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CAPÍTULO III

EL NORTE Y EL SUR PULEN SUS ARMAS

Lincoln, nuevo presidente de la Unión, llama a las armas al pueblo del Norte. Necesita 75.000 voluntarios.

Un neoyorquino:


En Nueva York, el llamamiento de Lincoln fue recibido fríamente. Al día siguiente, ni una bandera a la vista, el pueblo no reaccionaba.

Entonces algunos patriotas decidieron obrar. Apelaron a un hombre político bien conocido en los barrios bajos de la ciudad. El reunió a dockers y obreros, los proveyó de un pifano, de un tambor y una bandera americana, y los hizo desfilar desde Battery hasta Broadway. Ese desfile atrajo inmediatamente la atención. A la entrada de Wall Street, de cuarenta a cincuenta gentlemen se unieron a ellos. El efecto fue fulminante. Engrosada por numerosas personas, la columna se dirigió hacia las oficinas del Journal of Commerce. Alguien pidió que se izase la bandera. Esta fue rápidamente desplegada. Luego, la densa cantidad de manifestantes que vociferaba su entusiasmo se encaminó hacia el Herald para sitiarlo.

En 24 horas, la bandera ondeó en cada campanario y la fiebre patriótica abrasó a la ciudad entera. Así despertó el ardor patriótico de Nueva York.




El Sur parte a la guerra.

Una sureña:


Mi madre era originaria del Norte, y la amenaza de guerra era para ella motivo de terror y aprensión, pues decía que conocía mejor que muchos otros -por ejemplo yo y los de mi generación- los recursos del Norte.

En general, las mujeres del Sur eran favorables a la Secesión y a la guerra (si no se podía hacer de otro modo) y, si los hombres hubiesen vacilado también, pienso que ellas los hubieran incitado a partir.

En Rome (ciudad de Georgia), cuando Georgia se separó de la Unión fue un día de intensa emoción. Espontáneamente, la gente comentaba, se estrechaba las manos, se felicitaba con entusiasmo. Naturalmente, muchos de los más ancianos y los más prudentes consideraban esos festejos con escepticismo; pero reinaba un júbilo general.

Comenzamos, entonces, a preparar nuestros soldados para la guerra. Se pidió a las mujeres que se reunieran en los edificios públicos, en las salas de lectura, de conferencias, y también, a veces, en las iglesias. Las que poseían máquinas de coser fueron invitadas a llevarlas. No era una orden: la sola sugestión bastaba. Las máquinas de coser se instalaron en varias salas y se designaron a las damas reputadas como expertas en el corte de los vestidos, para ese trabajo. Todas las mujeres de la ciudad se transformaron en costureras y trabajaron asiduamente.

Algunas trajeron esclavas que las ayud;aban y los talleres improvisados zumbaban de mujeres atareadas.

Sin embargo, a ese trabajo realizado con la fiebre del entusiasmo se mezclaba la tristeza, pues sabiamos que la guerra significaba la separación, quizá sin retorno. Pero mientras hablábamos de todo esto no llegábamos a creer en ello. Alentábamos la esperanza de que cuando nuestras tropas mostraran su combatividad en el campo de batalla, el asunto se solucionaría con facilidad. ¿Cómo? No lo sabíamos exactamente. Claro que no teníamos conciencia de ello en ese momento; pero ese sentimiento debía existir en el fondo de nosotros; la prueba fue la desilusión que experimentamos cuando los acontecimientos tomaron otro giro.

Una vez terminados los preparativos, el gobernador de Georgia reunió a la milicia bajo bandera, y se enviaron los hombres a Virginia bajo el comando del general Joseph E. Johnson. Los jóvenes pusieron sus trajes de gala y mucha de su fina ropa blanca en su equipaje.

Casi todos los soldados tenían su ayudante negro y una cantidad de tenedores y cucharas a fin de vivir confortablemente en los campamentos y hacer buena figura en Washington, donde todos pensaban estar pronto.

