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CAPÍTULO X

LOS BURLADORES DEL BLOQUEO

La guerra no tiene lugar en las campos de batalla: el Sur necesita comprar municiones y, con este objeto, vender su algodón. Pero la flota federal bloquea sus costas. Aquí interviene una categoría de aventureros de los cuales Margaret Mitchell, en Lo que el viento se llevó, ha tomado el personaje de Rhett Butler: los burladores del bloqueo. Su bravura es grande, pero muchos de ellos no sueñan sino con enriquecerse.

Un charlestoniano, W. Peak:


Durante las largas semanas del bombardeo de Charleston, el único acontecimiento que nos distraía, era la llegada de alguno de los que forzaban el bloqueo. Con el tiempo, su habilidad se volvía casi increíble. También en las noches oscuras, esos hábiles marinos llegaban a orientarse por entre los canales tortuosos del puerto.

El tener relaciones con uno de ellos se consideraba entonces como una suerte inesperada. Eso hacía esperar, al menos en parte, que no faltasen algunas de las diversiones y dulzuras de la vida. Para las damas consistía, de vez en cuando, en un vestido de seda que despertaría la envidia y la admiración de todos; para los hombres un aprovisionamiento de whisky, una o dos cajas de cigarros o una despensa bien provista de queso de Stilton o de frutos de las Antillas. Más tarde, el gobierno de Richmond prohibió por decreto la importación de los artículos de lujo y restringió el cargamento de un barco a los únicos productos necesarios para la prosecución de la guerra y para las mercaderías de vital importancia.




El capitán A. Roberts, dueño de un vapor que rompió el bloqueo:


Antes de volver a partir, conocí a una sureña y le pregunté qué cosas les hacían más falta a las mujeres de los Estados de la Confederación. Me respondió secamente: A mi parecer, señor, corsés. Así decidí comprarlos en cantidad. Cuando llegué a Glasgow, fui a un gran negocio donde asombré a un joven vendedor pidiéndole mil corsés. En la misma ocasión, compré quinientas cajas de píldoras Cockle (digestivas) y una cantidad de cepillos para dientes. ¡Y heme aquí de retorno en Wilmington con todas esas mercancías para vender! Los corsés estaban en buen estado, pero esas infelices pildoritas Cockle habían salido de sus cajas y rodaban en todos los sentidos, sobre el piso de mi cabina. Comenzaba a pensar que había cometido un grave error, cuando subió a bordo un hombre y me preguntó si quería tratar con él. Lo llevé a mi cabina y le hice tragar tres o cuatro vasos de aguardiente antes de hablar de negocios. Me basta decir que me compró todos los corsés al precio astronómico de doce chelines cada uno, lo cual me dejaba un beneficio neto de más de mil por ciento.

No olvidaba, sin embargo, las Cockle, pero con gran desilusión, el traficante no había oído hablar jamás de ellas. Me abstuve de mencionar los cepillos para dientes, pues un hombre que no conocía las píldoras Cockle no sabría ciertamente lo que era un cepillo para dientes. De pronto, mientras me tomaba por el brazo, me preguntó: Dígame, capitán, ¿no tendría tornillos para ataúdes? Su pregunta me sorprendió, pero me explicó que no era posible fabricarlos en los Estados del Sur, lo que hacía delicado el transporte de los difuntos.




A medida que el Norte desarrolla su marina, el bloqueo se estrecha. El doctor Paul Barringer cuenta los recursos a los que los sureños deben acudir:


No tardó el bloqueo en impedir la llegada de té y de café, y nos obligaron a usar productos que los reemplazasen. Bebíamos un té fabricado de raíces de zazafrás, limpias y secadas, a las que llamábamos bromeando, Grub Hyson, marca renombrada de té de antes de la guerra.

A guisa de café, hacíamos secar y tostar trígo, centeno y ñames.

Tía María Barringer tenía la suerte de poseer un saco lleno de moka y medio saco de café de Java. Pero su contenido disminuyó rápidamente y, a fin de economizar ese precioso producto, se vio obligada a emplear cereales. No obstante, cuando recibía a un teniente, ordenaba a la cocinera que agregara tres granos de Java y de moka; un capitán tenía derecho a cinco granos, un mayor a diez, un coronel a quince, y, para un general de brigada (eran pocos), se ponían veinte.

Llegó el día en que el salitre proveniente de Chile no pudo romper el bloqueo. También el Sur se vio obligado a buscar entre sus propíos recursos ese producto esencial para la fabricación de explosivos. Fue entonces cuando los carros recolectores de aguas servidas comenzaron a hacer sus recorridos para recolectar la orina de la noche y transportarla a unos cubos, donde, después de hervirla, se le extraía la urea y otros elementos azoados. Estos se enviaban a Augusta (Georgia) donde se hallaba la fábrica para la preparación de la pólvora. Esta fábrica llegaba apenas a proporcionar los explosivos necesarios para las necesidades del ejército, día a día.

