Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VII

EL SUR DEFIENDE A SU CAPITAL

100.000 norteños han desembarcado en Virginia. Su jefe, McClellan, tomó por objetivo a Richmond, capital del Sur. La inferioridad numérica de los confederados no les permite oponerse a McClellan. Además el jefe sureño Lee decide una estratagema contra el ejército federal que por el valle del Shenandoah, debe reunirse con McClellan. Stonewall Jackson se encarga de ejecutar la maniobra con una veintena de millares de hombres.

Un oficial sureño:


El gran valle de Virginia se extendía delante de nosotros en toda su belleza. El verde delicado y brillante de los campos de trigo, interrumpidos por bosquecillos, se extendía hasta perderse de vista. Allí donde el terreno se prestaba, se levantaban pintorescos y viejos molinos que se apresuraban a moler la cosecha precedente. En el medio de esas colinas y de esos boscajes se elevaban ricas moradas. La brisa primaveral esparcía sobre todo ese paisaje una suave gracia.

El teatro de las operaciones militares se extendía de Staunton al sur hasta el Potomac al norte, distantes el uno del otro alrededor de ciento veinte millas y sobre un ancho medio de veinticinco millas. Los montes del Blue Ridge lo limitaban al este y los Alleghanys al oeste. Esta región, drenada por el Shenandoah y sus afluentes, ofrecía una sucesión de colinas que se enderezaban a veces en laderas escarpadas.

Todos los habitantes eran enteramente devotos a la causa del Sur. Jackson, hombre del valle, era su héroe y su ídolo. Las mujeres enviaban a su marido, su hijo, o su novio al combate con la misma alegría que si se hubiese tratado de una boda.




Al norte del valle, los federales al mando del general Banks ocupan la ciudad de Winchester.

Una mujer sureña:


Winchester, principios de mayo de 1862.

Era primavera. Los árboles mostraban sus hojas tiernas, el pasto era de color verde brillante, el jardín lleno de flores y, a no ser por los soldados que desfilaban al son de la música militar, hubiéramos podido creer que habiamos reencontrado nuestra vieja existencia.

Una tarde de lluvia, cuando yo miraba por la ventana, el gran portal fue empujado y, escuadrón tras escuadrón, la caballería enemiga entró cabalgando entre los cedros que bordeaban la alameda principal. Luego, en lugar de continuar su camino por ella, la abandonaron, y se dispersaron a su antojo sobre el césped. Mil quinientos jinetes y sus cabalgaduras invadieron el parque, se instalaron aquí y allá, ataron sus caballos a los árboles y les dieron de comer. Mientras los observaba, divisé algunos soldados que arrancaban la balaustrada de madera que ornaba el muro de piedra para hacer fuego. Pronto, buen número de ellos se reunieron ante la puerta de entrada, mientras pedían que se les abriese.

Ordené a mis sirvientes que cerrasen las puertas, que echasen el cerrojo y que no respondiesen a los llamados. Nadie debió ir a la puerta, salvo yo. Durante algún tiempo, hice oídos sordos. Pero, al fin, los golpes se hicieron tan fuertes que tuve miedo de que la puerta fuese desfondada y me decidí a abrir. La entreabrí apenas, lo suficiente como para divisar a tres hombres que sostenían a uno de los suyos. Me solicitaron permiso para acostar a su camarada herido. Pero, temiendo algún ardid, volví a cerrar la puerta. Ellos se retiraron, pero otro grupo se presentó en seguida, más decidido que el primero, pues el hombre herido era su capitán. Su caballo había tropezado y el jinete se había roto la pierna. Negarles el permiso no habría servido de nada, puesto que estaba segura de que ellos se lo tomarían: así las cosas, era necesario abrirles. Transportaron al herido y lo extendieron en un diván del salón.

A partir de ese momento reinó tal confusión que me fue imposible hacer algo para detener el tropel de soldados que penetraba en la casa. Ocuparon el vestíbulo, todas las otras habitaciones y hasta la cocina. Probé de penetrar en ella para preparar la cena de los niños, pero debi renunciar. Por lo tanto María y yo subimos con los pequeños para acostarlos, mientras dejábamos a nuestros invasores en posesión de toda la planta baja.

