Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IV

VICTORIA PARA EL SUR: BULL RUN

A comienzos del verano de 1861, un ejército sureño (confederado) amenaza a Washington. Los jefes del ejército del Norte (federal) vacilaban en iniciar el combate. Pero, presionados por la opinión pública, se ven obligados a tomar la iniciativa: las fuerzas federales marchan sobre Richmond, capital provisional de la Confederación.

Beauregard, el hombre que disparó sobre Fort Sumter:


Me llamaron de Richmond, sede del Gobierno Confederado, y recibi la orden de tomar el comando del ejército confederado, ubicado sobre la linea del ferrocarril de Alexandrie. Tomé mi comando el 2 de junio de 1861, después de mi llegada a Manassas Junction.

A pesar de que esta posición era estratégicamente de gran importancia, el terreno nos era desfavorable. Su interés, desde el punto de vista militar, residia, sobre todo, en su proximidad a la capital federal (Washington, a 40 km) y que se podia fácilmente observar al principal ejército enemigo, que el general McDowel1 estaba reuniendo con vistas a un avance sobre Richmond. A nuestras espaldas existia una linea de ferrocarril para transportar refuerzos, mientras que otra (la de Manassas Gap) nos ponia en comunicación rápida con el rico valle del Shenandoah. Por el contrario, el arroyo de Bull Run ofrecía poco valor defensivo, pues poseía muchos vados ...

Me daba cuenta perfectamente de que la única ventaja de los confederados era el tener las lineas de comunicación hacia el interior. Ellos, los federales, poseian todas las ventajas materiales: superioridad numérica, armas y equipos netamente mejores, infanteria regular, poco numerosa, pero bien adiestrada, asi como una artilleria de campaña de primer orden.

Felizmente, se habian tomado ciertas disposiciones que me permitian recibir regularmente informaciones precisas, gracias a unos habitantes de la capital federal. En efecto, yo estaba bien informado sobre los movimientos del ejército adversario como de su propio comando. Un ex funcionario de uno de los ministerios de Washington se había propuesto comunicarme los últimos informes sobre la situación política y militar. Apenas la señora Greenhow, simpatizante del Sur, habia tenido tiempo de escribir en código el siguiente mensaje: Ha sido dada la orden a McDowell de marchar esta noche sobre Manassas (16 de julIo), cuando ya mi agente partía inmediatamente a lo largo del Potomac, donde se habían previsto postas de caballos. Esa noche misma, entre las ocho y las nueve, estaba yo en posesión de ese mensaje de importancia capital.

En menos de media hora los oficiales de mis puestos de avanzada recibieron la orden de replegarse sobre las posiciones previstas, apenas descubrieran Ia presencia del enemigo en su frente. Después, sugerí al presidente (del Sur) Davis dar al ejército del Shenandoah la orden de enviarme refuerzos. Esta sugerencia fue inmediatamente adoptada: el general Johnston debía reunirse conmigo y, para facilitar ese movimiento, hice reunir rápidamente el material ferroviario disponible al pie del contrafuerte este de los Blue Ridge, hacia el cual marchaban las tropas de Johnston ...

Felizmente para mis planes, el general McDowell pasó los días 19 y 20 de julio en tareas de reconocimiento. El general Johnston los aprovechó para poner en marcha a 8.340 hombres y 20 cañones del valle del Shenandoah, mientras el general Holmes se ponía en camino desde Aquia Creek con 1.265 hombres y 6 cafiones. Mis fuerzas se elevaban entonces a un total de 29.188 hombres y 55 cañones.




Russell del Times, está, ahora en el Norte:


20 de julio de 1861. Algunos senadores y buen número de diputados han partido ya para unirse y seguir al ejército de McDowell con la esperanza de ver al Todopoderoso darle la victoria sobre los filisteos ... Cada calesa, cabriolé, carromato o rocín fue alquilado para presenciar la batalla. Los precios del alquiler han subido a consecuencia de los rumores que corren con motivo de la terrible matanza que habría tenido lugar durante las primeras escaramuzas delante de Bull Run. Además, en virtud de una lógica misteriosa, los posaderos franceses y los hoteleros han deducido que les correspondía triplicar el precio de los vinos y de los alimentos que los habitantes de Washington les encargasen para reponerse durante ese sangriento derby ...




Un infante confederado que llegó de Maryland, estado fronterizo donde los partidanos del Sur son numerosos, sobre todo al comenzar la guerra:


Después de haber marchado alrededor de tres millas, el coronel Arnold Elzey, que nos comandaba, hizo detener el regimiento y nos dijo: Ustedes están aproximándose al enemigo. A la hora del combate, no olviden que son hijos de Maryland. Valdrla más que no hubiera nacido jamás el que tenga miedo frente al peligro.

Terminadas esas palabras, se elevó un fuerte hurra, que se habría podido oír a varias millas de allí. Con las mejillas arreboladas y los ojos centellantes, todos pedimos ser enviados al combate.