Partieron con ese estado de ánimo. Sus novias les regalaban los neceseres de costura y otras mil cositas. Finalmente, después de una elocuente exhortación del Reverendo John A. Jones, de la Iglesia presbiteriana, partieron. Recuerdo muy bien las palabras del Reverendo: Sed valientes y conducíos como hombres. Luego el órgano ejecutó una música apropiada: Farewell y Good Bye; y en toda la iglesia no se oyó más que un sollozo, pues la asistencia estaba compuesta por madres, mujeres, hermanas e hijas de soldados.

El capitán de la caballería ligera, la compañía más célebre, formada por la flor y nata de la ciudad, se había casado el jueves anterior: era un joven de Virginia. Su mujer pertenecía a una familia de patriotas y era muy valiente. Ese día entró en la iglesia con su marido y lo acompañó a lo largo de la nave central. Llevaba un vestido de viaje, marrón y, por encima, un chal sobre el cual se leía: La caballeria ligera de Rome. De un lado llevaba una pistola y del otro un puñal. Hizo toda la guerra con su marido.




En el Norte, el entusiasmo es más moderado. Un joven de Massachusetts:


Con el ardor y el entusiasmo de la juventud, pedí a mi padre permiso para alistarme.

El no quiso oír hablar de esa tontería. Habituado a obedecerle no me incorporé esa vez, no obstante tener la edad necesaria.

Existían numerosos métodos para reclutar voluntarios. En 1861, cualquiera que hubiese integrado un ejército regular podía tomar la iniciativa de hacer circular una lista de reclutamiento a fin de reunir firmas. Tenía entonces grandes probabilidades de obtener el cargo de capitán.

Se organizaban numerosas reuniones patrióticas destinadas a despertar los entusiasmos desfallecientes. Músicos y oradores se agitaban hasta ponerse morados. Los coros cantaban: Red, White and Blue o Rallied round the Flag, hasta perder el aliento. Para la circunstancia, se recurría al viejo veterano de 1812 y se obtenía, por su intermedio, el máximo de propaganda; o bien otro anciano veterano de la guerra de Méjico venia a oponer su calma olímpica al duro rostro de la guerra. Luego, en el momento más propicio, se presentaba la lista de enrolamiento para las firmas. Generalmente un anciano buen hombre que se encontraba allí, se ponía a aullar como un chacal y se declaraba listo a colgarse el fusil al hombro si no hubiese sido tan viejo, mientras su esposa, acompasada e impaciente tiraba violentamente de los faldones de su levita. Se encontraba también la solterona patriota que, agitando frenéticamente una banderita o un pañuelo se declaraba lista para partir inmediatamente, si hubiese sido un hombre.

A menudo, se encontraba aquel que estaba pronto a alistarse si hubiese otros cincuenta voluntarios como él, sabiendo muy bien que no se podrían hallar tantos. Luego, el hombre a quien se lo instaba a firmar y que aceptaba si X e Y (unos adinerados) lo hacían al mismo tiempo que él.

A veces, en esas reuniones, el patriotismo era tan estimulado por el despliegue de las banderas, la música, los cantos militares y la elocuencia ardiente de los oradores, que la cuota de una ciudad se alcanzaba en menos de una hora. Bastaba que un hombre diese la señal, inscribiese su nombre, se lo congratulase, se lo pusiese sobre el estrado y se lo aclamase como el héroe del dia, para que un segundo, un tercero, un cuarto lo siguieran y, finalmente, se producía una verdadera lucha por figurar en la lista de reclutamiento.




Un anuncio fijado en las paredes de Nueva York.


¡Atención, jóvenes que queréis vengar la patria! ¿Dónde encontraréis un regimiento superior a los cazadores de Lincoln o a los zuavos de Nueva York? Allí todos los oficiales son instruidos en el arte de la guerra. El coronel será un graduado de West Point.




Un azul del 36° Regimiento de Illinois (Norte):


El sábado 18 de agosto de 1861, The Young American Guards fue la primera compañia que llegó al campamento.

