Indice de Memorias de un socialista revolucionario ruso de Boris SavinkovLIBRO SEGUNDO - capítulo primero - Tecera parteLIBRO SEGUNDO - Capítulo primero - Quinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DEL GRAN DUQUE SERGIO
CUARTA PARTE


El 10 de enero llegaron a Moscú las primeras noticias relativas a los acontecimientos de Petersburgo. El Gran Duque se trasladó del palacio de Neskichni al de Nikolaiev. Este traslado entorpeció nuestra labor. La observación establecida cerca del primero de dichos palacios nos dió ya resultados precisos: habíamos dejado establecido que el Gran Duque iba habitualmente al Kremlin los miércoles y los viernes y, en todo caso, no menos de dos veces por semana, entre las dos y las cinco de la tarde.

Nos disponíamos ya a realizar el atentado. Ahora se hacía necesaria empezar de nuevo la observación y, lo que era peor, observar en el Kremlin mismo. No sabíamos por cuál de los dos portales entraría el Gran Duque en el Kremlin. Eramos muy pocos, y ejercer el servicio de observación a la otra parte de la muralla del Kremlin no nos era posible por este motivo. No quedaba otro remedio que observar a la vista del servicio de vigilancia del Gran Duque. Moissenko, con su audacia habItual, se apostó desde el primer día cerca del zar de los cañones, donde los cocheros no paraban casi nunca. Desde aquel sitio se divisaba el palacio de Nikolaiev y, por consiguiente, la entrada del Gran Duque no podía pasar inadvertida. Los policías no fijaban su atención en el cochero, y desde entonces establecimos el servicio de observación casi en las mismas puertas del palacio.

No tardamos en comprobar que el Gran Duque entraba a menudo por la puerta de Nikolski. Los viajes los efectuaba en días distintos, pero a la misma hora que antes: después de las dos y antes de las cinco. Empezamos a observar en la puerta Ivérskaya y muy pronto dejamos establecido dónde se dirigía el Gran Duque: a su despacho de la casa del general-gobernador, en la plaza Tverskaya. Kaliáev en cierta ocasión pudo ser testigo de su llegada. El Gran Duque se apeó, no en la puerta principal, sino en la del callejón de Chernichevski. A pesar de que poseíamos esos datos tan precisos, a nuestro juicio eran todavía insuficientes para emprender el atentado. Era imposible vigilar al Gran Duque durante algunos días seguidos ni esperarlo diariamente con bombas en las manos durante dos o tres horas en la Tverskaya y en el Kremlin. Entretanto, las salidas regulares se habían interrumpido y la única esperanza que nos quedaba era enterarnos de antemano por los periódicos de la hora en que salía y adónde se dirigía. El Gran Duque salía con regular frecuencia para tomar parte en solemnidades oficiales: iba al teatro, a las misas solemnes, a la inauguración de hospitales e instituciones de beneficencia, etc., etc. Pero los periódicos no daban siempre datos concretos. Era necesario pensar en el modo de buscar una fuente de información fidedigna e indicaciones oportunas.

Mientras estábamos meditando los detalles del atentado, llegó inesperadamente a Moscú el ingeniero-tecnólogo Petr Moiseievich Rutenberg. A Rutenberg le conocía hacía mucho tiempo, ya de los bancos de la Universidad. Había sido miembro del grupo El Socialista y La Bandera Obrera y encartado (junto conmigo) en el mismo proceso y recluído en la misma cárcel. Su asunto se terminó con la vigilancia de la policía, después de lo cual entró como ingeniero en la fábrica Putilov. Conquistó en ésta la estimación y el respeto de los obreros, y el 9 de enero, junto con Gapón, marchó hacia el Palacio de Invierno en las primeras filas. En la puerta de Narva soportó las descargas de la infantería, levantó a Gapón, que había caído al suelo, y se lo llevó consigo para mandarlo unos días después a una aldea, con objeto de ponerlo fuera del alcance de la policía. A Rutenberg ésta, naturalmente, también le buscaba, y llegó a mi domicilio de Moscú ilegalmente. Mi dirección se la había dado A. G. Uspenski.

Las primeras palabras que me dijo Rutenberg fueron las siguientes:

- En Petersburgo hay revolución.

Me relató con todos los detalles lo que había pasado en Petersburgo, me habló de Gapón, recordando el deseo del mismo de marcharse al extranjero. Le propuse darle el pasaporte interior que tenía en reserva y prometí procuranne otro para el extranjero. Rutenberg, después de algunos días, los mandó a Gapón, pero éste no los utilizó. Sin esperar a Rutenberg, abandonó la aldea en que se había refugiado y se fue sin pasaportes al extranjero.

La impresión producida por los acontecimientos de Petersburgo era inmensa. La acción inesperada de los obreros de ]a capital, con un cura al frente, producía, efectivamente, la ilusión de que se iniciaba la revolución. Rutenberg me habló de las barricadas en la isla de Rassiliev, de la fermentación ininterrumpida que reinaba entre los obreros, del movimiento de la opinión pública, y expresó el convencimiento firme de que el 9 de enero no era más que la iniciación de acontecimientos todavía más importantes y vastos. Intentó persuadirme de que me marchara inmediatamente a Petersburgo con objeto de unir la Organización de Combate a la masa obrera.

- Seguramente en Petersburgo tenéis a alguien, ¿verdad? -me preguntó.

Le di una contestación evasiva, pues no tenia derecho a hablarle de las empresas de Schvéizer.

- Pero ¿hay bombas?

- Sí, las hay.

- Entonces, vámonús ... con bombas se puede hacer mucho.

Consulté la cosa con Kaliáev. Moiseenko y Briliant y decidí acceder a la proposición de Rutenberg; marcharme a Petersburgo para ver sobre el terreno si se podía ayudar en algo a los obreros. Rutenberg esperaba nuevos y decisivos choques con la fuerza pública.

El 12 de enero llegué a Petesburgo y fui inmediatamente en busca de Schvéizer. Me confirmó todo lo que me había dicho Rutenberg, pero añadió que, a su juicio, no podía haber acción alguna en el futuro próximo, que los obreros estaban reducidos a la impotencia a causa de las pérdidas que habían sufrido y que toda tentativa encaminada a levantar el movimiento en decadencia se vería inevitablemente condenada al fracaso; Entonces Schvéizer me contó lo siguiente: la situación de Tatiana Leontievna en el llamado gran mundo se había afianzado hasta tal punto que se le había hecho la proposición de vender flores en uno de los bailes de palacio frecuentados por el zar. Dicho baile tenía que celebrarse entre el 20 y el 30 de diciembre. Leontievna proponía matar al zar en el baile y Schvéizer se había mostrado de acuerdo con ella, El baile, sin embargo, fue suspendido. La cuestión de la ejecución del zar en aquel entonces no había sido aún planteada en el Comité Central y la Organización de Combate no tenía en este sentido facultad alguna. Schvéizer había accedido a la proposición de Leontievna infringíendo indiscutiblemente la disciplina del partido. Me preguntó cuál era mi opinión respecto a esa conformidad y si yo hubiera obrado del mismo modo en su lugar. Le contesté que tanto para mí como para Kaliáev, Moiseenko y Briliant, la cuestión de la ejecución del zar estaba resuelta desde hacía mucho tiempo, que para nosotros no era ésa una cuestión política, sino técnica, y que no podíamos hacer otra cosa que alegrarnos de su acuerdo con Leontievna, pues veíamos en ello su solidaridad completa con nosotros. Dije asimismo que, a juicio mío, convenía matar al zar aun en el caso de que existiera una prohibición formal del Comité Central.

Schvéizer me contó también lo siguiente: observando a Trepov, la sección petersburguesa de la Organización de Combate había podido establecer casualmente los días y la hora de salida del ministro de Justicia, Muraviev, y el trayecto recorrido por el mismo. Schvéizer, que en la cuestión de la ejecución del zar hAbía obrado independientemente, consideró necesario en ese caso solicitar la autorización del partido, ignoro por qué razones. Además del miembro del Comité Central Tiuchev, se hallaba, en aquel entonces, en Petersburgo, Ivanovskaya, que no había participado aún en el atentado contra Trepov y que se hallaba cerca del Comité Central. Schvéizer les comunicó que el servicio de observación cerca de Muraviev estaba terminado y que el miércoles 12 de enero se podía emprender el atentado. Les pidió consejo. Tanto Tiuchev como Ivanovskaya se pronunciaron decididamente contra la ejecución del ministro de Justicia. Demostraron que su muerte no podía ejercer ninguna influencia seria sobre la marcha de la política general y que la Organización de Combate no debía malgastar sus fuerzas en actos secundarios como ése. Schvéizer no se decidió a matar a Muraviev por su cuenta y riesgo, y el 12 de enero el ministro, sin ser molestado por nadie, se dirigió como de costumbre a Tsarkoie Tselo para ver al zar. Sigo creyendo que ese consejo de Tiuchev e Ivanovskaya era un error. A mi juicio, la ejecución de Muraviev podía tener una gran significación: realizada inmediatamente después del 9 de enero adquiría importancia singular.

Después de oír a Schvéizer pregunté:

- Si la observación está terminada, ¿por qué no podéis matar a Muraviev el 19, pues que ese miércoles irá de nuevo a visitar al zar?

- ¿Y el Comité Central? -me contestó Schvéizer.

- En primer lugar, Tiuchev no es el Comité Central, y en segundo lugar, no es posible ponerse de acuerdo con Ginebra.

Schvéizer reflexionó un instante:

- ¿Cree usted que la ejecución del ministro de Justicia tendría Importancia?

Yo le dije que si había ocasión de matar a Muraviev no había por qué desecharla, pues nadie sabía cómo acabarían los atentados contra Trepov y el Gran Duque Sergio. Schvéizer se mostró de acuerdo conmigo.

El 19 de enero se efectuó el atentado contra Muraviev, pero fracasó. Los bombistas eran Sacha de Bielostok e Y. Zagorodni, aludidos más arriba. El primero desapareció la víspera del atentado so pretexto de que la policía le seguía la pista. El segundo salió al encuentro de Muraviev, pero no pudo lanzar la bomba porque un carro se interpuso entre él y la carroza del ministro. Unos días después Muraviev presentó la dimisión y el atentado no tenía ya ningún sentido.

Lo sucedido con Sacha de Bielostok demostró una vez más cuán importante es la selección de los miembros de la Organización. Si en vez de Sacha se hubiera encargado de esa misión a Dulébov o a Leontievna, Muraviev seguramente habría sido muerto.

La sección petersburguesa de la Organización de Combate no estaba formada todavía de un modo definitivo: al frente de la misma se hallaba Schvéizer; Leontievna guardaba la dinamita, Podvitski y Dulébov eran cocheros; Trofimov, mozo de almacén; Sacha de Bielastok, vendedor de pitillos; Basov, que acababa de llegar del extranjero, y Markov, recomendado por Tiuchev, no tenían aún profesión determinada. Tampoco la tenían Schillerov y Barkov, que se disponían a tomar parte en el atentado contra Trepov.

El 11 de enero, Markov, que usaba el apellido de Zájaranco, fue detenido casualmente en Siestroretsk. Se le encontró una carta que no ofrecía duda alguna sobre su pertenencia a la Organización de Combate. En el mismo sitio fue detenido Basov, que llevaba el apellido de Dormidontov, y que fue a Siestroretsk, por encargo de Schvéizer, con objeto de entrevistarse con Markov. Esa detención disgustó a Schvéizer todavía más que el fracaso del 19 de enero; pero, como era reservado, no exteriorizaba sus sentimientos. Con su tenacidad habitual continuaba preparando el asunto Trepov.

Me comunicó que había ido a Kiev para verse con Borichanski, que la sección de dicha ciudad emprendió ya el trabajo, pero que no tenía más noticias de aquél.

Como mi presencia en Petersburgo era completamente innecesaria y para un futuro próximo no había que esperar nuevas acciones de los obreros, el 15 de enero, acompañado de Rutenberg regresé a Moscú, donde llegó asimismo Ivanovskaya. Rutenberg, que no pertenecía al partido, expresó el deseo de ingresar en él, y después de recibir los santos y señas del partido y las direcciones necesarias, salió para el extranjero. Informé a Ivanovskaya del estado de las cosas en Moscú y le pedí que me indicara una persona influyente cualquiera, que pudiera suministrarnos datos sobre el Gran Duque.

Ivanovskaya me indicó al príncipe N. N. Me propuso que fuera a ver al escritor Leónidas Andreiev, que conocía personalmente a dicho príncipe y me podía poner en relación con él. Unos días después me fuí al domicilio de Andreiev. Ivanovskaya no había tenido tiempo de advertirle, y Andreiev se mostró muy sorprendido de mi demanda. Le di mi apellido y sólo entonces se decidió a ponerme en relación con el príncipe N. N. Debía verme con este último en el restaurante Ermitage, donde el príncipe me reconocería por las siguienies señales que convinimos; un número de Nóvoie Vremia y un ramo de flores en mi mesa.

El principe N. N. era un señor ruso típico, alto de estatura, tez rosada. Ocupaba en Moscú una situación que le daba la posibilidad de enterarse fácilmente de la vida del Gran Duque. Era conocido como liberal, pero raramente se pronunciaba de un modo abierto. Más tarde fue uno de los miembros preeminentes del partido cadete. Cuando entró en el restaurante observé, por su andar receloso, que tenía miedo de que alguien nos hubiera seguido a mí o a él. Esto era poco halagüeño para mis planes; pero así y todo entablé conversación con él. Le dije que había oído hablar mucho de su simpatía por la revolución y le pregunté si esto era cierto.

- Sí, es verdad -me dijo-. ¿Pero piensa usted que aquí no hay peligro?

Me dijo con agitación que en el Ermitage había mucha gente que le conocía, que los asuntos conspirativos había que tratarlos de un modo conspirativo, y, como conclusión, me propuso que fuera a verle en su domicilio.

Quería decirle que escogía el procedimiento menos conspirativo de entrevista, pero me callé y di mi asentimiento.

En su casa me repitió lo mismo que en el Ermitage: Por lo visto, tenía miedo de entublar relación conmigo, y lo único que deseaba era que me marchara lo más pronto posible. Sin embargo, de muy buena gana se ofreció a suministrarme los datos necesarios. Dijo que no le era difícil obtenerlos, que la ejecución del Gran Duque era un acto de importancia política prImordial, que simpatizaba con nosotros con toda su alma, y que muy pronto nos daría datos valiosos y precisos. Yo no le creía del todo, pero no podía imaginarme que después de haber prometido tanto no hiciera absolutamente nada.

Esto fue precisamente lo que sucedió. El príncipe N. N. no pasó de las promesas. Esa entrevista me convenció de que en la causa del terror no se puede contar ni aun con los hombres más valientes y respetables si no son miembros de la Organización. Me convencí de que debíamos confiar sólo en nuestras propias fuerzas. Mi experiencia posterior confirmó esta conclusión.

Enero tocaba a su fin. Tiuchev llegó a Moscú y contó que el asunto Trepov avanzaba lentamente, pero que, en cambio, Schveizer habia conseguido establecer casualmente las salidas del Grán Duque Vladmiro. Por este motivo Schvélzer se proponía abundonar el atentado contra Trepov, con objeto de intentar matar al Gran Duque, uno de los culpables del domingo sangriento.

