Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XIII

LA GRAN MARCHA DE SHERMAN

Desde Chattanooga hasta Atlanta, los confederados, al mando del general Joseph Johnston, han disputado obstinadamente a los federales cada pulgada de terreno. Después de dos meses de sangrientos combates, Sherman llega delante de Atlanta, la Gate City, la puerta que daba acceso al corazón de la Confederación.

El mayor James Connolly, inspector general de una división del 14º cuerpo del ejército norteño:


Chattahoochee River, 12 de julio de 1864.

Querida mujer:

¡Al fin he visto la Tierra Prometida! Las torres y los chapiteles de Atlanta, brillan delante de nosotros a menos de doce kilómetros. El 5 a la mañana, mientras cabalgaba al frente de nuestra vanguardia, animándola a perseguir al enemigo en plena retirada, llegamos de repente a un promontorio que se extendia hacia el Chattahoochee, y más allá del río, hacia el Sur, nos fue dado divisar la bella Gate City.

Al saber que Atlanta estaba a la vista, los soldados comenzaron a dar tales hurras que hasta los defensores de la ciudad condenada debieron oírlos desde sus atrincheramientos.




Sherman, visto por uno de sus oficiales:


El general Sherman es el tipo acabado del amerícano del Norte. Es alto, delgado, un poco encorvado, con el cabello enmarañado, la barba corta y roja, el rostro arrugado, la nariz grande, los ojos pequeños y vivos y las manos nudosas. Lleva un sombrero de fieltro doblado sobre los ojos (según él, si enarbola otro, los soldados exclaman: ¡Hola, el patrón se ha pagado un sombrero nuevo!), una chaqueta de oficial parda de cuello recto y sin charreteras, pantalones manchados de barro y una sola espuela.

Habitualmente, lleva las manos en los bolsillos y tiene una manera de andar torpe. Como habla continuamente y con extrema volubilidad, podría posar, para el Punch, como el retrato del yanqui ideal.




Tras siete semanas de combates encarnizados, los confederados abandonan a Atlanta. Sherman decide convertirla en plaza fuerte. Ordena la evacuación de los civiles.

Protesta de la municipalidad:


Atlanta, 11 de septiembre de 1864.

Señor:

Los firmantes, alcalde y miembros del Consejo de la ciudad de Atlanta, siendo por el momento los únicos órganos legales de la población de dicha ciudad que pueden expresar sus necesidades y sus deseos, le piden muy seria y respetuosamente que tenga la bondad de reconsiderar la orden de abandonar Atlanta dada a esta población.

A primera vista, era evidente que esta medida nos impondría duras pérdidas; pero desde que hemos comenzado parcialmente su ejecución, hemos podido convencernos de que tendría las más desastrosas consecuencias y engendraría sufrimientos indecibles.

Un buen número de pobres mujeres están en estado avanzado de embarazo, otras tienen niños de corta edad, sus maridos en el ejército, prisioneros o muertos. Unas dicen: Tengo un niño enfermo en casa. ¿Quién lo velará cuando esté lejos? Otras agregan: ¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde iremos? No conocemos ninguna casa donde refugiarnos; no tenemos el medio de construirla, de alquilarla, de comprarla. No tenemos parientes, ni amigos fuera de aquí. Otras dicen aún: Querría llevar tal objeto, tal mueble, pero ¿en qué forma? ¿Qué será de lo que dejemos? Les respondemos: El general Sherman, siguiendo sus órdenes, hará transportar vuestros bienes a Rough and Ready, donde el general Hood se encargará de recibirlos. A esto nos replican: Pero quisiéramos abandonar el ferrocarril en tal o cual lugar. ¿Cómo procurarnos los transportes necesarios?