Después, el 20 de agosto, fue el turno de la Bristol Company, formada por voluntarios del condado de Fendal y los Guards hicieron lo posible para recibirlos militarmente. Ese mismo día, más tarde, los Wayne Rifles, los Oswego Rifles y los Elgin Guards llegaron, precedidos por el son de los pífanos, el batir de los tambores, los hurras y las aclamaciones de la multitud y seguidos por casi un regimiento de madres inquietas, padres tiesos y graves, esposas abnegadas, hermanas nerviosas y novias desconsoladas.

Cuando los últimos rayos de sol bañaban el campamento y la campiña de los alrededores, fue necesario separarse. Los nuevos reclutas se pusieron al trabajo con ardor. Las carpas se levantaron como por encantamiento. Se distribuyeron algunas mantas, un poco de paja para dormir sobre ella y raciones compuestas de pan, huevo, tocino y café.

Muchos recordarán esta primera noche pasada en el campamento. Pocos de nosotros jamás habiamos conocido el lujo de dormir sobre la paja y el placer de extenderse sobre nuestra madre, la tierra. Uno se sentía bien pequeño con solamente una delgada manta entre uno mismo y el cielo; pero los que se habían acostado con la esperanza de dormir resultaron profundamente decepcionados. Desde un rincón oscuro, un chusco se puso a emitir balidos que rompían Ios oídos. Desde una carpa vecina, otro le respondió. Luego el balido fue imitado en todas las hileras de las tiendas de campaña, sobre toda la extensión del campamento, y diez segundos después del primer balido todo el mundo balaba haciendo el alboroto de miles de carneros.

Inmediatamente, un ladrido aislado bastó para hacer ladrar a los otros caniches humanos, y todos volvieron a iniciar el coro hasta quedar enronquecidos. Luego se produjo un concierto de maullidos, gluglús y quiquiriquís que no cesaron antes del alba.

En la tarde del día siguiente llegó un oficial del ejército de los Estados Unidos e hizo prestar juramento a todas las compañías del campamento. Era un espectáculo impresionante el ver jurar solemnemente a cada compañía defender y proteger a la patria. Ni un maullido ni un quiquiriquí. Se admiró a la compañía Elgin por su paso marcial y la bella prestancia de sus hombres. Su oficial había estudiado el Manual de armas de Hardee con aplicación. De ese modo conocían relativamente bien el ejercicio y habían adquirido la rigidez de vértebras que los otros tenían todavía que aprender.

Los soldados estaban armados con viejos fusiles cortos y oxidados, arma intermedia entre el cañón y el arcabuz (sin duda tomados en la sala de armas de alguna difunta compañía de milicia), que arrastraban en el campamento como si fuesen pedazos de madera.

Esta especie de fusiles desagradaba a los reclutas que habían soñado con los Sharp o Henry, provistos de sables bayonetas. Todos contaban que si llegaban a Dixie (el Sur) con ese tipo de armas, los Johnny Reb (los sureños) estarían demasiado contentos, pues según ellos esos mosquetones tenían un retroceso más peligroso y más mortífero para el que lo utilizaba que el tiro mismo para el enemigo. (...)

El 24 de setiembre de 1861 fue el tan esperado día de la partida.

A las 4 de la tarde, formados en columnas y con la banda a la cabeza, subimos al tren. Toda la población estaba reunida a lo largo de la línea del ferrocarril. Las fogatas del campamento brillaban, tiros de fusil partían en nuestro honor, y, mientras que atravesábamos los pueblos, el crepúsculo resonaba con las aclamaciones.

El 27, al alba, alcanzamos Saint-Louis. Terminaban los hermosos días de la vida de campamento. No se jugaba más a los soldados: la verdadera, la dura tarea comenzaba.




Un inglés analiza a esa tropa armada que se transformará en el Ejército Confederado (sureño).


