Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VI

LAS CAÑONERAS NORTEÑAS Y NUEVA ORLEANS

En el mes de febrero de 1862 el comodoro Farragut, comandante de una flotilla de cañoneras, recibe la orden de remontar el Misisipí, de reducir las fortificaciones que protegen Nueva Orleáns y tomar posesión de la ciudad.

El 18 de abril Farragut comienza el bombardeo infructuoso de los fuertes Saint-Philippe y Jackson.

Río abajo, más allá de los dos fuertes, los confederados han instalado una barrera hecha de cadenas, de pontones, de troncos de árboles, etcétera. El 23 de abril, Farragut toma la decisión de forzar el paso con sus navíos.

Una joven de Nueva Orleáns:

El fuerte estaba intacto y habría podido mantenerse hasta la botadura de nuestro acorazado Misisipí. Pero un traidor aconsejó al almirante de la flota federal que se apresurara antes de que esta unidad fuera terminada, cosa que hizo. Y nuestro último elemento favorable, nuestra sola esperanza, fue quemada ante nuestros ojos para no caer en manos del enemigo. Y he aquí cómo esta ciudad, la más importante de la Confederación, ha sido tomada y cómo las tropas yanquis maniobran y desfilan en nuestras calles. ¡Pobre Nueva Orleáns! ¿Qué es de la grandeza a la cual estabas prometida? Buscando en un viejo baúl, encontré una carta del tío Thomas, dirigida a mi padre y en la cual ya en 1836, él preveía un brillante porvenir para ti. ¿Qué diría él ahora, si te viese despojada y bajo la bota del invasor?

Nunca podré olvidar el día en que sonó la alarma. Jamás me sentí tan desesperada. Nuestros generales abandonaron cobardemente sus tropas y huyeron. Lowell (que comandaba la plaza) no sabía qué hacer. Algunos dicen que estaba ebrio, otros que tenía miedo. Naturalmente, la mayor confusión reinaba por todos lados. A cada minuto nos llegaban los rumores más alarmantes. Cuando se supo que las cañoneras enemigas habían forzado la barrera, la ciudad entera, soldados y civiles, ofreció el espectáculo desolador del desorden más grande. Sólo las mujeres conservaban todo su coraje: todas estaban decididas a la resistencia, por más desesperada que fuese.

Al día siguiente, las cosas parecieron arreglarse un poco. El alcalde y el concejo municipal se comportaron con dignidad ante el enemigo. El comodoro Farragut exigió la rendición incondicional de la ciudad. Se le hizo saber que ya que poseía la fuerza no tenía más que servirse de ella. En seguida ordenó que fuésemos nosotros, con nuestras propias manos, quienes arriásemos la bandera de Luisiana. Estoy orgullosa de decir que nos negamos a ello.

Pasamos cuatro días en espera del bombardeó, pero Farragut decidió no insistir y sus marinos tomaron posesión de la ciudad. Nuestra bandera fue arriada y el viejo pabellón estrelllado se izó en un silencio de muerte. Los barcos de guerra franceses e ingleses se mantenían en el golfo, y una, fragata francesa remontó el río para proteger a sus súbditos. Farragut no dio más que cuarenta y ocho horas a las mujeres y a los niños para abandonar la ciudad, pero los cónsules de los países extranjeros exigieron un plazo mayor para evacuar sus pertenencias. Si nos hubiésemos mantenido firmes y los hubiésemos desafiado a bombardearnos, la Confederación se habría podidó salvar. Farragaut ho hubiera puesto jamás en ejecución esa amenaza brutal, pues entonces Francia e Inglaterra habrían intervenido. Esa demora nos habría permitido terminar el acorazado; y, además nuestra resistencia habria hecho ver al enemigo y al extranjero qué puntos calzamos y a qué extremo estábamos decididos a resistir. Yo habría dado todo para que la ciudad se defendiese. No experimentaba miedo alguno; solamente cólera.

Las mujeres de la ciudad firmaron una petición para que ho se cápitulase. Mientras saliamos para ir a firmar, nos cruzamos con los fusileros de Farragut que se dirigían hacia la Casa de Ayuntamiento, precedidos por cañones. Sentí que la sangre me hervia en las venas y, en mi furor, grité a los transeúntes: Entonces, séñores, ¿soportaréis que nuestra bandera se arrie? Debí atemorizar a la señora Norton, pues me arrastró rápidamente.

