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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DEL GRAN DUQUE SERGIO
TERCERA PARTE


Al emprender el asunto del Gran Duque Sergio, utilizamos la experiencia del atentado contra Plehve. El Comité de Moscú debía poseer algunos datos valiosos sobre el general-gobernador. Preferimos renunciar a los mismos; no deseábamos establecer relación alguna con los miembros de dicho Comité. Ignorábamos hasta qué punto sabían actuar de un modo conspiratlvo y el grado de su experiencia revolucionaria, y temíamos que, al establecer el contacto con ellos, diéramos indicios de nuestro atentado a la policía. Por esto, durante mucho tiempo, el Comité no sospechó que habían llegado a Moscú y trabajaban en dicha ciudad miembros de la Organización de Combate. Nosotros, no confiando más que en nuestras fuerzas, empezamos por cuenta propia el servicio de observación.

Lo primero que nos convenía saber era dónde vivía el general-gobernador. Esto lo sabia todo moscovita, pero ninguno de nosotros lo era. Dudábamos sobre cuál de los palacios del Gran Duque era mejor escoger como punto de partida para la observación: la casa del general-gobernador en la Tverskaya o los palacios de Nikolaiev o del jardín Nieskuchni. En el anuario no encontramos ninguna indicación, ni disponíamos de nadie a quien preguntar, a excepción de los miembros del Comité de Moscú.

Moissenko resolvió la dificultad. Subió al campanario de Ivan el Grande y comenzó a hacer preguntas al guardian que le acompañaba sobre los sitios notables de Moscú. Durante la conversación pidió que le indicara el palacio del general-gobernador. El guardián indicó la casa de la Tverskaya y dijo que el Gran Duque vivía precisamente allí.

De esta forma nos enteramos de las señas que nos eran precisas. Después de esto había que fijar el trayecto que recorría el Gran Duque. Monseenko y Kaliáev compraron caballos y se inscribieron como cocheros. Yo no dudaba de que Kaliáev cumpliría con su misión: su experiencia de vendedor ambulante no dejaría de ayudarle como cochero. Pero Moiseenko no tenía esta experiencia. Además, procedía de una familia acomodada y no estaba acostumbrado al trabajo físico ni a las condiciones duras de existencia. A pesar de esto se adaptó muy rápidamente a su situación.

Moissenko y Kaliáev compraron los trineos a un mismo tiempo y pagaron la misma suma por los caballos, pero, aún por el aspecto exterior, se distinguían mucho el uno del otro.

El caballo de Moissenko era flaco y gastado, hasta tal punto que acabó por caerse. El trineo era desvencijado y sucio. El mismo tenía el aspecto de un mendigo. Kaliáev tenía un caballo fuerte y vigoroso, el trineo era hasta cierto punto lujoso. El llevaba un cinturón de seda roja y se adivinaba en él al cochero patrono. Por el contrario, en el patio donde paraban, los papeles cambiaban. Moiseenko no se tomaba casi el trabajo de ponerse la máscara. No se dignaba contestar a las preguntas de los cocheros sobre su vida; los domingos no se le veía en casa durante todo el día; para los pequeños servicios y cuidar el caballo contrató un golfo: con el portero mantenía una actitud desenvuelta y daba a entender que tenía dinero. Este modo de obrar le conquistó el respeto de los cocheros.

Kaliáev tenía un punto de vista completamente distinto. Aparentaba ser tímido y vergonzoso, relataba extensamente y con toda clase de detalles su vida anterior de mozo en una taberna de Petersburgo, era muy devoto y avaro, se lamentaba continuamente de sus pérdidas y hacía el tonto siempre que no podía dar respuestas precisas y comprensibles. En el patio le trataban con un poco de menosprecio y empezaron a respetarle mucho más tarde, cuando se persuadieron de su laboriosidad excepcional: cuidaba él mismo del caballo, lavaba el trineo, era el primero en salir y el último en volver. Fuera como fuera, tanto Kaliáev como Moiseenko hablan obtenido el mismo resultado por procedimientos distintos: sus compañeros cocheros no podían sospechar que no eran campesinos, sino unos ex estudiantes, miembros de la Organización de Combate, que observaban al Gran Duque Sergio.

En el trabajo rivalizaban el uno con el otro. Kaliáev, apostado durante unas horas en la calle señalada según el plan general, como antes de la ejecución de Plehve, no interrumpía la observación. Durante todo el resto del día seguía observando, guiándose ya por sus propias consideraciones. Y más de una vez logró ver al Gran Duque en la calle a la hora en que menos se le podía esperar. Moiseenko también tenia su plan, e independientemente de Kaliáev, lo llevaba a la práctica. Pero circulaba poco por las calles con su trineo. De un modo puramente lógico, había llegado a la conclusión de que el Gran Duque salía inevitablemente a una hora determinada y, por este motivo, procuraba hallarse en la Tverskaya precisamente a esa hora. De este modo sus observaciones completaban las de Kaliáev y a la inversa.