A los ojos de un europeo, esos regimientos reunidos presentan un aspecto realmente singular. Están formados en general por compañías con uniformes de colores dispares. Una sola insignia indica a qué cuerpo pertenecen. Ese inconveniente se debe a que esas compañías están compuestas por voluntarios reclutados en diferentes regiones. Naturalmente se trata de remediar ese estado de cosas. No obstante, el uniforme de ciertos regimientos no avergonzaría a un Horse Guard.

Los hombres que componen el ejército sureño son de físicos muy diversos. En los regimientos de Luisiana, por ejemplo, se advierten criollos franceses, bronceados, de mirada ardiente, entre muchos irlandeses y americanos originarios de Nueva Orleáns. Los soldados de Alabama, orgullosos de su valeroso 4° regimiento y de su artillería de choque, se conocen bien por sus amplias espaldas, su alegría y su andar de picadores de caballos. Los mozos de Carolina del Sur, de alta talla y tez mate son reconocibles aun sin el palmetto. En cada regimiento, gracias a las netas diferencias de modales y costumbres de los soldados, se discierne fácilmente las diversas clases sociales que los componen.

Una cantidad de ricos plantadores son soldados rasos, al lado de representantes de profesiones liberales, de tenderos, de empleados y de obreros. Todos se reparten los servicios de la vida de campamento. Nosotros mismos hemos visto un pobre negro que lloraba porque su patrón, que había recibido la orden de cavar una trinchera alrededor de un cañón, no le permitía dejarle hacer eso.

Eso no pué ser, Massa, esos demoños de yanquis me van a volvé loco.

Otro día hemos oído a un muchacho jactarse, ante un camarada de otro regimiento, del número de soldados de su compañía que poseían varios millares de dólares. El otro replicó:

Sí, es normal que esos tipos se batan. Pero en nuestro regimiento hay muchos que lo hacen sin poseer un centavo.

El regimiento de artillería G. Washington, que comprendía varias baterías, está formado por voluntarios pertenecientes a las mejores familias de Nueva Orleáns. El hijo del general Beauregard, por ejemplo, abandonó el Estado Mayor de su padre para alistarse como simple soldado. Los conductores de los tiros de caballos de ese regimiento de artillería se inscriben regularmente en el ejército y están a expensas del regimiento: esa unidad no cuesta un céntimo a la Confederación. (...)

De la misma ciudad procede un regimiento totalmente diferente, llamado Los zuavos de Nueva Orleáns. Los hombres llevan turbante rojo, se visten con chaquetas galonadas de azul y pantalones con bandas grises y rojas. Con su barba negrn y su mirada feroz, tienen aspecto de piratas ... Cuando desfilaban delante del general con su paso largo y cadencioso cantando una marcha militar, pensábamos que no nos gustaría encontrarnos frente a ellos.

Siguen el mismo adiestramiento que los franceses. Su paso es, sin embargo, más rápido que el de los zuavos; es más alargado que el de la infantería inglesa. Maniobran con admirable precisión y tan rápidamente como los batallones de la infantería ligera inglesa. Por lo que se nos había dicho en el Norte, esperábamos encontrar regimientos en harapos. Pero durante nuestras numerosas cabalgatas en los diferentes campamentos no hemos visto un solo hombre que no estuviese convenientemente vestido. Se esperaba poder distribuir las ropas de invierno antes del 1° de noviembre. El vestuario sería menos dispar. Pero la gran preocupación de los oficiales y los hombres es el armamento. Además del fusil Enfield, buen número de soldados tienen al menos un revólver y un gran cuchillo de caza: todo ee cuidado minuciosamente. El precoz adiestramiento que reciben los hombres del Sur, quienes cazan zarigüeyas desde niños, apenas pueden sostener un fusil, les da destreza en el manejo de las armas y una seguridad en la puntería de eficacia poco común.




El Norte posee su Legión Extranjera. Se ven en ella príncipes franceses, los nietos del difunto rey Luis Felipe.

