Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO II

EL PRIMER CAÑONAZO

Un cañonazo divide a los americanos en dos campos; es disparado desde la costa de Carolina del Sur sobre Fort Sumter, islita fortificada situada frente a Charleston, que ocupa, bajo la bandera estrellada, una guarnición venida de los Estados del Norte.

El que ha ordenado fuego es el general Beauregard. Es el primer sureño.

Beauregard:


Estábamos listos. (...) Sólo nos faltaba colocar en posición un cañoncito rayado recién llegado de Inglaterra, el primero que se usó alguna vez en América.

El 11 de abril, a las 2 de la madrugada, por medio de mis ayudantes de campo, intimé a la rendición a Fort Sumter. El mayor Anderson (comandante del fuerte) rehusó. Por lo tanto, después de haberle prevenido, abrimos fuego.

El silencio apacible de la noche fue interrumpido justo antes del alba. La primera granada, señal del comienzo de la guerra -largamente diferida por la opinión de muchos- partió de la batería de morteros del Fort Johnson, a las 4.30 de la mañana, el 12 de abril de 1861. No fue disparada por Edmund Ruffin, de Virginia, como se creyó por error, sino por George S. James, de Carolina del Sur, a la orden del capitán S. D. Lee. La granada se elevó en el aire describiendo un arco de círculo, y estalló con estruendo sobre Fort Sumter, cayendo en el centro de la plaza de armas.

Así sonó el despertador en Charleston y en su puerto, esa mañana fatídica. En un instante, todo fue ruido y movimiento. Ni un ausente a la llamada. Los ciudadanos afluyeron de todas partes hacia la batería y, en los muelles, las mujeres y los niños se asomaron a las ventanas que daban al mar, espectadores embelesados por la escena. A las cinco menos diez todas las baterías y morteros que cercaban el sombrío fuerte estaban en plena acción.




En Fort Sumter, el capitán Doubleday, segundo comandante y yanqui cien por ciento (y además, inventor del baseball), recibe el cañoneo de los rebeldes:


El 12 de abril, alrededor de las 4 de la mañana me despertó alguien que caminaba a tientas en la oscuridad y que me llamaba. Era Anderson, que venía a informarme que había recibido, hacía un instante, un despacho de Beauregard enviado a las 3.20, anunciando que abriría el fuego sobre nosotros dentro de una hora. Como yo había decidido no responder al bombardeo antes del breakfast me quedé en cama. No teníamos luz y no podíamos hacer nada, excepto dar vueltas en la oscuridad y bombardear vagamente las lineas enemigas.

Apenas pudo distinguir los contornos de nuestro fuerte, el enemigo puso en ejecución su proyecto. Se había convenido, como deferencia hacia el venerable Edmund Ruffin, que puede ser llamado el Padre de la Secesión, que seria él quien primero disparara desde la bateria Stevens, en Cummings Point. Poco después, un proyectil de Cummings Point vino a alojarse en la pared del depósito y me pareció, por el sonido, que se hundía en la mampostería a un pie de mi cabeza, distancia desagradablemente cercana a mi oreja derecha. Esta bala nos traía ciertamente el saludo del señor Ruffin. En un instante el tiroteo estalló con un estruendo continuo, y gran parte de los muros interiores y exteriores comenzó a desplomarse por todos lados. El lugar donde yo me encontraba servía para la fabricación de los cartuchos y había alli una buena cantidad de pólvora, en parte ensacada y en parte desembalada. Poco después una granada estalló cerca del ventilador. Una espesa humareda invadió la pieza y tuve la impresión de que habría inmediatamente una explosión. Felizmente, ninguna chispa penetró en el interior.

Ahora, diecinueve baterías nos martillaban con su fuego y las balas y las granadas de los Columbiads de 9 pulgadas, acompañados de las granadas de los morteros de 13 pulgadas que nos bombardeaban constantemente, nos hicieron saber que la guerra había comenzado.

Cuando fue pleno día, descendí para el breakfast. Encontré a los oficiales ya reunidos alrededor de una de las largas mesas del comedor. Nuestro grupo estaba calmo e incluso alegre. Habíamos conservado, para servirnos, a un hombre de color. Era un mulato de Charleston, muy activo y de ordinario muy atildado, pero ahora completamente desmoralizado por el fragor de las armas y el estallido de las granadas alrededor de nosotros. Se apoyaba en la pared, casi blanco de miedo, los ojos cerrados con una expresión de profunda desesperación. Nuestra comida no era nada abundante. Estaba compuesta de carne de cerdo y de agua, pero el doctor Crawford trajo triunfalmente un poco de harina encontrada por él en un rincón del hospital. Cuando esa frugal comida hubo terminado, mi compañía fue designada para servir a los cañones, y dividida en tres destacamentos; debía ser relevada por la compañia de Seymour. Como oficial de más alta graduación, encabecé el primer destacamento e hice desfilar a mis hombres hasta las casamatas que daban sobre la poderosa batería blindada de Cummings Point. Apuntando el primer cañón contra los rebeldes, yo no tenía ningún remordimiento, pues pensaba que la lucha era inevitable, y, además, nosotros no la habíamos buscado. (...)

