Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XV

DESDE LA CAPITULACIÓN DE LEE AL ASESINATO DE LINCOLN

En el cuartel general de Grant, el 20 de marzo, Lincoln se entera de que Lee acaba de evacuar Richmond. Decide ir en seguida a la ciudad, por barco. Los confederados han minado el río James. Roberto Lincoln, hijo mayor del presidente, es edecán en el estado mayor de Grant. El pequeño Tad, niño terrible de doce años, acompaña a su padre a todos lados.

El coronel Horace Porter, edecán del general Grant:


El señor Lincoln, en compañia de su hijo Roberto, del pequeño Tad y del almirante Porter ha llegado a la casa ocupada por Grant. Con su paso largo y rápido, el presidente atravesó el umbral con el rostro radiante de felicidad, tomó las manos del general y las estrechó vigorosamente, mientras le expresaba su agradecimiento y sus felicitaciones.

Luego, el presidente ha hablado de las complicaciones que iban a surgir como consecuencia de la destrucción de los ejércitos confederados, dejando entrever claramente su ansiedad frente a los grandes problemas que tendría para resolver, dentro de poco. Ha hecho saber, sin reticencias, que él se ocuparía principalmente de que se dieran muestras de clemencia hacia los vencidos.




El almirante David Porter:


En seguida de haber recibido el despacho diciendo que se había liberado el canal de las minas que lo obstruían, he remontado el James en dirección a Richmond, a bordo del Malvern; el presidente lo hizo en el River Queen. Aunque se había limpiado cuidadosamente el lecho del rio, me oprimia el peso de mis responsabilidades.

Pasada la barrera, cada navío ha bogado a toda marcha, cada uno queriendo llegar primero, pero han encallado uno detrás de otro en los bancos de arena, y el Malvern pudo pasarlos a todos antes de ocurrirle lo mismo.

A fin de evítar todo retraso, he hecho subir al presidente a bordo de una chalupa, y, precedidos por un remolcador que trasportaba aun pelotón de fusileros navales, hemos continuado hacia la ciudad. La calle que costeaba el rio estaba tan desierta como si hubiésemos entrado en una ciudad muerta, y aunque nuestras tropas habían tomado posición desde hacía varias horas, ni un soldado estaba a la vista.

Cerca del desembarcadero se hallaba una casita detrás de la cual una decena de negros estaba trabajando con palas. Su jefe de equipo era un anciano de unos sesenta años. A nuestra llegada, se enderezó y se protegió los ojos con la mano, para observarnos mejor. Luego, dejando caer su pala, se lanzó hacia nosotros gritando: ¡Dió sea loado, é el Gran Mesías. Lo r'conocí al ve'lo! Hacía largos años que lo 'speraba y al fin vino a liberá sus hijos de l'esclavitú. ¡Gloria! ¡Aleluya! Y, cayendo de rodillas delante del presidente, le ha abrazado las piernas. Los otros han hecho lo mismo, y, en un minuto, Lincoln se vio rodeado por esos hombres que, al contemplar una fotografia cualquiera de él, habían conservado la imagen en su corazón. Desde hacía cuatro años todas sus esperanzas estaban vueltas hacia él, el hombre que debía liberarlos de su esclavitud.

Algunos minutos después, las calles hormigueaban de negros. Parecían surgidos de la tierra, y hemos necesitado de nuestro destacamento de fusileros navales para protegernos de su entusiasmo. No creo haber visto tantos rostros apasionadamente felices.

Una guardia de doce marinos, con bayoneta calada, rodeaba al presidente a fin de evitarle ser ahogado por la muchedumbre. La idea de que alguno pudiera hacerle daño no se me ocurrió siquiera.

Hemos llegado a la casa del señor Davis, casa de modesta apariencia y bastante pequeña, prueba de que Davis vivía sin pretensiones como cualquier otro ciudadano. Pero el arreglo interior dejaba adivinar el gusto refinado de su mujer.

Después de almorzar, hemos visitado el Capitolio. Reinaba allí un desorden espantoso, y el suelo estaba sembrado de documentos oficiales. Terminada esa visita, he insistido ante el presidente para retornar a bordo del Malvern.




Lee, nunca vencido, piensa en replegarse hacia el Sur para rehacer allí las fuerzas bajo el comando del general Johnston y proseguir la guerra.

Pero por todas partes, las tropas de Grant le cierran el paso. Su convoy de abastecimiento no está en el lugar de cita, y su ejército hambriento debe detenerse para hallar víveres. La retirada se vuelve derrota.