El general McClellan:


La más agradable de mis tareas era la que me conducía al campamento de Blenker, a la cual F. siempre gustaba acompañarme para asistir al circo, como decia. Desde que nos divisaban, Blenker hacía tocar la llamada de los oficiales a fin de reunir su colección de poliglotos de uniformes tan variados y brillantes como los colores del arco iris. Envuelto en su capa forrada de rojo, en medio de sus oficiales, Blenker nos recibía con la cortesía más refinada y más ceremoniosa. Apuesto, de andar marcial, rodeado de hombres de tan buena presencia como él, formaba con ellos un cuadro sorprendente y su recepción no se parecía en nada a las de las otras divisiones.

Algunos minutos después de nuestra llegada, ordenaba ritualmente: Ordinanz num'ro ein e inmediatamente el champaña corría a mares, la orquesta tocaba y a veces se ponían a cantar. Se decía que había sido suboficial en el cuerpo expedicionario alemán que servía a las órdenes del rey Otón de Grecia.

Su división escapaba completamente a lo común. Sobrepasaba a todas las otras por el orgullo, el esplendor y los hechos de armas. Su adiestramiento era excelente, pues todos los oficiales, y probablemente todos los hombres, habían servido en Europa. (...)

Los regimientos de esa división estaban enteramente compuestos por extranjeros, la mayoría alemanes. El más descollante de ellos era ciertamente el regimiento de Garibaldi. Su coronel, D'Utassy, era húngaro, y se contaba que había sido jinete acrobático en el circo de Franconi (Terminó su carrera en la prisión de Albany.). Sus hombres procedían de todos los países conocidos y desconocidos y de todos los ejércitos posibles e imposibles: zuavos de Argelia, soldados de la Legión Extranjera, céfires, cosacos, garibaldinos de la mejor procedencia, desertores ingleses, cipayos, turcos, croatas, suizos, bávaros bebedores de cerveza, macizos alemanes del norte y probablemente chinos y miembros de los destacamentos del ejército de la gran duquesa de Gerolstein.

Ciertamente, bajo ninguna otra bandera se había visto jamás mezcla parecida de razas, si no es en las bandas tales como los Jagers de Holk durante la guerra de los Treinta Años o bien entre los mercenarios de la época medieval.

Recuerdo muy bien que, mientras regresaba una tarde de más allá de la línea de los centinelas, me detuvo una vanguardia de garibaldinos. En respuesta a su ¡quién vive! yo probé sin éxito el inglés, italiano, francés, alemán, un poco de ruso, de turco. Deduje de ello que eran sin duda gitanos o esquimales.

La política (...) que trataba de hacer una guerra popular, como decía, reclutando oficiales de todos los continentes, dio a veces resultados sorprendentes y nos trajo raras muestras del género vulgarmente llamado duro de roer. Muchos de los oficiales que se alistaron habían dejado su ejército nacional en favor de éste, aunque hubo excepciones. La mayor parte resultó un mal refuerzo, y creo que los regimientos de alemanes fueron tan poco eficaces porque a sus oficiales les faltaba firmeza.

Poco tiempo después de concedido el retiro del general Scott, recibí una carta del húngaro Klapka. Me informaba que los agentes del señor Seward (secretario de Estado) habían tomado contacto con él para que entrase en nuestro ejército, y agregaba que estimaba que valía más que nos pusiésemos directamente de acuerdo sobre las condiciones de esa cuestión. Pedia una prima de 100.000 dólares y especificaba que, los primeros tiempos, él podría servir como jefe de mi Estado Mayor, a fin de aprender el inglés. Inmediatamente me reemplazaria como general en jefe. No decía lo que pensaba hacer de mí: su decisión dependía. sin duda, de la impresión que yo le hubiese causado. Llevé en seguida esa carta al señor Lincoln, quien se encolerizó y me dijo que haría de modo que esa clase de cosas no se repitiera.