Toda la noche marchamos a buen paso hacia la estaci6n de Piedmont. Los hombres se precipitaron alegremente a los vagones, pero, mientras cada cual esperaba su turno con impaciencia, se produjo un deastre inesperado. Los maquinistas de dos de los trenes que eran yanquis, habían decidido, pérfidamente, provocar una colisión, indiferentes a las consecuencias que podían sufrir los centenares de hombres que se encontraban a merced de ellos. Lograron su objetivo pero, feliimente, no hubo más que algunos heridos y ningún muerto. En cambio, una locomotora y un tren entero resultaron destruidos, bloqueando las vías. Pese a todos los esfuerzos realizados, sólo al día siguiente pudo ser puesta en servicio.

Este accidente nos causó una gran pérdida, pues sólo nos quedaban dos trenes. El 21 de julio a la mañana, las tropas reiniciaron la marcha. Pero desgraciadamente después de una ida y regreso, una de las locomotoras tuvo un desperfecto, lo que, por consecuencia, produjo un retraso de dos horas y media.

Así, cuando todos los efectivos hubieran debido unirse a Beauregard en la tarde de la víspera, apenas si pudieron hacerlo los dos tercios.




Un infante norteño marcha también al combate:


Nuestro regimiento se hallaba detenido cerca de A1exandrie y todos estábamos impacientes por terminar esta guerra y regresar a casa. Inútil es decirles nuestra alegríá, cuando se nos dio la orden de aprestarnos.

Nos distribuyeron raciones de carne salada, bizcochos, azúcar y café. Cada hombre llevaba una manta de caucho y una de lana, cuarenta cartuchos, una bota llena de agua, el fusil y el equipo. Sólo una hora de marcha me bastó para comprender que, esta vez, se habia terminado la juerga. En la carretera, de 16 a 18 caballos trataban vanamente de hacer avanzar un afuste de cañón de 32. Finalmente se ordenó a dos o tres compañías que ayudaran al transporte. Hacía un calor tórrido, pero lo más insoportable era la manera desordenada de hacernos avanzar. Tan pronto se ordenaba el paso de carga, como la detención, a pleno sol durante media hora; se avanzaba de nuevo y luego otra nueva detención, y así sucesivamente. El primer día caminamos hasta después de la puesta del sol y, cuando hicimos alto por la noche, éramos la tropa más extenuada jamás vista.

Al día siguiente, era el 17 de julio. Yo tenía hambre. Me detuve delante de una casa para preguntar si me venderían algo para comer. En la morada, encontré a tres jóvenes negros, una mujer blanca y su hija. Ellas se mostraron altivas y desagradables. Dijeron que los yanquis habían robado todo, toda la comida, como dicen ellas. Pero cuando saqué un puñado de monedas de plata de mi bolsillo, me trajeron un postre frío y pollo. Cuando abandonaba la casa, la hija me dijo: Ustedes los yanquis se hacen los matamoros ahora, pero no se ilusionen: se largarán más rápido de lo que han venido.

Caminamos en desorden casi toda la noche y sólo antes del alba se nos ordenó detenernos cerca de un edificio pequeño, una iglesia, creo.

A unas ocho o diez millas de Centreville, la tarde del 18 de julio, día del combate de Blackburn, fue cuando escuché, por primera vez, el estampido del cañón. Se nos hizo avanzar, a paso acelerado, en dirección del tiro, hasta Centreville, adonde llegamos hacia las 11 de la noche. Atravesamos Centreville temprano en la mañana del 21. Cerca del arroyo de Cub Run vimos coches atestados de civiles. En nuestras filas pensamos que no era mala idea el que las personalidades de Washington nos viesen dar una paliza a los rebeldes.




Russell del Times:


Sobre la colina, frente a mí, se apretujaba una multitud de civiles a caballo o en coche, entre los cuales se encontraban algunas representantes del bello sexo. Se hallaban también algunos rezagados de los regimientos de reserva, entre los cuales circulaban oficiales para explicarles los posibles movimientos de las tropas ubicadas en la llanura, movimientos cuyos detalles, en realidad, ellos ignoraban. La excitación de los espectadores había llegado al máximo. Cerca de mí, una dama provista de gemelos de teatro se sentía transportada de alegría cada vez que una explosión más fuerte que las otras aceleraba los latidos de su corazón: Esta, por ejemplo es formidable, ¿no es así? ¡Creo que estaremos en Richmond mañana, a esta hora! Esta clase de exclamaciones se mezclaba a otras groseras, escapadas de algunos hombres políticos que se disponían a asistir al triunfo del ejército federal ...

De pronto, grandes aclamaciones saludaron la llegada de un hombre que vestía uniforme de oficial y a quien yo había visto galopar al descubierto atravesando la llanura. Pasaba frente a la multitud, agitando su gorra y gritando a voz en cuello. El remolino de los espectadores, que apretaba a su caballo, lo detuvo cerca de mí. ¡Los hemos vencido ! gritaba. ¡Hemos tomado todas sus baterías! ¡Están en plena retirada y; los perseguimos! ¡Cuántos hurras estallaron entonces! Los diputados y senadores se estrechaban las manos, mientras decían: ¡Bravo! ¡Yo bien lo había dicho! Me trajeron mi caballo, lo monté y tomé el camino que llevaba al frente.