Más tarde, la necesidad de salitre fue tan aguda que viejas chozas construidas sobre pilotes fueron levantadas mediante palancas para que algunos hombres se deslizasen debajo para juntar la delgada capa de tierra arcillosa impregnada de nitrógeno. Hemos oído también decir que en Virginia y en Kentucky, bajaban a los sótanos donde se cobijaban los murciélagos para arañar sus excrementos depositados en el suelo.

Wilmington, en Carolina del Norte, era el único de nuestros puertos que había quedado abierto al comercio. Los que rompieron el bloqueo llevaban allá municiones, pero también diarios y libros. Tío Víctor estaba abonado al London Times, y lo leía y releía hasta que las hojas se le caían en pedazos, tan hambriento estaba de noticias de Europa.




James Morgan, aspirante del Georgia, corsario confederado, evoca la vida en tierra de los marinos que burlaban el bloqueo:


A bordo del Herald, un poco después del alba, hemos entrado en el pintoresco puerto de St. George, en las Bermudas. Ocho o diez burladores de bloqueo se hallaban en la rada. Los capitanes y oficiales de esos barcos se hospedaban en un hotelito enjalbegado, donde también lo hicimos el comodoro y yo. Eran temerarios de esta divisa: comer, beber y darse buena vida, dado que uno puede morirse mañana. Sus orgías me hacían pensar en la vida que debían llevar los rudos piratas de las Antillas en esos pequeños puertos escondidos.

Los oficiales al servicio de esos burladores del bloqueo no habían debido ganar nunca más de cincuenta a setenta y cinco dólares por mes. Ahora, llegaban a cobrar hasta diez mil dólares oro por un viaje de ida y vuelta. Por añadidura, tenían derecho a transportar por su propia cuenta mercaderías que revendían a precios fabulosos. En las Bermudas, esos hombres parecían presa de una sed crónica que sólo el champaña podía calmar. Uno de sus pasatiempos favoritos consistía en instalarse en las ventanas con un saco de chelines, que arrojaban, a manos llenas, a los negros desocupados, por el solo placer de vérselos disputar.




Cuando Sherman sitia a Savannah, la señora Appleton, con su hijo inválido, se escapa a Wilmington, en Carolina del Norte. Terminan por hallar pasaje a bordo del Hansa.

Señora Appleton:


St. Thomas, Antillas.

16 de febrero de 1865.

Hemos partido de Wilmington (Carolina del Norte), bajo la lluvia, el 31 de diciembre a mediodía, a bordo del Hansa, vapor que burló el bloqueo. Permaneció anclado en la desembocadura del río Cape Fear, hasta el 3 de enero de 1865.

Todo listo, luces apagadas, etcétera, partida a medianoche. Papeles, dinero y objetos de valor en paquetitos para llevar o destruir en caso de que los barcos del bloqueo nos atraparan o nos forzaran a encallar. Sin embargo, nuestro barquito cargado hasta el tope de algodón y conducido por una tripulación audaz, resuelto a perder todo, antes que ser inspeccionado, pasó entre los barcos enemigos. Todo ha ido bien hasta el miércoles al alba, día en que divisamos una vela. Un navío de guerra yanqui, el Vanderbilt, nos ha visto y comenzó la persecución. El capitán ordena todo vapor a riesgo de hacer estallar las calderas y continuamos nuestra ruta a toda velocidad.

El Vanderbilt dispara sobre nosotros, pero conservamos nuestra ventaja. Bajo el agua verde, se pueden ver los arrecifes de coral. Nuestro piloto, originario de las Bahamas, sentado, impasible como una estatua en la timonera, levanta una mano o la otra para guiar al timonel. Para aligerar peso, la tripulación, mientras suspira por tal sacrificio, arroja por encima de la borda bala tras bala de algodón que valen casi su peso en oro. Cerca de ochenta balas han desaparecido así. Los fondos se vuelven demasiado poco profundos para nuestro perseguidor y nos salvamos. El Vanderbilt tira una vigésima granada que cae en nuestra estela. La tripulación del Hansa, vitoreando, saluda tres veces con el pabellón confederado a su enemigo burlado.

El miércoles 6 de enero de 1865, a las once de la mañana hemos llegado a Nassau, en las Antillas.




Desde el comienzo de la guerra, Jefferson Davis dÍstribuye cartas de marca a los corsarios, el más famoso de los cuales es el Alabama (finalmente hundido frente a Cherbourg en junio de 1864).

Un suizo, el coronel Lecompte, que sirve a los norteños:


El Alabama apareció en los mares en el verano de 1862. Ese magífico steamer de hélice habia sido construido durante el invierno de 1861 en Inglaterra, en el famoso astillero de Birkenhead, por cuenta del emperador de China. Ese complaciente soberano, en el momento de recibir su navío, lo había vendido a un gentleman llamado Semmes.