Cluseret, posteriormente ministro de Guerra cuando 1a Comuna, lIegó un día con una carta de presentación de Garibaldi, recomendándomelo en términos calurosos como soldado, hombre de honor, etcétera. Me causó mala impresión y decliné su oferta, pero Stanton, sin saberlo yo y sin mi aprobación, lo nombró coronel en mi Estado Mayor ...

Muy diferentes eran los principes franceses que formaron parte de mi familia militar del 20 de setiembre de 1861, al fin de la batalla de los Seven Days. Servían como capitanes, desechando un grado más elevado a pesar de que lo habían largamente merecido. antes del fin de su servicio. Ninguna diferencia entre ellos y los otros ayudantes de campo: asumían entera responsabilidad, peligrosa o no, agradable o no. Esos jóvenes eran hombres de calidad y excelentes soldados, y merecían los más grandes elogios desde todo punto de vista. Su tío el príncipe de JoinvilIe. que los acompañaba en calidad de mentor, no tenía puesto oficial pero nuestras relaciones fueron siempre agradables y llenas de confianza recíproca. El duque de Chartres había sido educado en la escuela militar de Turín: el conde de París había recibido la educación militar de sus preceptores. Ellos poseían su séquito personal y un médico y un capitán dé cazadores a pie los acompañaba por todos lados. Este último, hombre de muy elevada talla, no aceptnba jamás montar a caballo. Cualesquiera fuesen las circunstancias, seguía siempre a pie.

Su pequeño grupo era de ordinario e1 más alegre del campamento y, para mí, cargado de responsabilidades como lo estaba, era un recreo oír extenderse sus risas bajo las carpas. Todos los que los trataban los querían y respetaban. El príncipe de Joinville dibujaba, admirablemente y poseía un sentido agudo del ridículo, gracias al cual su cuaderno de bosquejos era un recurso inagotable de diversión. Uno encontraba alli, tomado del natural, durante la campafia, todo lo que lo había impresíonado por su ridiculez. Era un hombre que salia de lo común, poseedor de un criterio muy sutil. Su sordera lo fastidiaba, pero sus cualidades eran tan grandes que yo sentía por él y por los tres, además, una real simpatía que era recíproca; tengo buenas razones para creerlo.




Los soldados del Sur no son menos pintorescos que los mercenarios del Norte.

Russell del Times:


Después de haber recorrido una ruta escarpada bajo un sol abrasador, proseguimos nuestro camino entre las carpas que sembraban la meseta boscosa que dominaba el río.

Las tiendas de campaña estaban construidas con vigas y podían cobijar a seis hombres cada una. Un buen número de soldados estaba ya enfermo a causa del sol y del agua no potable. Dada la orden por el general, setecientos u ochocientos hombres se reunieron para la inspección. Muchos estaban en mangas de camisa, y la torpeza con que manejaban sus armas acentuaba su mal adiestramiento, a pesar de ser excelentes tiradores. Eran mocetones enormes. La mayor parte me llevaba una cabeza y lo notaba cuando pasaba por sus filas. Estaban armados con viejos fusiles cortos, de cápsula, vestían de manera desigual y estaban, en general, mal calzados. Solamente un reducido número poseía una mochila, pero todos llevaban una caramañola para el agua y una manta.

Me informé por intermedio del oficial de intendencía que se les distribuía de tres cuartos a una libra de carne por día y por hombre, pan, azúcar, café y arroz en cantidad suficiente. Algunos, sin embargo, reclamaban un suplemento. No se les proveía ni de tabaco, ni de whisIky; y, para esos grandes bebedores y fumadores, eso debía ser motivo de disgusto.

Los oficiales eran simples plantadores, comerciantes y abogados, etcetera. Hombres enérgicos y decididos, pero ignorantes de los rudimentos más elementales del arte militar.