El joven yanqui recibe el bautismo de fuego:


Era el día más caluroso que jamás he visto. Marchábamos, marchábamos sin detenernos, a veces a paso de carrera, pero nos parecía que no avanzábamos. Cuando preguntábamos a qué distancia se encontraba Manassas Junction, nos respondían: A cinco millas, y algún tiempo después eran diez millas en lugar de cinco. Por fin llegamos al vado de Sudley. Nos detuvimos allí, mientras varios otros regimientos atravesaban Bull Run. Mientras esperábamos, podíamos divisar a lo lejos, a la izquierda, por encima del río, las granadas que estallaban en nubecillas redondas. Corría el rumor, en nuestras filas, de que la polvareda en el camino que se veía delante era levantada por el ejército enemigo que avanzaba al encuentro de nosotros. Ibamos a luchar: ahora ya no podíamos dudarlo.

Pronto, a nuestra vez, atravesamos Bull Run, donde vimos muertos y heridos. Faltó poco para desvanecerme, mirándolos. Los muchachos se pusieron a gritar: ¡Bravo, huyen! ¡Los rebeldes emprenden la huida! Mientras avanzábamos hasta la cumbre, hicimos fuego una vez y divisamos entonces a los rebeldes que corrían, más abajo, hacia el camino.

Luego recuerdo solamente que se nos dio la orden de avanzar, cosa que hicimos bajo un fuego poco nutrido. Atravesamos el camino, y, habiendo subido un poco, hicimos alto en un repliegue del terreno; a lo largo del camino que venía del vado de Sudley. Los muchachos repetían sin detenerse, muy excitados: ¡Los hemos batido! ¡Colgaremos a Jeff Davis en la rama de un manzano silvestre! ¡Ellos escapan! ¡La guerra ha terminado! Estábamos convencidos de que el enemigo había emprendido la fuga.




Pero los federales deben pronto cambiar de tono.

El secretario de Lincoln relata la fase decisiva de la batalla:


Cuando, hacia las dos y media de la tarde, las baterías de Ricketts y de Griffin recibieron la orden de avanzar hacia la cresta de la colina Henry, se produjo una pausa en el combate. Pero apenas Ricketts hubo tomado posición, sus artilleros y sus caballos comenzaron a caer bajo los tiros de fusil de los buenos tiradores rebeldes que se habían aproximado y se hallaban bien ocultos. La muerte venía de cada matorral, de cada soto, de cada edificio, pero todo lo que se veía del enemigo eran los destellos de los tiros y las espirales de humo. Oficiales y cañoneros resistieron con coraje desesperado. La batería Griffin llegó a su vez y tomó posición al lado de éstos.

Las tropas rebeldes comprendiendo entonces en qué posición insostenible se hallaban las baterías federales, se atrevieron a salir de sus abrigos. Avanzaron con precaución, pero firmemente, hacia la batería Ricketts.

Absorto en dirigir el fuego, Griffin se desconcertó súbitamente, al percibir sobre su derecha a un regimiento que avanzaba audazmente al descubierto. La osadía misma de ese movimiento lo desconcertó. Instintivamente, ordenó cargar los cañones con metralla y de apuntar hacia los agresores. Pero, repentinamente ante el pensamiento espantoso de que podía disparar sobre un regimiento federal, vaciló y; discutió un instante con un oficial que estaba cerca de él: ¿Son confederados! preguntó febrilmente. No, replicó el oficial, estoy seguro de que son las tropas de sostén de vuestra bateria. Griffin, espoleando entonces su caballo, ordenó a sus oficiales no tirar. Este error demostró ser fatal. Los confederados se habían aproximado a muy corta distancia y apoyaron el arma en el. hombro, precisamente en el momento en que Griffin. daba la orden de suspender el tiro. En ese preciso instante, una salva de metralla hubiera aniquilado al enemigo, pero la situación ahora se habia trocado. En un instante, los disparos de los confederados abatieron las baterias de Griffin y de Ricketts. Frente a esa catástrofe súbita, las tropas de sostén federales quedaron estupefactas. Bajo el fuego de esos mismos rebeldes que seguian avanzando, tiraron una vez, luego volvieron la espalda y emprendieron la huida.




La misma maniobra, vista por un infante norteño:


Nuestras baterías estaban ubicadas en la llahura, no lejos de nosotros. Mientras 1os observábamos con el propósito de ver lo que iban a hacer; recibieron repentinamente terribles disparos. Parecía el estallido de muchos petardos en un 4 de julio (la fiesta de la Independencia), pero multiplicado por mil. Los rebeldes se habían aproximado por sorpresa y casi todos los artilleros fueron muertos o heridos.