Nuestros disparos se regularizaron y los cañones rebeldes que cercaban cuatro lados del pentágono, donde estaba construido el fuerte, nos respondieron. El quinto lado miraba hacia el mar. Lluvias de proyectiles de los Columbiads de 10 y de 42 pulgadas, y las granadas de los morteros de 13, caían en oleada incesante sobre el fuerte, haciendo derrumbar paredes enteras por todas partes. Describiendo un gran arco, las enormes granadas caían verticalmente y se hundían en el suelo de la gran plaza de armas, y su explosión sacudía el fuerte como lo hubiera hecho un temblor de tierra ...

El bombardeo continuó todo el día sin ningún incidente especial y sin que nuestros disparos impresionasen mayormente al enemigo. Los rebeldes tenían sobre nosotros una gran ventaja, pues sus disparos estaban concentrados sobre el fuerte que ocupaba el centro del círculo, mientras que los nuestros se dispersaban sobre la circunferencia. Sus armas destruyeron las partes superiores del fuerte, las más expuestas, pero no causaron gran daño a las casamatas subterráneas que nos protegían ...

El 13 de abril, desde las 4 a las 6.30 el tiroteo enemigo fue muy vivo. De 7 a 8 sobrevino una tormenta y el cañoneo se apaciguó. Hacia las 8, el cuartel de los oficiales fue alcanzado por una de las bombas incendiarias de Ripley o por una bala calentada en los hornos de Fort Moultrie. El fuego fue extinguido pero, a las 10, un obús de mortero atravesó el techo y se alojó en el suelo del segundo piso, donde estalló; el incendio se declaró nuevamente. Se volvió a dominar pero las balas calientes se sucedían en tal forma que era imposible combatirlas por más tiempo. Era evidente que, al ser la construcción entera de madera: tabiques, pisos y techados, todo sería en corto tiempo consumido, y el almacén, que contenía trescientos barriles de pólvora, estaría peligrosamente expuesto pues, a pesar de estar cerrada la puerta metálica, las chispas podían entrar por el orificio del ventilador. El suelo estaba cubierto de una capa de pólvora, pues los hombres del servicio de faena habían fabricado allí bolsas de pólvora para los cartuchos con viejas camisas, colchas de lana, etcétera ...

Mientras los oficiales se esforzaban en levantar y abatir a hachazos todas las partes de madera de los alrededores, los soldados hacían rodar los barriles de pólvora hacia un abrigo más seguro y los recubrían de mantas húmedas. Ese trabajo se aceleraba por el estallido de las granadas en torno de nosotros, pues Ripley había redoblado la actividad al percibir los primeros signos de incendio. Logramos sacar un centenar de barriles, pero en seguida nos vimos obligados a cerrar la maciza puerta de hierro y esperar el resultado. Poco después una bala pasó a través del tabique, golpeó la puerta y torció la cerradura de tal manera que ya no se podía abrir. Así se nos cortó la provisión de municiones, pero había aún una pequeña cantidad apilada alrededor de los cañones. Por otra parte, cuando abandonamos el fuerte, Anderson mencionó en su informe que quedaban solamente cuatro barriles y tres cartucheras.

A las 11 el incendio había llegado a ser terrible, desastroso. Alrededor de una quinta parte del fuerte era presa de las llamas y el viento impulsaba la humareda en espesos remolinos hacia el ángulo donde habíamos encontrado refugio. Parecía imposible escapar a la sofocación. Algunos de nosotros estábamos tirados en el suelo con un pañuelo en la boca; otros se protegían en las troneras donde un soplo de aire había disipado algo el humo. Todos sufríamos mucho. Yo trepé por una de esas aberturas y me senté sobre el borde exterior, pero Ripley, con su metralla, golpeaba alrededor, no me dejaba tranquilo. Si el viento no hubiera cambiado ligeramente de dirección, la sucesión de los acontecimientos hubiera sido fatal para nosotros.

Como nuestro tiroteo había cesado y ello proporcionaba excesiva dicha a nuestro adversario, pensé que seria bueno demostrarle que aún no estábamos todos muertos y ordené a los cañoneros lanzar algunas bombas. Supe más tarde que el enemigo había aclamado ruidosamente a Anderson por su obstinación en circunstancias tan desfavorables.

