Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IX

EL ANTIETAM y GETTYSBURG

Sin descanso, desde la primavera de 1862, las tropas de Lee luchan. Después de una segunda batalla de Bull Run, su ejército, desprovisto de víveres, equipos, calzados y municiones, con sus filas diezmadas por sangrientos combates, va a invadir a Maryland. Se espera que Maryland se levante contra la Uni6n y se una a la Confederación. Las tropas de Lee penetran en ese Estado mientras cantan Maryland, mi Maryland, su marcha favorita.

Un oficial de artillería:


Ahora la palabra de orden es ¡Adelante, hacia Maryland!, y el 6 de septiembre de 1862 el ejército entró en ese Estado, después de haber atravesado el Potomac. Todos los que hemos encontrado se dicen rebeldes y por todas partes nos reciben con los brazos abiertos. Comida y bebida no faltan. Todas las jóvenes tienen unas ganas locas de ver al general Lee. El 7 de septiembre hemos acampado cerca de Frederick.

La caballería a pie de Jackson, que nos ha precedido, ya se ha llevado todo lo mejor del sector. Sin embargo hemos descubierto un almacenero, simpatizante sureño, y hemos gastado algunos centenares de dólares en café, azúcar, scotch, cerveza y champaña, con gran desagrado de su socio que no concedía ninguna confianza a Jeff Davis (presidente del Sur) y se sentía muy despechado al ver los últimos artículos de su negocio canjeados por billetes confederados.

El general Lee ha lanzado un llamado al pueblo de Maryland, invitándolo (como en la eanción) a quemar y a respirar con nosotros. Pero hasta el presente, no parecen nada apresurados por quemar.

El l0 de septiembre el tiempo era magnífico y nuestro ejército desfiló a través de Frederick, charangas a la cabeza y banderas al viento. Los habitantes de la ciudad se habían reunido a lo largo de las aceras y en las ventanas. Las mujeres eran bastante demostrativas y agitaban el pañuelo, pero los hombres miraban todo eso con frialdad.

El 12 de septiembre llegamos a Hagerstown, donde la población se mostró más acogedora. Cuando desfilábamos por las calles, numerosas jóvenes nos ofrecieron ramos de flores. Hicimos algunas compras, sobre todo géneros, tejidos encerados y moldes de vestidos destinados a nuestras amigas de Richmond, donde todo eso falta. Uno de los comerciantes tenía, en uno de los estantes superiores, un centenar de sombreros blandos de fieltro, como los que llevaban nuestros abuelos. En poco tiempo, de su negocio desapareció esa existencia de mercadería anticuada y las calles se llenaron de soldados enarbolando esa clase de sombrero. Algunos días más tarde, fueron al asalto con la cabeza cubierta de ese modo.




En Washington reina el púnico. Para restablecer la situaciÓn, es necesario encontrar un jefe en quien el ejército tenga confianza. Lincoln, a pesar de la oposición de sus ministros, llama a McClellan. Este último es querido por los soldados, pero se le sospecha de tibieza con respecto a los sureños.

Gideon Welles, miembro del gabinete de Lincoln:


6 de septiembre de 1862. Según los informes, una importante fuerza rebelde habría atravesado el Potomae con el objeto de invadir Maryland y de avanzar hasta Pennsylvania. Desconcertado, mal informado, el Ministerio de Guerra no actúa y carece de planes.

Nuestro ejército se encamina hacia el Norte. Esa tarde, en el espacio de tres horas, veinte o treinta mil hombres han pasado delante de mi casa. En lugar de hacer desfilar las tropas ante la Casa Blanca en honor de Lincoln, se las ha hecho pasar ante la casa de McClellan, quien fue ruidosamente aclamado.

3 de septiembre de 1862. McClellan es por cierto un oficial prudente y un buen ingeniero, pero no tiene las cualidades requeridas para dirigir un gran ejército en maniobra. Es incapaz de avanzar o atacar enérgicamente: luchar no es su fuerte. A veces tengo la impresión de que no está empeñado a fondo en nuestra causa; si bien rehúso sospechar de su lealtad. El estudio de las operaciones militares le interesa y lo divierte. Se siente halagado por el hecho de contar con príncipes franceses y famosos hombres ricos en su estado mayor. Querría mostrarse superior a los rebeldes sobre el terreno de la estrategia, pero no trata de batirlos y exterminarlos enérgicamente.

En mayo último, en Cumberland, sobre el Pamunkey, ambos sostuvimos una conversación en la que me explicó que desearía sobre todo apoderarse de Charleston para aniquilarla y destruirla. Agregó que detestaba igualmente a Carolina del Sur, y Massachusetts (Estado del Norte). El no sabía decir a cuál de las dos aborrece más, pues han sido siempre extremistas y focos de discordia. Tales eran los propósitos de nuestro general en jefe, a la cabeza de nuestro ejército en trance de combate ...




Existían tres copias de la Orden especial Nº 191 de Lee. Una de ellas se perdió, no se ha sabido nunca cómo. Al entregar ese documento a McClellan, el destino ofreció una oportunidad única a los norteños.

Un infante, John Bloss, relata ese descubrimiento capital:


El 13 de septiembre, la compañía F. del 27º regimiento de Indiana, que avanzaba en formación de tiradores, llega a los arrabales de Frederick. Al llegar, nos hemos tirado en la hierba para descansar. Estando tendido, descubri un gran sobre. No estaba sellado, y al recogerlo cayeron de él dos cigarros y un documento.