En Moscú todo seguía como antes. Kaliáev, Moiseenko y Kulikovski observaban el palacio del Kremlin, Dora Briliant esperaba el momento en que sería necesario su trabajo. Nuestro atentado corría el riesgo de aplazarse indefinidamente.

Si el asunto Plehve había cohesionado a nuestra Organización, infundiéndole el espíritu que más tarde Sazónov calificó de caballeroso y fraternal, nuestra labor en Moscú estrechó todavía más el lazo que nos unía. Puedo decir sin exageración que todos los miembros de la sección de Moscu, sin excluir a Kulikovski, constituían una familia estrechamente unida. Es posible que las particularidades individuales de cada uno no hicieran más que reforzarla. Por mi parte, me inclino a atribuir el éxito excepcional del atentado de Moscú precisamente a ese lazo que tan estrechamente unía a los miembros de la Organización entre si.

Moiseenko, por su carácter recordaba a Schvéizer. Era tan taciturno, impenetrable y sereno como él. Su carácter taciturno se convertía en sombrío, y los que no le conocían suficientemente era posible que no se dieran cuenta de la naturaleza original y de la amplitud de espíritu de Moiseenko. Pero, a diferencia de Schvéizer, cuyas opiniones correspondían siempre rigurosamente a las del partido, Moiseenko era hombre de concepciones propias y originales. Desde el punto de vista del partido era herético en muchas cuestiones. Concedía poca importancia a la labor pacífica y trataba con menosprecio mal disimulado las conferencias y los congresos. No creía más que en el terror.

Kaliáev en Moscú era el mismo que en Petersburgo. Pero presentía ya el próximo fin de su existencia, y este presentimiento se reflejaba en un estado de excitación nerviosa continuo. Es posible que nunca hubiera manifestado un amor tan ardiente por la Organización como en esos días que precedieron inmediatamente a su muerte.

Le vi por última vez como cochero a fines de enero, cuando el atentado estaba ya decidido. Nos hallábamos los dos en un tabernucho infecto de Zamoskvoreich. Había enflaquecido, la barba le había crecido mucho, tenía los ojos, sus ojos centelleantes, hundidos; llevaba una bata azul de cochero y un pañuelo rojo atado al cuello.

- Estoy muy cansado -me decía-; tengo los nervios fatigados. ¿Sabes qué te digo? Que no puedo más ... Pero ¡qué dicha si triunfamos, si Vladimir es ejecutado en Petersburgo y Sergio aquí! ... Estoy esperando ese día ... Imagínate: el 15 de julio, el 9 de enero, después de dos actos seguidos. Esto es ya la revolución. ¿Qué lástima que no pueda verla ... Opanás (Moiseenko) es feliz -prosiguió después de una breve pausa-: puede trabajar tranquilamente. Yo no puedo. Estaré tranquilo únicamente cuando Sergio haya sido muerto. ¡Si Egor estuviera con nosotros! ¿Qué te parece, lo sabrá Egor, lo sabrá Guerchunin? ¿Lo sabrán en Schsselburg? Para mí no existe el pasado, sino únicamente el presente. ¿Acaso Alexeiev ha muerto? ¿Acaso Egor está en Schisselbur? No; viven con nosotros. ¿Acaso no sientes su presencia? ¿Y si fracasamos? ¿Sabes lo que te digo? A mi juicio entonces hay que obrar a la japonesa ...

- ¿Qué quieres decir con esto?

- Los japoneses en la guerra no se entregaban.

- ¿...?

- Se hacían jaraquiri.

Tal era el estado de espíritu de Kaliáev en vísperas de la ejecución del Gran Duque Sergio.
Indice de Memorias de un socialista revolucionario ruso de Boris SavinkovLIBRO SEGUNDO - capítulo primero - Tecera parteLIBRO SEGUNDO - Capítulo primero - Quinta parteBiblioteca Virtual Antorcha