En ese momento, el espectáculo era verdaderamente emocionante. El ronquido y el crepitar de las llamas, los enormes remolinos de una espesa humareda, el ruido de las granadas enemigas y de las nuestras, que estallaban en las piezas incendiadas, el estrépito de las balas de cañón y el ruido de las paredes desmoronándose hacían del fuerte un verdadero infierno. (...)

Hacia las 12.48 el alto del mástil portador de la bandera fue abatido y la bandera cayó ...

HacIa las 14, el senador Wlgfall, acompanado de W. Gourdin Young, de Charleston, apareció inesperadamente en una de las troneras. Habia hecho la travesla desde la isla Morris en una barquita conducida por negros. Wigfall había visto caer la bandera y pensaba que nos rendiamos después del incendio de los cuarteles. Un artillero que estaba cargando su pieza se sorprendió al encontrar a un hombre en la tronera y le preguntó qué quería. El senador respondió que deseaba hablar con el mayor Anderson. El hombre, sin embargo, se negó a dejarlo entrar si antes no se consideraba prisionero y entregaba su espada. Wigfall, en nombre de Beauregard, ofreció sus propias condiciones a Anderson, es decir, la evacuación del fuerte con el permiso de saludar a nuestra bandera y de partir con los honores de guerra, llevando nuestros equipajes prívados y abandonando todo el material de guerra. Una vez que todo estuvo arreglado, Wigfall regresó a Cummings Point.

Cuando los preliminares fueron debidamente ajustados, se decidió que evacuaríamos el fuerte a la mañana siguiente. Nuestros preparativos fueron simples y rápidos; pero los rebeldes, a fin de dar el mayor bríllo posible al acontecimiento y obtener el mayor prestigio de él, hicieron preparativos imponentes. La población de los alrededores de Charleston invadió la ciudad para asistir a la humillación de la bandera de Estados Unidos. Después de tanta fatiga y emoción, dormimos profundamente esa noche por prímera vez después de dos días.

A la mañana siguiente, domingo 14 de abríl, nos levantamos temprano e hicimos rápidamente nuestros equipajes antes de subir a bordo. A la orden del mayor Anderson, tomé mis disposiciones para saludar a nuestra bandera con salvas de artillería ...

Terminado el saludo, las tropas confederadas desfilaron y ocuparon el fuerte. (...) Anderson me ordenó reunir a los hombres en la plaza de armas; tomó el mando y los hizo desfilar hasta el borde del edificio. Solicité permiso de abandonar el fuerte con la bandera a la cabeza y los tambores tocando Yankee Doodle. Me lo otorgó. Al ser traída nuestra bandera hecha jirones, la multitud estalló en alarídos entusiastas y todos los navíos, en movimiento unánime, se dirígieron hacia el fuerte.




La mujer de un senador del Sur, Chesnut, lleva el diario de esas jornadas dramáticas:


Bullicio en toda la casa, ruidos de pasos en los corredores. Todo el mundo parecía correr en una sola dirección. Me puse mi salto de cama y mi chal y salí también para subir a la terraza. Las granadas estallaban. En la oscuridad un hombre dijo: Derroche de municiones. Yo sabía que mi marido remaba en una barquita, en alguna parte de esa bahía sombría. Si Anderson se obstinaba, el coronel Chesnut debía dar la orden (...) de abrir fuego. Ciertamente, el tiroteo había comenzado. Era sin duda el fragor regular del cañón. ¿Y quién podía decir cuántos muertos y cuánta destrucción provocaba cada salva? En las terrazas, las mujeres enloquecidas elevaban plegarias, mientras que los hombres proferían imprecaciones. Después, una granada iluminó la escena. Se dice que esta noche las tropas van a intentar el desembarco. Nuestras miradas estaban fijas en un solo punto y; todos se preguntaban por qué Fort Sumter no respondía. (...) Imposible oír algo, el cañón no cesa de tronar. La tensión nerviosa es terrible, estando sola en esta oscura habitación. (...)

19 de abril. A pesar de todo, ni muertos ni heridos. ¡Cómo estábamos de contentos ayer a la tarde! Reacción normal después de haber temido tanto la matanza que hubiera podido provocar ese terrible cañoneo. Ni una batería alcanzada. Fort Sumter ha sido incendiado. Anderson no ha reducido todavía a silencio ninguno de nuestros cañones. Al menos esto es lo que nos cuentan los edecanes que llevan siempre la espada y el cinturón rojo a guisa de uniforme. Pero el estruendo de los cañones imposibilita toda comida regular. Nadie acude a la mesa. Las idas y venidas de las bandejas de té obstruyen los corredores. Algunos, con el corazón oprimido, quedan extendidos sobre su cama y sufren silenciosamente. La señora Wigfall y; yo nos consolamos tomando el té en mi habitación. Todas esas mujeres tienen una fe que las reconforta. Dios está con nosotros, dicen ellas. De regreso a nuestra casa, la señora Wigfall y yo nos preguntamos por qué: Naturalmente, él detesta a los yanquis, nos dicen. ¿Usted no le hará la injuria de creer lo contrario?