La difícil cuestión de las entrevistas conmigo, de las entrevistas de un señor inglés con unos cocheros, la resolvieron también repetidas veces. Kaliáev prefería que nos viéramos en el trineo, aunque desde el pescante era poco cómodo ponerse de acuerdo sobre las observaciones, y las heladas no permitían conversaciones prolongadas. Sólo de vez en cuando, inventando previamente un pretexto para los cocheros del patio, Kaliáev se veía conmigo los domingos en la taberna de Bakástov, cerca de la torre de Sújarieva. Tales entrevistas eran para nosotros una verdadera fiesta. Podiamos estar juntos dos o tres horas, examinar todos los detalles del asunto y reflexionar sobre el futuro. Kaliaev hablaba mucho de su trabajo y repetía más de una vez que era feliz y esperaba el atentado con impaciencia. Moiseenko casi no se vió conmigo en la calle. Sin dignarse dar explicación alguna en el patio, se ponía su traje de fiestas y se entrevistaba conmigo por las noches, en una taberna, en el picadero o en el circo. Fría y tranquilamente hablaba del Gran Duque, pero a través de esa tranquilidad exterior traslucía, como Kaliáev, el entusiasmo por el trabajo. De la ejecución hablaba siempre de un modo reservado, suponiendo siempre que participaría en ella de modo directo. Tanto con Moiseenko como con Kaliáev, examinaba los detalles de cada uno de los aspectos de nuestra labor común.

Kaliáev relataba lo siguiente a propósito de su vida:

- Me hice un pasaporte a nombre de un campesino de Podolsk, Osip Kovali, ukraniano, á fin de explicar mi acento polaco. Y he aquí que me ocurre el siguiente infortunio. Una tarde el portero me pregunta: ¿De qué provincia eres? Soy de lejos -le digo-, de la provincia de Podoisk. Así -dice-, somos paisanos ..., yo también soy de allí. ¿De qué distrito? Yo le digo que del de Uchitsk. El portero se regocijó mucho: Pues yo también soy de allí. Empezó a interrogarme a propósito de qué aldea era, de si había oido hablar de la feria de Golodáievka, de si había estado en el pueblo de Neielovka. Pero no era tan fácil atraparme en mentira. Antes de llenar el pasaporte me fuí a la biblioteca de Rumiantsev, leí todo lo que había a propósito de Uchitsk. ¿Cómo no la conoceré? Y tú -le pregunto- ¿has estado en Uchitsk, has visto la catedral? Resultó que conocía yo el país mejor que el portero.

Moiseenko hablaba de un modo completamente distinto:

- Se me acerca a mí en el patio un golfo. ¿De dónde eres?, que pregunta. Le miré y le dije: De Puerto Arturo. Abrió unos ojos como naranjas: ¿De Puerto Arturo? Y yo ni tan siquiera le miro y empiezo a preparar el caballo. Se queda un momento parado, se rasca el cogote y me pregunta: ¿Y por qué estás afeitado? Porque, como ves no llevo el pelo cortado, como lo llevan habitualmente los cocheros. ¿ Afeitado? -digo-. Fuí soldado, he estado en el hospital enfermo de tifus y ahora estoy hablando con un tonto ... Vuelve a rascarse el cogote y después dice: Ya veo que eres un pájaro, que has volado mucho; has sido soldado, has estado en Puerto Arturo, has estaqo enfermo de tifus en el hospital ... Y desde entonces siempre que me ve se quita la gorra.

A pesar del número reducido de los miembros de la Organización, el servicio de observación, gracias a nuestra experiencia anterior, se realizaba con mucho éxito. No tardamos en fijar con precisión el trayecto seguido por el Gran Duque. Kaliáev hablaba del mismo de un modo tan detallado como lo había hecho antes con respecto a la carroza de Plehve. Los rasgos característicos de la carroza del Gran Duque eran las riendas blancas y la luz blanca, de acetileno, de los faroles. Una luz como esa no la tenía nadie más en Moscú. Sólo el Gran Duque y su mujer, la Gran Duquesa Elisabet, iban en carrozas iluminadas de ese modo. Eso complicaba un poco nuestra labor, pues podíamos equivocarnos y tomar la carroza de la Gran Duquesa por la del Gran Duque. Pero Kaliáev y Moiseenko estudiaron los cocheros del Gran Duque, y por ellos podían determinar sin error quién iba en la carroza.