Los artilleros yacían asiendo aún sus atacadores, su escobillón y su disparador. Esas salvas aniquilaron, en un instante, el efectivo de las baterías. Los que lograron evitarlas, no esperaron más. No contábnmos con tropas de apoyo tan próximas como para defendernos eficazmente, y el enemigo se encontraba a menos de sesenta metros cuando comenzó a disparar.

Serían alrededor de las cuatro de la tarde y nuestro fuego cedía y escaseaba cada vez más, cuando corríó el rumor de que los refuerzos rebeldes acababan de llegar. ¿Dónde están los nuestros?, nos preguntábamos. Ni pánico, ni desordén: solamente desmoralización. En ese momento crítico, un tiroteo terrible se elevó desde el bosque ubicado al frente y a cada lado del camino de Sudley Ford. Nuestros hombres no tardaron en convencerse de que no valía la pena continuar; y maldecían a sus generales por no enviar refuerzos. La mayor parte de los nuestros marchaba y se batía desde hacía trece horas sin interrupción. Nos replegamos sin desorden, con el enemigo pisándonos los talones.




La carga de los confederados, vista por la tropa:


Era casi la una cuando bajamos del tren en Manassas, donde nos esperaba un oficial del estado mayor de Johnston con la orden de avanzar lo más rápido posible.

Nos quitamos rápidamente de las espaldas nuestras mochilas y nos dirigimos a la carrera hacia la humareda y el ruido del fuego de la artillería. El calor y el polvo eran casi sofocantes. Avanzamos, sin embargo, a paso rápido, disminuyéndolo a veces para poder tomar alíento y no nos detuvimos antes de recorrer cuatro millas. Nos hallábamos, entonces, a menos de una milla del campo de batalla.

Por las rápidas salvas de la artillería y el crepitar incesante de los fusiles, comprendimos que el combate estaría produciendo estragos. Las nubes de polvo que levantábamos advirtieron al enemigo nuestra proximidad: apuntó hacia nosotros varios cañones. Un gran número de vagones de suministro se retiraban a retaguardia a toda velocidad, y centenares de fugitivos desmoralizados corrían hacia nosotros mientras gritaban: ¡Todo está perdido, todo está perdido! ¡Retrocedan o van a hacerlos pedazos! ¡EI ejército está en plena retirada!

Pero la orden de nuestro valiente coronel Elzey fue siempre: ¡Adelante! ¡No escuchen a los cobardes y pusilánimes! ¡A la carga!

La suerte del ejército confederado dependía de este ataque. A su orden, con un solo alarido salvaje y bajo una verdadera lluvia de proyectiles sacamos en desbande al enemigo de su posición bien organizada. El coronel Elzey ordenó la persecución, y cuando nos encontramos nuevamente en la llanura, divisamos a nuestro frente, no a un ejército organizado, sino a un rebaño de fugitivos. Después del éxito de nuestro ataque al flanco derecho del ejército federal, éste abandonó por completo el campo y huyó hacia Washington.

El presidente Davis y los generales Johnston y Beauregard cabalgaron hacia el coronel Elzey, y el presidente, que desbordaba de alegría y entusiasmo, gritó: ¡General Elzey, usted es el Blücher del día!




Desde su escritorio de la Casa Blanca, Lincoln escuchaba la batalla.

El que habla es uno de sus secretarios:


Mediodía. Pienso que el general McDowell busca envolver las posiciones enemigas antes de librar el combate. Esta mañana, el general Scott hablaba con seguridad de la victoria, y a las once, ha ido tranquilamente al oficio religioso.

15.30 horas. Durante dos horas, el presidente (Lincoln) ha recibido, cada cuarto de hora, despachos de Fairfax Station. El telegrafista situado a tres o cuatro millas del campo de batalla redactaba el informe con los pormenores del combate, según el ruido del tiroteo. Desde hace media hora, el presidente está bastante inquieto, pues esos informes parecen indicar un repliegue de nuestras tropas.

Después del almuerzo, fue a ver al general Scott, y; lo encontró durmiendo. Lo despertó y le expuso su punto de vista sobre la situación. El general le ha demostrado que no se podía fiar de ninguna manera de esa clase de informes, que las variaciones en la dirección del viento, los fenómenos de eco, etcétera, volvían imposible para un observador alejado, determinar el desarrollo de la batalla por el sonido de los disparos. El general continuó expresando su confianza en la victoria, y, cuando el presidente lo dejó, se preparó para dormir un poco más.

De las 16 a las 18, los despachos han continuado llegando. Indicaban que la batalla se había extendido a casi todo el frente, que hubo pérdidas considerables de una parte y de otra, pero que las líneas rebeldes habían sido rechazadas dos o tres millas (algunos despachos especificaban también: hasta Manassas Junction).

Llegó uno de los edecanes del general Scott y ha declarado en resumen que el general McDowel1 se preparaba a atacar y a tomar Manassas Junction, tal vez esa noche o a más tardar, mañana a la mañana.