Un soldado confederado:


Noche y día, nuestra marcha continuaba casi sin descanso. Es difícil para un simple soldado recordar las fechas y lugares con precisión. Noche y día, día y noche, todo se parecía. No había horas fijas para dormir, comer o descansar, y los sucesos de la mañana terminaban por confundirse extrañamente con los de la tarde. Comida frugal, almuerzo y cena se reducían a tragar algo sobre el polvo. Cuando se distribuyeron los últimos víveres, nuestro batallón debió alimentarse con espigas de maíz, reservadas hasta ese momento para los caballos. Después de haberlas salado y asado sobre fuego de leña, llenábamos nuestros bolsillos, para comerlas mientras marchábamos. Gracioso trabajo masticar eso. Uno se las veía mal con las mandíbulas, y las encías se volvían tan sensibles que el dolor era insoportable.

Recuerdo un incidente producido durante esa marcha. El general Lee, rodeado por un grupo de oficiales, se hallaba en el camino, detrás de nuestro batallón. Rato después apareció el enemigo, y algunos de nuestros destacamentos, presas de pánico, huyendo, nos pasaron. Los oficiales se pusieron a galopar en todos los sentidos, mientras ordenaban a los fugitivos que se detuvieran, pero en vano ... Entre el enemigo y el general, no quedaba pues más que un batallón de infantería improvisado. Alguien gritó: ¡Adelante! Con paso rápido y dando hurras, ese batallón se dirigió hacia los asaltantes. Una estafeta llegó entonces con la orden de detener el avance, pero no se la quiso oir. Finalmente, el general Lee en persona, cabalgando hasta allí y dirigiéndose directamente a los hombres, lo que raramente hacia, les dijo: Está bien, chicos. Tened a esa gente a raya un momento.

A la caída de la noche, los signos del desastre habían aumentado. En varios lugares sobre el camino, trenes de suministro habían sido completamente abandonados, afustes de artillería destruidos a hachazos ardían en medio del camino, obstaculizando la marcha junto a las municiones arrojadas, a montones, desde los furgones.




Un oficial confederado, el mayor Robert Stiles:


Al alba hemos hecho alto en un cruce de caminos, en plena campiña, para permitir el paso a otro destacamento.

Me había instalado bajo el pórtIco de una casa, donde estaba sentado un matrimonio anciano, cuando se abrió la puerta. Una mujer joven apareció. Era bella, vestida modestamente pero con prolijidad, y se veía que acababa de llorar. Su rostro estaba muy pálido. Dirigiéndose a la anciana, le dijo: Mamá, dile que si pasa delante de nuestra casa sin entrar, no quiero verlo nunca más; y se aprestó para volver a entrar.

Levantándome, tendí entonces el brazo para retenerla. Retrocediendo con sorpresa e indignación, exclamó:

Señor, ¿cómo se atreve?

Señora, usted incita a su marido a desertar y no puedo permitirlo.

¿Verdaderamente, señor? ¿Y a usted quién le ha pedido permiso? ¿Es mi marido o el suyo?

Es su marido, ¡pero esos hombres son mis soldados! ¡Formamos parte del mismo ejército!

¡Ejército! ¿Llama ejército a ese rebaño de fugitivos? ¡Soldados! ¡Si fueran soldados, terminarían de retroceder para pelear contra esos lobos salvajes que van a caer sobre nosotros, mujeres y niños sin defensa!

Proseguimos nuestro camino porque hemos recibido esa orden.

Hermosa razón, señor, ¡pero todo eso ha terminado! El gobierno se ha fugado con armas y equipajes y el país, al cual mi marido debía obediencia, ya no existe. ¡En cambio mi marido se debe siempre a su mujer y a sus hijos hambrientos!

Ella me cerraba el pico y se daba cuenta de ello, yo lo sentía y, lo peor de todo, era que mis hombres también lo veían y lo sentían.

Traté de conmoverla por todos los medios, pero, a fuerza de sufrir, se había transformado en una piedra. Como último recurso y con sangre fría simulada, le pregunté:

¿A qué cuerpo pertenece su marido?

Sobresaltándose ligeramente, con la sangre aflorando a sus mejillas, respondió orgullosamente:

¡Forma parte de la brigada Stonewall!

¿Cuándo se alistó?

Ruborizándose un poco más y aún con mas fiereza, replicó:

En la primavera de 1861, señor.

Volviéndome entonces hacia mis hombres, les dije:

Muchachos, si su marido se ha alistado en la brigada Stonewall en la primavera de 1861 y si después ha seguido en el ejército, no puede ser más que un valiente.

Mirándola nuevamente, vi que yo había vencido. Con la cabeza alta y los ojos chispeantes, espetó:

¡El general Lee no tiene otro mejor en todo su ejército! -Sacó de su blusa un papel plegado y me lo tendió. A fuerza de haber sido leído y releído ya no era legible, pero terminé por descifrarlo.

