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CAPÍTULO XIV

LA AGONIA DEL SUR

En el mes de mayo de 1864, Grant, ahora comandante en jefe del Norte, lanza una serie de ataques contra Lee, esperando aplastarlo bajo el peso de su gran superioridad numérica. Infligiendo muy pesadas pérdidas a los federales en cada encuentro, Lee se ha replegado a una 1Ieintena de kilómetros, al este de Richmond.

Sarah Lawton, mujer del intendente general de los ejércitos confederados:


30 de mayo de 1864. Domingo, nueve y media de la noche. El general Lawton llega después de una larga vuelta a caballo. Ha ido al cuartel general del general Lee, en la estación de Atlee, situada a dieciséis kilómetros de Richmond. Manifiesta que el general Lee está enfermo y parece muy fatigado. Cosa nada asombrosa; lo que es sorprendente, es que haya podido hacer frente tanto tiempo a tantas responsabilidades. Se espera que el enemigo lance un ataque mañana ... Todo el mundo se pregunta si Grant no atravesará el Chickahominy en lugar de atacar, forzando así al general Lee a replegarse. Un sitio es más temible que una batalla.

Lawton agregó que el general Lee parece muy solo para hacer frente a esas graves responsabilidades. Ewell sufre agotamiento nervioso y no está en condiciones de luchar, Jackson ha muerto, Longstreet está herido. No queda prácticamente nadie más a quien él pueda pedir consejo.




El Sur opone una resistencia desesperada. En un solo asalto, lanzado el 3 de junio delante de Richmond, los federales pierden siete mil hombres en menos de una hora.

Un coronel federal:


Cuartel general, 2a. brigada.

5 de junio de 1864.

Querida hermana:

Desde el 1° de junio, dia de un combate sangriento, estamos en Cold Harbour. Digo sangriento porque, contra todo buen criterio y sin ignorar el poder de las fuerzas enemigas y la solidez de sus trincheras, nos dieron la orden de atacar. Nuestras pérdidas han sido muy graves e inútiles. Nuestros hombres son valientes, pero no pueden hacer lo imposible. Mi brigada perdió alrededor de trescientos hombres. Mi caballo murií mientras lo montaba, pero he sabido del incidente sin heridas. Hace cuatro días que estamos a trescientos metros del enemigo, protegidos en trincheras. De una y otra parte, se intercambia una fusileria ininterrumpida.

Es triste decirlo pero nuestros jefes dan prueba de una completa falta de capacidad militar durante esta camapaña. Varios de nuestros comandantes de cuerpos de ejército no merecerían ser cabos. Perezosos y apáticos, no se toman ni el trabajo de montar a caballo ara inspeccionar sus posiciones pero sin titubear, nos odenan atacar cualquier fuese la fuerza y la posición del enemigo. En este día, veinte mil de nuestros hombres, muertos o heridos, deberían estar todavía en nuestras filas. En fin, basta de críticas. Espero que al fin de cuentas, nuestra superioridad numérica nos permita tomar Richmond.




En víspera de un asalto, los soldados federales se consideran ya como cadáveres.

El edecan de Grant, coronel Porter:


Mientras pasaba entre los soldados, el 2 de junio a la tarde, noté que un buen número de ellos se había quitado las chaquetas y parecía ocupado en remendarlas. Observándolos más de cerca me dí cuenta de que después de haber escrito su nombre y domicilio en un pedazo de papel, los fijaban sin emocionarse, en la espalda de sus chaquetas con alfileres, para que su cuerpo pudiese identificarse y advertir a su familia.




Para conseguir el derrumbe de la resistencia. Grant autoriza la explosión espectacular de una mina que contenía 8 000 libras de pólvora.

El general Regis de Trobiand, que sirve a los norteños, describe el hongo producido por la bomba:


Los trabajos comenzados el 25 de junio se completaron el 23 de julio sin accidentes, a pesar de todas las predicciones y de todas las burlas.

Entonces fue necesario cambiar de tono. La explosión, si se lograba, debía conseguirnos a Petersburg. Desde las tres, todo el mundo estaba en pie, los oficiales con el reloj en la mano, los ojos fijos en la fortificación condenada o en dirección a la misma.