Le manifestamos solamente algunos hechos para mostrarle las dificultades que ocasiona la aplicación de esta medida. Mientras avanzaban, buena parte de las poblaciones se ha replegado sobre Atlanta, luego de allí, más al sur. Aquella comarca está por lo tanto ya llena de gente y sin suficientes casas para recibirla. Nos han informado que muchas personas deben amontonarse en las iglesias y otros edificios públicos. Siendo así, ¿cómo hallará dónde alojarse la gente que está aún aquí, en su mayor parte mujeres y niños? Y, ¿cómo pensar exponerlos a los rigores del invierno en los bosques, sin abrigo, sin subsistencias, en medio de extraños, los cuales se sentirán impotentes, por otra parte, para asistirlos?

No sabemos exactamente aún la cifra de la población que encierran nuestros muros, pero estamos seguros de que, si se le permite permanecer en su casa, un número apreciable podrá alimentarse sin asistencia durante varios meses, y otro número también apreciable, más tiempo todavía, sin tener necesidad de ayuda.

Para concluir, le pedimos muy seria y solemnemente que reconsidere la orden o que la modifique de tal manera que se le permita a esta población infortunada permanecer en su casa, viviendo de sus recursos.

Respetuosamente,

James L.Calhoun, alcalde.

E.E. Rawson, consejero.

L. C. Wells, consejero.




Sherman respponde algo así como lo que respondía Desaix en una circunstancia semejante: Lo siento, pero mi oficio consiste en haceros el mayor mal posible.


Señores:

He recibido vuestra petición solicitando la revocación de mis órdenes para la evacuación de Atlanta por todos los habitantes. La he leido atentamente y doy plena fe a lo que me decís, sobre la angustia que ocasionará esta medida. Sin embargo, no revocaré de ningún modo mis órdenes, y esto simplemente porque las mismas no han tenido en cuenta el aspecto humanitario de la cuestión, sino la necesidad de ir previniendo fechas futuras, en las cuales los intereses de millones y también de centenares de millones de personas valientes, fuera de Atlanta, están profundamente comprometidos. Necesitamos conquistar la paz no solamente en Atlanta, sino en América entera.




Dejando a sus espaldas a Atlanta en llamas, emprende su famosa marcha a través de Georgia. A su paso, todo: ciudades, vías férreas, puentes, cosechas, ganado, es destruido. Se trata de sacar al Sur los medios materiales para proseguir la lucha.

Sherman:


El 16 de noviembre de 1864, hacia las siete de la mañana, abandonamos a Atlanta por el camino de Decatur, repleto de tropas en marcha y furgones de suministro del 14º cuerpo del ejército. Cuando llegamos a la cima de una colina, justo más allá de las antiguas trincheras federadas, hicimos alto para contemplar los lugares de nuestros recientes combates. Detrás de nosotros se extendía Atlanta en ruinas. Una humareda negra se elevaba en el aire calmo y se extendía como un sudario sobre la ciudad destruida. En la lejanía, sobre el camino de McDonough, los caños de los fusiles de la retaguardia de la columna colocada bajo el comando de Howard, resplandecían al sol, y los furgones de toldo blanco se extendían hacia el sur. A mi frente y en la misma dirección, el 14º cuerpo marchaba rápida y alegremente con un paso cadencioso, listo a devorar los mil seiscientos kilómetros que nos separaban de Richmond. Por casualidad, la banda de un regimiento hizo oír El alma de John Brown marcha siempre adelante; los soldados entonaron la melodía y no he oído jamás el refrán ¡Glory! ¡Glory, halleluiah!, cantado con más entusiasmo que en ese momento.

Volviendo bridas hacia el este, una fila de árboles llegó bien pronto a escondernos la ciudad, que pertenecía ya al pasado. A esa ciudad se ligan más de un recuerdo de luchas desesperadas, esperanzas y temores que no parecen más que una pesadilla. No he regresado nunca más, después.