Después de haber inspeccionado las filas de esas compañías abigarradas, el general les dirigió una arenga en la cual se extendió sobre el patriotismo, su coraje, la crueldad del enemigo, una extraña mezcla de argumentos políticos y militares; y cuando terminó asegurándoles que: A la hora del peligro, estaré con vosotros, el efecto producido no fue el que él esperaba. Que el general debiera estar o no con ellos no parecía interesar a esos soldados. De hecho, el general no daba la impresión de poder contribuir eficazmente en el combate.

Volvimos hacia el barco de ruedas y nos dirigimos hacia otro desembarcadero. Este estaba protegido por una batería cuya guardia uniformada nos acogió, mientras rectificaba su posición y presentaba las armas, con apariencia de rectitud militar. El general me informó que ese destacamento estaba formado por gentlemen farmers and planters. Se habían equipado a costa suya y pertenecían a las mejores familias del Tennessee. Cuando volvimos al barco su banda atacó La Marsellesa y Dixie Land.




Un pastor metodista llegó a ser sargento reclutador por cuenta del Norte. Opera en el Tennessee, estado fronterizo ocupado por los norteños.

Extraído del diario del pastor reclutador (en los Estados Unidos, en esta época, todo el mundo, escribe su diario):


Después de cenar. Comida excelente: espárragos, hojas de nabos y jamón frito con pan de trigo candeal y maíz. Tomo a mi servicio o más bien contrato a dos mujeres negras para arreglar la casa; y, para no ser más que un soldado, vivo regiamente. Jamás he estado en mejor condición que ahora. Pero ¿para qué sirve todo esto? ¡Me siento tan solo en este agujero perdido! Casi todos los soldados han partido; nadie con quien hablar, nada que hacer como no sea comer y engordar.

Desde mi ventana, observo a los rebeldes que se reúnen en las esquinas de las calles para urdir y tramar la Secesión. El lugar más frecuentado para esa clase de reunión es la de los matamoros, del otro lado de la calle. Desde la mañana se encuentran allí, y hay gente todo el día. De vez en cuando, trato de hacer valer mi palabra, pero hace mucho tiempo que no me escuchan más. El otro día, tuve que entendérmelas con tres mujeres. Acababa yo de reclutar a uno de sus negros, pero se escapó, y su ama lo escondía. Esto sucedía en Trianna, pueblito sobre el Tennessee, a 14 millas de aquí. Fui a lo de la señora a buscar a mi negro. He encontrado a Ma'm Russeling vestida de seda, ensortijada, en compañía de otras dos mujeres, unas ladies, supongo. Me dijo:

Perdón, señor, ¿qué busca por aquí? ¿Ha perdido usted algo?

Sí, Ma'm, mi negro. Entró corriendo por esa puerta no hace un minuto y lo busco. ¿No lo habrá visto?

No, señor. ¿Quién es su negro?

Bien, Ma'm, el que acabo de alistar en el campamento para convertirlo en soldado.

¿Cuál es su nombre, señor?

Se llama Sam.

No lo conozco -dIce ella.

¿No vive usted acá?

Sí, por cIerto.

Y bien Ma'm, ese negro ha entrado por esa puerta, hace menos de cinco minutos. No puede haber salído, pues he vigilado la puerta desde su entrada. Me ha dicho que iba a buscar su chaqueta y que vendría en seguida. He esperado, pero nada.

Esa casa estaba rodeada de un cerco formado por tablas de ocho a nueve pies de alto: una especie de prisión de negros que contenía varias chozas y una morada muy bella donde habitaba la dama.

Veamos -dije-. Ese hombre, ¿no será suyo?

Cuando íbamos al campamento el negro me había dicho que su ama vivía allí.

Es posible.

Usted dice que no lo ha visto nunca.

Perdón, jamás he dicho eso.

Usted sabe, Ma'm, yo soy muy cortés con las damas, pero excúseme si le digo que es imposible no haberlo visto: usted lo ha visto y escondido.

Tenía conmigo un negro, el ordenanza del capitán que me había acompañado. Le dije:

Joe, quédate aquí mientras busco. Quiero forzosamente tener a ese negro, vivo o muerto.