Olvidé decirles que al anuncio de la llegada del enemigo los alemanes del Fuerte (mercenarios) se sublevaron y volvieron las armas contra sus oficiales. Antes de esto, a la noche, varias cañoneras habían podido pasar bajo el Fuerte, pues un traidor no había comunicado a tiempo su llegada. Se lo juzgó y fusiló, y Duncan nos hlzo saber por telegrama que las otras cañonerass no pasarían. Luego nos llegó una información que mencionaba que los barcos yanquis carecian de pólvora y carbón y que ellos, por lo tanto, no podían reunirse con sus transportes de suministros, que habrian debido seguirlos. A todos nos regocijaba la idea de tenerlos a nuestra merced, y hubiéramos podido hacerlo si los soldados alemanes no se hubiesen sublevado. Antes de la rebelión, se había dado permiso de visita a las mujeres de esos soldados, y ellas habian relatado que la lucha se volvia inútil puesto que la ciudad ya había capitulado. Igualmente habían corrido los rumores de que Duncan preferiría hacer saltar el Fuerte con sus ocupantes antes que rendirse. Los soldados clavaron sus cañones y amenazaron a sus oficiales. La flota yanqui aprovechó esto para pasar a todo vapor. Hemos perdido esta ciudad, llave del gran valle, y a mi parecer no podremos jamás, jamás, recuperarla como no sea por una negociación.

No obstante, nos llegan continuamente rumores consoladores (si bien los diarios no tienen derecho de imprimir nuestras nuevas). Ellas se propagan de oído a oído. Se cuenta que Stonewall Jackson sorprendió y capturó a Washington, que Beauregard consiguió una gran victoria en el Tennessee, y que nuestros otros generales han aniquilado al enemigo en Virginia. Pasamos así por alternativas de alegria y desesperación, pero la que domina es esta última.

Los yanquis establecieron una cuarentena muy estrícta, pues los habitantes los han aterrorizado con sus relatos sobre la fiebre amarilla. No podemos dejar de reír cuando nos hablan de la forma divertida y desenvuelta con que los niños, las valientes mujeres irlandesas y el pueblo, tratan a los enemigos. El señor Soulé se ha negado a estrechar la mano del general Butler (a pesar de que es un viejo conocido), declarando que sus relaciones debían ser ahora puramente oficiales. El alcalde se ha mostrado lleno de dignidad. Butler ha dicho que se vengaría por la manera como él y sus tropas han sido tratadas aquí, etcétera. Se teme que a la ciudad le falten aprovisionamientos. La gente del campo rehúsa enviarnos lo que sea, pues están furiosos por nuestra capitulación. Apenas fue conocida la nueva, unos vaqueros de Texas que estaban muy cerca de Nueva Orleáns con sus tropillas, las vendieron por casi nada, allí donde se hallaban, y volvieron a partir para sus casas. ¡Cómo quisiera que estuviésemos allá, al abrigo, pues pienso que Texas nunca será conquistada!




Un teniente de la flota federal:

Hemos llegado hace dos días después de lo que fue, según los decires de todo el mundo: el más grande suceso naval de todos los tiempos.

El miércoles a la tarde, el 28 de abril, recibimos la orden de abrir el camino de la flota y de mantenernos listos para pasar junto a los fuertes a las dos de la madrugada. A las dos en punto el Hurtford dio la señal de aparejar.

El comandante Harrison me hizo el honor de confiarme el puesto de piloto y, si bien la noche estaba estrellada, cuando nuestro avance fue advertido estábamos ya a la altura de los fuertes. Estos abrieron entonces sobre nosotros un fuego violento. El Cayuga sufrió la primera salva. Me era difícil ensayar nuestra ruta en medio de los obuses y las explosiones, puesto que era la primera vez que remontaba el Misisipí. Descubrí rápidamente que todos los cañones estaban apuntando sobre el medio del río; aproveché de ello para hacer pasar el barco al ras de los muros del fuerte Saint-Philippe, y, si bien nuestros mástiles y nuestro aparejo habían sido fuertemente tocados, el casco fue dañado poco. Pasada la última batería, y juzgando que estábamos fuera de alcance, miré hacia atrás para ver dónde estaban los otros navíos. Mi corazón dejó de latir cuando vi que ni uno solo había logrado seguirnos. Pensaba que habían sido hundidos por el cañoneo. Luego, mirando hacia adelante, divisé once cañoneras enemigas que se abalanzaban sobre nosotros: estábamos perdidos. Tres de ellas se adelantaron para abordarnos, pero una gruesa granada de nuestro cañón de 11 pulgadas ajustó cuentas con una, la Gov. Moore. Luego, un navío provisto de un espolón, el Manassas, tratando de herir nuestro casco, erró por muy poco nuestra popa, y en seguida liquidamos el tercero.

En ese momento llegaron algunas de nuestras cañoneras que habían logrado pasar los fuertes, y el combate comenzó. El Varuna trató de abordarnos en lugar de apuntar al enemigo; otra de nuestras cañoneras atacó a una de las presas del Cayuga, y yo debí gritarles: ¡No tiréis sobre ella, se ha rendido! Tres de los barcos enemigos se habían ya rendido antes de la llegada de nuestros buques, pero cuando éstos estuvieron allí, nos arrojamos todos sobre las once cañoneras rebeldes y les ajustamos las cuentas en veinte minutos.

