Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XII

LOS COMBATIENTES

Los rigores de la guerra no impedían fraternizar a los combatientes de los dos ejércitos, si se presentaba la ocasión.

Un soldado confederado:


En ese lugar, el Rappahannock, de doscientos metros de ancho aproximadamente, corría lentamente hacia el océano. Sorpresivamente el chapaleo de las pequeñas olas sobre la arena fue roto por un tímido hola, que venía de la orilla opuesta.

¡Johnny Reb! (Reb: rebelde) ¡J-o-h-n-n-y R-e-b! ¡No dispare!

De acuerdo -gritó en respuesta el sargento Reid.

¿A qué unidad pertenece?

Las palabras llegaban claras y audibles por encima del río.

Al escuadrón negro. ¿Y usted?

Al segundo regimiento de caballería de Michigan.

Acérquese a la orilla -dijo Reid-, no dispararemos.

¿Palabra de honor, Johnny Reb?

Palabra de honor, Billy Yank. (Yank: yanqui}.

En un abrir y cerrar de ojos un grupo numeroso de uniformes azules avanzó hacia la orilla. Nosotros, confederados, hicimos lo mismo. Los federales preguntaron entonces:

¿Tienen tabaco?

Todo lo que se quiera.

¿Azúcar, café?

Ya no se conoce ni el olor.

¿Hacemos un cambio? -gritaron los federales prestamente.

-De acuerdo; solamente que nosotros no tenemos mucho tabaco aquí, pero iremos a buscarlo a Fredericksburg y volveremos esta tarde.

Comprendido ... ¡Eh! Johnny, ¿quieren diarios?

Sí.

Entonces abran los ojos, se los enviamos.

¿Cómo?

Esperen un poco: van a ver.

Algunos minutos más tarde, uno de los nuestros gritó:

¡He aquí los diarios que llegan! ¡Que me cuelguen si esos yanquis no son los muchachos más listos del mundo!

De la otra orilla, varios barcos en miniatura (de los que hacen la felicidad de los escolares), todas las velas desplegadas y cada uno cargado con uno o dos diarios, se encaminaban lentamente, pero con seguridad, hacia nosotros. Cuando terminó la travesía, los tiramos sobre la arena a la espera de un viento favorable para el regreso.

Después de echar a suerte, se designó a Joe Boteler para ir a la ciudad en busca del tabaco. Partió maldiciendo su mala estrella, mientras buscábamos un rincón de sombra, donde leer las últimas noticias de la guerra vistas por la prensa enemiga.

Joe volvió a la noche con una caja de un pie de ancho llena de tabaco en rollo. ¿Pero cómo hacerlo atravesar el río? Los barcos en miniatura eran demasiado pequeños. Los yanquis dijeron que lo mejor era que uno de nosotros atravesase el río a nado. Nos aseguraron que no era una trampa.

Como ninguno de mis camaradas era capaz de nadar más allá de algunos metros, me designé voluntariamente para hacer la travesía. El sargento Reid fue a la casa más próxima para pedir prestada una cubeta de madera. Colocando la caja de tabaco en la cubeta y fijándole sobre una tabla, partí a nado, empujando delante de mí esa extraña embarcación. La noticia de mi proximidad se había difundido hasta el campamento del regimiento yanqui, y casi todos los hombres del 2º Michigan me esperaban en la costa.

Eso me daba una sensación extraña, pero tenía confianza en la palabra de ellos y continué sin vacilar hasta que mi cargamento flotante hubo encallado en la playa. Las chaquetas azules me rodearon, me acogieron cálidamente, y tras vaciar la cubeta de mi cargamento, la llenaron de azúcar, café, limones y también de bombones, hasta el punto de que protesté que iban a hacerla hundir.

Después de haberles dicho adiós, volví a atravesar el río con mis preciosas provisiones y esa noche nos dimos un festín.