Era un día muy lindo, lleno de sol, y su aire vivificante nos comunicaba una sensación extraña de alegría de vivir, de la cual todos parecían participar: el presentimiento de que iba a pasar algo, todavía vago e impreciso, pero lleno de aventuras apasionantes. Hasta los simples soldados lo sentían, y cuando cabalgaba junto a ellos, varios me interpelaban: ¡Eh, tío Billy, tengo la impresión de que Grant nos espera en Richmond! Todos pensaban, en efecto, que marchábamos hacia Richmond y que una vez allá, pondríamos fin a la guerra; pero cuándo y cómo, parecía no preocuparles. Esta despreocupación de los hombres y de los oficiales me hacía sentir más el peso de mis responsabilidades, pues el éxito se consideraría como normal, mientras que en caso de fracaso, esta marcha sería juzgada como pura locura. Mi intención era de no dirigirme directamente sobre Richmond pasando por Augusta y Charlotte, sino alcanzar la costa en Savannah o en Port-Royal, en Carolina del Sur.

La primera noche, establecimos nuestro vivaque a lo largo del camino, cerca de Lithonia. Stone Mountain, un bloque de granito, se dibujaba netamente sobre el cielo claro; el horizonte entero se enrojecía con los fuegos encendidos con los durmientes del ferrocarril. En la oscuridad, algunos piquetes traían rieles calentados al rojo hacia los árboles más próximos, para enroscarlos en torno de los troncos. El coronel Poe se había provisto debidamente de herramientas para la extracción de los rieles y para su torsión, pero el medio más simple y eficaz era calentarlos en el fuego de sus propios durmientes y retorcerlos en seguida alrededor de un poste telegráfico o del tronco de un árbol joven. Yo daba una gran importancia a la destrucción sistemática del ferrocarril. Vigilé allí personalmente y di órdenes reiteradas en ese sentido.

Al día siguiente desfilamos atravesando la bonita ciudad de Covington; las tropas estrecharon las filas, las astas desplegaron sus estandartes y las charangas atacaron aires patrióticos. Los blancos, a pesar de su odio profundo por los invasores, salieron al umbral de las puertas para mirarnos, y los negros estaban locos de alegría. Cada vez que oían pronunciar mi nombre, se atropellaban alrededor de mi caballo, dando gritos y orando con palabras tan personales y espontáneas que habrían emocionado a una piedra.




La comarca quemada, vista por una joven de Georgia, Eliza Andrews:


24 de diciembre de 1864. Aproximadamente a tres millas de Sparta, hemos entrado a la comarca quemada, como los habitantes la han bautizado, con mucho acierto. Durante todo el trayecto entre Sparta y Rome, apenas quedaba una cerca en pie. Los campos están pisoteados y los caminos bordeados de esqueletos de caballos, de cerdos y de ganado que los invasores han sacrificado para forzar, por el hambre, a que la gente evacuara la región e impedirle así cultivar sus tierras. En algunos lugares, la fetidez que se desprende es insoportable. Cada doscientos o trescientos metros, nos veíamos obligados a taparnos la nariz o respirar agua de Colonia que la señora Elsey nos había dado. En todas las casas que se conservan en pie, se apreciaban rastros de saqueos, y en cada plantación se notaban los restos carbonizados de los galpones de algodón. Cada tanto, se elevaban chimeneas aisladas, los centinelas de Sherman, únicos vestigios de un hogar reducido a cenizas. Las parvas estaban completamente destrozadas, los silos de maíz vacíos, y cada fardo de algodón hallado por esos salvajes había sido quemado.

Muchos soldados confederados se arrastraban por los caminos, y todo el día hemos tenido la ímpresión de caminar por las calles de una ciudad populosa. La mayor parte de ellos iban a pie, y los he visto sentados al borde de los caminos comiendo ávidamente nabos crudos, carne de los animales abandonados o maíz seco, en fin, todo lo que les caía en las manos. Estaba tentada de hacer detener el coche y distribuir entre ellos el contenido de nuestros canastos de provisiones, pero el relato horroroso que se nos había hecho del estado de las regiones que debíamos atravesar obligaba a anteponer la prudencia a todo impulso de generosidad.