Con el Coyuga siempre a la cabeza, continuamos remontando el Misisipí. Al alba, divisamos un regimiento de infantería acampado al borde del río. Mientras navegábamos muy cerca de la costa, grité a los hombres que depusieran armas y subieran a bordo, si no, los acribillaríamos a balazos. Era extraordinario ver un regimiento en tierra rendirse a un navío. Arriaron la bandera, y, con su coronel, se embarcaron como prisioneros. Ese regimiento era el Chalmette, uno de los más renombrados. Todos los oficiales fueron puestos en libertad bajo palabra y pudieron conservar su espada, excepto un capitán, pues al saber que este último era de New Hampshire (estado del Norte), le tomé su espada, que aún conservo. Poco después, el Varuna, que había sido puesto fuera de combate por un barco enemigo, se hundió. Más tarde, el Hartford, nave almirante, se unió a nosotros y nos dio la orden de echar anclas y prepararnos para el ataque a Nueva Orleáns que se encontraba a menos de veinte millas. Dia y noche, mientras navegábamos río arriba, encontrábamos balsas y barcos cargados de algodón en llamas que descendían a favor de la corriente y nos rodeaban por todos lados.

Al día siguiente, 25 de abril, aparejamos de nuevo con el Cayuga siempre a la cabeza y a eso de las nueve, Nueva Orleáns estuvo a la vista. Toda la tripulación subió al puente y lanzó tres hurras.

No obstante, entre nosotros y la ciudad se levantaban todavía dos fortificaciones, las baterías Chalmette. Pero el capitán Bailey pensó que no eran muy importantes y que valía más intentar continuar nuestra ruta. Una vez a la altura de dichas baterías, no vimos ondear ninguna bandera sobre ellas, los cañones parecían abandonados, aparentemente no babia un alma. Pero en verdad esos miserables traidores esperaban, escondidos en sus baterias, que estuviésemos a su alcance para hundirnos. Entonces abrieron sobre nosotros un fuego muy intenso. Les respondimos con el mejor de los nuestros. Pero eIlos eran demasiado fuertes para una sola cañonera. Por eso, después de haber recibido catorce granadas, mientras el cañoneo levantaba chorros de agua por todos lados, decidimos no ir más lejos mientras no tuviéramos cerca el grueso de la flota. Pronto, con el Hartford de un lado y el Pensacola del otro, las baterias rebeldes fueron reducidas rápidamente al silencio.

Ningún otro obstáculo se levantaba entre la ciudad y nosotros. Anclamos frente a ella. El almirante ordenó al capitán Bailey que fuera a pedir la rendición de la ciudad. Bailey me designó para acompañarlo. Partimos en una barca con algunos hombres y una bandera blanca. Una vez en el muelle, no encontramos a ningún oficial. Si bien la ciudad vigilaba nuestros movimientos, nadie nos esperaba. La gente hormigueaba en la ribera, a pesar de una fuerte lluvia tormentosa. Muchas mujeres y niños entre esa multitud. Las mujeres blandían banderas rebeldes y se mostraban agresivas y bulliciosas.

Cuando bajamos, todos se pusieron a gritar. Pero al fin un hombre, alemán, creo, se ofreció a conducirnos a la Casa de Ayuntamiento, donde se hallaba el alcalde.

Muy excitada, la muchedumbre nos escoltaba. Dieron tres hurras en honor de Jeff Davis y de Beauregard, y tres vivas por Lincoln. Luego, todos se pusieron a arrojarnos todo lo que les caía en mano y a aullar: ¡Colgadles! ¡Colgadles! Teníamos la impresión de encontrarnos en un atolladero, pero lo único que nos quedaba era avanzar.

Sin embargo, llegamos sanos y salvos a la Casa de Ayuntamiento, donde encontramos al alcalde rodeado del consejo municipal. El alcalde nos informó que él no tenia nada que ver con nosotros, puesto que en la ciudad regía la ley marcial, y que era necesario esperar la llegada del general Lowell.

Alrededor de media hora después, apareció este último, de andar pomposo y frases huecas. Tenía alrededor de quince mil hombres a sus órdenes y decía que no se rendiría jamás, que retiraría sus tropas cuando fuese posible, y que entonces la ciudad sería confiada nuevamente al alcalde, quien haría lo que quisiera de ella.

Afuera, la población se enfurecía completamente, dando puntapiés en las puertas y jurando que nos colgarían. ¡Imaginad la tranquilidad que el capitán Bailey y yo sentíamos! ...

Cuando la multitud supo que el general Lowell no se rendía, juró que por lo menos se apoderaría de nosotros. Pero Pierre Soulé y algunos otros hablaron a esos exaltados de un lado del edificio, mientras nosotros salíamos por el otro. Se nos llevó al muelle en coche cerrado. Subimos a bordo sanos y salvos, pero de todas las injurias que oí en mi vida, las peores me las lanzó la muchedumbre de Nueva Orleáns.




En Baton Rouge, capital de Luisiana, se prende fuego al algod6n para que no enriquezca al invasor llegado del Norte.