Ni en las palabras, ni en las miradas podemos nosotros descubrir ningún cambio en la actitud de los criados negros. Lawrence se sienta junto a nuestra puerta, soñoliento, respetuoso y profundamente indiferente. Ellos son todos así. Pero llevan adelante las cosas demasiado lejos. Es para preguntarse si oyen solamente el terrible estruendo que continúa en la bahía, aunque les reviente los oídos noche y día. La gente habla delante de ellos como si fueran sillas o mesas. Ellos no dejan traslucir nada. ¿Son estúpidamente flemáticos o más sabios que nosotros, esperando silenciosos y fuertes el momento oportuno?




El Times de Londres está allá, en la persona de su corresponsal, Russell:


Esa tarde me encontraba en el club de Charleston con John Manning. ¿Quién, habiéndose encontrado aunque fuera una sola vez con el viejo gobernador de Carolina del Sur, podía permanecer indiferente a su encanto físico y a su fuerte personalidad? Había allí también senadores y diputados, tales como el señor Chesnut y el señor Porcher Miles. Hemos discutido largamente de política y como sucede entre amigos, terminamos por enojarnos. Reconozco que era bastante irritante oír a esos hombres entregarse a amenazas y a bravatas tan enormes como: El mundo en armas recibiría una acogida tal que él sería rápidamente expedido ad patres. No serian conquistados jamás. La tierra entera no podria llegar hasta allí. Y así sucesivamente. Yo estaba obligado a desenvolverme como podía:

¿Admiten ustedes -decía yo- que el francés es un pueblo valiente y belicoso?

Sí, ciertamente.

¿Creen que podrían defenderse mejor contra la invasión que el pueblo frances?

Puede ser que no, pero les daríamos mucho que hacer a los yanquis.

Supongamos que los yanquis, como ustedes los llaman, los invadieran con una fuerza tres veces superior en hombres y en material. ¿No estarian ustedes obligados a someterse?

¡Jamás!

Pues, o bien son más valientes, mejor disciplinados, más belicosos que los franceses, o bien, ustedes solos, entre todos los pueblos del mundo, son capaces de resistir a las leyes que rigen en la guerra, como en todas las actividades humanas.

No, pero los yanquis son canallas cobardes. Lo hemos comprobado haciéndolos rodar a puntapiés y silbándolos hasta cansarnos. Por otra parte conocemos muy bien a John Bull. Al comienzo, hará gran ruido alrededor de la no-intervención; pero cuando necesite algodón, cambiará de táctica.

Me di cuenta de que era por todos lados la idea fija. El rey algodón; para nosotros, es una grave ilusión o algo sin sentido; para ellos, una creencia vivaz y todopoderosa que no admite ni cisma ni herejía.

Es todo su credo y, en realidad, hay en ello una parte de verdad, pues gracias a los estimulantes del carbón, del capital y del maquinismo, nosotros (los ingleses) hemos edificado, año tras año, una industria de la cual dependen el pan y la vida de cuatro o cinco millones de nuestros habitantes, industria que no puede funcionar sin el concurso de un país que puede en cualquier momento rehusarnos el suministro de algodón, o verse impedido de poder proveerlo a causa de la guerra.

17 de abril. Las calles de Charleston recuerdan las de París durante la Revolución. Grupos de hombres armados se pasean cantando por las calles. Sangre guerrera corre en sus venas y hace subir a sus mejillas "la embriaguez de la victoria: restaurantes llenos, jarana en los bares, salas de clubes atestadas, orgías y borracheras en las tabernas y en las casas particulares, en los cafetines y cabarets, desde las callejuelas más estrechas hasta las más anchas avenidas. Sumter los ha vuelto locos. ¡Jamás se ha visto tal victoria! ¡Jamás mozos tan valientes! ¡Jamás batalla parecida! Ya aparecen folletos contando el incidente. Es un Waterloo o un Solferino sin derramamiento de sangre.

Después del almuerzo, descendí a los muelles para ir a visitar Fort Sumter con un grupo del estado mayor del general. Los senadores y los ex gobernadores, transformados en soldados, llevaban casquetes militares de color azul sobre los cuales estaban bordados unos palmettos (emblema de Carolina del Sur) ; levitas azules con cuello de oficial, charreteras recamadas de oro con dos bandas de plata para designar el grado de capitán, botones dorados con el palmetto en relieve, pantalones azules rayados con una banda de oro y espuelas de acero ...