Los yanquís habían quemado el puente sobre el Oconee, en Milledgeville, y necesitamos pedir prestada una barca. Delante de nosotros se extendia una larga fila de vehículos; así tuvimos mucho tiempo para observar en torno durante una hora de espera.

Apenas tres semanas atrás, treinta mil yanquis habían acampado en el terreno situado a la izquierda. Había quedado sembrado de residuos, y la pobre gente de los alrededores lo recorrían, buscando lo que fuera posible hallar para comer, juntando hasta los granos diseminados en los lugares donde los soldados habían alimentado a sus caballos. Nos contaron que, en los primeros momentos después de su partida, se halló allí gran cantidad de objetos de valor -botín abandonado por los invasores-. Pero el campo fue limpiado de tal manera que no se hallaban más que pelotones de algodón, montones de granos, podridos a medias, y esqueletos de animales muertos, que desprendían un hedor horrible. No obstante en previsión de las próximas siembras aIgunos hombres estaban arando una parte del campo.




Mary Ann Gay, jovencita de Decatur, recoge las balas de cañón:


No quedaba nada para comer en toda la región. Ni un cuervo recorriéndola en vuelo hubiera podido hallar algo para saciar su hambre.

¿Qué hacer? ¡Cruzarse de brazos y esperar a morir de inanición! No, ésa no es mi reacción. Había oído decir que se había abierto un depósito en Atlanta donde se cambiaban provisiones por municiones o todo lo que podria servir para proseguir la guerra. Las balas Minié eran las más buscadas. Tiré del delantal a Telitha y le dirigí un breve discurso. Luego, puse a mamá al corriente de mi proyecto. Con ese pequeño movimiento patético de retroceso propio de ella en toda circunstancia penosa y con los labios temblorosos me dio su consentimiento con voz apenas perceptible.

Con un cesto bajo cada brazo y seguida por Telitha que llevaba uno con una capacidad para, al menos, un celemín, y provistas de dos grandes cuchillos romos, partimos hacia los campos de batalla de los alrededores de Atlanta.

Hacia frío, y el viento de noviembre era penetrante. Caminando cerca del camino que lleva a Atlanta, nos encontramos pronto en el lugar donde los confederados habían hecho saltar el depósito de municiones. La explosión habia hecho temblar el suelo y se había oído a más de sesenta kilómetros a la redonda. Telitha atrajo mI atención dando un gritito de alegría; la alcancé rápidamente. Había descubierto un rico filón y estaba llenando su canasto con un metal más precioBo que el oro. En un lugar pantanoso, recubierto de hielo, se hallaba un gran número de balas, balas de cañón Minié, y pedazos de plomo. El frío era intenso, nuestros pies estaban casi helados y, a fuerza de tocar ese plomo frío y rugoso, nuestras manos despellejadas comenzaban a sangrar. Luego aparecieron los calambres, y temí que no lográramos llenar nuestros cestos.

¡Plomo, sangre Y lágrimas mezclados! Trataba en vano de ahogar mis lágrimas, pero era más fuerte que yo y caían sobre el plomo manchado de sangre. Por lo bajo rogaba: ¡Dios de Misericordia, dad me la fuerza para soportar esto!

Finalmente, nuestros cestos estuvieron llenos y nos pusimos en camino hacia la ciudad saqueada. No había ni calles ni callejuelas, pero preguntando por nuestro camino en varias partes, hallamos rápidamente la Intendencia. Telitha, queriendo que yo guardase la apariencia de una lady, me decia que escondiera mis canastos mientras fuésemos a entregar el suyo, dejándolos escondidos para volver a recogerlos en seguida. Pero el espíritu combativo de los confederados alentaba demasiado en mi como para eso y continué derecho mi camino, con el pesado y precioso cargamento.

Un señor cortés, vestido de uniforme gris desteñido y que parecía haber sido desmovilizado después de haber sido herido, se aproximó y me preguntó qué podia hacer por mi.