Los cigarros fueron repartidos rápidamente y, mientras esperaba obtener fuego, me puse a leer el documento. En seguida comprendí su importancia: era el plan de campaña de Lee, fechado el 9 de septiembre, para los cuatro días siguientes. A menos de ser un documento falso, era de importancia primordial. Lo llevé en seguida a mi capitán, y, juntos fuimos al encuentro del coronel. Precisamente en ese momento conversaba con el general Nathan Kimball. Esos dos oficiales lo leyeron con la misma sorpresa que yo y partieron inmediatamente para comunicarlo al general McClellan.

Esa orden daba no sólo la posición de Lee, sino también instrucciones a sus generales para la prosecución de la campaña.. El lO, Lee se proponía dividir su ejército en dos. Ese mismo día, el 13, comprendía cinco destacamentos, de los cuales uno, integrado por tres divisiones (al mando de Jackson) llevaba la misión de capturar Harpers'Ferry.

Descubrí el documento hacia las diez, el 13, y apenas tres cuartos de hora después vimos partir al galope a la estafeta y a oficiales del estado mayor, en todas direcciones. Luego, el ejército en su totalidad se puso en camino.




Privado de dos tercios de sus efectivos, que luchan en otra parte, Lee se halla así, de repente, frente a frente con el grueso del ejército federal. Se entabla la batalla del Antietam.

Un oficial de artillería sureño:


El 15 de septiembre en la mañana, llegamos temprano a los alrededores de Sharpsburg. Establecimos nuestras posiciones de combate a lo largo de las colinas, entre la ciudad y el Antietam, con el Potomac detrás de nosotros. La otra orilla del Antietam es bastante escarpada y ofrece buenas posiciones para la artillería. Todas las baterías de que disponemos se han colocado a la largo de la cresta. Longstreet ha dado la orden de ponerlas todas en línea, tanto las de largo como las de corto alcance.

Una estafeta ha llegado a rienda suelta, anunciando que (hemos) tomado Harpers'Ferry con su guarnición de doce mil hombres, setenta bocas de fuego y trece mil fusiles. ¡Esa es una buena noticia! exclamó el general Lee. Hágasela saber a las tropas. Luego, los oficiales de estado mayor, galopando a lo largo de nuestras líneas difundieron la noticia, acogida con prolongadas aclamaciones.

Apenas habíamos tomado posición, cuando apareció el enemigo, por la orilla opuesta del río.

Se enviaron inmediatamente estafetas (para reclamar refuerzos). En efecto, nuestros efectivos habían sido terriblemente reducidos: apenas quince mil hombres, mientras que McClellan alineaba casi cien mil.




Heros von Borcke, antiguo oficial alemán, es el jefe del estado mayor de Stuart (sureño):


Los incesantes combates, las largas y agotadoras marchas y las duras pruebas soportadas en el curso de esa campaña habían reducido terriblemente nuestros efectivos.

Mientras cabalgábamos delante de las ralas líneas de nuestros soldados harapientos -buen número estaba sin zapatos-, no pude evitar decirle al general Stuart que yo temía que la batalla inminente estuviera por encima de sus fuerzas. Pero él confiaba y me respondió, con su buen humor de costumbre: Estoy seguro de que con la ayuda de Dios, de coraje y un buen mando, esos yanquis dejarán allí las plumas.




Un médico del ejército norteño:


Uno no llega a comprender cómo esos soldados rebeldes, mugrientos, enfermos, hambrientos y miserables llegan a pelear como lo hacen. ¿Cómo explicar que se comporten heroicamente en el combate?

He visto a uno de sus regimientos resistir bajo el fuego de dos regimientos de infantería y el cañoneo de dos o tres baterías de largo alcance. Bajo esta lluvia de balas y granadas, respondían con un tiro preciso y regular aferrándose al terreno.



Un capitán sureño:


El 17 de septiembre de 1862, antes del alba, hemos tomado posición en el extremo derecho del fuerte, con nuestra ala izquierda extendiéndose hasta el cercado de un granjero cuyo nombre ignoro. Para impedirnos extraer agua de su pozo, ese hombre había roto la manivela de su bomba y destruido la bomba misma. También nos hemos visto obligados a optar entre llenar nuestros bidones en un charco de agua barrosa delante de la caballeriza o pasarnos sin beber. La mayor parte de ellos han preferido la primera solución, y puedo afirmar que por el calor de ese día y los esfuerzos del combate uno se olvidaba del barro.

Hemos mantenido esa posición hasta eso de las 8,30 de la mañana, hora en la cual recibimos orden de dirigirnos hacia el centro izquierda. Después de haber recorrido alrededor de tres kilómetros a paso acelerado, hemos tomado posición acerca de una milla, sobre la izquierda de Sharpsburg.




Un general, Longstreet, cuenta cómo, con su estado mayor, disparó su cañón:


La posición que teníamos, justo detrás de la cresta de la colina, habría debido normalmente ser ocupada por varias brigadas. Pero, en realidad, un solo regimiento de infantería de Carolina del Norte, a las órdenes del coronel Cooke cubría el terreno; y además sus hombres se hallaban casi sin municiones.

Cuando cabalgaba a lo largo de su línea, seguido de mi estado mayor, divisé dos cañones del regimiento de artillería G. Washington (la batería de Miller), pero no habría ya bastantes hombres para atenderlos, pues habían matado o herido a los cañoneros. Di orden a mis oficiales de servir los cañones, mientras yo tenía los caballos. Era evidente que si los federales forzaban nuestras líneas en ese lugar, nuestro ejército sería cortado en dos y probablemente destruido, pues habíamos ya soportado golpes muy duros y manteníamos el terreno solamente por la energía que da la desesperación. Cooke me hizo saber que no tenía más cartuchos. Le respondí que él tenía que mantener la posición mientras le quedaba un solo hombre. Replicó que nuestra bandera ondearía mientras uno de sus hombres tuviese vida. Una vez cargados nuestros dos cañones con metralla, enviamos una andanada en pleno a las filas enemigas, no bien llegaron éstas a la cresta.