A las 18, mientras el presidente había salido para dar un paseo a caballo, el señor Seward entró en lo del presidente, y con aspecto grave y muy emocionado nos ha preguntado:

¿Dónde está el presidente?

Ha salido a dar una vuelta a caballo.

¿Conoce las últimas novedades?

Comencé a leerle el último despacho de Hansen. Me interrumpió: No lo diga a nadie, pero pasa otra cosa. El telégrafo indica que McDowel1 está en plena retirada y pide al general Scott que salve a la capital. Vaya a buscar al presidente y dígale que venga inmediatamente a lo del general Scott.

Alrededor de media hora después, el presidente regresó. Le comunicamos las novedades. Volvió a partir en seguida. Nos hemos quedado sentados cerca de las ventanas, desde donde podíamos oír claramente el ruido sordo del cañoneo, del otro lado del río.

Son ahora las veinte, el presidente no ha regresado todavía y no hemos sabido nada más.




Russell, del Times:


Habría cabalgado alrededor de cuatro millas cuando unos aullidos que se elevaban a alguna distancia delante de mí, atrajeron mi atención. Vi entonces que del campo de batalla venían varios vehículos de suministro cuyos conductores trataban de abrirse paso a través de unos carros de municiones que iban en sentido inverso, a la altura del puente. Levantaban una nube de polvo, y unos hombres uniformados que, según podía juzgar, los escoltaban, corrían a su lado. En un primer momento creí que esos furgones retornaban a buscar municiones, pero el embotellamiento aumentaba. Los que se dirigían hacia atrás se pusieron a gritar con ademanes vehementes: ¡Volved, volved! ¡Estamos vencidos! Asieron el freno de los caballos y lanzaron juramentos a los conductores. Un hombre vestido de oficial, sofocado, con una vaina de espada vacía al costado, y que salía de la multitud, se encontró encerrado un instante entre mi caballo y un carro. ¿Qué pasa? ¿Por qué ese tumulto'! le dije. La verdad es que hemos recibido una buena paliza, expresó con voz alterada, y continuó su camino.

Entre tanto, el desorden había ganado poco a poco toda la hilera de los furgones. Los conductores, con gran refuerzo de juramentos y no pocos puntapiés, trataban de hacer rodar los coches sobre el camino estrecho. La multitud de soldados huyendo del frente, seguía en aumento, el calor, el alboroto y el polvo estaban más allá de toda descripción, y, para terminar, jinetes con el sable desenvainado, precedidos por un oficial que gritaba: Apartaos, dejad pasar al general, trataba de abrir paso a un furgón cubierto por un toldo en el que estaba sentado un hombre con un pañuelo ensangrentado anudado alrededor de la cabeza.

Logré, con gran esfuerzo, atravesar el puente antes que ese furgón. El embotellamiento iba en aumento. Pregunté a un oficial que caminaba con la espada bajo el brazo:

¿Qué pasa?

Estamos derrotados, señor, es la retirada. Debería retroceder.

¿Puede decirme dónde se halla el general McDowell?

Nadie sabe nada de él.

Algunos instantes más tarde, los artilleros, cerca de los cuales me hallaba, al ver surgir del bosque una horda de hombres que corrían hacia ellos, asieron la culata de un cañón. Se ocupaban de hacerla girar cuando un oficial o un sargento les gritó: ¡Deténganse, deténganse! ¡Son los nuestros! Dos o tres minutos más tarde, esos hombres, un batallón entero, pasaban delante de los cañones, con paso elástico y en el mayor desorden. Algunos artilleros se pusieron entonces a desenganchar apresuradamente los caballos de los furgones de artillería. La confusión había llegado a ser tan grande que yo no llegaba a comprender lo que sucedía. Un soldado a quien detuve al pasar me dijo: ¡La caballería enemiga nos persigue, nos han derrotado!

Ahora, el desorden de esa retirada superaba toda descripción. Infantes encaramados en mulas y caballos de tiro con los arneses arrastrando tras los cascos y que estaban tan aterrorizados como sus jinetes; ordenanzas negros que cabalgaban en los animales de sus amos, ambulancias llenas hasta el tope de hombres robustos, furgones repletos de soldados; todo se abría paso por entre una masa de infantes que gritaban con rabia a cada detención: ¡Llega la caballeria! ¡Más rápido! Aparentemente, el esprit de corps ya no reinaba en esta parte del ejército.

Divisé, perfilándose sobre la cresta de la colina, a un grupo de jinetes que a primera vista podían tomarse por dragones listos a atacar a los fugitivos.

Eran simplemente soldados y civiles -y, entre ellos (lo digo con pena) -oficiales que fustigaban y golpeaban sus caballos con palos y con todo lo que les caía al alcance de las manos. Grité a los hombres muertos de miedo: No es la caballeria enemiga, son las propias tropas de ustedes, pero no me escuchaban.

Un tipo que gritaba: ¡Más rápido, más rápido!, parecía gozar al aumentar la confusión, aunque a mi juicio, seguía enteramente dueño de sí mismo. Le pregunté: ¿Por qué diablos huye? ¿De qué tiene miedo? Se hallaba en el camino, un poco más abajo. Volviéndose bruscamente hacia mi, exclamó: ¡En todo caso, no de usted! y, apuntando su fusil, apretó el gatillo tan rápido que si el tiro hubiese salido yo no hubiera logrado evitarlo. Mientras el malvado examinaba tranquilamente el cartucho, espoleé mi caballo a través de la multitud, sin pedirle cuentas ...




Del lado de los fugitivos, el punto de vista del infante:


El pánico sobrevino debido a que los oficiales habían permitido a los furgones de suministro aproximarse demasiado al frente. Fue allá donde se produjeron los primeros desórdenes. Cuando comenzaron a retroceder, los soldados estaban tan poco asustados, que he visto a varios de ellos detenerse para recoger moras.

Esos estúpidos soldados del tren no habian dejado un espacio suficiente entre sus furgones: fue así como cuando una batería rebelde se puso a tirar sobre ellos destruyó a varios, que bloquearon la ruta. Entonces, comenzaron la confusión, la agitación y el desorden. Los conductores enloquecidos se pusieron a cortar los arreos de los caballos y, montándolos, huyeron al galope. Los otros soldados del tren hicieron otro tanto. Pronto el camino estrecho se llenó de fugitivos, caballos, furgones y coches. Entonces los infantes comenzaron a arrojar sus armas y; equipos, pues estorbaban su huida. Por aquí, por allá, los soldados marchaban en grupos, discutiendo tristemente la situación y sus causas. Se oía a menudo la reflexión: ¿Por qué no mandan refuerzos de Centreville para apoyarnos? ¿Por qué no pidieron tropas a Fairfax Court House?




El general sureño Jackson -a quien todo el Sur en lo sucesivo llamará Jackson pared de piedra (Stone-wall Jackson) -a su esposa:


Manassas, 23 de julio de 1861.

Tesoro:

Ayer hemos librado una gran batalla y obtenido una gran victoria cuya gloria debemos a Dios y sólo a El. Aunque estuve expuesto a un fuego intenso durante varias horas, sólo tengo una herida: fractura del dedo mayor de la mano izquierda, pero el médico dice que puede salvarlo. El dedo se ha fracturado entre la mano y la articulación, la bala pasó por el lado del índice. Si hubiese golpeado en el medio, habría perdido el dedo. Mi caballo ha sido solamente herido. La túnica que me hiciste resultó rota al nivel de la cadera, pero mi ordenanza, que es muy diestro, la arregló tan bien que no se ve. Es Dios quien me ha protegido y es a El a quien se debe rendir honor, gloria y alabanza por esta victoria brillante. La batalla fue la más dura que jamás haya visto. Se me había confiado muy especialmente el comando del centro, aunque uno de mis regimientos se desplazó bastante hacia la derecha.

Aunque gran parte del mérito corresponde a otras unidades de nuestro valeroso ejército, Dios ha querido que mi brigada contribuyera, más que ninguna otra, a rechazar el ataque principal. Todo esto entre nosotros, no hables de ello. Que los demás me elogien y no yo mismo.




Russell, del Times, ha regresado a Washington:


22 de julio. Esta mañana, me desperté a las 6 tras un sueño profundo. Llovía a cántaros y la lluvia golpeaba mis postigos con ruido sordo y monótono. Pero un sonido extraño, parecido al de un pisoteo sofocado por el barro y la lluvia y mezclado a un murmullo de voces, subía hasta mí. Me levanté y corrí a la habitación de adelante cuyas ventanas daban a la calle; allí, con gran sorpresa, vi una marea ininterrumpida de hombres cubiertos de barro, calados hasta los huesos, que subía en desorden hacia el Capitolio, por la avenida de Pennsylvania. Un vapor húmedo denso se elevaba de esa muchedumbre uniformada; pero al observarlos desde más cerca, vi que esos soldados pertenecían a unidades diferentes: regimientos de Nueva York, de Michigan, de Rhode Island, de Massachusetts, de Minnesota, mezclados. Muchos de ellos habían perdido la mochila, la bandolera y el fusil. Algunos no tenían capote ni zapatos; otros se cobijaban bajo su manta.

Me vestí rápidamente, descendí la escalera corriendo, y pregunté a un oficial que pasaba de dónde venían esas tropas (era un joven pálido y que parecía agotado; habia perdido su espada, cuya vaina pendía a su costado):

¿De dónde? Creo que huimos de Virginia, lo más lejos posible, después de haber sido derrotados completamente.

¡Qué! ¿El ejército entero?

No sé nada de ello. Los que desean se pueden quedar. En cuanto a mí, regreso a casa; digerí bastante guerra para el resto de mis días.