La anciana prosiguió:

¿Qué ha dicho que quiere hacer de él? ¿Un soldado?

Sí, Ma'm.

Pero, veamos, él no puede ser soldado.

Ese es asunto mío, no suyo.

¿No encuentra inmoral tomar así a los esclavos?

No, Ma'm.

Pero soy viuda y no tengo a nadie para talar mi bosque.

Y bien entonces, ¿por qué no lo guarda en su casa?

Pero es justamente lo que hago.

No es posible, Ma'm. El coronel me ha dicho que hace dos meses que él merodea alrededor del campamento para robar bizcochos de soldado y mondongo para ustedes dos, y el coronel ya tiene bastante. Esperaba que lo llevara conmigo y usted tiene el atrevimiento de decirme que lo guarda en su casa. Ahora, dígame dónde está; estoy decidido a tenerlo.

Otra de las damas habló entonces:

¿Ustéd los toma voluntariamente o por la fuerza?

No generalmente, pero en casos como éste sí, cuando son holgazanes y roban pará ellos y para su amo.

¿Estima que la esclavitud es inmoral?

No pienso que sea moral.

No obstante, la Biblia está llena de ejemplos de esclavitud.

Sí, pero está también llena de sangre y de guerra.

¿Cree usted que la guerra es moral?

No, señor, naturalmente.

Bien, yo tampoco, y sobre eso estamos de acuerdo.

¿Puedo preguntarle si es usted clergyman?

Tengo la reputación de ello, Ma'm.

Ya me parecía.

Y la pequeña descarada (era muy linda a fe mía, aun tratándose de una rebelde), agregó:

Entonces, ¿piensa usted que obra como corresponde ante Dios y ante los hombres, viniendo aquí, ante pacíficos ciudadanos, para quitarles los esclavos? Los esclavos son nuestros bienes. Además, el que usted busca pertenece a una viuda. ¿Qué hará ella si usted se lo saca?

Y bien, que su hijo abandone el ejército rebelde. El se prepara, con los otros, a degollar a los yanquis, como usted nos llama.

Esta respuesta cerró el pico a mi bonita interlocutora. Pero prosiguió:

Si usted es clergyman supongo que cree en la Biblia.

Sí, Ma'm, hago profesión de ello.

En ese caso, puedo probarle lisa y claramente que la Biblia aprueba la esclavitud. Del primer capítulo del Génesis al último, de las Revelaciones, los hombres mejores los han poseído: Abraham, Isaac, Jacob y todos los otros sabios y cristianos.

No vamos a discutir sobre eso. ¿Pero ha pensado usted alguna vez, que la Biblia misma está llena de datos históricos que relatan que los hombres tenían varias mujeres? Salomón, por ejemplo, tenía trescientas, y no contento de ello, tomó setecientas concubinas. David tuvo varias mujeres y todavía no satisfecho, mató a Uriah y tomó a su mujer. Y, ahora, querida señora, con toda buena fe digame si le gustaría ver revivir el sistema de las mil mujeres. ¿Le gustaría ser una de las setecientas concubinas de un solo hombre, o también la ducentésima nonagésima novena supuesta mujer legítima de un solo hombre? Hablando de esto, señoras, tengo todavía mucho camino que hacer esta tarde. Lamento no tener tiempo para discutir largamente ese tema con ustedes.

A fe mía -dijo la anciana -, me place verdaderamente escucharlo. Usted discute razonablemente y como un gentleman. Vuelva a vernos.

Le agradezco -dije yo.

Y ahora -añadió la viudita encantadora, admirablemente bella con sus ojos azules y su tez clara -, olvidará usted al negro, ¿no es cierto?

Adivinen si lo hice o no ...

Después de un profundo saludo, prometí volver, mientras expresaba el deseo de que, una vez terminada la guerra, vieran ellas días mejores; y partí con la firme intención de volver a ver un día, si la ocasión se presentaba, los ojos azules de esa viuda angelical.


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