Descubríos, muchachos. Quiero que escuchéis con la cabeza descubierta.

Luego les leí una recomendación escrita y firmada por el general Lee, concediendo una licencia especial a su marido, en razón de su valentía excepcional frente al enemigo. Durante la lectura, el rostro de la joven se había transfigurado. Lágrimas de alegría llenaban sus ojos. Todos mis hombres la miraban.

De repente, tomando el papel de mi mano, se volvió hacia su madre:

Mamá -dijo -, ¡dile que no vuelva a casa!




Con todas sus líneas de retirada cortadas, el ejército del Norte de Virginia, está en una situación desesperada. Grant le invita a rendirse. El ejército de Lee sólo cuenta con ocho mil soldados armados y alrededor de veinte mil hombres desarmados, todos al límite de sus fuerzas. Lee decide celebrar un último consejo de guerra.

El general sureño Gordon:


En el atardecer del 8 de abril, agobiados de tristeza, nos hemos reunido para el último consejo de guerra. Se ha celebrado en el cuartel general de Lee, en el bosque, en torno a una pequeña fogata de campamento. Ni carpa, ni mesa, ni silla, ni catre; nos hemos sentado sobre unas mantas extendidas en la tierra o en una montura apoyada al pie de un árbol. La indecible angustia de los oficiales que escrutaban el rostro ensombrecido de su jefe bienamado, buscando en él un rayo de esperanza, es indescriptible.

Soy incapaz de referir textualmente las palabras dichas durante ese consejo. Las cartas del general Grant, que proponían la capitulación, y la respuesta del general Lee han provocado una discusión sobre la suerte que seguiría el pueblo del Sur, y la situación en la cual quedaría a consecuencia del derrumbe de nuestra causa. Se habló igualmente de la posibilidad de forzar el paso a través de las posiciones de Grant para luego proseguir con guerrillas. Nunca la nobleza de carácter del general Lee se mostró con tanta fuerza como durante este último consejo. Para nuestro propio dolor, sabíamos bien que su corazón estaba destrozado. No obstante, conservaba toda su calma ante este fin inevitable y temido durante tanto tiempo. Finalmente, se tomó la decisión de abrirnos paso a través de las posiciones de Grant, al iniciar el alba.




El 9 de abril, al alba.

Gordon:<7p>

Nuestro audaz avance comenzó al alba. Con rapidez la caballería del intrépido Fitzhugh-Lee envolvió el flanco izquierdo de los federales, mientras que la infantería y la artillería atacaban de frente. Mis hombres hambrientos y con los pies magullados fueron a esta última carga de la guerra con un arrojo digno de los mejores días del ejército del Norte de Virginia. Tomando las primeras defensas enemigas y capturando dos bocas de fuego, expulsamos a los federales de toda una zona del campo de batalla, y los valerosos soldados de uniforme gris destrozado vitorearon al ver ondear sus estandartes sobre las posiciones enemigas.

Continuábamos avanzando, cuando me dí cuenta de que una fuerte columna de infantes federales se adelantaba sobre el flanco derecho con intención de atacar nuestra retaguardía. Simultáneamente, otra fuerza enemiga lanzaba un asalto contra Longstreet, empujándolo tan fuertemente que ya no podía reunirse con nosotros para ayudarnos a romper el círculo de fuego y de hombres que nos rodeaba.

Tal era la situación cuando llegó una estafeta para pedir un informe sobre el estado del combate en mi zona. Le dije: Responda al general Lee que mis tropas no pueden más y que no podré proseguir mi avance por mucho tiempo.

Al anuncio de mi mensaje, el general declaró: Habría preferido morir mil veces que hacerlo, pero no me queda otra solución que ir al encuentro del general Grant.

Mis hombres seguían peleando cuando el general Lee me hizo llegar un mensaje anunciando que había concertado una tregua con el general Grant, y que podía hacérselo saber al oficial que comandaba las tropas federales que nos hacían frente. Di la orden al coronel Green Peyton, de mi estado mayor, de tomar una bandera blanca y llevar el mensaje al general Ord. Me respondió: Mi general, no tenemos bandera blanca. Y bien, tome su pañuelo y anúdelo en el extremo de un palo. Buscando en sus bolsillos, el coronel me respondió: ¡Mi general, no tengo pañuelo! Y bien, desgarre un faldón de su camisa, le dije. Miró su camisa, luego la mía y concluyó: ¡Dudo que haya una camisa blanca en todo nuestro ejército! Terminó por hallar un trapo cualquiera y partió al galope.




Durante la entrevista Grant hablá a Lee con tanta deferencia que uno de los miembros de su estado mayor murmura a su vecino: Pero, ¿cuál de los dos se rinde al otro?