Me pregunto por qué Beauregard no llega. Desde mediodía, a cada instante, espero el ruido del cañoneo. Es, sin embargo, la ocasión soñada. Si la Confederación no se aprovecha de ella, no tendrá jamás una semejante y habrá dado prueba de su insuficiencia.




Un habitante de Washington, Edwin Stanton, futuro secretario de Guerra del gabinete de Lincoln:


A S. E. James Buchanan.

Washington, 26 de julio de 1861

Señor:

La toma de Washington parece ahora inevitable. El lunes y el martes último, habría caído sin resistencia en manos del enemigo. La ruina, la derrota y la desmoralización del ejército son completas. Aún ahora me pregunto si se podría resistir eficazmente la llegada de los confederados. Mientras Lincoln, Scott y los ministros discuten para saber de quién es la culpa, la ciudad está sin protección y el enemigo muy cerca. El general McClellan ha llegado ayer a la tarde, pero aunque tuviera el mismo genio militar de César, de Alejandro o de Napoleón, ¿qué podría hacer? Los celos de Scott, las intrigas de los ministros, las maniobras de los republicanos estorbarian sus decisiones. Esperando una mejora de la situación, no puedo ocultarme los peligros que amenazan al gobierno y, sobre todo, a la capital. Es cierto que Davis (presidente del Sur) se hallaba el domingo en el campo de batalla, y los secesionistas de aquí están persuadidos que él dirigió personalmente el último y victorioso asalto.

Al comenzar esta nota, he recibido el diario de la mañana. Veo que McClellan, contrariamente a lo que creia, no ha llegado ayer a la tarde. El general Lee (sureño) lo perseguia, pero deberá esperar todavia un poco para encontrarse con él.

Sinceros saludos.

Edwin M. Stanton




El infante sureño expresa su opinión:


Nuestra columna cruzó el puente de piedra y tomó la carretera que llevaba hacia Alexandrie. Estábamos convencidos de que íbamos a perseguir al enemigo hasta las puertas mismas de la capital. Pero una amarga desilusión nos esperaba, pues tras haber recorrido una o dos millas se nos hizo dar media vuelta y retornamos, en silencio, camino de Manassas.

Todo el día transcurrió de este modo. Habíamos ganado una gran batalla, pero, a fuerza de perder el tiempo en falsas maniobras, nuestra moral sufrió y por todos lados se elevaron murmullos de descontento.




¿Por qué los sureños no han tomado Washington? Johnston se justifica:


El hecho de no haber tomado Washington me atrajo la reprobación general. Muchos atribuyeron la falta a la interdicción del presidente, pero el señor Davis no expresó ni deseo ni opinión sobre ese asunto.

Son las circunstancias mismas las que impidieron la marcha sobre Washington. El ejército confederado estaba más desorganizado por la victoria que el de los Estados Unidos por la derrota.

Otras razones motivaron esta decisión: primero la falta de adiestramiento de nuestras tropas para efectuar el asalto a las fortificaciones construidas desde abril por hábiles ingenieros y, además, el Potomac, de una milla de ancho, cuya ribera sur y puentes eran dominados por los buques de guerra de los Estados Unidos.




Muchos voluntarios del Norte vuelven a sus hogares. McDowell, comandante en jefe:


La mayor parte de mis tropas se había alistado para un servicio de tres meses, período que tocaba a su fin.

La víspera de la batalla, el 4° regimiento de Pennsylvania y los voluntarios de artillería de la 8ava. milicia de Nueva York, cuyo período de servicio expiraba, insistieron para que los licenciaran. Escribí al regimiento para rogarle encarecidamente que los retuvieran aún durante un plazo muy corto, y el ministro de Guerra, que se hallaba entonces en el lugar, trató de retener la batería cinco días más, solamente. A pesar de todo, los soldados exigieron que los despachasen esa misma noche a sus hogares. Se vieron obligados a hacerlo; y, a la mañana siguiente, mientras el ejército marchaba al combate, los hombres regresaban a sus casas bajo el estruendo del cañón enemigo.




Triste revista la que pasa entonces Lincoln.

Cierto coronel Sherman, que será un día el vencedor de Atlanta:


Una lluvia fina caía sin parar, y el día se anunciaba muy desagradable. Todo parecía absolutamente desorganizado.

No obstante, mi estado mayor y yo mismo hacíamos todos los esfuerzos posibles para reagrupar a nuestros hombres en sus compañías respectivas. Estábamos persuadidos de que los rebeldes nos perseguían, y, en consecuencia, nos preparamos para defender nuestras posiciones. Ya para el 25 de julio había recuperado el control de mi brigada y de cualquier otra unidad de nuestro ejército, esto aunque la mayor parte de los hombres alistados por tres meses estaban fatigados por el combate y resueltos a regresar a sus hogares. En un rnomento dado, algunos dieron prueba de tal espíritu de indisciplina que llegué a amenazarlos con disparar sobre ellos si osaban abandonar el campamento sin permiso.