Una joven patriota sureña:


No hay palabra que pueda expresar la angustia que nos oprime desde hace tres días. Anteayer, de madrugada, llegó la nueva de que tres navíos enemigos habían logrado pasar los fuertes, y la emoción comenzó a vencernos. Pronto aumentó con el anuncio de que habían hundido ocho de nuestras cañoneras durante el combate, que habían tomado los fuertes, y que, esta noche misma, en Nueva Orleáns, se hablan incendiado los muelles y el algodón justo antes de que los yanquis se apoderaran de ellos. Hoy, la excitación llegó al máximo. Ninguna de esas novedades es cierta. Es seguro, sin embargo, que se han hundido nuestras cañoneras y que las del enemigo se dirigen hacia la ciudad. Lo demás se ha desmentido y no sabemos tampoco si Nueva Orleáns ha sido tomada o no. Nada nos sorprendería. También; anteayer, Lilly y yo hemos escondido las alhajás en nuestros vestidos, pues nos podrían servir en caso de huida. Juro no alejarme ni un paso de aquí; a menos que me obligáran a ello.

Esta mañana hemos ido a ver quemar el algodón. Espectácúlo jamás visto todavía y que no se repetirá, ciertamente. Carretones, carromatos, todo lo que podía ser arrastrado o rodado se le ha cargado de fardos y llevado a alguna distancia de los edificios para quemarlo en el terreno comunal. Los negros alrededor actívaban la tarea despanzurrando los fardos con cuchillos, apilandólos y prendiéndoles fuego. Al verlos tan atareados, se habría podido creer que su salvación dependía de que no dejasen siquiera una porción a los yanquis.

Más tarne, Charlle nos ha mandado buscar para llevarnos al borne del Misisipí, para asistir al incendio de una barcaza cargada de ese material precioso por el cual los yanquis arriesgan cuerpo y alma. Hasta perderse de vista, a lo largo de la zona de cosecha los negros rodaban fardos de algodón hasta el borde dei río, les prendían fuego y los empujaban al agua; las balsas todas en llamas descendían con la corriente. Una espírai de humo se elevaba de cada uno y parecían vaporcitos. Entre la fuente y la desembocadura del Misísipi, no hay ciertamente más barcos que fardos de atgodón a la deriva. La barcaza se cargó a ras del borde. Se habían abierto casi todos los fardos, y los negros, desfondando barriles de alcohol o de whisky, lo arrojaban a baldazos sobre el algodón. El trabajo de más de un año de millares de negros era asi desperdiciado a todo lo largo de la costa o estaba consumiéndose. Ese algodón venía de todos lados. Los propietaribs miraban quemar su cosecha o bien esperaban que le prendiesen fuego. Algunos se dedicaban personalmente a esa tarea y miraban de buena gana desaparecer su riqueza.

Charlie poseía solamente diciséis balsas, de un valor de alrededor de mil quinientos dólares, pero era el que dirigía todo e incendiaba sus bienes con los de los demás. Uno solo de los barriles de alcohol vertido sobre el algodón costaba ciento veinticinco dólares (esto muestra lo que un pueblo es capaz de hacer cuando está decidido). Cuando se cargó la embarcación, Charlie subió a ella con otros dos hombres. Se 1a remolcó hasta el medio del río y entonces prendieron fuego a muchas partes del cargamento. Luego, saltaron a un botecito de remos y volvieron hacia la costa. El algodón en llamas descendía por el Misisipí. De noche hubiera sido muy hermoso verlo.

Centenares de fardos quedan todavía por destruir. Riquezas increíbles se han perdido, pero nadie las siente. Todos los despachos de bebidas están vacíos y el alcohol corre en el arroyo y por las aceras. Si a los yanquis les gusta el alcohol, no tendrán suerte.

27 de abril (1862). ¡Qué día! Esta noche, un despacho ha llegado declarando que Nueva Orleáns estaba bajo la protección de Gran Bretaña y al abrigo de todo bombardeo. En consecuencia las cañoneras enemigas estarán ciertamente aquí a la mañana, al menos las que han podido forzar el paso de los fuertes. Se habla de nueve a quince cañoneras. En cuanto a los fuertes, no se han rendido.

He ido al oficio religioso, pero estaba inquieta: pensaba que debían necesitarme en casa. Al volver, he encontrado a Lilly enloquecida de miedo, empaquetando todo lo que le caía en la mano a fin de huir inmediatamente, sin saber adónde: Los yanquis estaban a la vista, se iba a incendiar la ciudad, debíamos huir al bosque, etcétera. Si la casa debía ser quemada, debla decidirme a huir también. Con las alhajas y el dinero encerrados en una faltriquera interior enganchada alrededor de mi talle a modo de miriñaque, otro saco en la mano que contenía artículos de primera necesidad y otros que lo eran menos (no podía resolverme a dejar el viejo libro de plegarias que mi padre me había dado ...), un revólver y un cuchIllo al alcance de la mano, esperaba el momento del éxodo.




Baton Rouge es tomada.