Grant:


Al abandonar el campamento esa mañana, no esperaba un desenlace tan rápido. También, mi atuendo era de los más simples. Según mi hábito cuando cabalgaba en la campiña, no llevaba espada y tenia una camisa de soldado raso con charreteras que indicaban mi grado. Cuando entré en la casa, hallé al general Lee. Nos saludamos con un apretón de manos, luego nos sentamos. Estaba acompañado de mi estado mayor, buena parte del cual permaneció en la pieza durante nuestra entrevista.

No podía discernir los sentimientos que experimentaba el general Lee. Hombre lleno de nobleza, su rostro no traicionaba sus pensamientos profundos y era imposible adivinar si estaba aliviado de que la guerra llegase a su fin o entristecido por ese desenlace, pero era demasiado orgulloso para dejarlo entrever. Cualesquiera fuesen sus pensamientos, no los dejaba manifestar. En cuanto a mi, que había sido tan feliz al recibir su carta, lo que experimentaba no se parecía en nada a la alegría delante de la caída de un enemigo que habia peleado tanto tiempo y tan valientemente y sufrido tanto por una causa que, a mi parecer, era una de las peores y una de las menos justificables por las que un pueblo haya luchado jamás. Pero, con todo, no dudo de la sinceridad de la gran mayoría de los que han tomado las armas contra nosotros.

El general Lee, vestido de gala, llevaba una espada ricamente ornada, probablemente la que le había ofrecido el estado de Virginia. En todo caso, era una espada muy diferente de la que se lleva en campaña. Vestido como yo lo estaba, de simple soldado, mi apariencia debia presentar un contraste sorprendente con ese hombre de alta estatura, de un porte lleno de nobleza e impecablemente vestido. Pero en ese momento, yo no pensaba en ello.

Nos pusimos en seguida a hablar del tiempo pasado (...). Dada la diferencia de grado y edad (yo era dieciséis años menor que él) no creía haber atraído suficientemente su atención, en otros tiempos, como para que recordase nuestro encuentro después de tantoa años. Nuestra conversación se había vuelto tan cordial, que yo olvidaba el motivo de nuestra cita. Después de haber conversado algún tiempo de esa manera, el general Lee me recordó que había venido a fin de conocer las condiciones propuestas para la rendición. Le respondí que mi intención era pedirle que sus tropas depusieran armas para no volverlas a tomar más, a menos de haber sido regularmente intercambiadas. Me aseguró que de ese modo había interpretado mi carta.

Luego, poco a poco, nuestra conversación pasó a otros temas. Al cabo de un momento, el general Lee volvió a interrumpir la conversación, sugiriendo escribir las condiciones propuestas por mí para la rendición de su ejército. Dirigiéndome a mi adjunto, el coronel Parker, le pedí que trajera elementos para escribir y comencé a redactar el texto siguiente:


Appomatox, Court House, Virginia.

9 de abril de 1865.

Al general R. E. Lee, comandante en jefe de los ejércitos de la Confederación.

General:

Conforme con el contenido de mi carta del 8 del corriente, le propongo aceptar la capitulación del ejército del Norte de Virginia con las condiciones siguientes:

Juntamente con las listas de todos los oficiales y hombres (listas en duplicado: un ejemplar se entregará aun oficial designado por mi y el otro será guardado por los oficiales que usted indique), los oficiales darán uno por uno su palabra de honor de no volver a tomar las armas contra los Estados Unidos, antes de haber sido regularmente intercambiados. Cada compañía o comandante de regimiento firmará un compromiso semejante para los soldados que tenga a sus órdenes. Las armas, la artillería y los objetos que pertenecen al Estado deberán reunirse y remitirse a los oficiales que designaré. Esta cláusula no se extenderá a las espadas de los oficiales, ni a sus caballos o elementos personales. Después de ello, oficiales y soldados estarán en libertad de volver a sus hogares, donde no serán molestados por la autoridad de los Estados Unidos mientras mantengan su palabra y obedezcan las leyes vigentes en el lugar de su residencia.

Cuando me puse a escribir, no sabía exactamente con qué palabra iba a comenzar. Sabía solamente cuáles eran mis intenciones, y trataba de expresarlas claramente. Al escribir me vino la idea de que los caballos y elementos personales de los oficiales tenían mucho valor para ellos, pero ninguno para nosotros. Además, pensé que obligarles a dar su espada sería humillante para ellos.




El coronel Parker, elegido por su bella letra en el estado mayor de Grant y encargado de recopiar su texto, era indio. Cuando lo presentaron a Lee, el jefe sureño le dijo: Estoy contento de ver al menos un verdadero americano aquí, a lo que Parker respondió: Todos somos americanos, general.