Nuestros dos cañones parecían enviar sus cargas con desesperación, como si comprendiesen que si no inutilizaban a los millares de federales, cuando subían al asalto, la batalla estaría perdida. Así, la recepción que les hicimos resultó tan cálida que se pusieron a salvo a todo escape detrás de la cresta. Hicimos todo lo posible para hacerles creer que chocaban con varias baterías. Montando a la carga, el enemigo veía ondear la bandera del regimiento de Carolina del Norte, y a continuación, recibía una salva de metralla.

En esto, el general Chilton, jefe del estado mayor del general Lee, vino a buscarme y me preguntó: ¿Dónde están pues las tropas de que dispone para sostener esta posición? Mientras mostraba el regimiento de Cooke y mis dos cañones, respondí: Helos allí, pero el regimiento no tiene ni un solo cartucho.

Los ojos del general parecieron salir de sus órbitas y, clavando las espuelas, fue en busca del general Lee.




Los norteños, con no menos ardor que sus adversarios, se lanzan al asalto de las tropas de Lee.

Un infante:


Repentinamente, un movimiento se desencadenó lejos, a la derecha, y ganó rápidamente a nuestro regimiento. En el mismo instante se hizo el silencio, pues cada uno sentía que el momento crítico había llegado. Mientras comenzábamos a avanzar, noté con asombro que uno de nuestros oficiales sacaba un reloj de su bolsillo y miraba la hora, como si lo que fuese a pasar más allá del río hubiese sido una simple cita de negocios.

Llegados a la cima de la colína, la fila de árboles a lo largo del Antietam nos escondía completamente el movimiento del enemigo, y se nos dio la orden de desplegamos como tiradores, al abrigo de ellos. Quedamos allí dos horas. Durante ese tiempo, las otras unidades de nuestro cuerpo atravesaban el puente de piedra y tomaban posición sobre la otra orilla. Luego, nos hicieron cruzar por un vado descubierto, más abajo del puente, donde el agua nos llegaba a la cintura. Sobre la otra ribera, al pie de la vertiente, volvimos a formar filas y continuamos nuestro avance a través de los bosques. Cuando llegamos al terreno llano, nos echamos detrás de una batería que parecía fuera de combate.

Yo debía estar calado hasta los huesos, pero la tensión era tan grande que no lo recuerdo. Desde esa posición, un destacamento que había partido en busca de agua halló los restos carbonizados de varios confederados en una parva de heno incendiada por nuestro cañoneo. Después de una larga espera, corrió el rumor de que debiamos tomar por asalto una bateria en acción sobre la cumbre de una colina, a varios centenares de metros frente a nosotros.

A una distancia próxima a los doscientos metros, un camino vecinal bordeado a cada lado por un seto emparrado, se extendia paralelamente a nuestra linea.

Más allá habia un campo cultivado de varios centenares de metros de ancho que subia hasta la bateria, escondida en un campo de maiz. Un muro de piedras, de la altura de un hombre, rodeaba el campo a la izquierda y en él se cobijaba un regimiento confederado. Si debíamos atacar la bateria, tendriamos a ese regimiento de flanco. Esa perspectiva no era nada alentadora, pero la orden llegó de tenernos listos para tentar el asalto.

Abandonamos nuestras mochilas sobre el terreno, y, a la orden, nos lanzamos hacia los setos emparrados. Después de haber traspuesto el segundo, nuestra linea estaba tan desorganizada que corrimos hasta un leve pliegue del terreno, y allí, al abrigo, nos volvimos a poner en linea arrastrándonos entre los surcos. Luego, corrimos hacia otro pliegue de terreno, situado unos treinta metros más lejos, para protegernos de nuevo. La batería que, en la partida, no parecia haberse advertido, comprendió el peligro que la amanazaba y abrió el fuego. Siempre tendidos en el suelo, preparábamos ahora el asalto final.

El regimiento confederado, detrás del muro de piedras, no tiraba aún. De cuando en cuando, una bala silbaba por encima de nuestras cabezas, pero, en general, reservaban sus cartuchos para los excelentes blancos que seríamos en algunos minutos. Al comenzar la refriega, el disparo de la batería pasaba por encima de nosotros, pero fue rápidamente rectificado de manera que barriera la superficie del campo, y se volvió letal. Recuerdo haber echado una mirada hacia atrás y haber visto un oficial que cabalgaba en diagonal a través del campo constituyendo un blanco de los más visibles. Instintivamente, bajaba la cabeza sobre el cuello de su caballo, como si hubiese avanzado bajo un aguacero. Mientras lo miraba vi entre él y yo, un capote plegado con sus ataduras saltar al aire y volver a caer entre los surcos. Un tiro de metralla había deshecho el cráneo del mozo y habia arrancado el capote de sus hombros. Un instante más tarde, oi a un soldado renegar contra un camarada que se apoyaba pesadamente en él: renegaba contra un moribundo. El tiro enemigo, al tornarse más preciso, se hacía más rápido. Nuestra situación era desesperada. En torno mío, los hombres, en el extremo de la tensión nerviosa, se aliviaban soltando andanadas de los más terribles juramentos escuchados alguna vez por mí.