De repente, la tierra se estremece bajo nuestros pies. Algo enorme se desprende y salta en el aire. Una masa informe, confusa, acribillada de llamas rojas y llevada sobre un manojo de chispas, sube hacia el cielo en un inmenso trueno. Se abre en haces, se despliega como un hongo colosal cuyo tallo parece de fuego y la cabeza de humo. Luego, todo se rompe, se quebranta y vuelve a caerse en lluvia de tierra mezclada con rocas, vigas, cureñas y cuerpos humanos mutilados, dejando flotar una nuba de humo blanco que se eleva en el azur, y una nube de polvo gris que se abate lentamente sobre el suelo. La fortificación había desaparecido. En su lugar se abría un gran abismo de más de doscientos pies de largo por cincuenta de ancho y venticinco o treinta de profundidad.




La mujer de un oficial sureño escribe desde Richmond a una amiga que quedó en Petersburg:


Richmond, 26 de agosto de 1864.

Querida testarudilla:

¡Bien te había dicho! Te supliqué que partieras cuando estabas a tiempo todavía, y ahora esperas tranquilamente que el general Grant te haga saltar. ¡Ese terrible cráter!

Mis amistades son del parecer que ha llegado el momento de pensar en ahorrar la vida de los hombres que nos quedan. ¿Por qué dejar que el enemigo nos extermine? Si ese pesimismo se propaga, solo una gran victoria podría acabar con él. ¿Recuerdas lo que M. Hunter nos decía en Washington? Sería más fácil detener las caídas del Niágara con una sola mano que dominar esta ola desenfrenada en favor de la Secesión. Personalmente, me inclino hacia una ola de paz, y no soy la única.

Durante este tiempo, morimos lentamente de hambre. Aquí, en Richmond, si se pueden pagar diez dólares por una libra de tocino, se tiene una cena de tres platos para cuatro personas. La semana pasada, en medio de un gran entusiasmo, la caballería de Hampton ha atravesado la ciudad. Mientras pasaba al trote, cada jinete mordía una sabdía, arrojando la cáscara a la cabeza de los negritos que los seguian corriendo. Todo el muindo reía y gritaba, nadie hubiera creido que estábamos en guerra. Al presidente le gusta destacar que no hay mendigos en las calles, para hacernos creer que la situación no es desesperada todavía. Olvida los motines que han tenido lugar para reclamar pan. Me persigue la sonrisa resignada de una mujer pálida y descarnada.¡Ah! ¡Son ésos los que soportan las consecuencias de todas estas disputas sobre la esclavitud, a las cuales hemos asistido en la Cámara y el Senado! En algún lado está el culpable, un gran culpable, pero no somos ni tú, ni yo, y menos aún esos pobres que no han merecido que el gobernador Letcher envie al alcalde a hacerlei las tres intimaciones de costumbre. Empujados por el hambre eran solamente un millar en cargar carretas con pan para sus hijos.

Aunque tenga siempre el aire de chancear, no creas, no obstante, que no tengo piedad. En realidad estoy tan trastornada que mis nervios ya no aguantan. ¡Todo esto es horroroso!

Tu Agnes que se muere de miedo.




El ejército de Lee se abastece de víveres y municiones como puede:


En el mes de setiembre de 1864, un telegrafista del ejército de Lee, un tal Gastón, designado para una misión peligrosa, consistente en interceptar los mensajes enviados al ejército de Grant, realizó la operación más exitosa de captura de un mensaje telegráfico. A ese Gastón lo acompañaban algunos soldados a las órdenes del general Roger A. Pryor, que se hacian pasar por pacíficos ciudadanos ocupados en cortar madera. Gastón se colgó de la línea militar que une City Point con el ministerio de Guerra de Washington.

En seis semanas, un solo mensaje resultó interesante, pero era de un inestimable valor. Era un mensaje de la Intendencia de Washington pidiendo una guardia de soldados para tomar a su cargo 2 486 cabezas de ganado en el lugar donde debían ser desembarcadas. En lugar de la guardia reclamada, el general Wade Hampton, encabezando un destacamento de caballería rebelde, llegó en el momento oportuno para recibirlas y conducirlas hasta el ejército confederado, que fue así aprovisionado de carne durante alrededor de cuarenta dtas.




En las trincheras situadas delante de Petersburg, el ejército del Norte de Virginia, a pesar de sus sufrimientos y privaciones, hace frente a un ejército bien aprovisionado y tres veces más numeroso.