El coronel Marshall:


El general Lee, que estaba sentado en un rincón de la habitación, se había levantado para tomar conocimiento del papel que le presentaba el general Grant. Cuando llegó a la parte que estipulaba que sólo las armas pertenecientes al Estado debían ser entregadas y que los oficiales podrían conservar sus espadas y efectos personales, el general Lee dijo: Eso producirá una impresión excelente. Luego agregó: General, nuestros jinetes aportan su propio caballo, no pertenecen al Estado ... y los necesitarán para arar la tierra, antes de sembrar el maíz.

El general Grant respondió que, según las condiciones propuestas, sólo los oficiales tenían derecho a conservar sus bienes personales; pero agregó en seguida que, puesto que la mayor parte de los soldados confederados eran, sin duda, pequeños propietarios, y que por otra parte, el gobierno de los Estados Unidos no necesitaba sus caballos, daría órdenes para permitir que cada hombre hiciese valer sus derechos sobre un caballo o una mula para llevarse el animal. El general Lee repitió que eso causaría buena impresión y, después de haber releído las condiciones se declaró satisfecho de ello. Luego, me ordenó redactar la respuesta. Por su parte, el general Grant pidió al coronel Parker, que copiara en tinta la carta escrita en lápiz. El coronel Parker tomó la lámpara para colocarla en un rincón de la pieza, mientras los generales Grant y Lee conversaban. La tinta que contenía el tintero de McLean era una cosa negruzca que se parecía bastante al alquitrán. Felizmente, tenía conmigo una tablilla de madera, provista de un tintero que se atornillaba herméticamente y los llevaba a todas partes conmigo, en una carpeta de cuero. Se lo he pasado pues al coronel Parker, y se volvió a copiar así la carta del general Grant, utilizando mi tintero y mi pluma.

Cuando el coronel Parker hubo terminado, me senté, a mi vez, para redactar la respuesta, que comenzaba con la fórmula habitual: >Tengo el honor de acusar recibo de su carta del ..., luego, proseguí: Acepto sus condiciones ... La sometí al general Lee quien me dijo: No escriba: Tengo el honor de acusar recibo, etcétera, el destinatarío está presente. Escriba simplemente: Acepto sus condiciones ... Redacté entonces el siguiente texto:

Cuartel general del ejército del Norte de Virginia.

9 de abril de 1865.

He tomauo conocimiento de su comunicación del día de la fecha con las condiciones que usted propone para la rendición del ejército del Norte de Virginia. Siendo, en resumen, semejantes a las expuestas en su carta del 8 del corriente, las acepto. Tengo la intención de designar inmediatamente a los oficiales encargados de vigilar su ejecución.

Luego el general Grant firmó su carta, y yo pasé la que terminaba de escribir al general Lee, quien la rubricó. Parker me entregó entonces el pliego del general Grant y le di el del general Lee. Ningún efecto teatral: la capitulación se había realizado ...




Grant, sin esperar la ceremonia de lu rendición, vuelve inmediatamente a Washington. Lee permanece al lado de su ejército sin tomar parte en la ceremonia.

El hombre que recibe la rendición en nombre de Grant es Chamberlain. Es él quien habla:


Era la mañana del 12 de abril. Había recibido la orden de tener hecha la formación, al alba, para la ceremonia de la rendición. El tiempo era gris y desapacible. Mis tropas formaron a lo largo de la calle principal, desde la orilla escarpada del curso de agua hasta Court House, sobre la izquierda. De este modo al recibir lo que quedaba de los ejércitos y de las banderas del ejército del Norte de Virginia, mirábamos hacía el último campo de batalla.

Sobre las colinas, frente a nosotros, grupos de soldados confederados estaban atareados en levantar el campamento por última vez, desmontando sus pequeñas carpas-refugios, plegándolas cuidadosamente como objetos preciosos, formando luego sus filas como para cumplir una tarea desagradable. Y, ahora, se ponen en movimiento ... Con su largo paso de marcha, banderas al viento, siguen avanzando. A la cabeza de la columna, la bandera confederada -blanco cantón rectangular, con cruz azul sembrada de estrellas sobre escudo rojo- seguida de las banderas de los regimientos con el mismo escudo rojo: banderas tan próximas unas de otras, a causa de las filas diezmadas, que la columna entera parece coronada de rojo. La solemnidad del momento impresionaba profundamente: tomé la decisión de hacer efectuar esa ceremonia con solamente un gesto que tendria por significado un saludo a las armas. Me daba cuenta cabal de la responsabilidad que asumía mi propio jefe y de las críticas que sobrevendrian. Los hombres que teniamos delante de nosotros, humillados, pero orgullosos, eran la encarnación misma del coraje. Eran hombres que ni las privaciones, ni los sufrimientos, ni la muerte, ni las derrotas, ni la desesperación habian podido desviar de su punto de mira. Flacos, hambrientos, al limite de la resistencia, se mantenian erguidos delante de nosotros mirándonos bien de frente, despertando recuerdos que nos ligaban más que otro lazo. ¿Hombres de un coraje tal, no merecían acaso volver a entrar en esta Unión tan duramente probada pero en lo sucesivo afirmada?