Pero esta tensión no duró más que un instante, pues recibimos la orden de cargar inmediatamente después. Nunca he sabido exactamente lo que nos sucedió. Recuerdo solamente que nos pusimos de pie y nos lanzamos a la carga. Detrás del muro, los confederados lanzaron entonces el fuego que habían retenido tanto tiempo. En un instante, el aire se llenó del silbido de las balas y del repiqueteo de la metralla. La tensión nerviosa era tal que he presenciado entonces un efecto singular, referido, creo, en la vida de Goethe, en una ocasión análoga; por un instante, el paisaje entero se había vuelto totalmente rojo.




Después de esta batalla muy sangrienta (veinte mil muertos y heridos), Lee debe batirse en retirada. Pero en el verano siguiente (1863), tienta una segunda invasión del Norte, que terminará con la batalla decisiva de la guerra: Gettysburg.

El presidente Davis:


En la primavera de 1863, el enemigo ocupaba su antigua posición delante de Fredericksburg. Había concentrado allí un poderoso ejército y preparaba, en muy grande escala, un nuevo avance sobre Richmond, pues los hombres políticos, más aún que los militares, consideraban a la capital confederada como el objetivo esencial de la guerra. Casi todos los hombres aptos para servicio armado se habían incorporado ya a nuestros diferentes ejércitos, entonces en campaña. También el ejército de Virginia del Norte no podia esperar sino débiles refuerzos. Esperar el avance enemigo era correr el riesgo terrible de ser aplastados por el número de soldados.

Por este motivo tomamos la decisión audaz de invadir Maryland y Pennsylvania, transfiriendo así hacia el Norte el teatro de las operaciones militares y expulsando al enemigo del valle del Shenandoah, al mismo tiempo.

Si pudiéramos conseguir una victoria más allá del Potomac, todas nuestras esperanzas serían posibles.




Al partir, el objetivo de Lee había sido avanzar hasta Harrisburg, nudo ferroviario sobre el Suaquehannah, de manera de cortar las comunicaciones entre el Norte y el Oeste. Pero a fines de junio se entera de que Stuart y Hill no han logrado retener al enemigo, que ha atravesado el Potomac y los sigue de cerca. Lee decide entorlces concentrar su ejército para librar batalla. Desgraciadamente, Stuart ha partido para efectuar una incursión sobre las retaguardias del ejército federal, y Lee se ve privado de su caballería en el momento en que más necesidad tiene de exploradores. Los dos adversarios marchan al encuentro sin sospechar que los acontecimientos irían a precipitar la batalla.

El general Hunt, comandante de la artillería del ejército del Potomac, da una idea del terreno sobre el cual tendría lugar la batalla (Gettysburg, no es sino una comuna de alrededor de mil quinientos habitantes):


De Gettysburg, cerca de los contrafuertes orientales de los Green Ridge, hay buenos caminos hacia el Susquehannah y el Potomac.

Al oeste de la ciudad, a una distancia de cerca de media milla, se levanta una cresta bastante elevada, orientada de norte a sur, arbolada en toda su longitud y en la cual se halla el seminario luterano. Este se encuentra a mitad de camino entre dos rutas, (a alrededor de trescientos metros de cada una de ellas) de las cuales una lleva a Hagerstown, al sudoeste, y la otra conduce hacia Chambersburg, al noroeste. Al norte de la ciudad el terreno es relativamente llano y poco arbolado.

Al sur, dominando a Gettysburg, se eleva una colina alta y abrupta que termina al oeste en la cresta del cementerio.




Un períodista del Norte:


De madrugada, Reynolds (general norteño) hizo avanzar sus tropas en dirección de Gettysburg, enviando al general Howard, que comandaba el 11º cuerpo, la orden de seguirlo. Ese mismo día miércoles, 1º de julio, hacia las 9.30, el general confederado (sureño) A. P. Hill, en camino para Gettysburg, en busca de calzado para sus tropas (según parece) había chocado de improviso con las fuerzas de Reynolds, y se habían producido algunas escaramuzas. A pesar de su inferioridad numérica, la caballería federal (a las órdenes de Buford) contuvo la carga de Hill.

Hacia las 10 el general Reynolds, adelantándose al ler. cuerpo de ejército, llegó a Gettysburg y después de haber hecho desplegar sus tropas a cada lado de la ruta de Chambersburg, continuó reconociendo el terreno hacia la cresta del seminario. La brigada del general Archer (sureño), que formaba parte del cuerpo de Hill, se dirigía hacia el este, ignorando siempre el avance de Reynolds. El combate empezó en seguida. Archer y varios centenares de sus hombres fueron hechos prisioneros, pero el combate siguió generalizándose. Mientras cabalgaba en el frente, mataron al general Reynolds en un campo situado más allá del seminario.

Bajo el estruendo del cañoneo, el general Howard tomó el galope y llegó rápidamente a Gettysburg. Ignorando la muerte de su superior y que, por ese hecho, el comando recaía sobre él, envió a sus edecanes a pedir órdenes. Mientras esperaba que volviesen, subió al campanario del seminario para examinar el terreno de los alrededores. Eran entonces las 11 y 30. Los rebeldes afluían en gran número. Los prisioneros hechos por Reynolds afirmaban que el cuerpo de Hill se aproximaba. Tendréis bastante que hacer antes de la noche. Longstreet tampoco está lejos y' Ewell está en camino, dijo uno de ellos, con tono jactancioso. Howard llegó a la conclusión de que la sola posición sostenible para sus tropas, relativamente pocas, era la cresta del seminario, desde donde su artillería dominaría el campo de las operaciones.




En una carta a su mujer, un oficial sureño expresa los sentimientos que animan al ejército de Lee en la víspera de Gettysburg:


En el campamento, cerca de Greenwood.

Pennsylvania, 28 de junio de 1868.