Conocer el punto de salida era, sin embargo, todavía insuficiente. Era preciso establecer adónde y cuándo salía el Gran Duque. No tardamos en aclarar que, si bien vivía en la casa del general-gobernador, a menudo, dos o tres veces por semana, se iba a la misma hora al Kremlin. Por consiguiente, ya un mes después, a principios de diciembre, la observación, en sus líneas generales, estaba terminada. Se lo advertí a Dora Briliant, que guardaba la dinamita en Nijni Novgorod.

A principios de diciembre me fuí a Bakú, con el fin de verme con el populista X., que me había sido recomendado por Azev. En Bakú busqué a los miembros del Comité local, entre ellos a María Elexeievna Prokofiev, novia de Sazónov, que más tarde, en 1907, fue juzgada junto con Nikitenko y Siniavski en el proceso por complot contra el zar. Por ella y por M. O. Lébedeva me enteré de que el X. que yo buscaba en Bakú no estaba allí, y que era difícil que se sintiera inclinado a participar en un acto terrorista. Al mismo tiempo, Lébedeva me indicó a Petr Alexandrovich Kulikovski, ex estudiante del Instituto Pedagógico de Petersburgo, entonces miembro del Comité de Bakú. Me dijo que Kulikovski hacía tiempo que pedía que se le recomendara a la Organización de Combate, que le conocía personalmente y tenían de él el mejor concepto, no sólo ella, sino también los demás compañeros de Bakú. En dicha ciudad me entrevisté con él.

Kulikovski era un hombre de talla superior a la mediana, con lentes y unos grandes ojos, un poco torcidos, llenos de bondad. Ya en la primera entrevista me dijo que quería actuar en el terror. Para convencerme de la firmeza de su deseo traté de disuadirle de ello. Le dije lo mismo que en otra ocasión a Didinski, que debe ir al terror sólo aquel para quien no hay posibilidad psicológica de participar en la actuación pacífica y que no hay que precipitarse nunca a tomar una decisión semejante. Kulikovski insistió firmemente en su propósito. Me pareció un hombre convencido y sincero. Después de celebrar unas cuantas entrevistas, me puse de acuerdo con él para que se marchara inmediatamente a Moscú.

Al regresar de Bakú, Moissenko y Kaliáev me informaron de lo siguiente. El 5 y el 6 de diciembre habían tenido lugar en Moscú manifestaciones estudiantiles. Con este motivo, el Comité moscovita publicó una declaración que contenía una amenaza directa contra el Gran Duque. El Comité, que, como se ba dicho ya más arriba, ni sospechaba siquiera nuestra presencia en Moscú, al amenazar tomaba sobre sí la iniciativa de la ejecución. De dicha declaración no estábamos enterados.

Hela aquí:

El Comité de Moscú del partido de los socialistas revolucionarios considera necesario advertir que si la manifestación política señalada para los días 5 y 6 de diciembre va acompañada de represiones feroces por parte de las autoridades y de la policía, como ha sucedido recientemente en Petersburgo, toda la responsabilidad por dichas ferocidades recae sobre las cabezas del general-gobernador Sergio y el jefe de policía Trepov. El Comité no se detendrá ante nada para ejecutarlos.

Poco después de la aparición de esta proclama, el Gran Duque salió inesperadamente de la casa del general-gobernador con destino desconocido. Ante nosotros se planteaba la tarea de descubrir su nueva residencia. Empezamos a vigilar el palacio de Nicoláev, el de Neskuchni e incluso el viejo palacio de Basman. Kaliáev consiguió ver la carroza en la puerta de Kaluga. De ello sacamos la conclusión de que el Gran Duque vivía en el palacio do Neskuchni, y no nos equivocamos.

Hasta anora ignoro a qué atribuir ese súbito cambio de residencia. ¿Era casual, se debía a los informes que había recibido a propósito de nuestra Organización o a la declaración del Comité de Moscú? Yo me inclino por esta última hipótesis. El Gran Duque no podía dejar de tomar en cuenta la amenaza del partido de los socialistas revolucionarios, y en el palacio de Neskuchni se sentía más seguro que en la Tverskaya. Sin embargo, el peligro no menguó. Nuestro campo de observación era más vasto: en vez de recorrer el corto trayecto comprendido entre la plaza Tverskaya y el Kremlin, el Gran Duque tenía que seguir un camino de varias verstas: de Neskuchni hasta la puerta da Kaluga y después al Moskova, a través de la Piatnisskaya, la Gran Yaquimanka, la Polianka o la Orlinka. En un trayecto tan largo se podía observar durante todo el día sin inspirar sospecha alguna. Moissenko y Kaliáev no tardaron en dejar establecido que el Gran Duqne seguía dirigiéndose al Kremlin, pero en días y horas distintas, aunque pasando siempre por el mismo camino, por la Polianka.