Había dado órdenes para que, cuando la cabeza de la columna de cada división se hallara a nuestra altura el clarín diese la señal, y que nuestras filas, de derecha a izquierda, regimiento tras regimiento, presentasen las armas.

La cabeza baja, cabalgando delante de su columna, el general Gordon, al oír el choque de las armas al ser llevadas al hombro, captó de inmediato todo su significado. Volviéndose, con un ademán magnifico, se levanta sobre sus estribos y sa1uda enérgicamente con su sable bajado hasta la punta de su bota. Luego, ordena a cada briigada desfilar con el arma al hombro, respondiendo así al honor que les rendíamos. Por nuestro lado, ni un son de clarín o un redoble de tambor, nada de aclamaciones, ni una palabra, ni un cuchicheo de fanfarronería, ni un hombre que cambiara de posición; por el contrario, un silencio casi religioso, cada cual reteniendo la respiración, como ante un desfile de espectros.

Cuando llega a nuestra altura, cada división hace alto, y, del otro lado del camino, los soldados confederados se vuelven hacia nosotros, luego rectifican cuidadosamente el alineamiento. Cada capitán se preocupa de la buena presencia de sus hombres, a pesar de lo hambrientos y agotados que estaban. Los oficiales superiores y su estado mayor se colocan entre los regimientos, y cada general de brigada detrás de su brigada. Los soldados calan las bayonetas para formar un pabellón, luego, dudando, se quitan su cartuchera para colocarla en el suelo. Al fin, de mala gana, el rostro hermético, pliegan con ternura sus banderas destrozadas, manchadas de sangre, para colocarlas en el suelo. Algunos salen de las filas para arrodillarse delante de las banderas, tomándolas en sus brazos y apretándolas sobre su corazón, con lágrimas.




Se organiza una ceremonia para recordar el cuarto aniversario de la rendición de Fort Sumter, primer acto de la guerra de Secesión. Es el ex mayor Anderson quién iza la bandera, antes abatida por los cañones de Beauregard.

May Cadwalader Jones, hija de un abogado de Filadelfia, asiste a ello:


Para alguien que aún no había visto los estragos causados por la guerra, la ciudad (Charleston) ofrecía un triste espectáculo. Por todas partes se veian los rastros del bombardeo. Hasta los campanarios de las iglesias y las tumbas de los cementerios habían sido alcanzados. Una de nuestras fuerzas de artillería, un Parrot de grueso calibre puesto en posición en los pantanos, a cinco millas en el interior de las tierras y llamado el ángel de los pantanos

Todos los que pudieron habían abandonado la ciudad antes de la llegada de las tropas federales. En las calles, sólo nos cruzábamos con nuestros marinos y con nuestros soldados como también con grupos de negros que venían de lejanas plantaciones, a bordo de barcazas, y muchos de los cuales no habían visto nunca en su vida una ciudad. Eran todos los esclavos que trabajaban en los campos, pues los sirvientes, casi sin excepción, habían permanecido fieles a sus amos. Boquiabiertos ante la menor cosa, reían de todo como niños. Su libertad tan nueva no los alimentaba, vivían sobre todo de la generosidad bonachona de nuestros soldados. De noche acampaban en los depósitos de algodón vacíos y, naturalmente, se originaban frecuentes incendios. Enormes rosas amarillas florecían en las paredes y en los pórticos de las casas cuyos postigos estaban cerrados. De vez en cuando, se divisaba una vieja sirvienta que saIia furtivamente por una puerta falsa. Pero nada subsistía de lo que había sido la actividad cotidiana. Los hombres estaban bajo banderas, las mujeres y los niños habían huido o se ocultaban.

No era lo mismo en Savannah, ciudad menos aristocrática, ocupada desde diciembre por las tropas federales. Cuando me paseaba, siempre acompañada por un oficial o un ordenanza, las jóvenes subían corriendo los escalones de las altas escalinatas, volviendo ostensiblemente la espalda a los uniformes azules, tan detestados. Pero, con frecuencia, si me daba vuelta rápidamente después de haber dado algunos pasos, las sorprendía devorando ávidamente con los ojos mi vestido. En la Confederación, la moda tenia cuatro años de retraso. Se burlaba el bloqueo para pasar los cargamentos de armas o de quinina, pero no por falda de volados.

La ceremonia debía tener lugar justo a mediodía. De cuatro a cinco mil personas deseaban asistir a ella. Además, como no existía servicio regular entre la ciudad y la isla de Sumter, el gran vapor de recreo transportaba sus pasajeros, y las embarcaciones de los navíos que efectuaban el bloqueo, iban y venian. Se habían instalado desembarcaderos de emergencia en diversos puntos del fuerte.

Un anciano capellán, el mismo que había rezado cuando la bandera había sido izada sobre Fort Sumter el 27 de diciembre de 1860, comenzó la ceremonia, pronunciando una corta plegaria.

En seguida, un clergyman de Brooklyn leyó los pasajes de varios salmos, esperando que la asistencia leyese las respuestas como en la iglesia, pero no fue algo muy bien logrado, pues, si bien se habían preparado unas copias de texto, no había suficientes como para todo el mundo. Luego, el sargento Hart, aquel que había sostenido la bandera cuando una bala de cañón del primer bombardeo quebró el asta, avanzó modestamente para extraer esa misma bandera de una bolsa de despachos. Durante un instante, retuvimos nuestra respiración. Luego, todos en coro, dimos un grito extraño, algo entre un hurra y un alarido. Nunca he oído algo parecido, me parece oírlo aún. De repente, se hizo el silencio: dos marinos que habían participado en el primer combate estaban atando la bandera a las drizas y fijando una coronita de laurel encima. El general Anderson, descubierto, se enderezó y mientras tomaba las drizas comenzó a hablar. Al comienzo, su voz era tan apagada que no comprendía sus palabras, pero algunos instantes más tarde, oí claramente las palabras: Agradezco a Dios el haberme permitido ver este día ... Después de haber pronunciado algunas otras palabras, comenzó a izar la bandera. Esta subió lentamente, colgando blandamente contra el asta. Era un estandarte gastado, descolorido por las intemperies, destrozado por las granadas, y que parecía no poder conservarse por mucho tiempo. De repente, habiendo superado la protección de los muros del fuerte, un soplo de viento la desplegó y se puso a ondear por encima de nosotros. Entonces, cada marino, cada soldado, se puso instintivamente en posición de firmes.

No sé exactamente lo que hicimos entonces, pero recuerdo haber mirado en torno y haber visto los ojos de mi padre llenos de lágrimas, y temblar de emoción los labios del almirante Dahlgren. Alguien entonó La bandera estrellada y cantamos todos la primera estrofa, pues la mayor parte de nosotros no conocía sino eso. Pero no tenía importancia, pues, cerca de nosotros, partió un disparo de un gran cañón del fuerte, seguido, conforme con la orden del presidente, por un saludo nacional de la bateria de cada fuerte que había disparado sobre Fort Sumter. Un fragor solemne y regular nos llegaba de Fort Moultrie, de las baterias de las islas Sullivan y FoIly y de Fort Wagner. Cuando los fuertes hubieron cesado de disparar, fue el turno de la flota, y cada uno de los navíos de guerra, del mayor al más pequeño, disparó en círculo por turno, hasta que el aire se llenó de una espesa humareda negra y que se resintieron nuestros oídos.




La mañana de ese mismo 14 de abril (un Viernes Santo), Lincoln dijo a los miembros de su gabinete: He tenido un sueño extraño. Estaba en un barco singular, indescriptible, que se movía hacia una orilla sombría. He tenido ese sueño antes de todas las victorias, antes de Antietam, Gettysburg y Vicksburg ...

Pero, esta vez, su sueño no anunciaba una victoria.

Esa noche, en compañía de la señora Lincoln, el presidente asiste a la representación de una pieza inglesa, Our american cousin, en el teatro Ford.

Durante el entreacto, una joven, Julia Adelaide Sheppard, que se halla; en la platea, escribe algunas palabras a su padre:


Mi prima acaba de informarme que el presidente está allá arriba a la derecha, en su palco magníficamente decorado con banderas de seda que rodean un retrato de George Washington. La joven y bella hija del senador Harris es la única del grupo que podemos ver, pues las banderas nos esconden a las otras; pero sabemos perfectamente que el padre Abraham está alli.

El primo de América acaba de cortejar a una joven que protesta que no se casará jamás, si no es por amor. Pero cuando su madre y ella se enteran de que el pretendiente ha perdido su fortuna, se retiran por los bastidores de la izquierda y el joven hace lo mismo por los de la derecha. Esperamos la prosecución.