El general Stuart, jefe de la caballería confederada, da un baile para celebrar la invasión de Maryland por los sureños. Su jefe de estado mayor, el alemán Heros van Borcke:


El 8 a la mañana, todo el mundo se atareaba en el cuartel general. Se habían distribuido invitaciones para el baile a las familias de Urbana y de los alrededores, así como a los oficiales de la brigada de Hampton. Los grandes salones de La Academia estaban limpios y decorados con guirnaldas de rosas y banderas tomadas al enemigo y pedidas en préstamo, para la ocasión, a los diferentes regimientos. A las siete de la tarde todo estaba listo, y la amplia avenida se llenaba con nuestras lindas invitadas que según su rango social y su fortuna, llegaban a pie, en simple cabriolé o en imponentes coches familiares conducidos por un negro entronizado con mucha dignidad en su pescante.

El toque lejano de los clarines anunció la proximidad de la banda del 18º regimiento de infantería del Misisipí, que llegó poco después, tocando con brio la melodía bien conocida del Dixie (Dixie: el Sur) precedida por el coronel y su estado mayor. En medio de los aplausos de los invitados y de los otros asistentes, entramos en el gran salón, brillantemente iluminado por velas de sebo.

En mi calidad de maestro de ceremonias, tenia que elegir el orden de las diferentes danzas, y pensaba que una polca sería excelente para animar a todo el mundo. Habiendo elegido la rebelde de Nueva York como reina de la velada, tenía la intención de abrir el baile con ella. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando esta encantadora persona esquivó mis brazos tendidos, y, algo confusa, me explicó que no me podía conceder una vuelta de baile. Es así como supe, a costa mía, que en América, sobre todo en el Sur, las jóvenes valsean sólo con sus hermanos o sus primos hermanos. Con los extraños, únicamente se permiten el scottish y la cuadrilla.

No obstante, sin dejarme desconcertar, en seguida ordené a la orquesta que cambiara la polca por una cuadrilla endiablada, y pronto olvidé mi decepción. La música tenia un ritmo rápido, los bailarines aceleraban sus figuras, y el vasto salón atestado de lindas mujeres y apuestos oficiales en su magnífico uniforme ofrecía un espectáculo sorprendente de alegría y de entusiasmo.

De pronto, un asistente cubierto de polvo entró y, en voz alta, informó al general Stuart: el enemigo después de sorprender y matar a nuestros centinelas había atacado al campamento con violencia. Mientras hablaba, el ruido de una fusileria se hizo oír claramente en el aire calmo de la noche.

La música se sumergió en un cuic y enmudeció. Los oficiales saltaron sobre sus armas mientras pedían sus cabalgaduras; los padres y madres de familia, presos por el pánico, trataban frenéticamente de juntar a sus aterrorizados hijos, mientras que las jóvenes corrían de aquí para allá con una desesperación que no dejaba de atraerles miradas admirativas. El general Stuart conservó su sangre fría habitual y en menos de cinco minutos, con los caballos ya ensillados, galopábamos hacia el lugar del combate. Una vez llegados allí, comprendimas de inmediato que, como sucede a menudo en casos de semejantes alertas, la situación estaba lejos de ser tan desesperada como nos la habian descrito.

Era la una de la madrugada cuando volvimos a La Academia donde hallamos a un buen número de nuestras bonitas invitadas, quienes esperaban, con ansiedad, el resultado del combate. Puesto que los músicos estaban aún allí, el general Stuart les dio orden de volver a tocar. Nuestros jóvenes oficiales se apresuraron a presentarse como voluntarios para traer de nuevo a nuestras encantadoras fugitivas, y, como todo el mundo estaba decidido a no dar a los yanquis la satisfacción de habernos arruinado la velada, en menos de media hora el baile se reanudó para no detenerse hasta que llegaron los primeros resplandores del alba. En ese momento, las ambulancias cargadas con los heridos del combate de la noche se aproximaban lentamente a La Academia, el único edificio de Urbana que se pudo transformar en hospital. Indudablemente la música se detuvo en seguida, y nuestras encantadoras compañeras de cuadrilla se transformaron en otros tantos ángeles bienhechores.




Los estados fronterizos como Tennessee sufrían las depredaciones de los dos ejércitos.

Un jinete confederado del cuerpo de Forrest:


El pequeño alazán de James Wood se ha lastimado al tropezar su casco con una piedra. Por eso Austin Statler y Tom Joyner se han impuesto el deber de ayudar a su camarada a hallar otro caballo. Es un verdadero problema, pues los mejores animales han sido requisados por los dos ejércitos. Aparentemente, el único caballo del lugar es un potrillo de tres años, encerrado en un cerco próximo a una pobre granja. Statler, con un tono bonachón, ha tratado de explicar la situación a la propietaria, haciendo alusión a las cualidades del alazán temporariamente cojo y diciendo que sólo necesitaba reposar algunos días para reponerse. Pero la anciana no lo entendió asi. Rodeada de sus siete hijas, listas para apoyar a su madre, afirma que el animal es el potrillo de Sallíe y que por nada del mundo lo cederá.

La discusión terminó por agriarse y, los soldados, como último recurso, se dirigieron hacia el caballo. Pero Sallie, una cortés jovencita, interviniendo en forma oportuna, saltó por encima del cerco montando el potrillo sin montura ni brida.

Las mujeres parecían haber ganado la partida, pero los soldados, negándose a aceptar que su camarada continuase a pie a lo largo de los caminos del condado de Wayne, se lanzaron al asalto. Estaban decididos a apoderarse del potrillo, pero no querian mostrarse brutales para con esas tigresas desenfrenadas. El alboroto fue breve, pero furioso. Bastantes cabellos arrancados y arañazos, pero ni un herido grave. Hubo pellizcos, retorcer de muñecas, cuerpo a cuerpo, hasta que el equipo femenino quedó sin aliento y que Sallie, desesperadamente asida a las crines del caballo y asestándole talonazos, hubo sido suavemente desmontada por nuestro galante trío.

Pasaron la brida al caballo y le sujetaron la cincha. El potrillo de Sallie había cambiado de carrera y había sido incorporado al servicio de la Confederación.




La deserción estaba muy difundida en los dos ejércitos. Se penaba con la muerte. Por otros delitos, los castigos eran variados.

Un médico sureno:


Campamento próximo al Rappahannock, Virginia.

8 de marzo de 1863.

El domingo pasado, un desertor fue pasado por las armas cerca de nuestro campamento. Para la ejecución, el condenado estaba sentado sobre su sepulcro, con las manos atadas sobre el pecho. Un pelotón de doce soldados se adelantó a dos metros del condenado, y, recibida la orden, hicieron fuego. Solamente una bala lo hirió, pues once de los fusiles estaban descargados, esto con el fin de que ninguno de los soldados del pelotón supiese quién había sido el que lo había matado.

He visto a unos soldados a quienes obligaron a marchar a través del campamento con escolta, llevando una inscripción en la espalda: Soy un cobarde, o bien: Soy un ladrón, o también: He huido delante del enemigo, y he visto asimismo a un hombre con los pies y puños ligados, atado a horcajadas de un cañón, expuesto así durante dieciséis horas. Parece que esos severos castigos son necesarios para mantener la disciplina.




Uno que rehúsa la guerra por principio de conciencia:


Campamento próximo a Orange Court-House, Virginia.

27 de setiembre de 1863.

Ayer en nuestra división, hubo nueve ejecuciones más. El coronel Hunt integraba la corte marcial que los juzgó, y me ha contado que uno de los hombres de la brigada de Lane era el hermano de vuestro predicador y que se parecían enormemente. Según el coronel, era un hombre muy inteligente. Rabia explicado su conducta diciendo que la lectura de los editoriales del Raleigh Standard lo había convencido de que Jeff Davis era un tirano, y que la causa de la Confederación era mala. Me sorprende que el redactor de ese miserable diarucho sea dejado en libertad.

Debo terminar, pues un colega viene a buscarme para ayudarme a embalsamar a dos de los condenados de ayer.




En el Sur, la guerra provoca un despertar del sentimiento religioso.

Benjamin Jones, soldado del 3er. regimiento de infantería de Virginia:


Advierto que un espíritu de renovación religiosa se difunde en todas las filas del ejército de Lee y entre otros ejércitos sureños. Se pueden observar signos de ello aquí mismo y en los campamentos, en los alrededores de Richmond. Algunos fieles que habían perdido el fervor se despiertan ante el sentimiento de sus deberes y muchos pecadores inveterados se vuelven respetuosos de las cosas de la religión y más moderados en sus propósitos. Hay en nuestra compañía menos reniegos y libertinajes, y se juega a las cartas menos que antes. En nuestro campamento se oye a menudo decir las plegarias en voz alta, y se predica regularmente en un gran número de regimientos. Muchos pastores han partido para evangelizar a las tropas; algunos se han alistado como simples soldados.

Casi todas las noches, antes del toque de extinción de las fogatas, cantos religiosos e himnos se elevan en varios lados. Nuestra compañía cuenta con muchas bellas voces, y los cantores se reúnen cada noche para pasar agradablemente una o dos horas. La carpa del sargento N. B. Pond se ha transformado en el cuartel general de tales ejercicios. Sin duda, esa manera de rogar es bienhechora y eleva la moral.

Pero déjeme contarle un pequeño incidente ocurrido recientemente. Una de esas pequeñas bromas, no del todo inocentes, pero sin maldad, que se producen de tiempo en tiempo y sirven de válvula de escape:

Uno de los cantos religiosos que nuestro coro improvisado entonaba más a menudo era ese refrán bastante curioso:

¡Escocia se quema! ¡Escocia se quema!

¡Arrojadle agua! ¡Arrojadle agua!

Algunos de nuestros alborotadores han tenido la idea de jugar una broma a los cantores reunidos en la carpa del sargento Pond. Esta, entre algunas otras, posee, por casualidad, una chimenea. Esto ha permitido dar el golpe a esos bufones. Una noche, uno de nuestros camaradas de menos estatura, con un balde de agua en la mano, fue izado por otro, corpulento, hasta el nivel de la chimenea. Cuando el coro entonó el grito de alarma:

¡Escocia se quema! ¡Escocia se quema!

¡Arrojadle agua!, etcétera.

Ha derramado el contenido del balde en la chimenea, inundando el hogar, apagando el fuego y haciendo saltar cenizas y pavesas en todas las direcciones.

Naturalmente, el canto se detuvo de golpe, y los cantores se arrojaron afuera para tratar de atrapar a los culpables. Pero no lo bastante rápido para sorprenderlos. Los muchachos habían ya alcanzado su rincón y saboreaban su pesada broma a distancia respetable.




La rutina de la vida de campamento.

Un joven soldado de Wisconsin:


Huntsville, Alabama.

Viernes 4 de marzo de 1864.

Evie Evans y yo hemos ido a la ciudad con permiso. Visita a los locales de la Comisión cristiana, compra de estampillas. Luego, visita a la escuela organizada para los negros por el capellán del 17º regimiento negro. Algunos soldados se han ofrecido voluntariamente para enseñar el abecedario a las cabecitas ensortijadas y un gran mocetón de color se ha ocupado de los más jóvenes. Una clase de niñas estaba leyendo el Second Reader. Todos parecían atentos y llenos de buena voluntad por aprender, pero la enseñanza dejaba que desear.

Hubo distribución de arneses a los diferentes destacamentos. He podido obtener un juego. No hay caballos.

Domingo 18 de marzo.

Una bella mañanita dominguera. T. J. Hungerfold muy enfermo: alta temperatura y respiración dificultosa. Temo que tenga las fiebres. Lo hemos bañado y envuelto en toallas, haciendo de todo corazón lo que podíamos. Después de la revista de las ocho, asistí al servicio de la Iglesia metodista. El pastor predicó sobre los versículos trigésimo quinto y trigésimo sexto del capítulo IV según San Juan. Sermón lleno de imágenes del infierno y de los sufrimientos eternos, pero que llevaba poco consuelo a las mujeres, numerosas en la asistencia, que han perdido seres queridos en las filas del ejército confederado. Si bien son nuestras enemigas, sus sollozos no podían dejar de conmoverme.

Martes 29 de marzo. Doña Bíckerdyke ha venido a visitar nuestro campamento, ayer, con cuatro furgones cargados con toda clase de cosas buenas enviadas por la población del Norte. Nos ha dejado tres barriles de papas, nabos, zanahorias y un barrilito de repollo agrio y otro de manzanas secas. Noble mujer. Ella misma nos trae lo recolectado por sus propios medios, en lugar de dejarlo en manos de médicos y oficiales, como generalmente se acostumbra con los paquetes destinados a los soldados. Viene en persona con sus yuntas de mulas para hacer la distribución a los bravos muchachos, como ella dice. Los soldados la han rodeado rápidamente. Su rostro lleno de bondad, de amplia sonrisa cordial, nos resultaba bien distinto a las miradas altivas y desdeñosas que nos lanzaban las mujeres de aquí.

Lunes 11 de abril. El día ha pasado como es habitual: a la mañana, dos horas de ejercicio con las baterías, luego juego de pelota; a la tarde, una hora de adiestramiento, juego de ajedrez, luego revista a las cuatro, lectura y correo hasta las ocho, hora del toque de silencío. Hoy a la tarde, una terrible explosión cerca del depósíto nos sobresaltó: un furgón de la batería de IlIinois estalló matando instantáneamente a seis artilleros e hiriendo a otros dos. Los cuerpos resultaron despedazados.

Lunes 2 de mayo. Durante todo el día, el ala izquierda del 16º cuerpo, al comando del general Dodge, ha ido llegando. Permanecimos al borde del camino casi toda la tarde, mirándolos. El 26º regimiento de Wisconsin desfilaba; muchos de nuestros muchachos se han encontrado con amigos y conocidos. Un regimiento de yanquis cien por ciento, que venía directo desde Jersey, formaba parte de la misma brigada. Con sus polainas y sus gorras de borlas amarillas, nos parecían extraños, y, al lado de nuestros corpulentos del Oeste, mostraban una pobre traza.

Martes 10 de mayo. A las órdenes del cabo Ferris, una veintena de los nuestros fueron a cargar un tren con vigas de 8 x 20.

De regreso, al mediodía, todos los destacamentos desfilaron hasta el cuartel general de McBride donde ha tenido lugar una distribución de whisky a los que lo deseaban. Muchos de los más sedientos han conseguido varias raciones mezclándose en los diferentes destacamentos. Después de la distribución, el capitán subió a una mesa para leer un despacho de Sherman, que anunciaba las gloriosas nuevas del ejército de Grant: Lee ha sido vencido y está en plena retirada, Butler está en Petersburg a menos de dieciséis kilómetros de Richmond. Con ayuda del whisky, estallaron locas aclamaciones. Luego, regreso hacia el campamento. ¡Qué espectáculo lamentable! Buen número de soldados, poco habituados a ese veneno, estaban completamente ebrios y nuestro desfile a través de la ciudad se vio acentuado por gritos endemoniados y caídas en el lodo. En horas de la noche, una terrible tormenta inundó el campamento. El agua alcanzaba a cincuenta centímetros en una de las carpas. Todos nuestros trastos flotaban, y hemos debido trepar sobre nuestras camas de campaña para permanecer en seco ... Pero las risas y las bromas nos han hecho olvidar esa situación desagradable.




Chauncey Cooke, de Wisconsin, tenía apenas dieciséis años cuando se alistó. Era de aquellos para quienes la guerra era una cruzada contra la opresión de los negros.

A los esclavos se los llamaba contrabandos porque, hacía ya tiempo antes de la guerra, apóstoles como John Brown los hacían pasar de contrabando en los Estados del Norte para, en seguida, ganar el Canadá, donde estaban al abrigo de toda persecución:


Todos los días hacemos ejercicio, montamos guardia, limpiamos en torno del campamento, y hacemos, de tiempo en tiempo, paseos por la campiña, tan lejos como los centinelas nos lo permiten. Estamos verdaderamente en el Sur soleado. Los esclavos, los contrabandos como los llamamos, llegan a Columbus por centenares. El general Thomas, del ejército regular, los alista como militares. Todos los viejos edificios de los alrededores de la ciudad rebosan de ellos. Cada vez que nos cruzamos con uno, levanta prontamente su sombrero y se inclina mostrando dientes replandecientes. Creo reconocer al tío Tom, a Quinbo, a Sambo, a Chloé, a Eliza, a todos los personajes de La Cabaña del Tío Tom. Las mujeres se ganan algunos centavos lavando la ropa blanca de los soldados, los hombres ejecutando algunos trabajos livianos. Me gusta conversar con ellos. Son bastante divertidos, y no se puede olvidar el relato de su vida de esclavitud. Cuando se pregunta a uno o a otro cómo le va, la respuesta es casi siempre: Eto va mú ben, Massa, o ¡Dió lo bendiga, Massa, toy orgulloso e ser hom libre. A diario, no pocos de ellos parten hacia Caire y más lejos sobre el Ohío. El Ohío ha sido siempre el Jordán de los esclavos. Toda su vida, han soñado con él.

No son todos tan negros como lo pensamos en el Norte. Algunos son casi blancos. Los que eran sirvientes parecen tener alguna instrucción y hablan más correctamente. Ayer, una joven muy linda café con leche, de dieciocho años, entregaba la ropa blanca a los muchachos. Había abandonado a sus amos en diciembre y había venido a Columbus. En respuesta a las preguntas de los soldados, les explicó que había partido porque su ama estaba constantemente encolerizada contra ella y las otras sirvientas, desde que Lincoln había proclamado su emancipación. Agregó que su madre la habia acompañado. Entonces uno de los soldados le preguntó qué le había sucedido a su padre: Papá no e' hom' de coló, e' un blanco, replicó.

Los muchachos se pusieron a reír; y ella, levantando su pesado cesto, lo ha posado sobre su cabeza y prosiguió su camino. Esa joven ha debido detenerse una cincuentena de veces para distribuir la ropa blanca entre las tiendas de campaña, y me pregunto si siempre habría sido acogida con las mismas palabras groseras.




Columbus, Kentucky. 21 de marzo de 1863.

25º regimiento de infantería de Wisconsin:

Querida mamá:

En nuestro regimiento la salud es buena, sacando algunos casos de disentería. Los muchachos la llaman la corriente del Kentucky. Las enfermedades están mucho más extendidas entre los infelices negros. Se amontonan en todas las casas vacías y hasta se acuestan bajo los árboles, tan deseosos están de acercarse a los soldados de Lincoln. Viven de los desperdicios y de todo lo que pueden recoger en el campamento, y están listos a lustrar nuestras botas o a prestar cualquier servicio a cambio de una vieja camisa o una chaqueta fuera de uso. Ayer a la tarde han tenido una asamblea religiosa, al pie del acantilado del Misisipí. ¡Cuántos gritos y cantos! No se oye sino: ¡Gloria a Massa Lincoln, nuestro salvador que ha llegado después de dos siglos de sufrimiento en los algodonales y cañaverales de azúcar!