Este estaba haciendo blindar sólidamente el casco y haciendo ocultar las troneras de ocho cañones cuando el ministro americano en Londres, M. Adams, se tomó la libertad de señalar al gobierno de la reina que el steamer chino podría bien no ser sino un nuevo corsario confederado. Pidió pues una investigación, esperando que se impidiera la botadura de ese navío. Habiendo probado la investigación que la suposición de M. Adams era fundada, se ordenó el secuestro del navío. Pero esas formalidades se prolongaron algunos días y cuando la orden de secuestro llegó a Liverpool, el 29 de julio, el Alabama había partido hacía tres horas. Su gran velocidad le permitió evitar a dos cruceros federales que lo acechaban en la marcha, y fue a anclar a las islas Azores, en el puerto de Reroeira, para reparar averías.

Allí, mientras se reparaba y equipaba, se le reunió el steamer inglés Bahama, y una barca también inglesa que le traían cañones y su tripulación. El alistamiento de guerra se efectuó rápidamente. A pesar de que las autoridades portuguesas notificaron formalmente a los tres navíos de que deberían abandonar inmediatamente el puerto, el Alabama llegó a zarpar, completamente alistado para su verdadero papel. Delante del puerto, el capitán Semmes hizo arbolar solemnemente el pabellón confederado, tomó juramento a su tripulación casi enteramente inglesa, e inició el corso. Ese mismo día, el 17 de setiembre, comenzó ya sus capturas.

El 1º de noviembre había capturado veintidós barcos, de los cuales ocho eran navíos de guerra. El 7 de diciembre, se apoderó, cerca de Cuba, del rico steamer Ariel, de la línea calíforniana de Nueva York al istmo de Panamá, y desde ese momento, no hubo semana durante la cual la marina mercante de la Unión no hubiese registrado algún desastre en su acción. El 11 de enero de 1863, el Alabama cumplió una hazaña más grande aún: dispersó la flota federal delante del puerto de Galveston, que los confederados acababan de tomar, y mandó a pique a la Hatteras, la bella fragata de los Estados Unidos.

Los corsarios tenían como consigna, dada por el presidente Jefferson Davis, destruir, hundir o quemar todos los navíos portadores del pabellón de los supuestos Estados Unidos. Ejecutaron eficazmente esa consigna, pero teniendo cuidado, primero, de apropiarse de todo lo que tenía de precioso y transportable el barco abordado. La tripulación obtenía así la mitad del valor del botín, y la del Alabama hizo fortuna. Otra manera más humana de aumentar los beneficios consistía en hacer firmar a los oficiales capturados compromisos, con garantía, de una cierta suma a pagar mediante la cual el barco sería restituido. Es así como se liberó al Ariel, después que el capitán se hubo comprometido a pagar una suma de 228.000 dólares al finalizar la guerra. Los tripulantes hechos prisioneros eran generalmente bien tratados y desembarcados en el primer puerto neutral o remítidos al primer barco neutral que se encontrara.

El hecho de que se acogiera por lo general favorablemente a esos corsarios en los puertos de Inglaterra y de Francia pero, de Inglaterra sobre todo, y que un gran número de ellos fuesen, como el Alabama, de origen puramente inglés, tripulados por ingleses, y no teniendo de confederado americano nada más que el pabellón y el capitán, fueron circunstancias que causaron en los Estados Unidos una cólera contra Inglaterra aún no extinguida.




El capitán Semmes relata la captura de un ballenero por el Alabama.


En el atardecer, mientras navegábamos a lo largo de la costa de la isla Flores, la más occidental de las Azores, iniciamos la caza de un gran barco que, de lejos, se asemejaba a una fragata. Después de habernos observado izar el pabellón de los Estados Unidos, se encaminó hacia nosotros sin imaginar que se arrojaba en brazos del enemigo. Era el ballenero Ocean Rover cuya base era New Bedford, en Massachusetts. Navegaba desde hacía tres años y cuatro meses, y ya había hecho llegar uno o dos cargamentos de aceite a ese puerto. Volvía a entrar ahora con mil cien barriles.

Como era casi de noche, en el momento de la captura, di orden al Ocean Rover de ponerse al pairo. Pero el capitán, sabiendo por algunos de mis marineros que yo había permitido al capitán y a la tripulación de otro barco llegar a tierra en sus propias embarcaciones de salvamento, me pidió autorización para hacer lo mismo. Acepté, y le otorgué también, como de costumbre, el permiso de llevarse todas las provisiones necesarias, así como los efectos personales de la tripulación. Menos de dos horas después, atracó a lo largo del Alabama con seis embarcaciones cargadas, cada una, con seis hombres. No pude dejar de sonreír al ver la cantidad de cosas que ese hombre ambicioso había reunido en sus embarcaciones. Estaban llenas hasta el tope de todo un baratillo, que iba desde los cofres de los marineros y de sus hamacas hasta el gato montés y el loro de abordo.


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