Querida mía:

Puedes ver por el encabezamiento de mi carta que ahora estamos en Pennsylvania. Anteayer hemos cruzado la frontera y hoy descansamos en un pueblito sobre la ruta de Gettysburg, donde estaremos mañana.

Les pagamos a esa gente con la misma moneda por todo el mal que nos han hecho, si bien no les infligimos ni la mitad del daño que ellos nos han hecho sufrir.

Les tomamos sus caballos, y nuestro ejército se alimenta de su carne y de su harina, pero, en lo que concierne a los bienes particulares, las órdenes son muy estrictas.

A pesar de eso, las aves de corral, los cerdos, y todo lo que se pueda comer no tiene gran oportunidad de escapársenos. Al llegar aquí, tenía la intención de vengarme de ellos por la ruina de nuestra hermosa casa, la casa donde hubiéramos podido vivir tan felices, que amamos tanto, y de la cual tú y mis hijos inocentes habéis sido echados por esos vándalos. A pesar de tan grandes agravios por vengar y de tan buenas razones para hacerlo, una vez frente a ellos, no he podido resolvenne a hacerlo.

Están tan espantados y parecen tan humildes que trato siempre de proteger sus bienes, y hasta he impedido a mis soldados que capturen los pollos que vagabundean sobre la ruta. No obstante, nuestros hombres no se privan de robar, sobre todo las provisiones de boca; pero ninguna casa ha sido registrada ni sometida al saqueo sistemático como los yanquis lo hicieron con las nuestras.

Ayer a la noche he cenado con dos solteronas. Me han recibido muy bien y parecían desear la paz ... La región que acabamos de atravesar es muy bella y muy rica. Un verdadero país de Jauja. Podríamos vivir aquí como reyes durante un año, pero supongo que ese maldito Hooker (comandante en jefe norteño) va a tratar de poner allí un punto final. Seguro que tendremos que pelear aquí y esa batalla será la más importante de todas. Nuestros hombres tienen la impresión de que no podremos zafarnos. Si somos vencidos, será un desastre. Nuestro ejército está listo para pelear como nunca lo ha hecho antes. Si podemos ganar la batalla e imponer la paz, volveremos a nuestras casas, llevando la alegría más grande que un pueblo jamás haya conocido. Esta vez, mostraremos a los yanquis de lo que somos capaces.




Lee ataca.

Un oficial norteño:


Un poco antes de las cuatro de la tarde, la línea de ataque enemiga, extendiéndose sobre dos a tres millas, comenzÓ su avance. El 11º cuerpo retrocedió en desorden, luego fue la desbandada a todo lo largo del frente. El desorden aumentaba a medida que nuestras tropas se acercaban a la ciudad, pues las unidades del 11º cuerpo alcanzaban a las del 1er. cuerpo.

Los confederados disparaban salva tras salva en esa masa compacta, e hicieron cerca de dos mil quinientos prisioneros. El pánico se desencadenó y nuestro regimiento corrió a refugiarse en una callejuela. Desgraciadamente, la única salida, muy estrecha, estaba cerrada por una barricada hecha con los cadáveres de nuestros soldados y allí perdimos los dos tercios de nuestro regimiento.




Un oficial sureño:


Todo el frente federal retrocedía en el mayor desorden. Nuestra batería se puso inmediatamente en su persecución. Pero los federales huían tan rápidamente que cada vez que yo hacía centrar mis baterías para cañonearlos necesitábamos reiniciar la persecución antes de haber podido tirar. Jamás he visto fuerzas tan importantes (federales o confederadas) en tan gran desconcierto y tal estado de desmoralización, como esos dos cuerpos de ejército federales puestos fuera de combate en Gettysburg, la tarde del 19 de julio. Aunque parezca increíble esos hombres habían arrojado sus armas, y presas de un miedo ignominioso se habían agazapado en las calles y callejuelas.

En ese momento crítico, un oficial del estado mayor nos alcanzó al galope y gritó: ¡Teniente, enganche el caballo y vuelva hacia atrás! ¡Hacia el frente, quiere usted decir, mayor! No, hacia atrás, fue la respuesta.

Retrocediendo, tomamos posición en una colina desde donde a la mañana siguiente pudimos divisar las fortificaciones de tierra levantadas durante la noche en la cresta del cementerio. Se había frenado el empuje que habría podido llevarnos a la victoria, y no volveria más.




El ala izquierda federal también está hundida y se refugia en la cresta del cementerio. Felizmente para el Norte, Hancock el Soberbio está allí.

Un teniente norteño:


Fue una manada que había perdido toda su apariencia militar lo que los generales Hancock y Howard reunieron en la cresta del cementerio. Todo estaba desorganizado. Aquí y allá, los hombres se unían a la bandera de su regimiento, pero la mayoría, no hallaba ni su bandera ni sus oficiales. Estos gritaban a sus hombres que volvieran a formar filas, sin comprender que la mayor parte no volvería a formarse (...). Pero Hancok estaba allí para hacer frente a la catástrofe. El azar ha querido que yo pudiera observarlo en ese momento crítico y oír varias de sus órdenes y de sus observaciones. Allá, el enemigo salía de las calles de la ciudad mientras se alineaba como para subir al asalto y expulsarnos de nuestras posiciones. Cada uno de nosotros sabía que toda resistencia sería sin esperanza, pero Hancock se mantenía soberbio e impasible sobre su caballo, como si estuviera por pasar revista. Su comportamiento nos hacía casi creer que nunca había habido razón alguna para retroceder. Se cumplieron rápidamente sus disposiciones. Se organizó y envió una línea de tiradores sobre la falda de la colina, frente al enemigo. Otras líneas se desplegaron inmediatamente para extender nuestro frente sobre la derecha y la izquierda.