He oído decir que dan provisiones a cambio de plomo. Aqui lo he traido.

Se produjo un silencio que me pareció interminable.

¿Qué querria en cambio? -preguntó.

Si es posible, azúcar, café y harina, un poco de cada cosa, por favor -respondi timidamente-; en casa no tenemos más nada para comer.

Trajeron los cestos para pesarlos, y poco después me los volvió a traer llenos hasta el borde de azúcar, harina, café, tocino y la carne más apetitosa que veía en mucho tiempo.

¡Oh! señor, ¡no esperaba todo esto!

En ese momento no era ya capaz de expresar alegria, pero no podria describir jamás la satisfacción que experimenté al tomar mis dos canastos y al ver a Telitha empuñar el otro, al volver a casa.




Grant había dicho que la Confederación no era más que una cáscara vacía, cuya resistencia total estaba en el exterior. La cuna y la tumba han sido ya robados, (es decir, que se ha movilizado a los niños y los ancianos), para reforzar a los ejércitos sureños.

Un teniente federal, Charles Wills:


22 de noviembre de 1864. Jornada memorable entre todas para nuestra brigada. Mientras estábamos preparando tranquilamente nuestra comida, un grupo de rebeldes salió del bosque y avanzó sobre nosotros.

Apenas su primera línea había llegado a unos doscientos metros cuando otras tres líneas enemigas surgieron del bosque e hicieron avanzar a dos baterías de artillería. Nuestras piezas fueron inmediatamente puestas fuera de combate, pero no tardamos en replicar con nuestra fusilería, y las líneas enemigas se desmoronaron una tras otra, mientras sus sobrevivientes emprendían la fuga. Nuestra pequeña brigada no contaba más que con mil cien fusiles mientras que los confederados tenían alrededor de seis mil, pero integrados por milicias.

Ancianos de cabello gris, licenciados y muchachos de quince años como máximo, yacían muertos o se retorcían de dolor. Espero que nunca más tendremos que tirar sobre tales adversarios.




Alcanzando el Atlántico en Savannah, Sherman se vuelve hacia el Norte para atravesar las Carolinas. Sus tropas han conservado toda su agresividad para arrojarse contra Carolina del Sur, estado que originó la Secesión.

Emma Le Conte, hija de un profesor de la universidad de Columbia, tiene dieciséis años. La Universidad, desde donde asiste al incendio de la ciudad, había interrumpido sus cursos y servía de hospital:


18 de febrero. ¡Qué noche de terror y angustia! Me siento casi enferma al pensar que tengo que describir un espectáculo tan horrible. Hasta la hora del almuerzo apenas hemos visto a los yanquis, aparte de la guardia apostada en la entrada del recinto de la Universidad, que iban y venían al galope a lo largo de la calle.

No obstante, hemos oído netamente su clamor al irrumpir en Main Street (la calle principal) y al forzar la entrada del Capitolio. Parece que han encontrado allí un retrato del presidente Davis y que utilizándolo como blanco, han tirado sobre él en medio de las injurias de la soldadesca. De las tres a las siete de la tarde, sus tropas desfIlaron a lo largo de la calle para ir a acampar más lejos, en los bosques. Dos cuerpos del ejército han ocupado la ciudad (los de Howard y Logan) cuyo diabólico 15° cuerpo, es aquel al cual Sherman no había permitido nunca antes acampar en una ciudad a causa de la innoble conducta de sus soldados. En sus confortables uniformes azul oscuro, esos diablos tienen aspecto robusto.