Hacía un calor pesado y húmedo; pero una fuerte brisa soplaba en el puerto, y, levantando el polvo de Charleston, cubría nuestros trajes y nos llenaba los ojos. Las calles estaban llenas de muchachos desenvueltos que hacían golpetear sus espuelas y sus sables, pelotones de azules iban y venían, redobles de tambores tocando la llamada; alrededor, grupos de negros de amplia sonrisa, asombrados de ese espectáculo alegre y rutilante: para ellos, era un día de fiesta y una novedad.

Las banderas de la Secesión ondeaban en todas las ventanas; niños irlandeses gritaban con toda su voz: La batalla de Fort Sumter! ¡Última edición! Mientras bajábamos hacia el muelle donde el vapor estaba amarrado, oíamos por todos lados palabras exaltadas: Entonces, gobernador, ¿la vieja Unión ha muerto al fin? ¿Sabe usted que va a hacer Abe (Lincoln)? Yo pienso que Beauregard obtendrá la supremacía sin mucha dificultad. ¿Qué piensa usted ? Y así sucesivamente. Y , a propósito de esto, la popularidad de nuestro querido Créole está por encima de toda descripción. Se han compuesto en su honor toda clase de versos de almanaque, cuyo refrán gusta mucho:

Armados de fusiles, granadas y petardos,

Nosotros miramos el Norte con nuestro Beauregard ...

En el muelle, una muchedumbre numerosa miraba embobada a los hombres uniformados en el barco cargado de mercaderías, de provisiones de suministro, haces de heno y de grandes canastos colmados de víveres para el ejército de voluntarios de la isla Morris. Los nombres de las diferentes unidades pintados sobre las cajas: Tigres, Escorpiones, Leones, Aguilas de Palmetto, Guardias de Pickens, de Sumter, de Marion, y también otras denominaciones, me divertían grandemente.

La unidad de base de esos voluntarios es la compañía. Ellos no conocen ni batallones ni regimientos. En la leva de voluntarios, halaga a menudo la vanidad del mayor número. Esas compañías no cuentan más de cincuenta a sesenta hombres. Algunos de los reclutas son dandies que parecen mirar desde lo alto a sus camaradas. El mayor Whiting me contó que en los comienzos era difícil hacerlos obedecer, creyéndose cada cual tan buen soldado como cualquiera, y en ciertos casos aún mejor. Era claro que en ese pequeño ejército existía siempre la vieja historia del voluntario y del soldado de profesión.

Cuando subíamos al puente, el mayor vio un grupo de rudos mocetones, de cabello largo, vestidos con burdas túnicas grises de botones metálicos y galones de lana, acostados sobre haces de hierba y fumando cigarros.

Señores -dijo el mayor muy cortésmente-, tengan a bien no fumar sobre el heno. Hay pólvora en las bodegas.

No creo que prendamos fuego al heno esta vez, colono -fue la respuesta- y de todas maneras lo apagaríamos antes que alcanzara los explosivos. Y continuaron fumando. El mayor refunfuño y se alejó ...

En el momento en que todos los pasajeros hubieron embarcado, los nueve décimos uniformados, y una parte mayor aún mascando tabaco, la sirena silbó y el barco se deslizó dulcemente a lo largo del muelle por el agua amarillenta y fangosa del río Ashley ...

La isla entera (de Morris) estaba llena de movimiento y agitación. Los oficiales galopaban en todos los sentidos como si se tratara de grandes maniobras o combates. Furgones de suministro realizaban con dificultad viajes de ida y vuelta entre la ribera y los campamentos. Carcajadas y ecos regocijados se escapaban de las tiendas de campaña. Estas se levantaban sin orden y eran de todas formas, colores y dimensiones. Algunas estaban afeadas por groseros dibujos al carbón e inscripciones como: Los verdaderos tigres, El nido de víboras, Los destrozadores de yanquis, etcétera ... Los alrededores del campamento estaban en un estado deplorable, y, cuando llamé la atención del médico militar que me acompañaba respecto del peligro que se corría; éste me dijo suspirando: Lo sé bien, pero no podemos hacer nada. Recuerde que se trata de voluntarios y que ellos no hacen sino lo que les agrada.

Cada tienda reservaba gran hospitalidad y calurosa acogida a todo el que venía. Cuando no había lugar en el interior, los cajones de champaña y de vino, los patés de Francia y otros productos del mismo género estaban apilados fuera de los tabiques de lona. En medio de toda esa excitación, yo me sentía como un hombre en plena posesión de sus facultades que llega tarde a una borrachera.

Señor, ¿tomará usted algo con nosotros a la ... (aquí alguna expresión horrible) de Lincoln y de todos los yanquis?

No, gracias, si tienen a bien excusarme.

¡Usted es el único inglés que rehúsa!

Esos muchachos de Carolina son muy gentiles pero tienden un poco a la fanfarroneria, haciendo alarde de sus tradiciones de caballeros que para ellos, ingenuamente, constituyen un derecho hereditario. Se imaginan que la Corona británica reposa sobre una bala de algodón, también que el lord Chancellor, en el Parlamento, se sienta sobre un saco de lana.

