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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DE PLEHVE
CAPÍTULO DÉCIMO


El 15 de julio, entre las ocho y las nueve de la mañana, fuí al encuentro de Sazónov a la estación de Nikolai y al de Kaliáev a la de Varsovia. Su indumentaria era la misma que una semana atrás: Sazónov iba vestido como un empleado ferroviario; Kaliáev, como un portero. En el tren siguiente llegaron de Dvinsk, donde habían pasado los últimos días, y por la misma estación de Varsovia, Borichanski y Sikorski. Mientras yo iba al encuentro de los compañeros, Dulébov enganchó el caballo al fiacre y se fue a la fonda del Nade, donde vivía Schvéizer. Este se sentó en el fiacre y pocos minutos después de las nueve distribuyó las bombas en el sitio fijado, en las calles de los Oficiales y del Comercio, detrás del teatro Marinski. La bomba más voluminosa estaba destinada a Sazónov; era cilíndrica; estaba envuelta en un periódico y atada con un coróón. La de Kaliaev estaba liada en un pañuelo. Kaliaev y Sazónov no ocultaban sus explosivos, los llevaban en la mano; Borichanski y Sikorski escondieron las bombas bajo los capotes.

La entrega se efectuó esta vez con un orden perfecto. Schvéizer se fue a su domicilio. Dulébov se paró cerca del Instituto Tecnológico, en la perspectiva Zagorodni, donde debía esperar para informarme del resultado del atentado. Matseievski aguardaba con su fiacre cerca del canal de Obvodni. Los demás, esto es, Sazónov, Kaliáev, Borichanski, Sikorski y yo nos reunimos en la iglesia de Pokrov, en la calle de Sadova. Desde allí, los bombistas, uno tras otro, en el orden establecido, Borichanski el primero, Sazónov el segundo, Kaliáev el tercero y Sikorski el cuarto, debían dirigirse, por la perspectiva inglesa y la calle Droviana, hacia el canal de Obvodni, y, doblándolo frente a las estaciones del Báltico y de Varsovia, salir al encuentro de Plehve en la perpectiva de Ismail. El tiempo estaba calculado de tal modo que, marchando a paso ordinario, se encontrarían con Plehve entre el canal de Obvodni y la calle Primera. Marchaban a una distancia de cuarenta pasos uno del otro. Borichanski debía dejar pasar a Plehve y después cortarle el paso. Sazónov era el encargado de arrojar la primera bomba.

Hacía un día de sol radiante. Cuando me acerqué al square de la iglesia de Pokrovski observé el siguiente cuadro: Sazónov, sentado en un banco, explicaba animadamente a Sikorski dónde y cómo debía arrojar la bomba al agua. Estaba completamente tranquilo y parecía haberse olvidado de sí mismo. Sikorski le escuchaba atentamente. Un poco más allá, estaba sentado en un banco Borichanski, con su imperturbabilidad habitual. En el portal de la iglesia, Kaliáev, quitándose la gorra, se persignaba ante una imagen.

- ¡Yanek!

Kaliáev volvió la cabeza sin dejar de persignarse:

- ¿Ha llegado el momento?

Di una ojeada al reloj. Eran las nueve y veinte.

- Naturalmente que sí. Anda.

Borichanski se alzó perezosamente del banco. Detrás de él se levantaron Sazónov y Sokorski. Sazónov sonrió, estrechó la mano a Sikorski y, con paso rápido, la cabeza erguida, siguió a Borichanski. Kaliáev no se movía del sitio.

- Yánek.

- ¿Qué hay?

- Anda.

Kaliáev me besó y siguió apresuradamente a Sazónov con su paso ligero y esbelto. Detrás de ellos andaba Sikorski lentamente. Les acompañé con la mirada. Los botones del uniforme de Sazónov brillaban bajo el sol. Llevaba la bomba bajo el brazo derecho. Se veía que le pesaba.

Volví atrás por la calle de Sadova y salí, por la calle de Vosnesenski, a la perspectiva de Ismail, calculando que me encontraría con los bombistas en el trayecto comprendido entre la primera calle y el canal de Obvodni. Por el aspecto exterior de la calle adiviné ya que Plehve no tardaría en pasar. Los comisarios y agentes de vigilancia, tiesos, el espíritu en tensión, se veía que esperaban. En las esquinas no era difícil percibir agentes de la secreta apostados.

Cuando me acerqué a la séptima calle de la perspectiva de Ismaíl advertí cómo se cuadraba un agente de vigilancia. En el mismo instante divisé a Sazónov en el puente del canal de Obvodni. Como antes, avanzaba con la cabeza erguida y la bomba bajo el brazo. Inmediatamente detrás de mí percibí un fuerte trote y en el mismo minuto pasó volando ante mis ojos la carroza con los caballos negros. No había lacayo en el pescante, pero cerca de la rueda izquierda posterior se hallaba un polizonte, que, como supe más tarde, era el agente de la Okrana Friedrich Hartmann. Detrás, en otro coche, marchaban otros dos polizontes.

Transcurrieron unos segundos. Sazónov desapareció entre la multitud, pero yo sabía que avanzaba por la perspectiva de lsmail, paralelamente a la fonda de Varsovia. Esos pocos minutos me parecieron interminables. De repente, en el ruido monótono de la calle resonó un estampido extraño y profundo. Hubiérase dicho un enorme martillazo sobre una plancha de hierro fundido. En aquel mismo instante tintinearon lastimosamente los cristales rotos de las ventanas. Del suelo se elevó una columna de humo gris, amarillento. casi negro en los bordes, que fue ensanchándose y cubriendo toda la calle hasta la altura de un quinto piso. El humo se disipó con tanta rapidez como se levantó.

En el primer momento perdí casi el aliento. Pero como esperaba la explosión, volví en mí más rápidamente que los demás. Me fuí corriendo a través de la calle hasta la fonda de Varsovia. Mientras corría oí una voz azorada:

- No corra usted; habrá otra explosión ...

Cuando llegué apresuradamente al sitio de la explosión, el humo se disipaba ya. El aire olía a quemado. Ante mí, a cuatro pasos de la acera, vi a Sazónov. Yacía en el suelo, apoyándose con el brazo izquierdo en las piedras e inclinando la cabeza del lado derecho. La gorra le había sido arrebatada de la cabeza por la explosión y los rizos castaño-oscuros le caían sobre la frente. El rostro estaba pálido; por la frente, por las mejillas, le fluían hilos de sangre. Los ojos, entreabiertos, estaban turbios. En el vientre empezaba una mancha sangrienta oscura, que, extendiéndose. formaba un gran charco escarlata a sus pies.

Inclinándome sobre él, contemplé durante largo rato su rostro. De repente, me asaltó la idea de que estaba muerto, y en el mismo instante oí tras de mí una voz que decía:

- ¿El ministro? Dicen que ha seguido su camino.

Entonces pensé que Plehve vivía y que Sazónov había muerto. Yo seguía en pie al lado de Sazónov. Pálido, tembloroso, se me acercó un oficial de policía (como supe más tarde, era el comisario Perepelitsin, conocido mío). el cual, con un débil movimiento de sus manos enguantadas de blanco, profirió rápidamente:

- Váyase usted, señor ... váyase ...

Me fui, por el arroyo, en dirección a la estación de Varsovia. Al marcharme no me di cuenta do que, a pocos pnsos de Sazónov, yacía el cadáver mutilado de Plehve y de que se hallaban diseminados por el suelo los restos de su carroza destrozada. Salió a mi encuentro un grupo compacto de gente que venia corriendo del canal de Obvodni, un grupo de albañiles polvorientos que gritaban. Por la acera corría también la gente. Atravesé esta multitud con un solo pensamiento:

- Plehve vive; Sazónov ha muerto.

Vagué durante mucho tiempo por la ciudad hasta que, maquinalmente, fuí a parar al Instituto Tecnológico, donde seguía esperándome Dulébov, en cuyo fiacre me senté.

- ¿Qué hay? -me dijo, volviendo la cabeza.

- Plehve vive ...

- ¿Y Egor?

- Muerto.

Dulébov torció los ojos de un modo extraño y empezaron a temblarle las mejillas.

- Y ahora, ¿qué hocer?

- A las cuatro, cuando regrese.

Dulébov hizo un signo de asentimiento con la cabeza.

Entonces le dije:

- A las tres le entregaré a usted la bomba. Espéreme otra vez en el Instituto Tecnológico.

Después de despedirme de él me fuí al jardín de Yusupov, donde, en caso de fracaso, debían reunirse los bombistas supervivientes. Confiaba en que no todos habrían sido detenidos y que sus bombas se conservarían intactas. Quería organizar un segundo atentado contra Plehve a su regreso de Peterhof. Sabíamos que habitualmente volvía de tres a cuatro. Los bombistas debían ser Dulébov, yo y los que hubieran quedado vivos.

En el jardín de Yusupov no encontré a nadie.

Kaliáev había marchado constantemente detrás de Sazónov, a una distancia de cuarenta pasos. Cuando Sazónov entró en el puente del canal de Obvodni, Kaliáev vió que de repente apretaba el paso. y comprendió que había divisado la carroza. Cuando Plehve llegó al nivel de Sazónov, Kaliáev se hallaba ya en el puente, y desde alli vió la explosión y saltar a trozos la carroza. Durante un momento se mostró indeciso. No sabía si Plehve había sido muerto o no, si era preciso arrojar la segunda bomba o si resultaba superfluo hacerlo. Mientras, en pie en el puente, no sabía qué hacer, pasaron por delante de él los caballos ensangrentados arrastrando las ruedas de la carroza. La gente corria. Viendo que de la carroza no habían quedado mús que las ruedas, comprendió que Plehve había muerto. Dió vuelta hacia la estación de Varsovia, en dirección a Sikorski. Por el camino le detuvo un portero.

- ¿Qué ha sucedido?

- No lo sé.

El portero le miró con desconfianza.

- ¿Vienes de allí?

- Sí, de allí.

- ¿Y cómo no sabes lo que ha ocurrido?

- ¿Por qué voy a saberlo? Dicen que llevaban un cañón y que ha estallado ...

Kaliáev arrojó su bomba al estanque, y, tal como se había convenido, en el tren de las doce salió para Kiev.

Borichanski oyó el estallido de la explosión; pedazos de cristales rotos le cayeron en la cabeza y, persuadido de que Plehve no volvería atrás, arrojó su bomba al agua y se marchó de Petersburgo. Lo mismo hizo Kaliáev.

Sidorski, como presumíamos, no estuvo a la altura de su misión. En vez de ir al parque de Petrovski, y allí, tomar una barca sin barquero y dirigirse hacia la embocadura del mar, alquiló en el instituto minero una lancha de las destinadas a atravesar el Neva, y, a la vista del barquero, cerca del acorazado en construcción Slava, arrojó su bomba al agua. El barquero, al darse cuenta de ello, le preguntó qué era lo que había arrojado al agua. Sikorski no contestó y le tendió diez rublos. Entonces el barquero lo llevó a la policia.

La bomba de Sikorski no pudieron encontrarla durante mucho tiempo, y su participación en el asesinato de Plehve no pudo probarse hasta que, ya en otoño, unos pescadores hallaron casualmente dicha bomba y la presentaron a las oficinas de la fábrica del Báltico.

No encontrando a nadie en el jardín de Yusupov, me fui a unos baños del callejón de los Cosacos, pedí un cuarto y me eché en el sofá, Permanecí allí hasta las dos, momento apropiado, según mis cálculos, para ir en busca de Schvéizer y preparar el segundo atentado contra Plehve. Al salir de Nevski compré maquinalmente un periódico con los últimos telegramas, pensando que éstos se referirían a las operaciones en el frente. En sitio visible aparecía el retrato de Plehve con una orla negra y su necrología.

Poco después de las diez, Sazónov, herido, fue trasladado al hospital Alexandrovski, donde fue operado en presencia del ministro de justicia, Muraviev. Al tomársele declaración, de acuerdo con las reglas de la Organización de Combate, se negó a dar su nombre y a decir nada.

Desde la cárcel me escribió la carta siguiente:

Cuando me detuvieron, el rostro ofrecía el aspecto de una masa ensangrentada, los ojos salían de las órbitas, estaba herido casi mortalmente en el costado izquierdo; en el pie izquierdo habían sido arrancados dos dedos. Los agentes, fingiéndose médicos, me despertaron, me hicieron entrar en un estado de excitación, me contaron toda clase de horrores de la explosión y calumniaron en todos conceptos a Sikorski, el pequeño judío ... Una verdadera tortura para mí.

El enemigo es infinitamente vil, y es peligroso caer herido en sus garras. Ruego que lo transmitáis a los que se hallan en libertad. Adiós, queridos compañeros. Un saludo al sol naciente de la libertad.

Queridos hermanos y compañeros. Mi drama ha terminado. No sé si he estado a la altura de mi misión hasta el fin. Por la confianza que me habéis otorgado, os expresa mi más ardiente gratitud. Me habéis dado la posibilidad de experimentar una satisfacción moral con la cual no hay nada comparable en el Mundo. Esta satisfacción ahogó los sufrimientos que tuve que soportar después de la explosión. Apenas vuelto en mí después de la operación, respiré con desahogo. Al fin, la cosa terminó. Estaba dispuesto a gritar de entusiasmo. Cuando se produjo la explosión perdí el conocimiento. Al recobrarlo, ignorando si mis heridas eran mortales, quería evitar, suicidándome, el caer cautivo; pero la mano no tuvo fuerza suficiente para alcanzar el revólver. Caí prisionero. Deliré varios días; durante tres semanas no me quitaron la venda da los ojos; dos meses permanecí inmóvil en la cama, en la cual se me daba de comer como a un niño. La policía se aprovechó, naturalmente, de mi impotencia. Los agentes prestaban oído atento a lo que decía durante el delirio; fingiéndose médicos y practicantes, me despertaban súbitamente tan pronto me dormía. Empezaron a contarme horrores sobre los acontecimientos del Pros. Is. (1), me excitaban ... Se esforzaban por todos los medios en convencerme de que S. (2) había cantado. Decían que éste relataba que se había visto con una persona (con cierta abuela) en Vilna unos días antes del 16 de julio; decían que había sido detenido otro judío con un abrigo inglés, a quien, según ellos, S. había señalado como a un amigo suyo de Bielostok. Afortunadamente, los agentes no consiguieron sacar provecho alguno de mi enfermedad. Me parece que me acuerdo de todo lo dicho durante el delirio; pero esto no tiene importancia si tomáis medidas ... He cometido una tontería, un crimen. No comprendo cómo pude pronunciar mi apellido después de tres semanas de silencio. ¡Compañeros! Sed indulgentes conmigo, pues, que ya sin ello, me siento anonadado. ¡Si supierais qué tortura mortal experimenté y sigo experimentando ahora al saber que deliraba! Y no podía hacer nada contra ello. ¿Qué podía hacer, morderme la lengua? Pero para esto era necesario tener fuerza, y yo me sentía extraordinariamente débil ... Mi deseo era morir en seguida o reponerme rápidamente. Hay todavía otro pensamiento, hermanos y compañeros, que me inquieta: ¿he pecado contra el partido al exponer los fines del mismo? Como sabéis, en lo que se refiere al terror, soy ún narodovolets (3) y me hallo en divergencia con el programa del partido. Y he aquí que cuando llegó el momento de explicarme ante el tribunal, tuve la sensación de que me hallaba en una posición falsa. Dejando aparte mis puntos de vista personales, era preciso hablar del programa. ¿Me mostré fiel al mismo? Si no es así, pido al partido que me perdone y que declare públicamente que me equivoqué y que no puede aceptar la responsabilidad por las palabras de cada uno de sus miembros, y, con tanto mayor motivo, de las mías, si se tiene en cuenta que estaba enfermo. No estoy todavía completamente bien. Los efectos de la explosión se dejan sentir todavía intensamente en la cabeza ...

He aquí todo lo que pesaba sobre mi conciencia y de lo que quería confesarme ante vosotros, queridos compañeros. Si he pecado en algo contra la causa común, lo que he hecho queda y que ello hable por mí: por esto lo he disminuido conscientemente.

Saludo la tendencia que se abre camino en lo que se refiere a la concepción del terror. Seamos narodovoltsi hasta el fin ... Lo que menos esperaba era que me dejaran vivo. La sentencia no me causa placer alguno; ¿es acaso un placer ser prisionero del gobierno ruso? Esperemos que no será por mucho tiempo. Mi sentencia la considero como una sentencia contra los jueces que condenaron a muerte a Stepan, a Grigori Andréievich y a otros ...

Queridos hermanos y compañeros: os abrazo fuertemente a todos. Esta carta está destinada únicamene a vosotros, los compañeros más próximos, y por esto os ruego que no la publiquéis. Las palabras de despedida con que me dirijo a vosotros son las que grité al ver al enemigo que hemos abatido y cuando creía que iba a morir: ¡Viva la Organización de Combate! ¡Abajo la autocracia! Adiós. Vivid. Trabajad. Vuestro hermano y compañero que os quiere,

Egor.



Notas

(1) Perspectiva de Ismail.

(2) Sikorski.

(3) Partidario de Naródnaya Vólia (La Libertad del Pueblo).-(N. del T.)
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