Se reiniciaron las maniobras y los ejercicios, y ordené tres formaciones principales por día; los hombres debían quedar formados hasta darles yo personalmente la orden de romper filas. Una mañana, después de la formación de diana, cuando me iba después de haber despedido a las tropas, un oficial me dijo: Mi coronel, hoy parto para Nueva York. Respondí: No recuerdo haber firmado su permiso. Me respondió que se había alistado por tres meses y que había prestado ya bastante servicio, que era abogado y que tenía intención de regresar a su casa. Muchos soldados lo escucharon y yo sabía perfectamente que si permitía que este oficial me desafiara, los otros no tardarían en hacerlo. Le respondí, entonces, con voz cortante: Usted sigue sienndo un soldado y debe someterse a las órdenes hasta tanto no se le haya dado de baja, reglamentariamente. Si intenta partir sin permiso lo mataré como a un perro.

Ese mismo día (debía ser el 26 de julio), vi un coche que pasaba por el camino y me pareció reconocer al presidente Lincoln. Me adelanté para recibirlo. Tenía yo puesto el uniforme, y la espada a1 costado. También el señor Lincoln y el señor Seward, sentados en un coche descubierto, me reconocieron. A mi pregunta : ¿Vienen a visitar el campamento?, Lincoln respondió: Sí, nos dijeron que se repone usted del primer golpe y se nos ocurrió venir a ver a sus muchachos. Le pedí permiso para indicarle la dirección al cochero. Me invitó de inmediato a subir y le mostré el camino del campamento. No bien divisé a un soldado, lo llamé y lo envié de prisa a anunciar al coronel la llegada del presidente. Mientras subíamos lentamente la pendiente, noté que el presidente parecía muy emocionado y comprendí que tenía la intención de dirigir la palabra a mis hombres. Le rogué entonces que no alentara esa costumbre de prorrumpir en exclamaciones que tenían nuestros soldados. Hemos soportado tantas de ellas como para embrutecer a cualquier ejército. En momentos como los actuales, sólo necesitábamos hombres serenos y reflexivos, dispuestos a batirse hasta el final. Basta de hurras y palabrerío. El presidente demostró tener bastante en cuenta mis advertencias.

Antes de llegar al campamento, oí el tambor llamando a formación y vi a los hombres correr para ocupar su lugar, delante de las tiendas. En algunos instantes, el regimiento se hallaba formado. De pie en su coche, Lincoln pronunció uno de los más inspirados discursos que yo haya escuchado, refiriéndose al desastre de Bull Run, a la dura tarea que nos quedaba por realizar, y a los mejores días por venir. Para terminar, destacó que además de presidente, era también comandante en jefe, y que velaría porque los derechos de los soldados fuesen respetados, pidiendo a los hombres que se dirigieran a él, en caso de reclamación.

Divisé entonces al oficial con el cual me había topado esa misma mañana. Pálido y con los labios apretados, se abrió paso hasta la calesa y dijo: Señor presidente, tengo una queja que formular. Esta mañana me he dirigido al coronel Sherman y me ha amenazado con matarme. El señor Lincoln nos miró y luego, inclinando hacia el oficial su delgada silueta, le dijo en tono fingidamente confidencial: Y bien, si yo fuera usted y el coronel Sherman me amenazara con dispararme me cuidaría, pues, por el cielo, creo que es muy capaz de hacerlo.




Según el Sur y, de una vez por todas: Un sureño vale por cinco yanquis.

Un periodista:


En el Sur, la opinión pública pensaba que la victoria (de Bull Run) significaba el fin de la guerra o, en todo caso, que era un acontecimiento de una importancia decisiva. Y el común de la gente no era el único en creerlo. El mismo presidente Davis aseguraba a sus íntimos que la Confederación sería seguramente reconocida por las potencias europeas. Los diarios declaraban que la relación de valor entre el Sur y el Norte había sido definitivamente establecida, y la frase: Un sureño vale por cinco yanquis, se adoptó en todos los discursos relativos a la guerra, a pesar de que no se dio jamás explicación precisa respecto de la justificación de este aserto.

Un artículo muy documentado del De Bow´s Review comparó la de Manassas (Bull Run) con las más célebres victorias de la Historia, y expresó la opinión de que ahora la guerra no seria más que una serie de encuentros sin importancia que llevarían a la paz.

En general, a esta desventurada víctoria siguíó un periodo de falsa seguridad y de relajamiento, cuya mejor prueba, fue la disminución de alistamientos voluntarios.

Después de ese acontecimiento, se estaba tan seguro de la supervivencia de la Confederación, que los hombres políticos comenzaron a intrigar para la sucesión presidencial, para la cual faltaban aún seis años.

Hubo también una polémica entre los Estados respecto de la capital del gobierno cuya existencia estaba todavía amenazada por la guerra, cosa que ellos parecían olvidar.

Recapitulando, la victoria de Manassas (Bull Run) fue el mayor desastre que podía tocarle a la Confederación.


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