Hancock dijo al general Doubleday que lo acompañaba: General, haga avanzar una brigada hasta la colina, sobre la derecha del otro lado de la ruta. Pero mi general, respondió Doubleday, ya no tengo brigada ... Entonces tome el primer millar de hombres que encuentre. No se ocupe de saber a qué unidades pertenecen. Ninguna emoción en su voz ni en sus modales; solamente órdenes precisas, dadas con tono firme. Los soldados fatigados y desalentados respondieron al llamado enérgico de su jefe. Esa demostración de fuerza hizo creer al enemigo que habíamos recibido refuerzos. No lanzaron la carga esperada. Ese terrible día de esfuerzos había terminado.




Sin embargo, por todas las rutas utilizables, las tropas de la Uni6n afluyen haoia el campo de batalla.

Un infante norteño:


Ningún incidente rompió la monotonía de nuestra marcha hacia Gettysburg. Nuestros hombres avanzaban en desorden, con los pies magullados y los muslos despellejados por el roce del paño. Muchos marchaban en calzoncillos, algunos en calcetines y también descalzos. Las insolaciones eran numerosas, y cada paso se acompañaba con un gemido de dolor o con un lamento de agotamiento. Después de algunas horas, hasta la risa y las chanzas del bromista más incorregible habían cesado.




Todos esos refuerzos dan al Norte una superioridad numérica aplastante.

El general Longstreet, del ejército sureño, considera que sería una locura, por parte de Lee, querer tomar la ofensiva:


La tarde del 2 de julio no vi al general Lee. A la mañana siguiente vino a verme, y temiendo que no considerara necesario aún lanzar un ataque, he tomado la iniciativa y le dije: Mi general, toda la noche mis exploradores han efectuado reconocimientos, y pienso que tiene usted todavía la posibilidad de bordear la derecha de Meade (Se refiere al general George Meade, mismo que recién había tomado el mando del ejército federal norteño de Potomac) para obligarlo a atacarnos. Mientras mostraba con el dedo la cresta del cementerio, Lee me respondió: El enemigo está allá, y es allí donde se necesita herirlo. Estimé que era mi deber agregar: Mi general, he sido soldado toda mi vida, y, en mi opinión, quince mil soldados, aunque fuesen los mejores, no podrían nunca tomar esa posición.

En respuesta, el general Lee me ordenó poner las tropas de Pickett en posición para el asalto. El plan de ataque era el siguiente: nuestra artillería se concentraría en el bosque desde el cual partiría Pickett y mantendría un bombardeo ininterrumpido sobre el cementerio, para proteger y apoyar la carga de Pickett.

El general E. P. Alexander, oficial intrépido y de un gran valor, comandaba la artillería. Todos los preparativos terminaron hacia la una de la tarde. El general Alexander había previsto que una batería con siete obuseros de campaña de 11, con yuntas de caballos descansados y furgones de artillería bien provistos, subirían al asalto con Pickett; pero el general Pendleton, al cual se habían pedido prestaqos los obuseros, los reclamó justamente antes del asalto. Jamás me he sentido tan deprimido como ese día. No sintiéndome tampoco capaz de asumir todas las responsabilidades, había encargado al general Alexander que observara de cerca los resultados de nuestros disparos, y, desde el momento que los efectos se hicieran sentir, que advirtiera a Pickett para que éste lanzara su ataque. Estaba tan persuadido de la poca probabilidad de triunfo que escribí la nota siguiente a Alexander: Si nuestro cañoneo no logra hacer retirar al. enemigo o, desmoralizarlo hasta el punto que nuestro ataque esté poco menos que seguro del éxito, preferiría que no advirtiese al general Pickett de subir al asalto. Cuento mucho con usted para decidir la cuestión y le dejo el cuidado de advertir a Pickett en el momento más favorable.

El general Alexander me dirigió la siguiente respuesta: No podré juzgar el efecto de nuestro cañoneo más que por la intensidad del tiro con que responda el enemigo. Su infantería está poco expuesta a nuestra vista y el humo oscurecerá todo el campo de batalla. Si, como su nota lo deja suponer, hay otra posibilidad que no sea este ataque, ésta debe ser juiciosamente considerada antes dw que el fuego comience, pues éste agotará todas las municiones que nos quedan.




El cañoneo confederado comienza tirando salvas de baterias, ciento cuarenta cañones en total.

Un periodista del New York World:


La artillería rebelde comenzó entonces un cañoneo de intensidad sorprendente. Sus proyectiles caían sobre nosotros como una bandada de palomas que se dejan caer sobre el suelo.

Esa tormenta estalló tan repentinamente que mató a soldados y oficiales, a unos con el cigrarro en la boca, a otros mientras comían. Los caballos caían con relinchos espantosos. Las estacas de cercado volaban despedazadas, la tierra arrancada por las explosiones saltaba en nubes que nos cegaban.




Longstreet y Pickett eran viejos amigos, y Pickett, cuando habla de su jefe, lo llama afectuosamente el viejo Peter, en la carta que escribe a su novia en el momento del asalto:


Gettysburg, 9 de julio de 1863.

El viejo Peter me convocó y he partido inmediatamente para reunirme con él mientras hacía un reconocimiento de las posiciones de Meade, con el general Lee.

Cuando me aproximaba, he oído decirle: Dios mío, mi general, mire los obstáculos insuperables que nos separan de los yanquis: las escarpadas colinas, las filas de baterías, las barricadas, la línea cerrada de los tiradores. Nuestros infantes tendrán que pelear contra cañones. El enemigo está allá, general Longstreet, y es allí donde voy a golpearlo, respondió nuestro general con su voz firme y resuelta.