Entretanto, el dinero que trajimos del extranjero se nos agotaba. Nos ayudó algunas veces el abogado V. A. Jdánov, a quien conocía bien ya de los tiempos de mi deportación en Vologda, y que más tarde, en 1907, defendió a Kaliáev, condenado por un asunto socialdemócrata a cuatro años de trabajos forzados. Escribí a Azev a París, pidiándole que nos mandara fondos inmediatamente. Pero el dinero no llegaba. Dirigirnos al Comité de Moscú no lo deseábamos en modo alguno. Después de reflexionar se me ocurrió lQ siguiente.

Sabía que Jdánov estaba en buenas relaciones de amistad con el abogado P. Maliántovich, al cual yo no conocía personalmente. Me presenté en el domicilio de este Último a la hora en que recibía a sus clientes y pedí que le anunciaran que el terrateniente Kchesinski deseaba hablarle de un asunto. Después de esperar durante dos horas en el recibidor junto con los demás clientes, fui, por fin, invitado a entrar en el despacho. En el despacho dije a Maliántovich que yo era un buen amigo de Jdánov y que sabía que él, Maliántovich, estaba también en buenas relaciones con el mismo; que tenía necesidad de dinero y que le pedía me prestara a razón de 200 rublos semanales, bajo la garantía de Jdánov.

Maliántovich me escuchó asombrado:

- Pero si Jdánov no está en Moscú.

Le contesté que si Jdánov estuviera en Moscú me hubiera dirigido a él, y no a una persona a la cual desconocía en absoluto. Maliántovich me escuchaba con sorpresa creciente.

- ¿Se llama usted Kchesinski? -me preguntó.

Le contesté:

- Eso no tiene ninguna importancia.

Maliántovich me miró atentamente. Después me dijo:

- Está bien. En este momento no tengo dinero, pero vuelva usted dentro de dos días.

Dos días después recibí, en efecto, 200 rublos. Mucho más tarde, cuando me defendió en Sebastopol, recordó este caso; me dijo que vaciló mucho antes de darme el dinero: no adivinaba que yo era un revolucionario, y no comprendía lo que significaba el hecho de que me hubiera dirigido a él, a quien no conocía.

A fines de diciembre llegó a Moscú el ingeniero A. P. Uspenski, que había prestado frecuentes servicios a la Organización de Combate, y trajo dinero. De Azev recibí asimismo un cheque. Se pagó la deuda a Maliántovich. Llegó también entonces a Moscú el miembro del Comité Central N. S. Tiuchev. Después de hablar con él decidí, para evitar equívocos, tener una explicación con el Comité de Moscú a propósito de la proclama a que he aludido más arriba. Con muchas precauciones celebré una entrevista con uno de los miembros de dicho organismo, Vladimir Mijáilovich Zenzínov, que actuó más tarde durante algún tiempo en la Organización de Combate. Pregunté a Zenzínov si el Comité de Moscú preparaba algún atentado contra el Gran Duque.

- Sí, lo está preparando -contestó Zenzínov.

- ¿Dispone el Comité de datos sobre su modo de vivir y ha establecido un servicio de observación?

Zenzínov me puso al corriente de todos los preparativos realizados por el Comité. Este, naturalmente, no se hallaba en condiciones de poder matar al Gran Duque, y su trabajo no podía hacer otra cosa que entorpecer el nuestro. Se lo dije a Zenzínov y, en nombre de la Organización de Combate, pedí que cesara todo servicio de observación. Al día siguiente Zenzínov fue detenido por un asunto relacionado con el Comité, y una vez más tuve ocasión de convencerme de la importancia que tenía para el éxito de un acto terrorista la independencia completa del mismo. A Zenzínov se le seguían ya las huellas el día en que celebró la entrevista conmigo, y con un poco de pericia los polizontes hubieran podido dar conmigo y, por consiguiente, con todo nuestro grupo.

Aproximadamente en esa misma época, llegó a Moscú Kulikovski. Recordando mi triste experiencia con Didinski, traté una vez más de persuadirle de que renunciara a su decisión. Pero Kulikovski se opuso enérgicamente a ello, como lo había hecho en Bakú. También esta vez me pareció un hombre sinceramente adicto a la causa del terror. Y sigo pensando que no me equivoqué.

Se decidió que Kulikovski observaría en calidad de vendedor ambulante. Pero su observación no daba ningún resultado. Se lo impedían su inexperiencia y su miopía. Por ello renunció al papel de vendedor ambulante, y, sin cesto ni mercancías, se puso a observar el paso del Gran Duque en la puerta de Kaluga. Vió algunas veces la carroza, y esto era suficiente para tener la posibilidad de participar en el atentado.

Dora Briliant, que vivía ora en Moscú ora en Nijni Novgorod, por razones conspirativas, soportaba difícilmente su inactividad. En efecto, su papel era puramente pasivo. Guardaba la dinamita. Se concentró todavía más en sí misma, esperando el momento en que sería necesario su trabajo.
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