Manifestaciones de la joven patriota:


Nosotros también hemos tenido nuestro momento de heroísmo. Al comenzar la noche, cuatro cañoneras enemigas han remontado hasta aquí. A la distancia de tres manzanas de casas, hemos podido divisar un hormiguear humano hasta en los aparejos. La bandera de los Estados Unidos ondeaba en cada mástil. La multitud que se apretujaba a lo largo del río los recibió en un silencio de muerte. Retengo apenas un gemido de cólera, pues antes amaba a esa bandera tanto como la odio ahora. Vuelta a casa, me he puesto a confeccionar una bandera confederada de cinco pulgadas de largo. He deslizado el asta en mi cinturón y prendí con alfileres el paño de la bandera a mi hombro; luego bajé a la ciudad con gran pavor de mujeres y niños, que temían alguna represalia. Un viejo negro gritó viéndome: Mi joven ama muestra su bandera. Nettie llevaba una también, pero ella la escondía en los pliegues de su vestido. Eramos las únicas que osamos llevarlas. Hemos ido así hasta la terraza del State House para mirar el Brooklyn, repleto de gente, y a nosotras también nos han mirado ...

(Al día siguiente). ¡Oh, siento asco de mí misma! Ayer a la tarde fui a lo de la señora Brunot, con mi bandera al hombro, sin pensar ir más lejos. Ellos se preparaban para ir al State House y los he aeompañado. Con gran turbación mía, una veintena de oficiales federales se encontraba en la primera terraza y la muchedumbre curiosa los miraba como a animales salvajes. Yo no había pensado toparme allí con ellos, y experimenté el sentimiento penoso de atraer inútilmente la atención de la multitud con un desafío indigno de una niña bien educada. Pero, ¿qué hacer? Me humillaba atraer así las miradas, era penoso y molesto, pero ¿qué podía hacer? ¿Arriar mi bandera delante del enemigo? ¡Jamás! Habría querido que la tierra me tragara y, maldiciendo mi locura, me detestaba por ser el blanco de la atención de todos. Espero que eso me servirá de lección y que no olvidliré que una verdadera dama no gana nada ostentándose así.

No me avergonzaba llevar la bandera de mi país y lo probaba suficientemente conservándola puesta a pesar de mi mortificación, pero me abochornaba hallarme en esta situación, pues esos hombres eran evidentemente unos gentlemen y no una banda de golfos como se nos había anunciado. Eran hombres distinguidos, de hermoso porte, y mostraban modales refina,dos. Es necesario reconocer que esos enemigos tienen una apariencia soberbia.

Esta mañana, había una docena de oficiales federales en la iglesia, y el salmo del undécimo día parecia corresponder de tal manera al sentimiento de todos que yo estaba molesta. No obstante, ellos hicieron los responsorios con nosotros.

17 de mayo. Hace cuatro días partieron los yanquis para atacar Vicksburg, dejando ondear la bandera en el cuartel sin un solo guardia y bajo la condición de que la ciudad se haría responsable de ello. Era una trampa naturalmente, pues anteayer, durante la noche, alguien quitó y destrozó la bandera. Estarán de regreso en algunos dias y. cumplirán la amenaza de bombardear la ciudad. Si lo hacen, ¿qué será de nosotros? ¿Qué será de nuestros criados, qué podrían hacer sin nosotros? Los yanquis en el río y una banda de guerrilleros confederados en el bosque están esperando el combate. Tomados entre dos fuegos, ¿cuál sem nuestra suerte? Los guerrilleros aconsejan evacuar la ciudad a las mujeres y a los niños. Pero, ¿dónde ir? Charlie dice que deberíamos retirarnos al campo, a nuestra quinta de Greenwell. Nuestra casa será saqueada, puesto que Butler ha decretado que ninguna casa abandonada se librará de ello.




Una proclama en las paredes de la ciudad:


Cuartel general, distrito dei Golfo.

Nueva Orleáns, 15 de mayo de 1862.

Orden del día N" 28.

Los oficiales y soldados de los Estados Unidos, habiendo sido continuamente blanco del desprecio de las mujeres de Nueva Orleáns, supuestas damas, mientras que nosotros dábamos pruebas de cortesía y de buena voluntad hacia ellas, ordenamos en lo sucesivo que toda mujer que por su actitud o por el menor gesto insulte a los soldados de los Estados Unidos o les testimonie desprecio, será considerada y podrá ser tratada como una mujer pública.

Por orden del general mayor Butler.

Geo C. Strong, jefe de estado mayor.




Inglaterra se ofusca. El premier británico, lord Palmerston, al embajador de los Estados Unidos en Londres:


Confidencial. Brocket, 11 de junio de 1862.

Muy señor mío:

No puedo menos de escribirle para expresarle cuán difícil, si no imposible, es encontrar las palabras capaces de expresar la indignación provocada, en todo hombre digno de ese nombre, por la orden del día del general Butler, de la cual le adjunto el extracto publicado por el Times de ayer.

Asimismo, cuando una ciudad es tomada por asalto, el comandante del ejército victorioso hace todo lo posible por asegurar la protección de los civiles y sobre todo de las mujeres y yo hasta le diré que, en la historia de los pueblos civilizados, no se puede citar ningún ejemplo de un acto parecido a la proclamación de esta orden: un general, entregando fría y deliberadamente a las mujeres de una ciudad conquistada a la licencia desatada de la soldadesca.