A la mañana siguiente, descendí, decidida a obtener a cualquier precio, algo de comer para los niños. Me faltó poco para desvanecerme ante el espectáculo que me esperaba abajo: barro, barro por todos lados. Los colores de las alfombras ya no se veían, los capotes mojados goteaban de cada asiento formando grandes charcos de agua. Fui hasta la puerta de entrada y miré hacia el césped. No lo hubiera reconocido jamás: un inmenso lodazal de barro espeso había reemplazado el espléndido césped. Caballos y mulos mascaban bajo los árboles cuyas cortezas habían arrancado tan alto como les fue posible. Hombres que chanceaban y reian rodeaban los furgones de suministro recubiertos por toldos. Me aparté de ese espectáculo y regresé al salón donde lo que vi era casi tan irritante y deprimente. El hombre herido estaba extendido en el diván, pálido y con aspecto de sufrimiento. Se hallaba rodeado de muchos otros que no se movieron al entrar yo ni levantaron los ojos. Uno de ellos había arrojado su capote sobre el respaldo de un sillón hamaca, cerca del fuego, para hacerlo secar; otro raspaba el barro de sus botas sobre la magnífica alfombra de vivos colores. Tomé el capote y lo arrojé a la gradería de atrás, luego regresé hacia el sillón y me senté cerca del fuego. En eso, los hombres se levantaron, uno tras otro y abandonaron la pieza.

Algunos días después, aunque su regimiento había partido, Pratt, el herido, continuaba allí. Los médicos decían que era necesario que permaneciera acostado. Por temor de que se encontrara demasiado a sus anchas, no permití que ocupara una habitación en el piso superior y lo dejé sobre el diván del salón.

De esta manera él estaba presente cuando la familia se reunía en torno del fuego, y como hablábamos libremente conoció todos nuestros sentimientos respecto de los yanquis.

Una mañana de mayo, Pratt partió a caballo para reunirse con su regimiento.

En la ciudad ya no había ahora ningún soldado; los enviaron en persecución de Jackson por el valle.




Una brigada de infantería de Luisiana toma parte de la caballería de a pie de Jackson.

Uno de sus oficiales traba conocimiento con Pared de piedra:


Cada uno de estos cuatro regimientos de Luisiana, los 6º, 7º, 8º y 9º contaba con más de ochocientos fusiles. El 6º, reclutado en Nueva Orleáns, estaba formado por irlandeses, mozos rechonchos y turbulentos que debían ser dirigidos con mano fuerte, pero sensibles a la generosidad y a la justicia y prestos a seguir a sus oficiales hasta la muerte.

Los hombres del 8º venían de los Attakapas. Eran acadianos (franceses), raza cantada por Longfellow en su poema Evangelina. Pueblo simple y sedentario, muy pocos de los cuales hablaban inglés, y menos numerosos todavía eran los que se habían alejado más de diez millas de sus cabañas natales. Tenían la fineza de espíritu de los galos, y, como sus antepasados, eran cocineros natos. Su regimiento poseía una charanga excelente, y, apenas se prestaban el tiempo y el lugar, aun después de largas marchas, se ponían a bailar el vals o la polca con tanto entusiasmo como si sus manos hubiesen rodeado los talles flexibles de las Celestinas o las Melazies de su Teche natal. En cambio, la mayor parte de los soldados oriundos del valle eran presbiterianos de aspecto grave, que miraban con desconfianza los contoneos de los criollos y los consideraban como agentes de Satanás.

En nuestra segunda noche pasada en el campamento, recibimos la orden de unirnos al general Jackson en Newmarket, a más de veinte millas al norte. Partimos de madrugada. El tiempo era espléndido, la ruta bastante buena, y mis hombres estaban llenos de estusiasmo.

En el curso del día se adelantó un oficial a caballo para prevenir a Jackson de nuestra llegada y elegir el lugar del vivaque, que se colocó más allá del campamento de las tropas de Jackson. Con cada regimiento precedido de su charanga, de uniforme gris y polainas blancas, dispuesto en filas como en revista a pesar de haber recorrido más de veinte millas en el día, con el arma al hombro y las bayonetas brillando con los últimos rayos del sol, la brigada que contaba más de mil hombres avanzó por la carretera y torció para tomar el camino del campamento. Los hombres de Jackson, por millares, se habían reunido de cada lado para verla pasar.

Después de haberme ocupado de los detalles habituales de la instalación de un vivaque, me dediqué a la búsqueda de Jackson, a quien no había visto todavía. El oficial enviado en estafeta me indicó una silueta encaramada sobre el travesaño de una cerca que dominaba el camino y me dijo que era el general.

Saludé aproximándome y me presenté, luego esperé la respuesta. Antes de obtener una, tuve tiempo de observar con detalle un par de botas de medida gigantesca, una gorra miserable con la visera baja, una barba oscura y una mirada melancólica. Después, una voz sorda y suave me preguntó qué camino habíamos tomado y qué distancia recorrimos:

El camino de Keazletown -veintiséis millas -.