Bajo una gran tienda, un grupo de bulliciosos jóvenes descorchaban botellas y mezclaban el ponche en grandes cubetas mientras otros ayudaban a los ordenanzas a levantar la mesa del banquete ofrecido a uno de sus generales. ¡Calor, humareda, clamores, brindis, bebidas, apretones de manos, juramentos de amistad! Los amigos de los más demostrativos entre esos jóvenes hedonistas los excusaban ásí: Tom es un poco parti, pero es un gran camarada y posee medio millón de dólarés. Esa réferencia a una escala de valores fundada sobre el dinero no es excepcional, ni puede ser anormal pero se volvía a ella a menudo y se contaban magnificas historias sobre la riqueza de los muchachos que iban de juerga por los alrededores, como simples soldados; mientras que algunos de ellos, durante esa estación, en los años precedentes, eran consídetados como los leones del gran mundo, en las estaciones balnearias. (...)

El desprecio absoluto y el desdén hacia la venerable Bandera Estrellada, el horror de la misma palabra Estados Unidos, y el odio intenso de ese pueblo hacia los yanquis, no pueden imaginarlos los que no lo han visto. Estoy convencido de que la Unión no podrá jamás ser reconstruida como antes, que su destrucción es tan completa que ningún poder sobre la tierra podrá rehacer lo que ha sido deshecho.




En el Norte, la toma de Fort Sumter pone al pais en pie de guerra.

El hijo de un granjero de Indiana:


Abril de 1861. Mi padre y yo estábamos desgranando maíz ... Cuando William Cory atravesó el campo (había ido a buscar el diario), parecia muy excitado, y nos gritó:

Jonathan, los rebeldes han bombardeado y tomado Fort Sumter.

Mi padre palideció y no pudo articular una palabra. William prosiguió:

El presidente no tardará mucho en arreglarles la cuenta. Ha pedido 75,000 hombres y va a bloquear sus puertos. Cuando esos muchachos vean que el Norte no se deja burlar, retrocederán.

Mi padre no contestó. Abandonamos el trabajo y retornamos a la caballeriza. Mi padre me dejó descargar, desenganchó los caballos y entró en la casa. Cuando hube terminado, entré a cenar. Mamá me preguntó:

¿Qué le sucede a tu padre?

Este había subido al piso superior. Le conté a mamá lo que nos habian informado. Ella fue a ver a mi padre. Al cabo de un momento, bajaron. Papá parecía haber envejecido diez afios. Nos sentamos a la mesa. Mi abuela quiso saber lo que sucedía y papá se lo dijo y ella se echó a llorar.

¡Oh! ¡Mis pobres pequeños del Sur! ¡Sólo Dios sabe cómo van a sufrir! ¡Yo sabia bien que esto llegaría! ¡Jonathan, yo te lo había dicho!

Ellos pueden venir a instalarse aquí -dijo papá.

No, ellos no harán eso. Allá está su comarca, y allá permanecerán. ¡Oh! ¡Pensar que yo he vivido para ver el día en que se levantaran hermanos contra hermanos!

Mamá y ella se pusieron a llorar y yo me escabullí a la caballeriza. Me horroriza ver llorar a las mujeres.

Tuvimos otra reunión en la escuela, ayer tarde; se hizo una colecta para ayudar a las familias de los que se alistan. Muchos han dado dinero, otros se han alistado. Los muchachos de lo de Hulper y de Steve Lampman se engancharon, y muchos más. Yo les he dicho que iría, pero ellos se rieron y respondieron que necesitaban hombres y no niños para esa clase de tarea; que esto concluiría rápidamente, que estas gentes del Sur eran fanfarrones y les gustaba más hablar que batirse. Yo no estoy tan seguro de ello. Estoy persuadido de que los Hale están prontos a luchar con sus puños en todo caso y creo que combatirán con fusiles si hay necesidad. Recuerdo cómo montaba Charlie a horcajadas sobre nuestro caballo Dick y partia al galope a campo traviesa, cortando con su espada de madera las cabezas de los cirios de Notre Dame, cuando jugaba a los indios o a los mejicanos (su padre había luchado en Méjico). Era espléndído (...). Estoy seguro que sabrá batirse cuando la ocasión lo requiera. Puede ser que esto no constituya una partida de placer como se piensa.

Hubo un combate en Bíg Bethel, en Virginia. El sobrino de Al Beechers estaba alli ; ha escrito a su tío y éste nos leyó la carta en su tienda. Yo no comprendí bien qué bando ha dado una paliza al otro pero, según los díarios, parece que los rebeldes han tomado ventaja. Mamá recíbíó una carta de los Hale. Charlie y su padre se han enganchado en el ejército (sureño) y Dayton no pudo hacerlo pues es demasiado joven. Si yo fuese soldado y nos encontrásemos cara a cara, me pregunto si podríamos luchar y enfrentarnos como enemigos. Creo que sí.