Hemos cabalgado juntos, a lo largo de nuestras líneas; los hombres estaban tendidos en el suelo. Se habían prohibido las aclamaciones, pero al paso de nuestro jefe bienamado se pusieron todos de pie y lo han saludado levantando el sombrero. ¡Cuánta responsabilidad la mía, para con esos bravos soldados! Y bien, querida, su suerte y la de nuestro amado Sur será decidida antes de que tus hermosos ojos negros lean estas pocas líneas garabateadas con lápiz.

Nuestra línea de ataque hace frente a la cresta del cementerio. Mis hombres están todavía echados muy cerca de mí y los rayos casi verticales de este sol abrumador de julio los queman terriblemente.

Nunca vi tan inquieto al viejo Peter. Después de mi saludo, me miró algunos instantes en silencio, luego con voz angustiada, perdiendo toda reserva, me dijo: Pickett, me crucifican. He encargado a Alexander que te diera a ti la orden de avanzar, pues yo no puedo hacerlo.




Longstreet:


Una estafeta trajo un mensaje de parte de Alexander al general Pickett que seguía a mi lado. Después de leerlo, me lo tendió. Ese mensaje decía: Si usted debe comenzar, hágalo en seguida, de otra forma mis municiones no me permitirán sostener a usted convenientemente. El fuego enemigo no ha disminuido, sin embargo, en modo alguno. Por lo menos dieciocho cañones continúan tirando desde el cementerio mismo.

Pickett me preguntó: Mi general, ¿debo avanzar?

Yo estaba tan emocionado que evitaba responder, por temor de traicionar mi falta de confianza en ese ataque. Incliné la cabeza afirmativamente y me volví para montar nuevamente a caballo. Pickett respondió inmediatamente: Mi general, llevo mi división al asalto.




El conde de París:


Pickett ha hecho señalar a todos sus soldados el objetivo de la carga que van a ejecutar. En el momento en que se forman las filas, muchos de ellos no se levantan: el suelo está sembrado de hombres muertos, heridos o atacados de congestión, pues un sol más ardiente que la víspera ilumina este sangriento día. Pero todos los hombres sanos están en su puesto, y luego, un espectáculo sorprendente arranca tanto a los enemigos como a los amigos un grito de admiración. Abrasándose de ardor como si fuese al asalto del mismo Capitolio de Washington, y entre tanto marchando a un paso ordenado para no romper sus filas, la división de Pickett se mueve, firme y silenciosa, en un orden magnífico.




Un infante de un regimiento de Illinois (norteño):


El fuego confederado se concentraba en las posiciones sostenidas por dos divisiones de efectivos reducidos. Antes que cesase, de los cinco comandantes de baterías pertenecientes a las dos divisiones, tres habían sido muertos, uno herido, uno solo estaba todavía ileso. Habían matado doscientos cincuenta caballos de baterías.

Al fin un infante gritó: ¡Gracias a Dios, he aqui la infantería enemiga! Expresaba así el sentimiento de todos sus camaradas. Cualquier cosa antes que la inacción bajo ese terrible cañoneo.




El general Regis de Trobriand se ha alistado como coronel del 54º Nueva York, regimiento de voluntarios franceses reclutado durante el verano de 1861. Comanda una brigada en Gettysburg, y, desde la oresta del cementerio, ve a los hombres de Pickett ir a la carga:


Las filas terminaron por confundirse y no formaron más que una masa desatada en la que los hombres corrian, rodaban y caian confusamente, y donde el cañón abría calles ... Los oficiales, la espada desenvainada, marchaban en las primeras filas, algunos coroneles precedian a sus regimientos ametrallados. Sus hurras se escuchaban en medio del estruendo de la artillería y de la fusilería; ellos subían como las olas en las rompientes. Se jugaban el todo por el todo. Vinieron a dar primero sobre dos regimientos de la derecha de Gibbon, cubiertos por un frágil muro de piedras. Se lanzaron sobre el obstáculo con ímpetu, empujando a las tropas que lo defendían, y en algunos saltos más, estuvieron entre nuestros cañones. Los hombres desalojados de la primera linea corrieron a unirse con los regimientos de la segunda, y volvieron juntos sobre los asaltantes. Durante algunos minutos, se peleó alli sobre las piezas, con tiros de fusil, a bayonetazos, a culatazos, dando golpes con atacadores de cañón; y el suelo se cubria literalmente de muertos y heridos.




Los hombres de Pickett lo llamaban afeotuosamente Marse George (el diminutivo Marse por Master = Amo era muy empleado en el Sur. También los soldados al hablar de Lee lo llamaban Marse Robert).

Pickett a su novia:


En el momento en que los conduje al ataque, mis bravos mozos estaban esperanzados y seguros de la victoria. Allá, en la cima del cementerio, los federales asistieron a un espectáculo jamás vísto antes: un ejército que formaba sus lineas de ataque al descubierto, bajo sus ojos, que luego cargaba sobre una distancia de casi una milla. ¡Ay! todo ha terminado ahora, la terrible lluvia de balas y granadas no es ahora más que un grito, un jadeo.

Los oígo todavía vitorear cuando les di la orden de: ¡Adelante! y la alegria que habia en su voz cuando respondian: Lo seguiremos, Marse George, lo seguiremos. ¡Ah ! Cuán fielmente me han seguido hacia su muerte. Soy yo quien los he llevado a ella, siempre avanzando, avanzando ... ¡Oh! ¡Dios mio!

No pude escribirte una carta de amor hoy, Sally mia. Si yo no te tuviera, preferiría mil veces reposar con ellos en una tumba anónima.