Si el gobierno federal acepta los servicios de hombres capaces de actos tan sublevantes, debe aguardar a caer en la sentencia que merece una conducta de ese género.

Le ruego que crea, señor ministro, en ...<7p>

Palmerston




La joven patriota descubre las restricciones:


Tanto he buscado zapatos esta semana, que estoy hastiada de ir de compras. Después de recorrer la ciudad varias veces, descubrí finalmente un par de botas, convenientes para un negrito que va de pesca: cuatro centímetros, demasiado largas, pero las compré sin pensar más. Poco después, descubrí otras más sentadoras. Mirad pues mis piececitos calzados con piel de cocodrilo bordeada de charol; calzado de hombres, número dos, como último recurso, verdaderamente, pues, o eso, o ir descalza por el empedrado. Yo, ¡que tuve siempre un miedo horrible a mostrar mi pie desnudo! ¡Y todo a causa de esta guerra y este bloqueo! ¡Ni un zapato digno de este nombre en toda la ciudad! ¡No importa!

27 de mayo. Así se ha decidido, partimos para Greenwell. Es bien triste dejar nuestra confortable morada por un simple cottage de madera de pino a diecisiete millas de esta ciudad que a pesar de todo, es relativamente civilizada. No se puede hacer otra cosa, pues dos regimientos de yanquis siguen siendo esperados en el cuartel, mientras que alrededor de mil quinientos de los nuestros los acechan fuera de la ciudad: el combate parece, pues, inevitable.

Miércoles 28 de mayo. Día que no olvidaremos más. Por casualidad nos habíamos levantado temprano y desayunado antes que de costumbre. Estaba ocupada haciendo paquetes cuando oí a Lilly gritar abajo: ¡El señor Castle ha matado a un oficial federal a bordo de uno de los navíos, y van a bombardearnos!, ¡Bum! al mismo tiempo un cañón tronó, a guisa de advertencia.

Mi madre acababa de regresar a casa y se había recostado para descansar. Al ruido del cañón, se enderezó sobresaltada y vino a añadir sus gritos a la confusión general. Miriam, que estaba buscando papeles en la biblioteca, acudió para calmarla. Lilly tomó a sus niños y corrió hacia la puerta, sin vestirlos siquiera, mientras daba gritos histéricos. Lucy cogió al bebé que estaban bañando, y, mientras corría, lo cubrió con una colcha. Pensando en mi faltriquera interior ya usada alguna vez, algunos recuerdos de valor fueron escondidos con rapidez bajo mis polleras. Provista de un sombrero aludo, estaba lista para todo.

El bombardeo continuaba, pero se necesitaron media docena de disparos para poder convencer a nuestra madre de la necesidad de partir. ¡Qué gritos horribles! Charlie había partido para Greenwell antes del alba, a fin de preparar el cottage y éramos cuatro mujeres solas quienes debían salir de apuros con los niños y las sirvientas. Justo en ese momento, mi madre se calmó lo suficiente como para pedir que se llevaran los papeles de papá, cosa difícil de hacer pues ella no tenía idea del lugar donde se hallaban los más importantes. Yo oía a Miriam que abogaba, argüía, insistía, ordenaba partir de prisa, mientras Lilly gritaba a voz en cuello: ¡Hay que partir! y los niños lloraban.

Algunos minutos más tarde, estábamos en camino. Una manzana de casas más lejos, descubrí que mis zapatos de muchachito no eran muy confortables para correr. Por lo tanto, a pesar del cañoneo y de las súplicas, volví a la casa para cambiarlos. Miriam temió por mí y; regresó a buscarme. Tomamos algunas ropas para los niños, que se hallaban vestidos con lo puesto al comenzar el bombardeo. Miriam reunió algunos artículos menudos y me los pasó mientras llenaba con ellos una funda tomada de la cama. Agregué a ellos mi polvo y mis cepillos. Antes de salir de la casa, nuestra madre, que temblaba por nosotras, volvió a buscarnos acompañada de Tiche. Mientras tanto el cañoneo continuaba; pero, al llegar nuestra madre se produjo una tregua y ella la aprovechó para juntar los papeles de nuestro padre, mientras juraba a cada instante que no partiría. Todos nuestros argumentos eran inútiles, y nos desesperábamos buscando un medio de hacerla desistir, cuando el bombardeo se reinició. En seguida, dando gritos, estuvo lista para escapar a cualquier lado, llevando una caja llena de papeles en la mano. Con la vaga idea de salvar algo más, cogió dos enaguas sucias y un viejo sombrero.

Estábamos solas en el camino, todo el mundo había huido ya.

A una milla y media de la casa, cuando nuestra madre, completamente agotada, se sentía incapaz de continuar, encontramos a un señor en una calesa, quien tuvo la bondad de invitarla a subir así como de cargar nuestros paquetes. Cuando la vimos segura, nos sentimos aliviadas de una pesada responsabilidad y dispuestas a marchar leguas. Después de suplicarle que no temiera por nosotras y haberle repetido que teníamos una pistola y un puñal, ella nos dejó y, solitarias, continuamos nuestro camino, paso a paso.