Jane Stuart Woolsey, neoyorquina, escribe a una de sus amigas parisienses:


8, Brevoort Place,

este viernes 10 de mayo de 1861.

Estoy segura de que te agradaría saber lo que nos acaece en estos días de gran agitación. (...) Todo es demasiado importante o no lo suficiente para ser explicado por carta ... También valdría más no tratar de darte mi punto de vista, si no es ésta la visión de la guerra captable desde la ventana de un salón. No es que yo carezca de opinión: todos tenemos una: hombres, mujeres y niños, desde el modesto patriota ciudadano que lleva una escarapela en su sombrero, hasta la dama que se pasea por Broadway luciendo esa cosa espantosa, el birrete de la Uníón formado por bandas rojas, blancas y azules con cintas sueltas ... Todos tenemos nuestra idea sobre la guerra y nuestros planes sobre la campaña próxima. El otro día, una de mís amigas llevó consigo a su hijo para hacer una obra de caridad en una casa sucia, ruidosa y sórdida, al fondo de una callejuela mugrienta:

Mamá -preguntó el niño- ¿es ésta Carolina del Sur?

En los salones, la atmósfera se ha vuelto irrespirable después de Sumter, pues en ellos se prepara hilas, se corta infinitos metros de franela y vendajes de algodón, e innumerables trajes. ¡Qué lejano parece Sumter! Pienso que es porque esas dos o tres semanas últimas han estado llenas de emociones tan intensas que el tiempo antes de Sumter, parece pertenecer a un pasado superado. Se diría que no habíamos vivido hasta ese momento, que todavía no teníamos patria. ¿Cómo hemos podido alguna vez festejar el 4 de julio (fiesta de la Independencia)? Afuera la ciudad está alegre y brillante, con la multitud animada, el incesante desfile de los regimientos precedidos de músicos y millares de banderas, pequeñas y grandes que, repentinamente, se han puesto a ondear en cada ventana y; han surgido de cada campanario, de cada techo, en la cima de las astas y en los mástiles de los barcos. Es como si todo el mundo quisiera tratar de borrar esos últimos insultos dolorosos y amargos. Sabes cómo se ha expandido y afirmado el entusiasmo desde ese momento.

El otro día, uno de mis amigos preguntaba a un habitante de Ohío cómo reaccionaba el Oeste ante la situación:

El Oeste -respondió-, el Oeste es un solo grito de adhesión a la Unión.

Un hombre de Nueva Inglaterra nos contó que en Concord las campanas sonaron y el llamado del Presidente (Lincoln) fue leído en alta voz en la plaza del pueblo. A los dos días el regimiento de Concord se encaminaba hacia Fanueil Hall. En Washington alguien interrogó a un soldado de Massachusetts:

¿Vendrán muchos hombres más del Estado de usted?

Todos -fue la respuesta.

Un herido de Lowell se arrastró hasta una fábrica de Baltimore. Viéndolo tan joven, un partidario de la Unión le preguntó:

¿Qué te ha impulsado a ir a batirte tan lejos de lo tuyo, pobre muchacho?

La bandera de la Unión -respondió con voz moribunda.

Se cuentan centenares de historias de ese género. Todo el mundo conoce una. Se leen muchas en los diarios. En nuestro pequeño círculo de amigos, una madre ha enviado a la guerra a su hijo adorado, otra a dos, una tercera a cuatro. Un joven convaleciente de difteria salta de la cama y cierra su mochila. Otro anula su viaje a Europa y toma sus armas. Una encantadora muchacha prepara la valija reglamentaria de su marido, disimulando sus lágrimas. Otra busca temerosamente las nuevas de Harpers' Ferry a donde su marido ha sido destinado. Este último me había dicho hace un mes, antes de Sumter, que no se podría encontrar un solo norteño para luchar contra el Sur. Uno o dos de nuestros amigos se han enganchado como cirujanos o como oficiales pero la mayor parte están en la fila y no encuentran ninguna tarea demasiado dura o despreciable para la bandera. El capitán SchuyIer Hamilton fue ayudante de campo del general Scott, en Méjico: eso no le ha impedido ponerse el fusil al hombro y partir como simple soldado en el 7° Regimiento. Como en ese momento se necesitaban oficiales, lo hicieron salir de filas, pero él no quería saber nada. Se podría contar indefinidamente anécdotas como éstas.

La cuestión italiana ha perdido todo su ínterés. ¿Garibaldi es, verdaderamente, el salvador de Italia? Cada hijo es un salvador para su madre. Las mujeres lamentan tener que permanecer en sus hogares; se consuelan haciendo funcionar las máquinas de coser y enrollando vendas, Georgy, la señorita Sarah Woolsey y una media docena de amigas querían alistarse como enfermeras pero no tienen edad suficiente. Las disposiciones son estrictas y, sin duda, sabias, y, hecho sin precedente, mujeres jóvenes tratan de hacer creer que han pasado la treintena para poder servir a la causa.

Los muchachos de Vermont han atravesado la ciudad esta mañana, con la fuerza de las montañas en su marcha y hojas verdes en los ojales. El otro día, he visto otras compañías procedentes del Maine, según me dijeron. Eran leñadores tostados por el sol, con las manos callosas a fuerza de manejar el hacha, habituados a pasar el invierno en el bosque, mordidos por el frío, abatiendo los árboles y; custodiando grandes jangadas de troncos, entre los remolinos de los ríos, en la nieve y las inundaciones. El batir de los tambores no cesa jamás en nuestros oídos.

No imagines que tenemos miedo o que somos pesimistas. Tenemos entera conciencia del hecho de que la guerra. es horrible, sobre todo cuando la pasión ha desaparecido y uno se encuentra ante la realidad desnuda; pero hay cosas peores que las heridas de las armas. Y entre ellas una paz despreciable con una pandilla como la de los rebeldes de Montgomery (capital del Sur).




Un sureño (ex presidente de los Estados Unidos) escribe a su esposa:


John Tyler a la señora Tyler,

Richmond, 17 de abril de 1861.

Así, mi querida, Virginia ha roto sus lazos con el Norte, esa guarida de abolicionistas, y se ha erigido en Estado soberano e independiente. Ayer, hacia las 3, decidió por abrumadora mayoría anular los poderes que habia confiadó al Gobierno Federal y presentarse, delante del Universo, revestida con todos los atríbutos de la soberanía. La suerte esta echada; su porvenir depende del díos de la guerra. El combate en el cual nos lanzamos esta lleno de peligros, pero existe en todá Virginia un espíritu de resistencia que no podrá ser aplastado antes que el último hombre haya exhalado el postrer suspíro. Las fuerzas adversas son inmensas, pero 12 000 griegos prevalecieron, pese a toda la potencia de Jerjes, en Maratón; y nuestros padres, un puñado de hombres, pusieron fin al enorme poderio de Gran Bretaña.

El Norte parece enteramente unificado. Los diarios, el Herald y el Express han cambiado de tono e incitan a las gentes contra nosotros. En Filadelfia se ha llegado al extremo de que nadie puede expresar libremente sus ídeas sobre el Sur ... En Washington ha tenído que establecerse la 1ey marcial. Se dice que está prohibido a cualquiera atravesar la cíudad en díreccíón al Sur ...

Dos expedicíones están en curso: una dirigida contra el arsenal marítimo en Gosport, la otra contra Harpers' Ferry. Numerosos barcos e inmensas provisiones de pólvora y de armas se encuentran en ese arsenal marítimo; pero no hay un jefe capaz y se ha esperado tanto que el Gobierno Federal tiene ahora allá una verdadera fuerza armada. Se espera que Pickett envíe 2.000 hombres para someterlos. La ciudad está llena de rumores. Se ha fijado para mañana a la tarde el gran desfile. Las banderas aparecen por todas partes.

Tuyo, tiernamente.

J. TYLER




Lee, el futuro general del Sur, escribe a su hermana:


Arlington, Virginia,

20 de abril de 1861.

Querida hermana:

Me apena no poder ir a verte. Esperaba un momento más propicio.. (...)

Ahora estamos en pie de guerra, y; contra eso nada se puede. El Sur está en revolucion y Virginia se encuentra arrastrada a ella, después de largas vacilaciones. Aunque yo no reconozca la necesidad de esta decisión y, por mi parte, hubiera preferido abstenerme y reclamar hasta el fin la reforma de los abusos reales o imaginarios, sin embargo, dada mi situación, me ha sido necesario decidir si tomaría parte a favor o en contra de mi propio Estado.

A pesar de mi devoción hacia la Unión y mis sentimientos de lealtad y de deber en mi carácter de ciudadano americano, no pude decidirme a levantar el brazo contra mis padres, mis hijos, mi tierra. También dimití del ejército y espero no tener jamás que echar mano de mi espada sino para defender mi país natal, formulando el voto sincero de que no necesite mis humildes servicios. Sé que vas a criticarme. Pero no me juzgues mal: puedes creer que he tratado de hacer lo que consideraba mi deber.

Con el fin de mostrarte la lucha interior que ha costado esta decisión, te envío copia de mi dimisión. No tengo tiempo de decirte nada más. Que Dios te guarde y te proteja a ti y los tuyos y os dé sus mejores bendiciones. Es la plegaria de tu hermano afectísimo.


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