Caía la noche. No esperábamos dormir, por supuesto, pero de todos modos pensábamos pasar una noche bastante calma ... Hacia las siete de la tarde, yo estaba en la galería del tercer piso que daba sobre la parte posterior de la casa. Delante de mí, hacia el sur, todo el horizonte brillaba por las fogatas del campamento diseminadas en los bosques. Por un lado, el cielo estaba iluminado por el incendio de la mansión del general Hampton, a unas millas en la campiña y por el otro, por algunos edificios en llamas, cerca del río. La calle Sumter se veía horriblemente iluminada por una casa que ardía tan cerca de nuestro balcón, que podíamos sentir el calor. Al resplandor rojo del incendio, divisamos las siluetas de esos miserables que iban y venían tropezando continuamente, entre la ciudad y el campamento, mientras daban alaridos, hurras, maldecían a Carolina del Sur, lanzaban juramentos y blasfemias, entonaban canciones hirientes y empleaban un lenguaje tan obsceno que nos vimos obligadas a entrar.

Ahora, el incendio hacía estragos en Main Street y acechábamos ansiosamente su progresión desde nuestras ventanas que daban a la calle. Luego, las llamas nos rodearon ... Los guardias (designados por Sherman) no eran ningún socorro; al contrario, ayudaban generalmente a saquear e incendiar. Los infelices habitantes salían corriendo de sus casas en llamas, y los soldados no les permitían siquiera conservar los pocos objetos de primera necesidad recogidos en su huida. Hasta les sacaban las mantas y los víveres y los arrojaban entre las llamas. Los bomberos trataron de utilizar sus elementos, pero los yanquis cortaron prestos su manguera.

Ha llegado Jane para decirnos que la casa de tía Josie era presa del fuego, y hemos ido todas hasta la escalinata. ¡Gran Dios! ¡Qué espectáculo! Eran alrededor de las cuatro de la madrugada. El Capitolio era una enorme masa en llamas. Imaginaos la noche transformada en día con la sola diferencia de que la claridad ardía, quemaba: un cielo cobrizo sobre el cual remolineaban columnas de humo negro, brillantes de chispas y pavesas encendidas que volvían a caer, en torno de nosotros. Hacia donde mirábamos, ese abrasamiento movedizo envolvía las calles con inmensas hogueras y llenaba el aire con un ronquido terrible. Por todos lados, bajo un fuego devorador, los edificios se derrumbaban, en medio de un estrépito enorme.

Una oleada candente parecía llenar el aire y el cielo. Frente a nosotros, la biblioteca parecía encuadrada en una ola de fuego y humo, mientras que las llamas líquidas brillaban a través de los vidrios.

La multitud de mujeres y niños, que lo había perdido todo, se habfa agrupado sobre el terreno comunal, frente al portal. Algunos estaban envueltos en mantas, pero la mayor parte tiritaba por el aire nocturno. Espero no ser testigo nunca más de tales horrores: esa soldadesca ebria y desenfrenada en su uniforme sombrío, loca de rabia y destrucción, gritando, injuriando, exultando ante la idea de la venganza: todo evocaba el infierno.

Por la que he oído decir, lo que los yanquis querían ante todo, al burlarse de esas pobres mujeres indefensas, era rebajar su orgullo de sureñas: Y ahora, decían, ¿dónde está vuestro orgullo? ¡Todo esto os enseñará a creeros superiores a los otros! ...

¡Pobre Columbia! ¡Dónde está ahora tu belleza, tan admirada por los visitantes y tan amada por tus hijos!




La versión oficial de los mismos acontecimientos, dada por el edecán de Sherman, George Ward Nichols:


Los confederados habian almacenado granadas y otras municiones en algunos edificios públicos. Por eso, cuando el fuego alcanzo a esos depositos, se produjo lo mismo que en Atlanta: el mismo fragor sordo, las mismas enormes columnas de llamas irguiéndose hacia el cielo, el hierro calentado al rojo saltando por todos lados. Pero hubo un aspecto más trágico que no habíamos visto en Atlanta: en calles y plazas, grupos de hombres, mujeres y niños se apretaban unos contra otros alrededor de una valíja, de un colch6n o de un bulto de ropas. De buen grado, nuestros soldados se hicieron un deber de sacar los enseres familiares y los muebles, de las casas amenazadas por el incendio, y allí donde había esperanza de salvar un edificio, trataron de circunscribir el fuego. El mismo general Sherman, ayudado por su estado mayor, trabajó hasta bastante después de medIanoche, tratando de salvar vidas humanas y los bienes de los civiles. La mansión que se había transformado en cuartel general está ahora atestada de ancianos, mujeres y niños que han sido echados de sus casas por un enemigo todavia más despiadado que los yanquis aborrecidos.