Mientras descansábamos algo, apareció una carreta. Abandonando la idea de ir a pie hasta Greenwell, interpelamos a los ocupantes. Por casualidad, y, con gran alegría para nosotros, resultó que cargaba con pertenencias de la señora Brunot y era conducida por dos de sus negros. Nos admitieron con ellos, encaramadas sobre las valijas. Partimos llenas de orgullo y tan contentas como si hubiese sido nuestro hábito el viajar en carretas. Miriam se había escondido entre un barril de harina y un colchón, y yo, atrás, a horcajadas de un enorme bulto. Los sirvientes tuvieron la bondad de prestarnos su sombrilla, sin la cual hubiéramos sufrido mucho debido al calor enorme.

A tres millas de la ciudad comenzamos a alcanzar a los fugitivos, centenares de mujeres y niños que caminaban sin sombrero y vestidos con todos los atuendos imaginables. Chiquillas de doce a catorce años erraban solas. Interpelé a una a quien conocía y le pregunté dónde se hallaba su madre. Ella lo ignoraba y seguía caminando con la idea de reunirse con ella. Parece ser que su madre había perdido de vista también a una criatura, y no la encontró hasta cerca de las diez de la noche. Blancas y negras estaban mezcladas y conversaban con toda confianza. Todas nos interpelaron y nos preguntaron a dónde íbamos. Muchas de ellas se burlaban de nuestro coche, pero lo hacían porque no habían recorrido sino cinco millas; yo me decía que si ellas hubiesen podido poseer lo mismo, bien contentas hubieran estado.

Las negras merecen los más grandes elogios por su conducta en esta situación difícil. Iban por centenares, cargadas de niños o de bultos. Si se les preguntaba qué habían podido traer, respondían: La ropa 'e mi ama, o la platería, o el bebé. Si se quería saber lo que habían tomado para sí mismas contestaban: Pense uté, querida, yo etaba demasiado contenta de tomá sus cosas, como pa pensá en las mías.

Era un espectáculo que partía el corazón. Las madres buscaban a sus hijos adonde pensaban haberlos perdido, mientras que otras se sentaban en la tierra llorando y retorciéndose las manos de desesperación.

Pronto llegamos a la altura de un campamento de guerrilleros. Hombres y caballos recobraban fuerzas a cada lado de la ruta. Algunos llevaban agua a las mujeres y a los niños. Nos pedían noticias, y uno de ellos, ebrio de nerviosidad o de whisky, me dijo que era culpa nuestra si lo habíamos perdido todo, que la gente era idiota al no haber comprendido que esto iba a tomar mal cariz muy pronto y que los hombres eran culpables de que la mujeres se vieran obligadas a huir ahora. En vano tratamos de explicarle que no se podían prever todas esas desgracias. Entonces, gritó: ¡Estáis arruinados, yo también, lo estamos todos y, ¡ por Dios! no nos queda más que morir, y yo moriré. Bien, repliqué, pero entonces muera batiéndose por nosotros. Hizo un amplio ademán con la mano negra de pólvora, gritando: Lo hare.




Alrededor de siete semanas antes de la toma de Nueva Orleáns, otra operación naval de importancia capital tuvo lugar cerca de la costa de Virginia.

El prínoipe de Joinville (hijo de Luis Felipe) asiste a un duelo entre dos acorazados, el Monitor y el Merrimac:


Habrá de perdonárseme aquí la comparación muy familiar que usaré para describir a los ojos del lector esta extraña construcción (el Monitor). Todo el mundo conoce esos bizcochos de Saboya, cilíndricos, cubiertos de una costra de chocolate, uno de los principales adornos de nuestras pastelerías. Quien se imagine ese postre colocado en una fuente oblonga, tendrá una idea exacta de la apariencia exterior del Monitor. El bizcocho de Saboya es una torre de hierro, con dos aberturas por las cuales pasa la garganta de sus dos enormes cañones. Esta torre puede girar sobre su eje mediante un aparato muy ingenioso, con el fin de dirigir su artillería sobre cualquier punto del horizonte. En cuanto a la fuente oblonga sobre la cual está colocada la torre, es una especie de tapadera posada a flor de agua sobre el casco y que contiene la máquina, el alojamiento de la tripulación y los aprovisionamientos; su desplazamiento lo soporta. De lejos, no se ve más que la torre; esa torre flotante, con un aspecto tan nuevo, fue lo primero que divisaron el Merrimac y sus compañeros cuando, el 9 de marzo a la mañana, volvieron (después de un combate) para propinar los últimos golpes al Minnesota, siempre varado y probablemente para dedicarse a otras destrucciones. Los dos navíos enemigos, el James-Town y el York-Town, avanzaron en primer lugar hacia el Monitor con esa curiosidad siempre un poco temerosa que ponen los perros al aproximarse a un animal desconocido. No esperaron mucho tiempo: dos llamaradas partieron de la torre, seguidas por el silbido de dos balas de cañón de 120. Eso bastó para hacer retroceder lo más rápido posible a los dos exploradores. El Merrimac reconoció en seguida con quién tenía que vérselas y se condujo valerosamente ante el adversario inesperado. Comenzó entonces el duelo del que tanto se habló, y que parece llamado a provocar tan gran revolución en el arte naval. Desde el comienzo, los dos duelistas prevíeron que era necesario combatirse de cerca; pero, aun a algunos metros de distancia uno de otro, parecían igualmente invulnerables. Las balas de cañón rebotaban o se estrellaban sin dejar más que ligeras huellas. Balas de cañón redondas del peso de 120, balas cónicas de 100, balas Armstrong, nada les hacían. Entonces el Merrimac, queriendo aprovechar su gran masa, buscó hundir a su adversario abordándolo violentamente por el través, pero no podía tomar impulso. El Monitor, muy corto, muy ágil, prontísimo para la maniobra, se pegaba a él, giraba alrededor, escapaba a sus golpes con una rapidez inalcanzable para el largo excesivo del Merrimac. Nada más curioso que ver a los dos adversarios volviendo entonces a dar vueltas en redondo el uno alrededor del otro, el pequeño Monitor describiendo el círculo ínterior, los dos ígualmente atentos en buscar el punto débil del enemigo, para descargarle en seguida a quemarropa uno de sus enormes proyectiles.




Un marino del Monitor (norteño):


El contramaestre segundo timonel, Peter Williams, de toda la tripulación, es quien vio el Merrimac de más cerca. Conoce hasta el alma de un cañón, y su servidor era un negro. Mientras Peter gritaba: Capitán aquél es para nosotros, ¡Plum! el golpe llegó.

Hemos tirado dos balas de cañón, una después de la otra, en alguna parte del nivel de la línea de flotación del Merrimac y otra, un poco más arriba. Luego, dos balas atravesaron su cubierta mientras otras rebotaban y otra alcanzaba su alcázar.

Hemos espoloneado su proa y el choque lo astilló. También el Merrimac, nos enviaba violentas andanadas. Agitaba el pabellón negro con cruz blanca. Una de nuestras balas se llevó parte del mástil del pabellón; otra arrancó la mitad de la bandera.

Millares de soldados, de marinos y de ribereños nos observaban, y los mejores largavistas del pais estaban apuntados sobre nosotros. El combate se desarrolló en un espacio de alrededor de cuatro millas de lado. Navegábamos girando en torno del Merrimac, cercándolo estrechamente. Nuestra velocidad era superior a la suya, pues podemos marchar a alrededor de seis nudos, y él no. Abrimos fuego durante algún tiempo antes de que replicase. El comandante nos dijo: Esperen para tirar, mozos, vamos a acercarnos lo más posible. De este modo, después de una primera andanada, se arrojó sobre nosotros y nuestras balas de cañón de 175 libras lo atravesaron de lado a lado. Piensen que ellos estaban a algunos pies de distancia y; sus balas no lograban penetrar nuestra torrecilla. Dos veces se rozaron nuestros cascos y las balas y las granadas no cesaron de volar por encima de los puentes. Trataron de disparar tiros de fusil en las troneras y en los frontales de mira, pero en vano.




La lucha se prolongó de esta manera, sin resultados aparentes, durante varias horas. Una sola vez logró el Merrimac golpear con su proa el casco del Monitor; pero éste hizo una pirueta bajo el golpe como un balde flotante, y una levísima marca en su casco fue la única avería causada por ese choque formidable. El agotamiento de los dos combatientes terminó por dar fin a la lucha. Los confederados volvieron a entrar en Norfolk, y el Monitor quedó dueño del campo de batalla. El pigmeo resistió al gigante. Quedaba por saber si éste haría otra tentativa cuando la empresa fuese más tentadora en el momento en que, en lugar de buscar de destruir uno o dos navíos de guerra, se tratara de oponerse al desembarco de todo un ejército de invasión.

Es en esas circunstancias cuando llegué a Fort Monroe. Pronto, la rada se cubrió de navíos que venían sea de Alexandrie, sea de Annápolis, cargados unos de soldados, los otros de caballos, de cañones, de material de toda clase. Alguna vez contaba yo en el fondeo varios centenares de navíos, y entre ellos veinte o veinticinco grandes transportes de vapor, que esperaban el momento de venir al muelle para depositar allí los quince o veinte mil hombres que transportaban. ¡Júzguese el desastre horroroso que hubiese sobrevenido si el Merrimac hubiese aparecido repentinamente en medio de esta masa espesa de embarcacíones, sorprendiendo a los unos después de los otros, y echando a pique a esas especies de colmenas humanas donde nadie hubiera podido escapar a esos golpes! Hubo allí para las autoridades federales, sea navales o militares, algunos días de zozobra. Cada vez que se percibía una humareda por encima de los árboles que escondían la entrada del Elizabett River, el corazón palpitaba violentamente.

Pero el Merrimac no vino; dejó terminar, sin molestias, el desembarco del ejército.


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