Aparentemente, ¿usted no tiene rezagados?

No lo permitiría.

Será necesario que enseñe usted eso a mis hombres; tienen demasiada tendencia a rezagarse.

Respondí con una venia. Justo en ese momento, la música de los criollos atacó un vals, y los soldados se pusieron a bailar. Buenos soldados para un trabajo tan serio, dijo Jackson, después de chupar lentamente un limón.

Bastante tarde en la noche, el general Jackson vino a buscarme junto a la fogata del campamento y se quedó algunas horas. Me advirtió que nos pondríamos en camino al alba, me hizo preguntas sobre mis hombres, cuya capacidad de marcha parecía haberlo sorprendido y luego guardó silencio. Si el silencio es oro, él era un rico filón. Chupaba limones, comía bizcochos de soldado y bebia agua. Batirse y orar parecían ser para él las dos tareas esenciales del hombre.

Al día siguiente, pasado el mediodía, llegamos a la altura de un bosque que se extendía desde los montes Blue Ridge hasta el río. De pronto, un oficial a caballo hizo señas a Jackson que volvió riendas para reunírsele. Un instante más tarde, una joven bastante linda, bien conocida con el nombre de Belle Boyd, salió del bosque corriendo. Jadeando a causa de la carrera y la emoción, necesitó algunos minutos antes de poder hablar. Luego, con locuacidad nos contó que nos encontrábamos cerca de Front-Royal, situada a la salida del bosque, que la ciudad estaba llena de federales cuyo campamento se encontraba sobre la orilla oeste, que habían dispuesto cañones para proteger el puente del camino, pero ninguno por arriba del puente ferroviario que se hallaba a nivel inferior. Agregó que los federales estaban persuadidos de que Jackson estaba al oeste de Massanutten y cerca de Harrisonburg, y nos dijo que el comandante federal, el general Banks, se hallaba a veinte millas al noroeste de Front-Royal, en Winchester, donde estaba reuniendo sus tropas dispersas para hacer frente al avance confederado que se esperaba para dentro de algunos días. Contó todo esto con la precisión de un oficial de estado mayor que hace su informe, y todos sus datos se comprobaron exactos.




Dos meses más tarde, se tomó prisionera a la espía Belle Boyd. Un diario del Norte escribió de ella: La Cleopatra de la Secesión está al fin enjaulada.

Un periodista yanqui la estrevista:


Sin ser bella, es muy seductora. Más bien alta, muy bien formada, con rostro de intelectual, y vestida con mucho gusto ...

No dudo que haya podido hacer favores al ejército rebelde, pero no comprendo por qué se le permite así, ir y venir a su antojo en nuestros campamentos y coquetear con los oficiales.

A pesar de nacer en Virginia, es más sureña que si hubiese visto la luz en Carolina del Sur. Enarbola un palmetto de oro sobre su bella garganta; un cinturón de soldado rebelde le rodea el talle, y ciñe su frente una cinta de terciopelo sobre la que brillan las siete estrellas de la Confederación.

Mientras escuchaba su relato, yo pensaba que la única alhaja que le faltaba para ser enteramente bella, era una cuerda yanqui en torno del cuello.




El oficial del ejército de Jackson prosigue:


Seguro de los datos que nos dio esa mujer, ordené paso acelerado a mis hombres, con la idea de sorprender una parte de las tropas enemigas en la ciudad y apoderarme del puente.

Antes de nuestra salida del bosque, Jackson llegó al galope, seguido por una compañía de jinetes. Me ordenó que hiciese desplegar mi regimiento en formación de cazadores sobre los dos lados del camino y que continuase así mi avance. Luego desapareció. Estuvimos pronto a la vista de Front-Royal. Pero el enemigo había recibido la alarma, y los soldados esparcidos en la ciudad se habían replegado en el campamento donde se podía divisarlos mientras se reagrupaban. Me aproximé a Jackson para sugerirle que atravesara el puente de la vía férrea marchando por las traviesas, puesto que los cañones enemigos lo amenazaban menos directamente que el puente carretero superior. Movió simplemente la cabeza en señal de aprobación.

Al 8º regimiento que se hallaba muy cerca, a la derecha, el coronel Kelly lo hizo atravesar bajo un fuego de artillería bastante vivo. Varios hombres heridos desaparecieron en el agua oscura, pero el avance continuó tan rápidamente como lo permitía la dificultad de correr por las traviesas. Kelly alcanzó la orilla opuesta con los primeros hombres de su columna. En eso el enemigo prendió fuego al puente carretero inflamando combustibles colocados con ese propósito en medio del puente.

La pérdida del puente nos habría demorado considerablemente, pues el puente del ferrocarril estaba al descubierto. Eché una mirada rápida a Jackson que, cerca de mí, observaba el avance de Kelly. De nuevo meneó la cabeza y mis hombres se precipitaron hacia el puente. Gracias a la nube de la humareda y a la rapidez del movimiento, llegamos a buen puerto. Pero nos había costado bastante. Mi caballo resultó lastimado, mis ropas deterioradas y muchos soldados se quemaron bastante seriamente mientras arrojaban las teas inflamadas al río. Estuvimos rápidamente en la otra orilla, y el enemigo, abandonando equipos, cañones y prisioneros, se dio a la fuga hacia Winchester.

Cuando emergía apenas de las llamas y de la humareda, encontré a Jackson a mi lado. No he comprendido cómo había pasado el puente obstruido por mis hombres que lo atravesaban corriendo.

Muy tarde en la noche, Jackson surgió de la oscuridad y se sentó cerca del fuego. Me hizo saber que partiríamos juntos a la mañana siguiente; luego reinó el silencio de nuevo.

Durante dos horas se quedó sentado, silencioso y sin moverse, los ojos fijos sobre las llamas, y pensé que estaría orando silenciosamente. Quedó sentado así toda la noche.

Al alba, la columna formada por mi brigada, por un destacamento de caballería y por una batería de artillería Rockbridge se puso en marcha, Jackson a la cabeza. El mayor Wheat y su batallón de Tigres recibieron la orden de proteger los cañones. Buenos caminadores, trotaron a los costados de la artillería a caballo, sobre los talones de Jackson, y, al cabo de varias horas se habían adelantado a nuestra columna.

El ruido de unos disparos hacia adelante, seguido por alaridos salvajes, me hizo ordenar paso gimnástico, y presto divisamos un espectáculo sorprendente. Jackson había alcanzado la gran ruta del valle en Middletown, a doce millas al sur de Winchester, ruta en la cual un importante destacamento de caballería federal, engrosado por un tren de furgones, se apresuraba hacia el norte. Con su puñado de hombres, dio el ataque, llegó al límite de su resistencia y capturó hombres y aprovisionamiento.

A la mañana siguiente, en marcha desde el alba, llegamos a Kernstown, a tres millas de Winchester. De allí, se podía oír el fragor de un cañoneo sostenido y el crepitar de los fusiles. Un oficial, que se aproximaba al galope, pidió que me reuniera con Jackson. Lo encontré, después de haber recorrido una milla a caballo: Winchester estaba a la vista, a una milla hacia el norte. Al oeste, un importante destacamento de federales, apoyados por cañones, ocuparon una alta cima que dominaba el terreno hacia el sur y el este. Jackson estaba en el camino principal y cerca de él se hallaban varios regimientos que se protegían cuerpo a tierra, pues el tiro que venía de la cumbre era mortífero. Jackson, impasible como siempre, señaló la cúspide y me dijo: Es necesario que la tome usted por asalto. Respondí que mis hombres estarían allí antes de que yo hubiese terminado de reconocer el terreno.




La dama de Winchester ve regresar al ejército de Banks:


En la noche del 22 de mayo de 1862, parte de las tropas de ese ejército supuestamente triunfante llegó a la ciudad a gran galope.

Se dieron órdenes rápidamente y las tropas comenzaron los preparativos con vistas a una operación que parecía importante. Yo estaba en la ciudad por negocios, y me apresuré a volver a entrar a casa cuando reparé en ese zafarrancho de combate. Cuando llegué a la altura de la casa del señor Patrick Smith, un oficial se apeaba frente a la reja de entrada. No sé lo que me impulsó, pero me detuve y le pregunté dónde se hallaba el general Banks. Me miró un momento con desconfianza y cólera, luego me respondió que éste se acercaba a la ciudad y estaría en ella esta misma noche. N o he comprendido nunca por qué me había dado ese dato. Sin duda me tomaba por una simpatizante norteña. Pero ese detalle me bastaba. Sabía de esta manera que los federales retrocedían porque estaban vencidos. Me obligé a continuar mi camino con un aspecto triste y contenido, pero la gente con quien me cruzaba un poco más lejos supo descubrir mi triunfo interior en mi rostro y en mi modo de andar. Cuando regresé a casa, cuchicheé la novedad a María y me senté tranquilamente para la comida, sin una palabra a los muchachos ni a los pequeños.

Unos soldados pasaban continuamente delante de la casa como para observar lo que allí pasaba.