Se expresan diversas razones para explicar el comienzo del incendio. Estoy convencido de que ha sIdo propagado por pavesas encendidas procedentes de centenares de balas de algodón que los rebeldes habían colocado en medio de la calle principal, incendiándolas justo antes de abandonar la ciudad.

No obstante, algunos focos de incendio han debido tener otras causas. Se las atribuye al deseo de venganza de unos doscientos prisioneros escapados de los vagones, en los cuáles el enemigo los evacuaba a Charlotte. Pensando en su largo sufrimiento, en la horrible prisión que he visitado ayer, imagino que han querido aplicar la ley del talión. Se dice también que los primeros de los nuestros que entraron en la ciudad, embriagados por la victoria y por un mal alcohol distribuido adrede por ciertos habitantes, fueron presa de una especie de locura colectiva y prendieron fuego a las casas vacías.




Para el ejército de Sherman, la marcha a través de las Carolinas tenía las características de un picnic.

Capitán Oakey, del 2° regimiento de Massachusetts:


Dos oficiales de Massachusetts, aprovechando la evacuación precipitada de la prisión de Columbia, han logrado escapar. Agotados y casi desnudos, pudieron llegar hasta nuestra brigada, y los oficiales de nuestro regimiento pidieron el favor de ocuparse de uno de ellos. Le facilitamos una mula con buena montura y reunimos una ropa conveniente, aunque nuestras propias prendas estaban raídas. Tomando lugar con nosotros alrededor de una manta de caucho tendida en el suelo, provisto de una escudilla y de un vaso de estaño, nuestro huésped encontró lujosa la mesa. El menú consistía en guisado de gallo silvestre, pedazos de pava asada, seguidos de espigas de maíz tostadas. Luego venían el café y las pipas, y uno se extendía delante de un fuego crepitante de leña de pino para escuchar su relato sobre la vida en las prisiones confederadas. Antes del alba, el pisoteo de los caballos nos recordaba que nuestras patrullas se ponían en camino. Un día en que nuestra brigada se hallaba a la cabeza, varios destacamentos de esas patrullas, uniendo sus esfuerzos, habían logrado arrebatar una ciudad a la caballería enemiga y habían ocupado las plantaciones de la vecindad. Al cesar el combate y restablecerse el orden, antes de la llegada del grueso de las tropas, nuestros hombres nos habían organizado una recepción burlesca. Nuestro regimiento, a la cabeza de la columna, cayó sobre un centinela vestido con un uniforme que databa de la época de la Guerra de la Independencia y; subido sobre una mula sin montura. Después de haber saludado con su sombrero de plumas, en respuesta a las risas de nuestros hombres, se fue al galope para advertir nuestra llegada a sus camaradas. Continuamos nuestra marcha hasta el centro de la ciudad, donde recibimos la orden de alinearnos a cada lado de la calle principal. Poco después, un furriel uniformado de oficial superior de la milicia de otro tiempo, salió de una calle transversal para recibirnos ceremoniosamente. Montaba un caballo ético, con un trozo de alfombra a guisa de silla. Con su viejo sombrero de plumas en la mano cabalgó a lo largo de la calle con afable dignidad, como si nos pasase revista. Detrás de él seguía una gran calesa familiar rebosando jamones, fiames y otras provisiones, que era tirada por dos caballos, una mula y una vaca, con un postillón encaramado sobre cada una de esas cabalgaduras.


Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha