata; nos veíamos precisados a aplazarlo hasta que Moiseenko hubiera vendido el caballo y el trineo o hasta que yo cambiara mi pasaporte. Por lo tanto, Dora tendría que sacar una vez los fulminantes de las bombas y volver a colocarlos nuevamente. Recordando la suerte de Pokotílov, juzgaba imprudente descargar las bombas con demasiada frecuencia.

Por otra parte, el atentado con un solo bombista, Kaliáev, me parecía arriesgado. El trayecto que seguía el Gran Duque lo conocíamos con exactitud: iba siempre a través de la puerta de Nikolski y de la Iberski. por la Tverskaya, hasta su casa, situada en la plaza de este mismo nombre. Pero temía que un solo bombista no hiciera más que herirle. Entonces el atentado debería ser considerado como un fracaso.

Era preciso tomar una decisión sin pérdida de tiempo, en el trineo mismo, porque Kaliáev me esperaba no lejos de allí, en el callejón Yuschkov. Kulikovski no compareció a recoger la bomba. Aquel mismo día por la tarde se marchó, y unos meses después fue detenido en Moscú. Se fue de la delegación de policía de la Prechistenskaya, y el 28 de junio de 1905, mientras se le buscaba por todo Rusia se presentó, a la hora de la recepción, al gobernador Schuvalov y lo mató de un tiro. El tribunal militar de Moscú le condenó a muerte, pero esta pena le fue conmutada por la de cadena perpetua. Por lo tanto, su indecisión en el asunto del Gran Duque Sergio no demostraba, como él creyó, carencia de fuerzas parn actuar en el terror.

A medida que me acercaba al sitio en que esperaba Kaliáev iba inclinándome en favor de la primera solución, y cuando se sentó a mi lado en el trineo, después de ponerle al corriente de la renuncia de Kulikovski, propuse aplazar el atentado. Kaliaev me contestó agitado:

- De ninguna manera ... No podemos permitir que Dora se vea expuesta a un peligro ... Lo tomo todo por mi cuenta.

Le indiqué la insuficiencia de un solo bombista, la posibilidad de un fracaso, de una explosión o de una detención casual, pero no quiso escucharme.

- ¿Dices que es poco un solo bombista? ¿Acaso anteayer éramos dos? Yo estaba en un sitio, Kulikovski en otro. ¿Dónde estaban las reservas? ... ¿Por qué hoy no es posible?

Le contesté que no teníamos dinamita más que para dos bombas, que el 2 de febrero, por necesidad, tuvimos que colocar a los bombistas en dos sitios, pues la ruta que había de seguir el Gran Duque para ir al Gran Teatro nos era desconocida, pero hoy esta situación no existía, y era más acertado no correr un riesgo inútil, esperar unos días y organizar el atentado con dos bombistas.

Como respuesta, Kaliáév me dijo:

- ¿Es posible que no tengas confianza en mí? Te digo que lo tomo todo por mi cuenta.

Yo conocía a Kaliaev. Sabia que ninguno de nosotros podía responder de sus actos como él, que arrojaría la bomba al llegar a la carroza, no antes, y conservaría la sangre fría hasta el último momento. Pero tenía miedo a las contingencias fortuitas.

- Oye, Yánek -le dije-, de todos modos, dos será mejor que uno ... Imagínate que fracasas. ¿Qué hacemos entonces?

- No puedo fracasar -me contestó.

Su firmeza me hizo vacilar.

- Si el Gran Duque sale -prosiguió-, lo mataré. Puedes estar tranquilo.

En ese momento Moiseenko se volvió hacia nosotros:

- Tomad una decisión rápidamente. Ya es hora.

Me decidí: Kaliáev salió solo, al encuentro del Gran Duque.

Nos apeamos del trineo y nos fuimos ambos por la Ilinka, hacia la plaza Roja. Al llegar a los grandes almacenes, sonaban las dos en la torre del Kremlin. KailÍev se detuvo.

- Adiós, Yánek.

- Adiós.

Me besó y se encaminó por la derecha hacia la puerta de Nikolski. Yo entré en ell Kremlin por la torre de Epaskaya y me detuve cerca del monumento a Alejandro II. Desde allí se veía el palacio del Gran Duque. En la puerta estaba parada la carroza, y reconocí al cochero Rudinkin, coligiendo que el Gran Duque no tardaría en salir para dirigirse a su despacho. Pasé frente al palacio, por delante de la carroza, y fuí a parar a la Tverskaya, por la puerta de Nikolski. Tenía dada una cita a Dora Briliant en el Kubznjetski Most, en la confitería Sion. Apresuré el paso, con el fin de regresar al Kremlin en el momento de la explosión. Cuando llegué al Kubznietski Most, oí un estampido lejano, como si en el callejón próximo alguien hubiera disparado un revólver. Se parecía tan poco ese estampido al de una explosión, que no le hice caso. En la confitería encontré a Dora. Salimos juntos hacia la Tverskaya y tomamos la dirección del Kremlin. En la puerta de Ibería nos salió al paso un muchacho que corría con la cabeza descubierta y gritaba:

- ¡Han matado al Gran Duque! ¡Le han destrozado la cabeza!

La gente corría en dirección al Kremlin. En la puerta de Nikolski había una multitud tan compacta que era imposible llegar al Kremlin. Dora y yo nos detuvimos, y de pronto oí una voz que gritaba:

- ¿Quiere usted un carruaje, señor?

Volví la cabeza. Moiseenko, pálido, nos proponía su trineo. Nos alejamos lentamente del Kremlin. Moiseenko nos preguntó:

- ¿Lo habéis oído?

- No.

- Yo estaba, aquí y he oído la explosión. El Gran Duque ha sido ejecutado.

En aquel instante Dora se inclinó hacia mi, e impotente para contener las lágrimas, estalló en sollozos, que le estremecían todo el cuerpo. Intenté tranquilizarla, pero se puso a llorar todavía con más fuerza, mientras repetía:

- Lo hemos matado nosotros ... Yo lo he matado ... Yo ...

- ¿A quién? -pregunté, creyendo que hablaba de Kaliáev.

- Al Gran Duque.



Nota

(1) Mujer de Sávinkov.- (N. del T.)
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