Envié los niños a la cama temprano, apagué las luces, eché el cerrojo a las puertas de la planta baja y me senté en mi habitación del primer piso, esperando lo que iba a llegar.

Al día siguiente al alba, el estruendo del cañón me despertó. Desde las primeras horas de la mañana, el tiroteo y el cañoneo aumentaron y se aproximaron más. Los soldados federales mostraban una cierta agitación.

La morada de los Mason había servido largo tiempo de cuartel general al regimiento del Maine, hallándose su acantonamiento en el parque. Esos valientes soldados tomaron la fuga temprano, dejando su breakfast cociéndose en las cocinas, obsequio que los rebeldes apreciaron mucho. Harry y Allan llegaron corriendo para anunciarme que desde lo alto de la casa donde ellos se habían apostado, podían divisar nuestra bandera que avanzaba detrás de la colina, viniendo del sur.

Desde la puerta de entrada, podía observar la bajada de la colina cubierta por tropas federales, una larga línea de hombres de azul alineados justo al resguardo de la cima; y, delante de ellos, una batería vomitaba llamas sobre los confederados que avanzaban hacia la cumbre. De pronto, vi una larga hilera regular de gorras grises (uniforme del Sur) que traspasaban la cumbre; luego aparecieron sus siluetas con el estandarte desplegado. El tiro del cañón cesó rápidamente; y, cuando los soldados tendidos detrás de los cañones se levantaron, sufrieron un tiroteo que los hizo dispersarse rápidamente. Algunos cayeron en su puesto; pero el número más grande huyó hacia lo bajo de la colina aumentando el tropel de fugitivos que se desprendía de cada calle, de cada callejuela, a través de los jardines y por arriba de los setos, hacia la carretera que llevaba a Martinsburg. Era un rebaño desordenado, una masa confusa y atemorizada cuya loca huida se perdía en las nubes de polvo levantadas por su carrera. No se distinguía más que una ola de color azul que se desplazaba como una nube en la lejanía.




El oficial de Jackson:


Valerosamente, la batería de Rockbridge hacía frente al enemigo para efectuar una estratagema. Cabalgando en el flanco izquierdo de mi columna, entre ella y el fuego de los federales, vi a Jackson a mi lado. A mi parecer, no era el lugar para un comandante en jefe, por lo que me tomé la libertad de decírselo, pero no prestó atención. Muchos hombres cayeron, y el silbido de las balas y de las granadas hizo bajar numerosas cabezas. Esto me irritó, pues no era nada al lado de lo que quedaba por hacer. Olvidando la presencia de Jackson, grité: ¡Buen Dios! ¿Qué es lo que os pasa para esconderos? ¡Si esto continúa, os hago quedar allí durante una hora! El tono duro de una voz bien conocida trajo el efecto deseado, y, rápidamente, mis hombres parecieron haberse tragado una estaca. Pero no olvidaré la mirada sorprendida y reprobatoria de Jackson, cuando grité: ¡Buen Dios! Mientras posaba su mano sobre mi hombro, me dijo con voz dulce: Temo que usted sea un hombre sin religión. Y, volviendo sus riendas, emprendió el camino hacia la carretera.

Una vez enfrentada a su tarea, la columna dio cara al enemigo y comenzó a subir al asalto de la cresta. En ese momento, el sol se levantó sobre los Blue Ridge, en un cielo sin nubes. Era una hermosa mañana dominguera, el 25 de mayo de 1862.




La dama de Winchester:


Me puse un sombrero y descendí a la ciudad, donde fui testigo de escenas que superan a mis pobres medios de descripción. Hombres de edad, mujeres, ladies, y sus niños, pudientes y humildes, pobres y ricos, se apresuraban a lo largo de las calles. Algunos lloraban o se retorcían las manos de dolor ante los cadáveres de los que habían caído bajo sus ojos, otros gritaban de alegría aclamando la llegada de la victoriosa Stonewall Brigade y otros daban gritos de triunfo a causa de la derrota enemiga.




El oficial de Jackson:


Estuvimos en seguida en las calles de Winchester, vieja ciudad pintoresca de alrededor de cinco mil habitantes. Algunos combates callejeros, pero que no impedían a nadie estar afuera, aun a los niños y las mujeres. Todos deliraban de alegría, lamentándose solamente de que tantos yanquis hubiesen podido escapar.

Una dama en los treinta y cinco, fresca y agradable de ver, con grandes ojos brillantes y tobillos finos, muy orgullosa de sus atributos y que se mostraba particularmente demostrativa, exclamó: ¡Oh, llegáis demasiado tarde, demasiado tarde!