Lulther Rice Mills, soldado confederado:


Trinchera próxima al cráter.

Petersburg, Virginia.

26 de noviembre de 1864.

Querido hermano:

Acabamos de pasar un periodo de tiempo muy malo. La vida de trinchera es aún más dura de lo que debería, pues muchos soldados carecen completamente de mantas y capotes, y es verdaderamente penoso verlos tiritar en torno de una mala hoguera de leña verde. Los hombres pasan gran parte de su tiempo en facción: doce horas de piquete y doce horas de guardia cada treinta y seis horas. Una sola noche fría y húmeda basta para minar su moral. Cuando terminan esas noches, se inclinan generalmente por la paz a todo precio. Pero, desde la salida del sol, al recobrar calor reencuentran su buen humor. No he visto nunca a nuestro ejército abatido hasta este punto. Los hombres parecen temer menos los rigores del invierno que el retorno de la primavera. No sé con acierto lo que pasará entonces. Casi todos los días, varios hombres de nuestra brigada desertan, y temo que los desertores se hagan aún más numerosos con la llegada de los días hermosos.

Ultimamente, hemos recibido zapatos y mantas y esperamos que las cosas mejoren así. Hemos debido transportar a algunos soldados al hospital a causa de tener los pies helados; otros vuelven de su facción, llorando de frío como chiquillos. Los he visto yo mismo, sin calzado. Estamos siempre allí donde los yanquis han hecho saltar la mina. Debo encontrarme a menos de cincuenta metros del lugar donde fui herido. Menos mal que mi hombro no me atormenta demasiado.

Escribe pronto y dame las últimas noticias.

L. R. Mills.




La mujer de un soldado de la división Pickett (sureña) escribe a su marido. Cuando recibe esta carta, el soldado se ausentará sin permiso, lo detendrán y condenarán a muerte. Gracias a la intervenci6n de la mujer del general Pickett, el condenado salvará su vida.


E... N..., 17 de diciembre de 1864.

Muy querido marido:

Otra Navidad que llega, y las cosas van de mal en peor. Llevo mi último vestido de calicó y también, está todo remendado. Todos mis trapos y los de los chiquillos también lo están. He acostado a los niños, los ha cubierto con chales de lana y viejos pedazos de alfombras para mantenerles el calor, mientras yo salía a buscar un trozo de leña, puesto que están descalzos y mal vestidos, y no he podido cortarla de ningún modo; entonces los chicos y yo arrancamos las estacas del cercado que rodea la casa y recogimos todas las ramitas que se han podido hallar.

No queda ya nada para comer en casa, aparte de un poco de harina. Toda la carne que has podido obtener de M. G. se ha consumido, y también los pollos. No quiero que dejes de pelear contra los yanquis, hasta tanto quede uno, pero trata de obtener un permiso y vuelve para arreglar un poco las cosas; en seguida podrás regresar y pelear más duro que nunca. No podremos resistir así mucho tiempo por aquí. Un explorador del general Mahone me ha prometido, bajo palabra de honor, llevarte esta carta a través de las líneas enemigas, pero, querido, si esperas demasiado nada valdrá la pena, pues estaremos todos allá, en el pequeño cementerio, junto con tu mamá y la mía.




Richmond, donde reinan la angustia y la escasez, se divierte todavía.

La mujer de un pastor episcopal, Judith McGuire:


Richmond, 8 de enero de 1865.

En esta ciudad sitiada, a algunos les asalta la necesidad de divertirse como locos. Me avergüenza decirlo, pero, en medio de los moribundos y heridos, a pesar de la falta de vfveres, la angustia que nos oprime y las dificultades de toda clase, se dan reuniones. A algunas las llaman reuniones pobres y los jóvenes se encuentran allí para divertirse inocentemente, y vuelven a sus casas a horas razonables. Pero hay otras, donde se sirven cenas finas con postres, entremeses, cremas heladas de todas clases y las carnes más caras, en tal abundancia que podrían nutrir a uno de los regimientos del general Lee durante una jornada. ¿Cómo puede ser eso? Cada pedazo de carne, ¿no deberia enviarse al ejército?

Cuando volvfa del hospital, después de haber asistido a la muerte de un muchacho sobre el cual se inclinaba, angustiada, su joven hermana, y con los ojos aún llenos de todo el horror de esas salas, he pasado delante de una casa de donde escapaban sonidos de música y baile. Eso me llenó el corazón de disgusto. Pensaba en la alegria de Paris cuando la Revolución, en el baile de Bruselas, la víspera de Waterloo ...




Los sureños hambrientos dejan morir de hambre a sus prisioneros; pero el Norte, cuya población blanca es cuatro veces más numerosa, rehúsa el cambio de los prisioneros:


27 de enero de 1865. Esta mañana mientras hacíamos nuestras visitas, hemos conocido a un personaje importante. Era Peter Louis, prisionero yanqui, puesto en líbertad bajo palabra y al servicio del capitán Bonham. El capitán lo aloja fuera del campamento y le proporciona alimentos. En pago lo emplea en trabajos manuales, en los que el yanqui es muy hábil. Peter, de origen francés, es zapatero en su Estado, y su calzado es lo más elegante que he visto, aun comparándolo con el traído de Francia. Al contemplar su trabajo, no podía menos de sentir por él cierta admiración, y la pequeña señora Sima estaba tan contenta que le ha dado una tajada de su budín confederado. He hablado en francés con él, cosa que le gustó mucho. Luego, Mett y yo le hemos encargado un par de zapatos. Bien calzada, me sentiré de nuevo una dama. Supongo que ese pobre yanqui haría cualquier cosa para evitar permanecer en el campamento de Anderson. Con el tiempo fresco del invierno, la vida allí es más soportable, pero por lo que se cuenta, las condiciones debían de ser allí horrorosas durante el verano. El padre Hamilton, sacerdote católico que trajina como un buen samaritano en esas cuevas de inmundicias y sufrimientos, le contó todo a la señora Brisbane ...

Le dijo que los infelices prisioneros cavaban agujeros en la tierra como topos para protegerse del sol. Habría sido peligroso, en efecto, darles can qué construir chozas, pues hubieran podido matar fácilmente a golpes a sus guardianes. Según el Padre, esas cuevas hormiguean de gusanos y hieden como los osarios. Muchos prisioneros están completamente desnudos. Ha relatado la dolorosa historia de un polaco cuya única ropa era una camisa, y que, queriendo cubrirse lo más posible, había deslizado las píernas en las mangas y anudado los faldones en torno del cuello. Sus compañeros se burlaron de él de tal manera que el infeliz, ya abatido par sus sufrimientos, franqueó deliberadamente la línea que los prisioneros no deben traspasar y el guardián debió matarlo.

El padre Hamilton ha agregado que en cierta época, esos prisioneros morían a razón de ciento cincuenta por dia, y que los ha visto agonizar en el suelo mismo, desnudos y abandonados como animales. La disenteria es la que hace el estrago más grande. Estaban tendidos en tierra, en medio de sus propios excrementos, y la fetidez era tan terrible que el buen Padre se veía a menudo obligado a abandonarlos para ir a respirar un poco de aire freso. ¡Es terrible! Sufro por esos infelices aunque sean yanquis, y tengo miedo de que Dios nos castigue por haber pennitido tales cosas. Si los yanquis llegasen hasta el sudoeste de Georgia y descubriesen ese campamento y las fosas que allí se encuentran, ¡que Dios nos proteja! Pero, con todo ¿qué podemos hacer? En efecto, los mismos yanquis son más culpables que nosotros, pues se rehúsan al canjé de prisioneros y nuestra pobre Confederación, cercada por todas partes, no tiene los medios para ocuparse de ellos mientras nuestros propios soldados están hambrientos. ¡Oh! ¡Qué horror es la guerra despojada de todo su brillante aparato!




En Richmond, el presidente del Sur, Davis:


A comienzos de marzo, el general Lee conversó larga y libremente conmigo. Me dijo que, vistas las circunstancias, la evacuación de Petersburg no era más que una cuestión de tiempo. Se daba cuenta cabal de las dificultades que resultarían de la pérdida de las fábricas que nos facilitaban el material necesario a nuestros ejércitos y nuestras municiones. Cuando le pregunté si no sería preferible evacuar la ciudad en seguida, me respondió que los caballos de la artillería y de suministros no eran lo suficiente robustos como para tirar de su carga en caminos barrosos, y que se necesitaría esperar a que estuviesen más secos.




El 1" de abril tiene lugar la batalla de Five-Forks. Es el Waterloo de la Confederación. A la mañana siguiente, domingo 2 de abril, Lee envía desde Petersburg el despacho siguiente al presidente Davis: Mis líneas han sido cortadas en tres lugares. Richmond debe evacuarse esta tarde.

Judith McGuire:


Richmond, 3 de abril de 1865.

Ayer a la mañana (¡cuán lejano parece!), hemos ido como de costumbre, a la iglesia St. James.

Durante la distribución del sacramento de la comunión, el sacristán entró con un pliego para el general Cooper. Inmediatamente, el general salió. Ese incidente, a decir verdad bastante trivial, me inquietó, pero ningún otro de los asistentes pareció preocuparse. Cuando terminó el oficio, abandonamos el templo, y, como es la ocasión en que los asistentes a las distintas iglesias se encuentran en la calle Grace, nuestros niños, que habían asistido al oficio de Saint-Paul, se nos reunieron para ir a nuestra casa para celebrar la habitual reunión dominical de la familia. Después de los abrazos, J., dirigiéndose a su padre, dijo con tono inquieto, que volvía del ministerio de Guerra y que las noticias eran malas: las posiciones del general Lee habían sido quebradas y que, seguramente, la ciudad debería evacuarse en veinticuatro horas. Sólo entonces noté la expresión azorada de los transeúntes. Pálido de emoción, un viejo conocido atravesó la calle corriendo, para confirmarnos lo que J. terminaba de informanos, agregando que, a menos que hubiera mejores novedades del general Lee, la ciudad sería evacuada ... Hemos llegado a casa con la impresión de que todo lo que pasaba era irreal. Al término de una hora, J. (que es profesor de matemáticas en la Escuela Naval) recibió la orden de acompañar al capitán Parker, que se replegaba hacia el Sur con los aspirantes. Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de que el gobierno se iba y que la evacuación había, en efecto, comenzado ya ...

Ayer a la tarde, cuando pretendimos enviar a alguien a buscar a nuestra hermana al campamento Jackson, comprendimos, por primera vez, que nuestro dinero ya no tiene valor y que, en efecto, estamos sin recursos. Mi hermana ha llegado a pie, hacia medianoche, escoltada por dos soldados convalecientes. ¡Pobres muchachos! Todos los que son capaces de hacerlo, abandonan la ciudad, pero los enfermos y heridos serán hechos prisioneros. Reunidos en una habitación, hemos tratado de reconfortarnos mutuamente, mientras confeccionábamos grandes bolsillos para colgar en torno al talle y llenarlos de tantos objetos de valor como fuese posible.

Durante la noche, los hombres han ido hasta el ministerio de Guerra a fin de saber lo que pasaba.

Un telegrama del general Lee, recién recibido, pedía que aceleraran la evacuación de la ciudad. Los edificios públicos estaban ya vacíos. Se decía que todo debía terminarse en tres horas y que la ciudad debía estar lista para rendirse al enemigo. ¿Cómo describir el horror de esa noche? ¡Toda esperanza se desvanecia! Ya los partidarios del Norte comenzaban a desenmascararse y la traición a extenderse.




El teniente R. E. Prescott, uno de los primeros yanquis que entran en la ciudad:


A cada instante aumentaba el brillo de la claridad que habíamos divisado en dirección a Richmond, en el momento de nuestra partida. Enormes nubes de espeso humo se deslizaban sobre la ciudad y el rumor, a medida que nos aproximábamos, se transformaba en un rugido que disminuía por momentos, para estallar en seguida en gritos frenéticos ... mientras las explosiones, semejantes a las de la artillería de campaña, se sucedían con breves intervalos.

Fatigados, hambrientos, sin aliento, negros de polvo y sudor, pero llenos de entusiasmo, continuamos nuestro camino y, a las seis y media de la mañana, ordené hacer alto a mis hombres en la cresta de una colina, para contemplar el más terrible e impresionante espectáculo que jamás hayamos visto. Richmond era un mar de llamas en medio del cual se elevaban, aquí y allá, las agujas de las iglesias. Por encima se cernía una nube de espesa hwnareda negruzca, iluminada de vez en cuando por la explosión de las granadas almacenadas en los numerosos arsenales de la ciudad.

Sobre el reverbero de la esquina, he leído Main Street (Calle Principal) y la hemos tomado, pensando que nos llevaría hacia el centro de la ciudad y nos permitiría, al mismo tiempo, hallar los jardines del Capitolio. Lo que hemos visto en esa calle supera toda descripción. Era una visión del infierno. Muy cerca, sobre el James, dos acorazados estallaron con un estruendo ensordecedor, la deflagración derribó a numerosas personas. La calle no era más que una masa compacta de gente enloquecida, y sólo con gran esfuerzo pudimos abrirnos paso. Si esas personas se hubiesen mostrado hostiles, nuestra vida no habría valido gran cosa. Pero los pobres negros saludaban nuestra llegada con manifestaciones de alegría de lo más extravagantes. Rompiendo nuestras filas, dándonos grandes palmadas en la espalda y saltándonos al cuello, nos suplicaban que los dejáramos llevar los fusiles y mochilas, mientras que sus gritos: ¡Dios os bendiga! ¡Dios sea loado! ¡Los yanquis eatán allí!, estallaban por todos lados. Descalzas, vestidas con malos trajes cortados de viejas bolsas, mujeres enflaquecidas caían de rodiIlas, y, con las manos juntas, los ojos llenos de lágrimas, daban gracias al cielo por el fin de sus sufrimientos. Algunas, rodeadas de pequeños, lastimosos esqueletos que se enganchaban a sus poIleras y Iloraban de hambre y de miedo, se acercaban a nosotros para mendigar algún alimento. Recuerdo a una mujer acompañada de tres hijitas hambrientas, descalzas y miserablemente vestidas, que me tomó del brazo estrechamente y me suplicó que le diera de comer. No habían engullido nada desde el domingo a la mañana, salvo una pequeña cucharada de harina. Les di el contenido de mi morral, y saliendo de su fila, un mocetón rudo y brusco volcó en su pollera toda la ración de cerdo y bizcocho seco que conservaba para los tres días siguientes, renegando como un carretero a fin de esconder su emoción -que traicionaban las lágrimas que corrían por sus mejillas-, y le deslizó en la mano un billete de diez dólares, toda su fortuna.

El whisky corría a mares en el arroyo. El consejo municipal, previendo las consecuencias desastrosas del saqueo de los despachos de bebidas, había hecho rodar todos los toneles hasta el borde de las veredas, para destaparlos y vaciarlos. Ese torrente envenenado fluía rápidamente hacia las alcantarillas como un río de muerte, que exhalaba un olor repugnante. El populacho, blanco y negro, tomaba a manos llenas de ese brevaje asqueroso para tragarlo a grandes sorbos. No lejos, el silbido agudo de las locomotoras, indicaba la partida precipitada de los trenes atestados de ciudadanos enloquecidos, que llevaban con ellos los objetos de valor que habían tenido tiempo de recoger. Bandas de ladrones y criminales de toda clase escapados de las prisiones forzaban la entrada de los negocios a cada lado de la calle, apoderándose de todo lo que les caía en manos. Alboroto, violencia, saqueo, reinaban por todos lados.




Una joven, Constance Cary:


No olvidaré jamás el servicio religioso al que hemos asistido esta misma tarde. Cuando el pastor ha rogado por los soldados heridos y por todos los que sufren en su carne o en su corazón, se hizo un corto silencio interrumpido rápidamente por los sollozos que se elevaban de todas partes. Luego, nos indicó el himno: Cuando veo las 8ombrías nubes que de amontonan ... No había órgano, y la única voz que había entonado el himno zozobró en un sollozo. Otra la retornó para terminar del mismo modo. Luchando entonces para dominar mi emoción, me he levantado en el extremo del banco y he cantado sola. Cuando llegué a las palabras: Salvador, Tú ves mis lágrimas, un nuevo estallido de sollozos se levantó de toda la iglesia. Tenía terribles deseos de llorar a lágrima viva, pero me he forzado a continuar el himno hasta el final.

A la salida, varias personas me tomaron las manos tratando de decirme algunas palabras, pero la emoción les impedía hablar. Justo en ese momento, una magnífica charanga yanqui pasó. Era como si esa música triunfante se hubiese reído de la desdicha de los fieles que salían de la vieja iglesia envuelta en sombras.


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