Tu soldado desesperado.




El coronel inglés Fremantle estaba agregado al ejército confederado en calidad de observador:


Por primera vez, mi mirada abarcaba el vasto espacio descubierto que se extendia entre las posiciones de los dos ejércitos, y vi que hormigueaban confederados que venian hacia nosotros lentamente en pequeños grupos, en desorden, con la cabeza baja.

El general Longstreet me explicó que la división de Pickett había tomado la posición enemiga y capturado sus baterías, pero que, después de veinte minutos de lucha, tuvo que batirse en retirada, pues Heth y Pettigrew habían retrocedido sobre la izquierda.

Poco después, me reuni con el general Lee que había venido al frente no bien captó el desastre. Si bien el comportamiento de Longstreet fue admirable, el de Lee fue sublime. Se ocupaba de reunir y alentar a sus tropas desmoralizadas, cabalgando solo a lo largo y a lo ancho, un poco más allá del bosque. Su rostro, siempre sereno, no dejaba traslucir ningún signo de decepción, de preocupación o de irritación. Dirigía algunas palabras de aliento a cada soldado que encontraba: Todo se arreglará. Hablaremos de ello más tarde, pero por el momento todos los buenos soldados deben unirse. En este momento necesitamos de todos los corazones valerosos. Hablaba a todos los heridos que encontraba y exhortaba a los que lo estaban levemente a curar sus heridas y a volver a tomar un fusil en ese momento crítico. Pocos eran los que no respondían a su llamado, he visto a muchos malheridos quitarse el sombrero para aclamarlo.

Dírigiéndose a mí, el general me dijo: Coronel, ésta ha sido una jornada muy triste para nosotros, pero no siempre podemos obtener victorias.

El general Wilcox se acercó a él casi llorando, para explicarle en qué estado se hallaba su brigada. Mientras le estreehaba la mano con calor, el general Lee le respondió: No importa, general, todo ha sido por culpa mía, 10Y yo quien ha perdido esta batalla y usted debe ayudarme ahora como mejor pueda.

Su única preocupación era levantar la moral de sus tropas y reanimar su coraje, cargando magnánimamente toda la responsabilidad del fracaso sobre sus propios hombros. Era imposible mirarlo actuar y escucharlo sin experimentar por él la más viva admiración.




Después de la batalla. El general Imboden, que protegerá la retirada del ejército confederado, conversa con Lee:


El ejército confederado había sido rechazado cuando llegó la noche, poniendo fin a los combates. Todos sabíamos que la suerte nos había sido adversa, pero sólo nuestros jefes conocían toda la importancia del desastre. Según la opinión general, la matanza había sido espantosa. No obstante, no había sido una retirada, y los soldados pensaban que se reiniciaría el combate al despuntar el alba.

La noche era templada. Algunas pocas fogatas de campamento brillaban, y los soldados, agobiados de cansancio, estaban tendidos en pequeños grupos, sobre la hierba tupida. Discutían los acontecimientos del día y trataban de adivinar lo que pasaría al día siguiente, mientras vigilaban que los caballos no se perdiesen, mientras pacían. Hacia lai once, un jinete vino a buscarme para conducirme junto al general Lee. Monté presto en mi caballo. Cuando llegamos al lugar indicado pudimos ver, desde el camino, al resplandor vacilante de una sola candela y por la abertura de una tienda, a los generales Lee y Hill, sentados en unos catres, con un mapa extendido sobre las rodillas. Desmonté y me aproximé a ellos. Luego de haber intercambiado los saludos usuales, el general Lee me ordenó volver a su cuartel general y esperarlo allí. Lo hice. Llegó hacia la una de la mañana, al paso lento de su caballo, solo y sumido en sus pensamientos.

Ningún centinela estaba apostado delante de su tienda y ningún edecán vigilaba. La luna estaba alta en el cielo claro. Aproximándose, nos divisó echados en la hierba, bajo un árbol. Detuvo su caballo derrengado y trató de descender. Sus movimientos traicionaban una fatiga tan profunda que me precipité para ayudarlo. Antes que hubiese llegado junto a él, había logrado poner pie en tierra; luego, extendiendo el brazo a lo largo de la silla. para descansar, quedó apoyado contra su caballo, en silencio, con los ojos fijos en el suelo y sin moverse. Las dos siluetas formaban un grupo conmovedor e inolvidable. La luna iluminaba en pleno los rasgos desencajados del general, cubiertos de una expresión de tristeza que jamás le había visto antes.

Intimidado por su actitud, esperaba que fuese él el primero en hablar; pero el silencio se volvió tan embarazoso que, para romperlo y cambiar el curso de sus pensamientos, me arriesgué a decir, mientras hacía alusión a su gran fatiga: Mi general, este día ha sido duro para usted. Volvió a levantar la cabeza y respondió con un tono cargado de melancolía: Sí, fue un triste, triste día para nosotros, y volvió a sumirse en sus pensamientos.

No osando interrumpir de nuevo su meditación, guardé silencio. Al término de uno o dos minutos, se irguió cuan alto era, y, volviéndose con una animación y emoción que no le había visto nunca, pues era un hombre de una uniformidad espiritual notable, me dijo con voz temblorosa: No he visto jamás un ataque tan magnífico como el de los virginianos de la división de Pickett, hoy. Si hubiesen contado con un apoyo como el que se les debía haber dado -pero por una razón que sigo ignorando, no lo han recibido- habríamos podido ocupar la posición enemiga y ganar la batalla. Después de una corta pausa, agregó con voz fuerte y con tono angustiado: ¡Qué desgracia! ¡Oh! ¡Qué desgracia!


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