Al escuchar eso, un gran criollo del Teche salió de las filas del 8º regimiento que pasaba justo en ese momento, la tomó en sus brazos, posó un beso sonoro en sus labios rojos, y gritó: Señora, nunca llego demasiado tarde. Se elevó una gran carcajada, y la dama se escapó ruborizada.




Pero mientras Jackson derrota a los federales en el valle, el ejército de McClellan que viene de la costa avanza lenta pero seguramente sobre Richmond.

Una mujer sureña de Richmond:


14 de mayo de 1862. Toda la población está angustiada. Ayer, le he oído decir aun alto funcionario, conmovido de pánico: Norfolk ha sido tomada, Richmond lo será dentro de poco, Virginia se rendirá, y luego no me quedará más que huir como exiliado y mendigo. Muchos otros son también pesimistas, y como acaece demasiado a menudo en los momentos difíciles, hacemos responsables de todas nuestras desgracias a la incompetencia o la traición de los responsables. El mismo general Lee no escapa a la censura, y el presidente está expuesto a los más amargos reproches. Las autoridades de Richmond, asustadas por la falta total de defensa de la ciudad, han nombrado una comisión y concedido fondos para completar rápidamente los trabajos de barrera sobre el James y la fortificación de Drewry's Bluff, a fin de impedir un ataque de la capital, por el río. Este ha sido obstruido por el hundimiento del vapor Patrick Henry y otros barcos en el canal. Se piensa que era ése el tema respecto del cual el señor Davis y el general Lee se han puesto de acuerdo durante corta entrevista.




Davis, presidente de la Confederación, visto por una joven:


Durante todos esos acontecimientos se veía regularmente en las calles la silueta pintoresca del presidente Davis. Era un hombre grande, esbelto, de maneras corteses hacia todos y, no obstante, llenas de dignidad y cuyo andar dejaba adivinar al viejo militar. Sus ropas estaban cortadas en el paño gris de los confederados, y llevaba sombrero de fieltro de anchas alas. Montaba admirablemente. En su juventud, había frecuentado la Academia Militar de West Point, de donde había ido a la frontera noroeste de aquella época, para participar de la guerra contra el jefe indio Black Hawk. Más tarde, se había distinguido en Monterrey y en Buena Vista, en la guerra contra Méjico. En la época en que nosotros lo conocimos, sus maneras y su comportamiento dejaban adivinar esa formación militar. Se decía que él se sentía desorientado en su escritorio de presidente, ocupado en las cuestiones administrativas.

El general Lee hablaba de él como del mejor de los consejeros militares. En efecto, él hubiera preferido hallarse en el ejército; y, después de la noticia de un combate iniciado en los alrededores de Richmond, saltó sobre la montura y partió.




Sin embargo, McClellan escribe a su esposa:


Nuestra vanguardia continúa su avance, y yo hago hacer reconocimientos en diversas direcciones. Ganamos un poco más de terreno cada día, pero nuestra marcha es muy lenta a causa del estado deplorable de los caminos, así como su estrechez y su número reducido. Es penoso que nuestro avance sea retardado de este modo. Mi único consuelo es que se torna materialmente imposible ir más de prisa: ¡Imagínate que se han necesitado cuarenta y ocho horas para hacer avanzar dos divisiones y su comitiva, unas cinco millas solamente! Es verdaderamente el colmo de la lentitud. En tiempos lluviosos, el mejor medio para ir rápido es no moverse.




La batalla de Richmond comienza.

Una joven de la ciudad:


Cuando, en la tarde del 31 de mayo, se supo que la batalla de Seven Fines había comenzado, las mujeres de Richmond continuaron ocupándose tranquilamente de sus quehaceres cotidianos, sin dejar traslucir la angustia que las oprimía. Había suficientes cosas que hacer para prepararse a recibir y curar a los heridos. Sin embargo, como lo probaron los acontecimientos, todo lo hecho se consideró francamente insuficiente. La noche trajo un cese en el bombardeo. La gente se tendió vestida sobre su cama, sin poder dormir, mientras que los combatientes, al límite de sus fuerzas, dormitaban apoyados contra sus armas. Al día siguiente, desde el alba, toda la ciudad estaba en las calles. Ambulancias, camillas, carretas, todo lo que podía rodar iba y venía con su espantoso cargamento.

Mujeres de rostro desencajado se deslizaban con la cabeza descubierta a través de las calles, en busca de sus muertos o de sus heridos. Las salas de lectura de los diferentes templos estaban llenas de damas que ayudaban como voluntarias en tareas de costura y tan rápidamente como sus dedos y sus máquinas se lo permitían, improvisaban las sábanas que reclamaban los cirujanos. Hombres demasiado viejos o inválidos para poder batirse iban al encuentro de las ambulancias, a caballo o también a pie. Llegó a suceder que algunos escoltaron de este modo a sus hijos agonizantes.

La tarde del día siguiente, las calles de Richmond presentaban el espectáculo de un vasto hospital. A fin de proteger a los heridos, algunos edificios deshabitados se volvieron a abrir.

Recuerdo sobre todo el hotel San Carlos. El frescor de sus enormes y lúgubres salas hacía bien; pero ¡qué espectáculo! Hombres sufriendo todas las heridas y mutilaciones imaginables estaban tendidos hasta sobre el piso con una mochila o una manta a guisa de almohada, a veces. Algunos agonizaban; todos sufrían horriblemente esperando que los curasen. Ibamos de uno a otro y, tratando de aliviarlos mediante algún ligero cuidado, escrutábamos sus rostros, temiendo reconocer al que buscábamos. Al día siguiente, ese estado de cosas fue mejorado un poco mediante la donación de los almohadones de las iglesias que, cosidos extremo a extremo, formaron camas confortables.

Para aprovisionar esos hospitales, toda la ciudad vació el contenido de sus despensas en canastos. Ese impulso de solidaridad hizo salir a la luz las botellas selladas y polvorientas, escondidas desde tiempo atrás eu las bodegas de las viejas familias de Virginia, finas conocedoras de los vinos Oporto y Madera.

Hasta allí, todas las jóvenes habían sido consideradas de más en los hospitales; pero, el lunes, al encontrar dos de nosotras dos salas en las cuales quince heridos yacían en camastros apoyados sobre el mismo suelo, ofrecimos nuestra ayuda a los cirujanos de servicio. Nos sentimos orgullosas de ser aceptadas y designadas como enfermeras bajo la dirección de una mujer más experimentada. La gran actividad que nos demandó nuestra tarea era una especie de alivio después de la tensión provocada por la batalla de Seven Pines. Pasado el primer aturdimiento, los huéspedes de las bellas moradas que se levantaban en medio de jardines llenos de rosas pusieron su cocinera a trabajar, o, mejor todavía, fueron ellos mismos a confeccionar platos deliciosos para los heridos, según las suculentas recetas de la vieja Virginia. Negros sonrientes, con casaquillas blancas, transportaban fuentes de plata cubiertas por platos de finas porcelana conteniendo sopas, cremas, flanes, bizcochos livianos, huevos a la crema, pollo asado, etcétera, bajo las gruesas servilletas adamascadas, y el todo adornado con flores recién recogidas.




La batalla de Seven Pines queda indecisa.

Pero el mal tiempo, las lluvias torrenciales, la formidable crecida del Chickahominy impiden a McClellan renovar el ataque. Además, él sigue esperando la llegada de refuerzos que no vendrán. Lee, por su lado, logra concentrar fuerzas para librar la batalla. Jackson, que llega del valle, se une a él. El 25 de junio, Lee pasa al ataque. Es el comienzo de la batalla de los Siete Días. McClellan es forzado a batirse en retirada. Richmond se salva.

Un oficial federal:


El camino está obstruido por furgones, lo que forzosamente hacía nuestra marcha muy lenta. Nuestra brigada atravesó White Oak Swamp, pasada la medianoche, e instalamos nuestro vivaque sobre un terreno un poco más elevado. El enemigo nos perseguía y nos hostilizaba de cerca.

El Genio había tenido el tiempo justo como para destruir el puente sobre el cual habíamos atravesado el pantano, cuando los exploradores enemigos llegaron en misión de reconocimiento. Durante varios horas, sólo el pantano nos separó. Luego, de repente, el enemigo hizo avanzar sus cañones ubicados detrás de las colinas, que se levantaban frente nuestro. Varias baterías abrieron el fuego mientras nuestros hombres comían, echados sobre la hierba. El choque fue tan inesperado que nos desconcertó durante algunos instantes. Toda una división pudo huir a un bosque; los oficiales abandonaron sus caballos atados a los árboles en pleno campo. Pero logró reunirse rápidamente. Se amenazó con matar inmediatamente a los conductores de furgones que hicieran trotar a sus caballos y se colocaron guardias a cortos intervalos, a lo largo del camino, para evitar toda desbandada.

Un regimiento de Nueva York trató de huir pero otro de nuestros regimientos lo cargó a la bayoneta y lo detuvo ... El enemigo hizo esfuerzos repetidos para atravesar el pantano durante el cañoneo, pero cada vez fue rechazado. Una cantinera irlandesa, perteneciente a un regimiento neoyorquino, se destacó durante el combate. Quedó al lado de su marido y rehusó ponerse al abrigo. De vez en cuando indicaba a un soldado que trataba de esquivarse, corría detrás de él, lo agarraba del cuello y lo hacía retornar a su lugar en las filas tratándolo de bribón y otros epítetos escogidos. Durante lo más duro del bombardeo, esa mujer valiente circulaba entre los soldados, incitándolos a continuar la lucha. Su única arma ofensiva o defensiva consistía en un gran paraguas que llevaba bajo el brazo. Los que formaban parte de la retaguardia, esa noche, en la travesía de White Oak Swamp, la recordarán mucho tiempo. La situación era dramática. Sin un solo centinela entre los dos ejércitos para dar la alarma en caso de avance enemigo.

Eran ahora las dos de la madrugada de ese 1º de julio; reemprendimos nuestra marcha. Ni siquiera sabíamos exactamente qué camino tomar.




Una mujer de Richmond:


Se alejó la amenaza de Richmond. Los únicos yanquis de la ciudad son los detenidos de las prisiones. Las cañoneras federales remontan y descienden el río a todo vapor, estropeando los árboles de la costa, temiendo aproximarse a Drewry's Bluff. Los diarios norteños y el Congreso tratan de determinar quién es el responsable de los últimos reveses. Acá, nosotros pensamos que se hubiera podido capturar a todo el ejército federal si algunos de nuestros generales se hubieran mostrado más decididos.

McClellan y su gran ejército se encuentran sobre el James ahora, disfrutando de los mosquitos y las fiebres malignas. El tiempo es excesivamente caluroso. Pienso que los yanquis han hallado todo lo que su viva imaginación les había dejado entrever: ese Sur lleno de sol, y además sus pantanos ...




Los cadáveres.

Un artillero confederado:


Hemos tenido ocasión de observar la asombrosa diferencia que existe entre los cadáveres de los soldados federales y los de los confederados, que quedan veinticuatro horas sin sepultura. Mientras que en los de los últimos no se produce ningún cambio visible, los cuerpos de los federales se hinchan y se vuelven violáceos. Esto proviene de la diferencia de alimentación. Es incontestable que son numerosos los soldados confederados caídos al borde del camino por falta de alimento. No obstante, de manera general, ellos soportan mejor las privaciones que los federales, habituados a raciones regulares y abundantes.

El domingo 31 de agosto hemos visitado otras partes del campo de batalla. Una de ellas ofrecía el aspecto de un inmenso jardín florecido donde el azul dominaba, salpicado por el rojo de los uniformes de los zuavos federales.

A menos de cincuenta metros del terraplén del ferrocarril, allí donde fueron atacadas las divisiones de Jackson, las tres cuartas partes al menos de los hombres que participaron en la carga fueron muertos, y yacían alineados en el lugar donde habían caído. Yo hubiera podido caminar siempre derecho sobre cadáveres durante cuatrocientos metros. Ante semejante evidencia, era necesario despojarse de la idea de que los norteños no lucharían.

Cerca de esta escena de matanza, vi a doscientos civiles o más, cuya credulidad los había traído de Washington o de otros lugares para ver a Jackson recibir la paliza. Ahora se encontraban reunidos bajo buena guardia, cautivos, y obedeciendo prontamente a los que los hacían avanzar a paso vivo. Esa clase de ociosos nos daba una idea de lo que el Norte nos guardaba como reserva, en caso de necesidad.




Los cadáveres (continuación).

Un cirujano del ejército federal:


Partimos con una bandera blanca. El médico-mayor nos había dividido en grupos de ocho, con dos camillas por ambulancia. Comenzamos nuestro triste trabajo, que consistía en recoger a nuestros infelíces heridos en ese vasto campo de batalla.

Los muertos quedaban sin sepultura y ofrecían un macabro tema de estudios. Apenas era posible encontrar a uno de ellos conservando su pantalón, una chaqueta o zapatos en buen estado. Si las ropas estaban excesivamente gastadas para ser robadas, todos los bolsillos estaban sistemáticamente dados vuelta.

En efecto, divisé en los rincones más apartados del campo de batalla, a unos apaches que robaban en los bolsillos de algún infortunado que se había arrastrado a una espesura para morir allí. Esos pillos hormigueaban. La mayor parte de ellos eran muy jóvenes; aparentemente, no tenían más de dieciocho o veinte años.


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