Desde hace tiempo, sabían que algo se preparaba, pues, a menudo, cuando su Massa recibía visitas, les ordenaba quedarse en las chozas hasta que se los llamase. Pero algunos de ellos se deslizaban bajo las ventanas, para sorprender a los blancos que hablaban de la guerra y de la futura emancipación de los negros. Cuando el que habia ido a escuchar, informaba de esas conversaciones a sus camaradas, caian todos de rodillas, mientras rogaban en voz baja y daban gracias al Señor. ¡Para ellos, es siempre el Señor, el Señor! Durante más de dos siglos, han tenido confianza en Él y creído que Él vendria en su ayuda. A veces me pregunto si el Señor no es parcial favoreciendo a la raza blanca y haciendo soportar muchas cosas a los negros, simplemente porque son negros ... No pueden decir diez palabras sobre su vida de esclavo y su Massa, sin agregar: ¡Bendito sea el Señor y el dulce Jesús! Empero, en ese pais de Washington, durante más de doscientos años Dios ha permitido que sean comprados y vendidos como el ganado y los cerdos en un mercado de animales.

Durante dos horas, esta mañana, he escuchado el relato de un viejo esclavo tuerto y desdentado que había remontado el Misisipí desde los alrededores de Menphis. Me ha contado toda su historia. Para pagar deudas de juego, su amo habia vendido a su mujer y a sus hijos a un plantador de algodón de Alabama, y, cuando osó decir a su patrón que no podía aguantar más, habia sido atado a un poste, desvestido y había recibido cuarenta latigazos. A la noche siguiente, se habia refugiado en los pantanos; pero los perros de caza lanzados en su persecución, lo encontraron y se echaron sobre él. Le estropearon la cara, le reventaron un ojo y le trituraron una mano, a tal punto que quedó lisiado. Bajando el pantalón, me ha mostrado una cicatriz en la cadera: uno de los perros lo había mordido y sólo lo ha soltado cuando estaba como muerto a fuerza de perder sangre. Todo esto sucedió cerca de Nashville, capital del Tennessee.

He contado eso a los compinches, me han dicho que eran farsas y que los negros me mentían, pero su relato se parece extrañamente a La Cabaña del Tío Tom y lo creo veridico.




Por falta de medicamentos y de una alimentación conveniente, era raro que un herido sobreviviese a una amputación, en los hospitales de la Confederación.

Phoebe Yates Pember, enfermera jefa del Chimborazo Hospital, en Richmond:


Mi corazón duplicaba sus latidos cada vez que se decidía una amputación, sobre todo, cuando se efectuaba varios días después de la herida.

De todos los casos que he podido observar, sólo dos irlandeses han sobrevivido; verdaderamente es tan difícil hacer morir a un irlandés que los cirujanos no tienen por qué jactarse de ello. Uno de esos hombres ha perdido su pierna por pedazos, pues la amputación fue efectuada en tres veces. Por las últimas noticias que hemos recibido de él, sabemos que se había casado con una joven e instalado en la bella propiedad que ella poseía en Macon, Georgia. Había llegado, sin embargo, al borde de la tierra desconocida y los cirujanos, no creyendo en su cura, lo habian abandonado a mis cuidados díciendo que hiciese lo que pudiera. Pero el capellán (se trataba de un católico), estimaba que yo no tenía derecho a turbar lo que él consideraba los últimos momentos de un moribundo que se habia confesado y habia dicho adiós a este bajo mundo.

A su parecer, el resto de vida que le quedaba al moribundo, debia ser consagrado a algo mejor que tragar el coctel de menta, que yo le habia preparado. Se produjo un altercado bastante fuerte, pues si bien él estaba encargado de vigilar la salvación del alma, yo, en desquite, debia ocuparme de su cuerpo, y no cedí.

En ese momento supremo, era difícil para un buen católico irlandés elegir entre la religión y el whisky, y aunque su cabeza quedase respetuosamente vuelta hacia el buen Padre T., sus ojos acariciaban con demasiado calor la copa que acercaba a sus labios, para dejarme la menor duda en cuanto a su verdadera preferencia. Estaba persuadida de que la mirada de Callahan significaba que, hasta tanto quedara menta y whisky en la Confederación, este bajo mundo le convendria. El resultado final, probó que yo habia tenido razón. Insistió siempre en que era yo quien le habia salvado la vida y, hasta la evacuación de Richmond, me ha tenido al corriente de su felicidad conyugal.


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