Bootlt, actor y asiduo concurrente del teatro Ford, ha entrado en el teatro varias horas antes de la representación. Ha hecho un agujero en la puerta justo detrás del sillon del presidente ...

Booth es un enemigo fanático del Norte.

El tercer acto va a comenzar. Booth, armado de una pistola y de un puñal, penetra en el palco y dispara con el caño tocando al presidente. La bala penetra detrás de la oreja izquierda. El mayor Rathbone (de servicio al lado del presidente) trata de detener al asesino, que le da varias puñaladas, luego salta sobre el escenario gritando: Sic semper tyrannis, y desapareoe entre los bastidores.

La hija del senador Harris:


No han pasado ciertamente más de quince segundos entre el momento en que tuvo lugar el disparo de pistola y aquel en que el asesino ha desaparecido detrás de los .bastidores; ni la señora Lincoln, ni yo, hemos tenido tiempo de levantarnos de nuestras sillas. Además, como después de la detonación el presidente sólo se hundió un poco en su sillón sin que se viese una sola gota de sangre, nadie, en el primer momento, sospechó lo sucedido, y toda nuestra atención la atrajo sobre si el mayor Rathbone que, habiendo querido oponerse al paso de Booth, sangraba abundantemente a causa de las cuchilladas que había recibido. Mi impresión personal era, en ese momento, que un loco había entrado en el palco y había salido de él. La señora Lincoln preguntó entonces a su marido: ¿Qué es esto? Al no recibir ninguna respuesta, se aproximó y descubrió la horrible verdad.

El mayor y yo nos lanzamos en seguida sobre la parte anterior del palco gritando: ¡Detened a ese hombre! Pero él acababa de introducirse entre bastidores.

En la sala parece que apenas oyeron el disparo de pistola, el ruido se había confundido con los aplausos patrióticos que estallaban en ese momento. El público experimentó, en verdad. gran asombro al ver saltar a un hombre del palco presidencial, con un ancho puñal en la mano; pero, como se reconoció en seguida al actor Booth, que habfa actuado a menudo en ese teatro, el cual, además, atravesó el escenario sin apresurarse, con paso solemne, pronunciando algunas palabras con un modo enfático, y como, por otra parte, ningún grito salió del palco del presidente, a nadie se le ocurrió en el primer momento la idea de que ese hombre era un asesino al que había que detener, y no fue sino debido a mis gritos que se lanzaron sobre el escenario; pero era demasiado tarde.




Algunos días antes de asumir sus funciones de presidente, Lincoln, expuesto a incesantes amenazas de asesinato hechas por los fanáticos de la esclavitud, había dicho: Más bien que renegar de mis principios, preferiría ser asesinado en mi puesto.

Gideon Welles, ministro de Marina del gabinete de Lincoln:


Al presidente se lo había transportado del teatro a la casa del señor Peterson, situada justo enfrente. Después de subir una escalera, hemos atravesado un largo corredor y entramos en una pieza ubicada en la parte posterior de la casa. Hallamos allí al presidente tendido sobre una cama y respirando con dificultad. Varios médicos estaban presentes, seis o más, y al ver al doctor Hall me tranquilicé un poco. Es a él a quien he preguntado cuál era verdaderamente su estado. Me respondió que no había ninguna esperanza y que no sobreviviría más de tres horas, o quizás un poco más.

A causa de su talla, el moribundo estaba tendido a través de la cama, demasiado corta para él. Le habían quitado las ropas, y, dada su silueta tan desgarbada no se hubiese esperado verle brazos tan musculosos. Su respiración, lenta y difícil, levantaba la manta. Su rostro era calmo e impresionante, y, durante la primera hora, lo vi más hermoso que nunca. En seguida, su ojo derecho comenzó a inflamarse, y toda esa parte del rostro fue perdiendo color.

15 de abril. Un poco antes de la siete de la mañana, he entrado en la casa del presidente, el cual se acercaba, rápidamente a sus últimos momentos. Su hijo Roberto se mantenía a su cabecera junto con varias otras personas. Llegaba a dominarse, pero en dos oportunidades, por efecto del dolor, rompió en sollozos, apoyándose en el hombro del senador Sumner. Por momentos, la respiración del presidente se detenía, luego cesó completamente a las 7.22 ...

Después del almuerzo, he ido a la Casa Blanca. Caía lluvia, fría y deprimente, y todo parecía sombrío. Delante de la Casa Blanca, sobre la avenida, una multitud de centenares de negros, mujeres y niños, sobre todo, lloraba su pérdida irreparable. Durante todo ese día frío y lluvioso, el gentío no pareció disminuir. Ahora que su gran bienhechor estaba muerto, parecían temer por su suerte, y creo que su dolor sin esperanza me ha conmovido más que cualquier otra cosa.


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